El manifiesto más político de Marvel Una más, otra más. Es lo que pensaríamos de cualquier película de una saga que se extendiera durante todos los años en nuestros cines a lo largo de una (recién cumplida) década. Pero el Universo Cinematográfico de Marvel, bajo la tutela de Disney, está sabiendo mantener y seguir explotando la gallina de los huevos de oro con gran capacidad y sin causar sensación de hastío en su público. Reinventarse o morir. Marvel camina sobre una línea muy delgada, repitiendo el patrón de películas de origen de superhéroes cada poco tiempo para introducir nuevos personajes, y combinando a su vez a éstos para crear monumentales crossovers bajo la bandera de Los Vengadores. Aquel modelo que estableciera una más que acertada Iron Man ha sido el canon para todo lo que vino después, y, sin embargo, en cada una de estas películas han sabido aportar el grado justo de novedad sin olvidar el factor de entretenimiento que los define. Así, tras los Capitán América, Thor, Doctor Extraño y otros llega Pantera Negra, el primer superhéroe negro de la Casa de Ideas. Una película para nuestra época. La cuestión racial podría haber sido un tema por el que Marvel pasara de lado de forma discreta, siguiendo una línea continuista con su cine de entretenimiento sin implicaciones políticas. Sin embargo, el equipo de Pantera Negra ha sabido entender muy bien la oportunidad que manejaban, y en plena era Trump erigen un largometraje que gira en torno a un mensaje muy claro: tender puentes y no crear muros. De la forma más inteligente, la trama de cuestiones políticas y enredos en la corte acaba convirtiendo el proteccionismo y el cierre de fronteras en el enemigo más claro. Lejos de presentar un antagonista canónico, un malo con ganas de destruir el mundo por que sí, es esta idea de defensa patriótica la que se contrapone a nuestro protagonista en última instancia. De esta forma juega con uno de los villanos mejor construidos de toda la saga, pues Killmonger no se configura como un ser unidimensional (como temo que será Thanos, e igual que fueron Ronan, Cráneo Rojo o Hela). La clave, además, está en una motivación comprensible por parte del espectador, que facilita una identificación con el mismo, aunque no se compartan sus ideas o métodos. Aquí se encuentra su principal diferencia con el anterior antagonista que se salía de los patrones del villano unidimensional: aún no entendemos (ni siquiera sabemos si él puede) la motivación de Loki que guía el arco del personaje a lo largo de la importante cantidad de películas en las que aparece. Además del aspecto político, la película aprovecha sus personajes para lanzar otro mensaje: unión ante la opresión, lucha contra las injusticias hacia las personas menos favorecidas únicamente por el lugar donde nacieron y/o el color de su piel. Es uno de los aspectos más agradecidos cuando termina, pues se hace patente que la oportunidad que se les presentaba con el personaje no ha sido desaprovechada, y da pie a una mayor profundidad en temáticas más serias que puedan ir de la mano del entretenimiento al que nos tiene acostumbrados. Enmarcada dentro de una mayor atención a la diversidad que ha entrado con dificultad en la agenda de Disney sobre el universo superheroico (la primera mujer protagonista llegará en dos años con la Capitana Marvel, a pesar de tener un personaje como Viuda Negra en espera desde hace mucho más tiempo) Pantera Negra toma iniciativa propia para elevarse como uno de los héroes con más posibilidades en el futuro de dicho universo.
Política y estilización Suele suceder que durante un mismo año o incluso durante una misma temporada cinematográfica se estrenen películas que compartan una misma temática y que, misteriosamente, se han creado al unísono, siendo éstas completamente independientes y salidas de estudios que nada tienen que ver entre sí. Como si un mismo tema o idea diera lugar a un extraño boca oreja que hace que finalmente surjan varias películas, digamos, argumentalmente similares. Este año pasado tuvimos uno de los platos fuertes del año con la experiencia sensorial que nos proponía Christopher Nolan y su visión de lo sucedido en las playas de Dunkerque en 1940, cuando miles de soldados de las tropas británicas y francesas se encontraron rodeados por el avance del ejército alemán. Ya sabemos que la película fue un bombazo a muchos niveles, también al nivel de recordar un suceso especialmente traumático y notorio de la contienda. Pues bien, este año tenemos dos filmes diferentes y complementarios sobre la figura de Winston Churchill, pero podríamos decir que el que hoy nos ocupa es la cara B del Dunkerque de Nolan, el reverso de aquella situación desesperada vista desde una perspectiva mucho más sociopolítica. Hasta supondríamos que casi se hubiera planificado concienzudamente que esta cinta sería la cara oculta del trabajo de Nolan sobre la Operación dínamo, aquella por la cual más de trescientas mil tropas francesas, británicas, belgas y canadienses escaparon de la invasión alemana desde las playas cercanas a Dunkerque, entre el 29 de mayo y el 4 de junio de 1940. El instante más oscuro es una película de despachos polvorientos, de hombres fumando mientras deciden el futuro de una nación, de discursos poderosos y, sobre todo, es una obra que glorifica la figura de Churchill. Lo hace con arrojo, fuerza y tensión, y lo que podría ser una aburrida película de diálogos largos estirados hasta las dos horas se convierte en una vibrante cinta de verborrea útil. Joe Wright, que ya había dirigido grandes obras literarias como Expiación, Orgullo y prejuicio o Anna Karenina, adapta esta vez un texto del novelista y guionista Anthony McCarten, usando muchos de los recursos que ya había usado con anterioridad y realiza una puesta en escena acertadísima, llena de lenguaje cinematográfico, que hace que uno olvide la base teatralizada del texto original. Su dirección de fotografía, efectos de sonido o su banda sonora son esenciales como siempre para remarcar cada secuencia. Cabe preguntarse si su narrativa y sus imágenes serían igual de efectivas si todos estos trucos de artificio se omitieran. Pero su cine es así, plagado de un aparato estilizadísimo que aúna estética con historia y desde luego siempre ha contado con detractores y con afiliados. Y en el medio de todo esto encontramos al otro gran eje de la cinta, además de su director. Hablamos, cómo no, de Gary Oldman, quien ya ha ganado el Globo de Oro por su interpretación y tenemos muchas apuestas a que también este año se llevará el Oscar a su casa por meterse en la piel de un personaje tan megalómano como Winston Churchill. Oldman no interpreta a Churchill sino que directamente se convierte en él, gracias tanto a su torrencial interpretativo como a una proeza de maquillaje. Su presencia lo invade todo, cada fotograma, cada respiro de la película, cada frase pronunciada. Su imagen con el puro en la boca, una vez vista la obra, es ya casi imborrable del subconsciente cinematográfico de la temporada, y también de los últimos años. Wright sabe a quién tiene entre manos y le brinda el personaje y la interpretación seguramente más importante de la carrera de Oldman. Aun cuando Wright hace esfuerzos por no ahogar su narrativa, la sola fuerza de Oldman corrige y mejora errores con su figura, sus frases y su voz. Por ello, los personajes femeninos de Lily Allen y Kristin Scott Thomas —ambas notables en sus respectivos roles— quedan relegados a un segundo plano en pro de la virulencia interpretativa de Oldman. Sea como sea, el binomio Wright-Oldman ha creado una imperfecta obra que se apoya en los talentos de ambos, en lo que ambos mejor saben hacer, y salen holgadamente airosos con su trabajo.
La amenaza invisible Un plano frontal y directo nos enseña de cerca una operación a corazón abierto. Mientras que unas manos manipulan el latente órgano, la sangre abunda por doquier y una tremebunda música clásica nos ensordece los oídos. No podemos apartar la mirada de esa herida abierta. La explícita intervención de repente se funde a negro, el cuerpo sigue abierto en canal y el espectador ya ha entrado dentro. Así empieza El sacrificio del ciervo sagrado, nueva obra del realizador griego Yorgos Lanthimos. Nos hallamos ante la que es, quizás, una de las obras moralmente más terroríficas del año. Aunque también es de visión obligada para cualquier cinéfilo que se precie. El director vuelve a traernos una parábola moral sobre la comodidad de nuestras vidas, las negligencias médicas y el horror disfrazado de cotidianeidad, ya sea por el tratamiento de sus personajes o por el desarrollo de la historia que nos propone. Todo ello aderezado con la tradición literaria de su propio país, algo nuevo en su extravagante cine. Y es que lo que pretenden sus autores es transmitir toda la crueldad intolerable de una sociedad en la que nos manejamos de manera autómata, sin tomar conciencia de los errores ni los posibles daños colaterales, creando una tensión soterrada que va in crescendo desde el primer minuto de la cinta hasta que aparecen los títulos de crédito. Steven Murphy es un exitoso cirujano con una vida casi perfecta: tiene a una bella mujer que es oftalmóloga y a dos hijos entregados y estupendos dentro de una bonita casa en uno de esos bonitos barrios londinenses. Todo parece funcionarle a la perfección, como un reloj, pero todos sabemos que tras esas capas de perfección se esconden siempre otras capas invisibles, imperceptibles que son las más cercanas siempre a la verdad. El director vuelve a traernos una parábola moral sobre la comodidad de nuestras vidas, las negligencias médicas y el horror disfrazado de cotidianeidad, ya sea por el tratamiento de sus personajes o por el desarrollo de la historia que nos propone. Todo ello aderezado con la tradición literaria de su propio país, algo nuevo en su extravagante cine. Y es que lo que pretenden sus autores es transmitir toda la crueldad intolerable de una sociedad en la que nos manejamos de manera autómata, sin tomar conciencia de los errores ni los posibles daños colaterales, creando una tensión soterrada que va in crescendo desde el primer minuto de la cinta hasta que aparecen los títulos de crédito. Steven Murphy es un exitoso cirujano con una vida casi perfecta: tiene a una bella mujer que es oftalmóloga y a dos hijos entregados y estupendos dentro de una bonita casa en uno de esos bonitos barrios londinenses. Todo parece funcionarle a la perfección, como un reloj, pero todos sabemos que tras esas capas de perfección se esconden siempre otras capas invisibles, imperceptibles que son las más cercanas siempre a la verdad. En el arranque de la película vemos cómo el cirujano mantiene una relación inexplicable con Martin, un joven adolescente, a quien le compra café o un reloj caro, e incluso le invita a cenar a su casa para presentarle a toda su familia. Y así sucede, por lo que el espectador descarta otras conjeturas previas que ya había hecho y que Lanthimos logra inculcarle para luego despistarle y finalmente desmontarle. El director presenta a la sociedad moderna upper-class como un ente compuesto de seres inertes, casi maniquíes, ventrílocuos de nuestros propios sentimientos y de los demás, prácticamente dedicados al comentario de objetos de valor, futilidades y nimiedades, viviendo en casas prefabricadas con vidas y sueños igual de prefabricados. En cada encuadre, además, o línea de diálogo, la decadencia y el hastío siempre están presentes, al menos en la primera mitad de la obra. Como ya hicieran en sus anteriores y celebradas obras, Lanthimos y su inseparable guionista Efthymis Filippou nos construyen un micro (Canino) o un macrocosmos (Langosta) en los que las leyes de la lógica (bajo el prisma de espectadores, claro está) saltan por la ventana y se crea una propia coherencia interna totalmente absurda y surrealista a las que los personajes viven adheridos. Esa misma lógica es la que les permite el avance a los personajes pero también la que termina por fraguar el desastre. Por supuesto, en El sacrificio del ciervo sagrado también la lógica imperante es la que hace virar el rumbo y torna un retrato amargo y negrísimo de nuestros días —el macrocosmos— en una suerte de tragedia griega en la que las palabras de Martin, el joven huérfano de padre, funcionan como las profecías de la visionaria Cassandra. A partir de los fatales vaticinios entramos en ese microcosmos familiar en el que no importa el exterior y todo sucede de puertas para adentro, haciendo que los personajes acaben engullidos por sus propios mecanismos de locura y perversión moral. Los efectos de la música que acompasa la tragedia de los personajes no es menos brutal: totalmente arbitraria, ensordecedora e inquietante aunque se trate de música clásica. Son el toque final a una obra artesana moldeada con una voluntad de humor negro, malsana y perversa, que funcionan como énfasis de ideas y emociones que van pasando por pantalla. Desde luego, se trata de una obra que es pura conmoción, pesadilla doméstica y pura teatralización de los acontecimientos mediante unas actuaciones excelentes todas ellas —atención a Barry Keoghan— que aparecen exageradamente gestualizadas, casi robotizadas. Es la manera de Lanthimos de recrear su propia obra escénica y trágica, donde unos personajes no podrán cambiar el curso de los acontecimientos una vez que se ha verbalizado el futuro.
El oso más amoroso. Las aventuras del adorable oso Paddington, devorador compulsivo de sándwiches de mermelada y nacido en 1958 de la imaginación del recientemente desaparecido escritor inglés Michael Bond, han movido a generaciones de niños alrededor del mundo. En 1975, el personaje inspiró una famosa serie inglesa en la que participó Joel Grey (el conocido presentador de la exitosa Cabaret), aunque las nuevas generaciones lo conocen gracias a que el guionista y director Paul King se apoderó de ella y dio a luz, en 2014, a la película animada, simplemente titulada Paddington. El éxito fue inmediato y la secuela estaba cantada. En esta ocasión contando con algo más de presupuesto y un elenco de los de quitarse el sombrero (en el film participa la flor y nata de la escena británica, bien sea aportando voz o físico, con nombres de experiencia más que contrastada como Michael Gambon, Hugh Grant, Imelda Staunton, Sally Hawkins, Julie Walters, Jim Broadbent o Brendan Gleeson), estamos ante un entretenidísimo film familiar en el que su hora y tres cuartos de duración se pasan como un suspiro. Bien sea por la estupenda labor llevada a cabo por el equipo de efectos especiales, gracias a los que seguimos las aventuras de la bola peluda como si fuera un personaje real y casi no nos damos cuenta de que está creado a partir de imágenes por ordenador o bien por un guion que no da respiro al espectador, la crítica ha sido unánime a la hora de ensalzar una propuesta recomendable desde ya. Para que luego digan que segundas partes nunca fueron buenas. Se nota la mano, o mejor dicho, la pluma de Simon Farnaby, quien ya dio muestras de su talento en guiones como los de Mindhorn o las series de televisión británicas Blunder o The Persuasionists, y que aquí forma una fantástica dupla con el director, quien también ejerce labores de guionista. A destacar sobre todo los brillantes y muy divertidos diálogos y esos majestuosos monólogos brindados al villano de la función, un Hugh Grant que ya demostró su irreprochable vis cómica en Florence Foster Jenkins y cuyo rol aquí le permite erigirse como un auténtico master de las caracterizaciones mientras se burla sin piedad alguna de los estigmas de las celebridades (ojo a su momento “religioso”, sencillamente tronchante). A diferencia de la película anterior, que tenía una vis cómica más enfocada al público infantil y parecía un ensamble de sketches sin articulación alguna, Paddington 2 luce como una historia más orgánica y dinámica que también provocará la risa de los adultos, incluso en los puntuales momentos de slapstick, como los que tienen lugar cuando el héroe de la función se tiene que ganar la vida bien como barbero o bien como limpiador de ventanas. La trama argumental se inicia con algunas secuencias en que notas al protagonista totalmente adaptado a su vida inglesa, saludando con amabilidad a sus vecinos y desplazándose a su manera por la ciudad. Luego se nos plantea el detonante del conflicto: se acerca el cumpleaños de la tía Lucy, la misma que le salvó la vida y se encargó de criarlo, Paddington desea hacerle un regalo muy especial: un deslumbrante libro pop-up que muestra los lugares más representativos de Londres, pero es demasiado caro. Así que se tiene que poner a buscar trabajo para poder ahorrar. Sin embargo, cuando ya ha reunido la cantidad suficiente para hacerse con él, alguien roba el ejemplar y la policía le culpará, acabando con sus huesos en la cárcel. La gracia del conjunto está en la capacidad de los creadores en dejar el suficiente espacio entre comedia y escenas de acción para mostrar la esencia del libro original y así dejar muy claro el mensaje a la audiencia: la importancia de la inclusión en nuestra sociedad en cuestiones de raza y género, que no se rija bajo estigmas y además sea respetuosa con las diferencias, de tal manera que uno pueda desarrollarse y llegar a ser uno mismo.
Las cicatrices de la ciudad Durante cinco días, a partir del 23 de julio de 1967, la ciudad de Detroit (Michigan) vivió uno de los más grandes y mortales disturbios de la historia de los Estados Unidos, con 43 muertos, 467 heridos, alrededor de 7.200 arrestos y la destrucción de unos 2.000 edificios. El film explica la historia de uno de los incidentes, en el Motel Algiers. Es una representación sin límites de la brutalidad policial y del racismo que impregnaba la sociedad norteamericana en la década de los 60. La película empieza con una breve introducción de animación, hecha por Jacob Lawrence, explicando La gran migración. En seguida, situándonos en la noche del 23 de julio de 1967 en Detroit. La agitada fotografía utilizada en la película para aumentar la tensión, colabora a que el espectador presencia cómo la policía acaba, con mano dura, una fiesta de regreso a casa para un veterano negro de Vietnam. Los ciudadanos de la Calle 12 también son testigos, cansados de los abusos racistas contra la población negra, y terminan revolucionándose contra las fuerzas del orden, desencadenando en los conocidos disturbios. No es la primera vez que la dirección Bigelow refresca la memoria sobre algunos de los episodios más vergonzosos de la historia de los Estados Unidos de América. La aclamada Kathryn Bigelow es la primera y única mujer en la historia que ha ganado el Óscar al mejor director y el premio del Sindicato de Directores de Estados Unidos, por la excelente En tierra hostil (2008), sobre los soldados americanos en la guerra de Iraq. Además, también dirigió La noche más oscura (2012), sobre la misión de las operaciones especiales para capturar a Osama Bin Laden. Como en estas películas comentadas, Bigelow vuelve a contar con el guión de Mark Boal, uno de los guionistas detrás de la impresionante En el valle de Elah (Paul Haggis, 2007). Este poderoso tándem se ha basado en la investigación criminal de los hechos reales ocurridos en el motel y en los recuerdos de algunos de los testigos y víctimas de los abusos. Quizás por eso, el relato, cargado de crítica, parece una dramatización selectiva. Al principio, los personajes principales emergen sólo gradualmente de un mosaico de escenas cortas, que se combinan para querer dar una idea de la magnitud de la situación. Los violentos acontecimientos arrastrarán la vida de los protagonistas. La decisión de Larry y Fred de refugiarse de los disturbios en el Motel Algiers sella su destino. Centrándose sólo en un caso de los sucedidos durante los disturbios, en el de los espeluznantes actos que realizaron los policías en el Motel Algiers, la claustrofóbica película es en realidad una historia de terror, donde el racismo sistemático es el monstruo. Queriendo reflejar lo que se siente en esa situación, el espectador será uno más de los testigos de los terribles acontecimientos. Varios miembros, tanto del ejército como de la policía estatal de Michigan, podrían haber intervenido y poner fin a esta pesadilla, pero prefirieron mirar a otro lado. El reparto es sencillamente impecable. Especial mención a los actores revelación, Jacob Latimore y Algee Smith, otorgando el anhelo de los personajes de escapar de tal horrible situación. Con la popularidad in crescendo, John Boyega interpreta a Melvin Dismukes, un guardia de seguridad que, sin quererlo, se coloca en una posición angustiosa y ambigua. Will Poulter encarna al líder del grupo de policías racistas, quienes aprovechando sus privilegios, serán los autores de los asesinatos. Dejando atrás al inocente personaje al que dio vida en El renacido (Alejandro G. Iñárritu, 2015), Poulter se acerca cada vez más a merecer, de manera clamorosa, el reconocimiento de La Academia. El film está obligado a ser polémico, sobre todo porque desgraciadamente aún está muy candente en el día a día en los Estados Unidos. Esta puede ser la razón por la que la película concluye con un poco convincente positivo final, pero el problema es crucial para los derechos civiles que aún no se ha solucionado. Si los creadores del film no fueran blancos, ¿tendría el relato la misma percepción?. Se necesitan películas como Detroit. La reflexión es obligatoria en un momento, cuando una de las futuras víctimas, dice que “ser negro es como tener una pistola apuntándote a la cara”. ¿Acaso ha cambiado algo? Ninguna de las víctimas, muerta o viva, recibió justicia. El día a día sigue en la llamada tierra de la libertad.
No es tarde para la ira. No existe mejor carta de presentación para el estreno de una película que el haber resultado ganadora al mejor drama en la 75º edición de los Globos de Oro celebrada hace tan solo unos días. Si a eso también le sumamos que en la misma cita se premió también como mejor guion, mejor actriz dramática en la figura de Frances MacDormand, y mejor actor de reparto para Sam Rockwell, podemos afirmar que estamos ante una de los trabajos más importantes de la temporada. Y eso que aún no se han hecho públicas las nominaciones a los Oscars, en las que seguramente también conseguirá llegar a ser finalista en lagunas de las categorías principales… 3 anuncios por un crimen se trata del tercer largometraje del cineasta londinense Martin McDonagh, quien después de ganar un Oscar por su cortometraje de 27 minutos Six Shooter en 2006, y destacar con Escondidos en Brujas (su superlativo debut en la gran pantalla de 2008) y Siete Psicópatas (2012), continúa su racha ganadora con esta atinada mezcla fantástica y memorable de tragedia humana y comedia de tono negro. Estamos ante un excelente ejemplo de cómo un guion brillante, un casting perfecto y una dirección enfocada e inteligente pueden elevar una película a clásico instantáneo, en lugar de malgastar cientos de millones de dólares y grandes cantidades de CGI en auténticas montañas rusas sin orden ni concierto. El director tiene un verdadero don para crear diálogos tan apasionantes como punzantes, que se mueven entre géneros con una facilidad pasmosa. Aquí todos los personajes tienen algo que decir y son importantes en el devenir de la historia. Los cambios tonales en la cuerda floja podrían haber derrotado fácilmente a un talento menor, pero McDonagh está más que a la altura de la tarea, y también asegura que el material nunca sea unidireccional, dotándolo de mucha ambigüedad moral con el que desafiar el punto de vista del espectador. Drama social con elementos de western crepuscular y crítica mordaz contra el sistema, el film se beneficia de unas interpretaciones dignas de elogio, destacando sobremanera la figura de Frances McDormand, con una actuación a la altura de otros grandes trabajos que también contaron con su presencia como Fargo, Casi famosos o Jóvenes Prodigiosos. Sin embargo, aunque su capacidad de absorción está fuera de toda duda, el desarrollo de la acción se ve disminuido por su algo impostada pulcritud y un puñado de improvisadas resoluciones poco convincentes a los muchos dilemas que pone en juego. Una lectura más profunda del guion nos llevaría a unas cuantas incoherencias (verbigracia: la trágica escena nocturna que tiene lugar en la comisaría). Pero las virtudes del film ganan por goleada a sus defectos, y tan solo apuntamos estos detalles para afirmar que aunque estamos ante una gran película no se trata de una obra redonda. Algunos de los discursos de la protagonista que suelta ante la cámara son dignos de ovación, por no hablar de su espectacular química en las secuencias compartidas con Woody Harrelson, un actor que no suele prodigarse a la hora de recibir premios pero que está firmando una de las filmografías más inmaculadas que uno recuerda en mucho tiempo. Seríamos injustos si no destacáramos a su vez la labor de Sam Rockwell, un personaje odioso con grandes defectos (racista, violento, farfullero) pero que sin embargo destila una extraña empatía que lo convierte hasta en enternecedor, sobre todo cuando los acontecimientos tuerzan su destino y al personaje se le permite un gran arco emocional. Si nos ponemos a mirar uno de los grandes aciertos es el de presentarnos unos caracteres imperfectos, para nada heroicos. Todos cometen demasiados errores, y nosotros disfrutamos viéndolos meter la pata una y otra vez en ese pueblo pequeño que es un infierno enorme. 3 anuncios por un crimen rebosa ira en cada fotograma. Aunque se centra en el dilema de una mujer, la historia habla de muchas cosas, particularmente del valor de la franqueza implacable al exigir cuentas a los funcionarios públicos. El mensaje: hay que estar enfadado, pero con un poco de ímpetu e iniciativa también puedes hacer algo bueno por el mundo que te rodea.
Disney-Píxar lo ha vuelto a conseguir. Las diferentes culturas de todo el mundo celebran la muerte de muchas maneras, y la forma en que rendimos tributo a nuestros antepasados también varía enormemente. En todas las partes del universo hallamos un crisol de culturas donde el culto a la muerte tiene igual o mayor importancia que en México. Sin embargo, si estás expuesto a la cultura pop, el concepto del Día de los Muertos seguro que no les debe pasar desapercibido, ya que se ha podido comprobar recientemente en películas como el Spectre, la última aventura de James Bond en videojuegos de la play como Grim Fandango. En esencia, Coco se puede considerar un refinamiento de los preceptos por los que Pixar ha llegado a ser conocida. Al igual que ocurre con todos los adultos en casi todas los largometrajes de Pixar, siempre son las mismas personas mayores las que intentan imponer su voluntad y sus valores a los niños, algo que seguramente los más pequeños reconocerán en su día a día. Miguel, el protagonista, de, dígamoslo ya, esta soberbia obra maestra de la animación, no es tan diferente, ya que su Abuelita se opone violentamente a sus sueños de convertirse en músico, llegando incluso en un momento a aplastar su guitarra de mala manera. Escogiendo hacer todo lo posible por seguir los pasos de su héroe de la guitarra, el difunto Ernesto de la Cruz (Benjamín Bratt), Miguel descubre que no todo lo que se coloca en un pedestal es lo que parece. Mientras roba la tumba de Ernesto de la Cruz, se abre una maldición y Miguel tiene que enmendar las cosas. No importa la cultura o el contexto, el acto de profanar una tumba tiene sus consecuencias, y el héroe de nuestra historia se verá inmerso en una especie de limbo donde tendrá que lidiar tanto con los vivos como con los muertos. Aunque algunos críticos se han ensañado con la primera parte del metraje, resaltando su falta de ritmo, lo cierto es que uno ya está un tanto saturado de montañas rusas que a los diez minutos ya tienen a todos los protagonistas dando tumbos y piruetas entre fotogramas. Aquí todo se va cociendo a fuego lento ensamblando sin fisuras los dos mundos (el de aquí y el del más allá) para regalarnos un último tramo de auténtica antología. Aviso para navegantes: si se les saltaron las lágrimas viendo Del Revés o Up, ya pueden ir al cine con una abundante provisión de pañuelos de papel, porque en el último cuarto de hora los hacedores del film no tienen piedad alguna con los más sensibleros (y con los menos tampoco). Considerando todo, Pixar demuestra que todavía es capaz de crear grandes historias sin importar el contexto. Es cierto que si se escarba un poco se podrá encontrar cierto aire de pretendido formulismo, pero en este caso el fin justifica -y de qué manera- los medios, y el resultado final es tan apabullante y tan satisfactorio que lo positivo gana por goleada a lo negativo. No es la película más redonda del estudio, pero sin duda éste todavía es capaz de mantener un estándar donde pueden deleitar, sorprender y tirar de las fibras emocionales del público con un simple chasquido de dedos. La lección que se nos da una vez disfrutado del visionado es de las de tomar el pan y mojar. Los niños de hoy en día están tan fascinados por sus héroes catódicos que no se dan cuenta de que tienen una familia llena de amor que necesita ser respetada. Un aplauso unánime para dos directores de la talla de Lee Unkrich (Toy Story 3 y Monstruos S.A, ahí es nada) y Adrián Molina (guionista a su vez de El Viaje de Arlo) quienes hacen todo lo posible para mostrar sin trampa ni cartón miedos y emociones tangibles sobre la muerte, la vida y el amor, todo ello bañado con un espíritu colorista y un gusto por el más mínimo detalle que engrandece un conjunto visualmente arrollador.
Sombras de melancolía Woody Allen acostumbra retomar algunas ideas de sus películas anteriores cuando prepara otro proyecto dando un sentido circular a su ideario fílmico. En su nueva propuesta, titulada Wonder Wheel, su película número 48, ocurre algo parecido, donde se observan similitudes con Blue Jasmine. Los dos personajes principales se parecen, con matices, en su carácter inconformista e insatisfecho, provocado por frustraciones de diferente índole. Wonder Wheel está ambientada en la Coney Island de los años 50, donde un joven vigilante de la playa que quiere ser escritor, llamado Mickey Rubin (Timberlake), narra la historia de Humpty (Jim Belushi), operador de una de las atracciones del parque y de su esposa Ginny (Kate Winslet), una actriz frustrada que trabaja como camarera. El matrimonio pasa por una crisis debido a los problemas con el alcohol de Humpty. Dicha crisis se acentúa cuando aparece Carolina (Juno Temple) la hija de Humpty que huye de la mafia. En la película se observan dos referencias muy claras. Una corresponde al dramaturgo Tennessee Williams, con respecto a la estructura teatral y el contenido de algunas de sus obras en relación al tratamiento del universo femenino. Y la otra referencia corresponde a Eugene O’Neill, el dramaturgo estadounidense continuista con el realismo dramático iniciado por Anton Chejov, Henry Ibsen y August Strindberg. En las obras de O’Neill se exploran comportamientos de la condición humana a través de personajes marginados socialmente que luchan por mantener vivas sus esperanzas y aspiraciones cayendo en la desilusión cuando estos no alcanzan los sueños añorados. Junto con las influencias mencionadas sobre los comportamientos de los personajes que están cerca del abismo, Allen también busca un acercamiento a los autores de tragedias griegas, como Sófocles o Eurípides. El personaje de Ginny, inmerso en una crisis de ilusión y desesperanza, interpretado perfectamente por Kate Winslet, es una mezcla de todas las influencias que atesora Wonder Wheel. Como viene siendo habitual en la filmografía de Woody Allen, la mujer juega un papel privilegiado con respecto al hombre. Los hombres aparecen en momentos de cierto peligro y las mujeres en situaciones emocionalmente dramáticas. Wonder Wheel no alcanza el nivel máximo de otras obras de Allen, aunque contiene aciertos y desaciertos. En el apartado de aciertos se observa una buena dirección de actores, donde destaca Kate Winslet; algunos aspectos del guión, como el retrato social de la mujer bajo un estado emocional en crisis; y la fotografía de Vittorio Storaro, donde sorprende de forma positiva la utilización de los colores con respecto a otras películas, utilizando distintos tonos según el estado emocional, algo parecido a lo que hacía Kieslowski en La doble vida de Verónica o en la trilogía de los colores. Y en el apartado de desaciertos se observa una estructura teatral que utiliza la figura de un narrador (Timberlake) que está incluido de forma impostada en un guión carente del ingenio mostrado en otras películas, como Delitos y faltas, Midnight in Paris, Blue Jasmine y Café Society. Siendo exigentes, como debemos ser con directores de la talla de Woody Allen, la película está un escalón por debajo de las mencionadas en el párrafo anterior. Allen alcanza el máximo de su inteligencia cinematográfica cuando mezcla comedia y drama, esta es su gran virtud. Pero Woody Allen siempre ofrece un nivel de exigencia mínimo que aporta al espectador una dimensión intelectual que no está al alcance de la mayoría de directores actuales. Como cada año este octogenario estrena una película, esperaremos impacientes el parón de la noria de Wonder Wheel para que nos cuente su estado mental circular llegado el momento.
La noche se mueve Recibida con bastante entusiasmo por la crítica en su presentación durante el pasado Festival de Cannes (se llegó a hablar de Palma de Oro cantada para sus directores y actor principal, aunque a la postre hubiera más ruido que nueces), estamos ante un ejercicio frenético y demencial que hará las delicias de todos aquellos amantes de las emociones fuertes en forma de thriller. Dirigida y guionada por los hermanos Ben y Josh Safidie, este último también formando parte del elenco actoral) La película tiene una estética calculadamente cruda que refleja con propiedad el universo del protagonista, quien, aunque se trate de un criminal que utilice más de una vez la violencia, proyecta un aire de inocencia y dulzura que, sumado a las decisiones impulsivas y estúpidas que frecuentemente toma, dan como resultado un carácter sorprendentemente complejo para una obra que tiene más pretensiones de funcionar como ejercicio de estilo que como estudio de personaje. Robert Pattinson se parte literalmente la cara en un rol que lo aleja por completo de sus pulcras interpretaciones romanticoides. Quien lo acusa de ser un actor hierático que rara vez sabe transmitir emociones en sus caracterizaciones, comprobará que aquí tiene la capacidad de traer suavidad a una figura bastante bruta, manteniendo las buenas intenciones de Connie siempre palpables bajo su desesperación y sus coléricas explosiones (es curioso percibir cómo estamos al mismo tiempo convencidos de que él no haría mal a las personas que se cruzan por su camino, pero también de que tal vez fuera mejor no probar esta suposición). A su lado, Jennifer Jason Leigh alcanza un efecto similar con su personaje, que, aunque goza de apenas pocos minutos en pantalla, deja una fuerte y triste impresión de una mujer frágil psicológica y emocionalmente. Cerrando el elenco principal, Barkhad Abdi, actor revelación en la exitosa Capitán Phillips (Paul Greengrass, 2013) que aparece como prueba viva de las dificultades enfrentadas por las minorías para conseguir papeles relevantes en el cine. Sin conceder un minuto de descanso para el público durante sus adrenalíticos cien minutos de metraje, Good Time también desprende cierto aroma de desencanto melancólico que le hace muy bien al conjunto. El guión, que enfatiza la tremenda influencia que una persona puede tener sobre otra, se enfoca en la figura de dos hermanos que, aunque son muy distintos en naturaleza, están conectados por un pasado inestable y traumático que los convierte en unos tipos inadaptados con una frecuente conducta ilegal. Emocionalmente destrozado y a menudo con la mente un tanto confusa, Nick (Benny Safdie) se muestra como un joven bondadoso que necesita con desesperación ayuda psicológica. Ese apoyo esencial le fue dado por el Dr. Peter (Peter Verby), quien revela un interés dedicado en su caso, pero el trabajo se interrumpe sin previo aviso cuando el hermano mayor de Nick, Connie (Robert Pattinson), un delincuente errático, entra sin permiso y saca a su hermano de la habitación. Podríamos haber afirmado que estamos ante una de las películas del año, pero, por desgracia, el último tercio no está a la altura de los dos tercios anteriores. La aparición de nuevos personajes de los que no sabíamos nada entorpecen una narrativa hasta entonces bastante diáfana en sus intenciones. Parece que los hacedores del film no saben cómo rematar la faena, y todo empieza a girar sobre sí mismo con repeticiones y situaciones que rozan lo inverosímil e incluso lo cómico. Con todo y con ello, la atmósfera de alta tensión está muy lograda, con una banda sonora original firmada por el músico experimental Daniel Lopatin (cuyo nombre artístico es Oneohtrix Point Never) de las que quitan el hipo, unida a canciones de Iggy Pop y demás ejemplos de música electrónica que te llevan en volandas.
Expediente Vallecas Aunque coquetea con el terror adolescente (no tan en boga como hace una década) y con los presuntos documentos reales sobre casos del más allá (Expediente Warren en la memoria), Paco Plaza ofrece una película original, con las dosis justas de sustos y sangre, donde los protagonistas (novatos y niños) ofrecen un gran recital interpretativo y las referencias menos evidentes hablan del mundo interior, de la tortuosa mente de niños y adolescentes. Una ensalada que el valenciano convierte en su mejor título en solitario hasta el momento. Fue el productor de la película, Enrique Lavigne, quien tropezó con la historia del único caso documentado por las fuerzas de seguridad españolas de posesión o actividad paranormal visible o como queramos llamarlo. Sucedió en los años 90 en Madrid y es el punto de partida de la película… Pero un punto de partida no es una película, sino una idea sobre la que construirla. Y eso lo tuvo muy claro Paco Plaza tras la fase de investigación, en la que descubrió que seguramente ese informe policial daba para poco más. De hecho, salvo en el prólogo (la película comienza con la noche final y lo que sucedió, aunque no lo vemos) y en el epílogo (por fin vemos lo mismo que el policía que elabora el informe oficial), no hay más presencia de cuerpos de seguridad. Y el informe, prácticamente aparece en un rótulo final, sin más presencia. Luego el tema central de la película no debe ser esa “veracidad” de lo narrado. Ese “caso auténtico”, un tema hoy tan de moda por la saga basada en la película Expediente Warren. Efectivamente, Plaza toma la historia real como punto de partida para contar otra película, una más subjetiva: las dificultades para crecer e insertarse en la sociedad de una joven de quince años en un barrio que podría ser cualquiera, tanto de los años 90 como de hoy mismo. En su contexto familiar y escolar aparece un nuevo eslabón. Al igual que Carrie en la película homónima de Brian DePalma —y la novela de Stephen King—, Verónica aún no ha tenido la menstruación, lo que la sitúa aún más alejada de sus compañeras de estudios que, ya más adultas en algunos aspectos, la van dejando arrinconada como un patito feo más. Una sesión de ouija va a ser el detonante de la trama central. Realizada en un momento mágico, mientras se produce un eclipse de sol que todos observan desde la terraza del colegio, algo sale mal. O quizá, en realidad, sale todo bien, porque algo viene del más allá para trastocar el mundo de Verónica. Algo que en principio podría ser el espíritu de su padre, fallecido hace un tiempo. Pero que pronto se revela como un elemento más perturbador. Sus compañeras de juegos espiritistas —porque no pasa de eso, un juego a escondidas— no ven nada, aunque el ambiente de credulidad en que se mueven les lleva a pensar que algo pasa. Algo que nadie ve. Excepto Verónica… En todo momento, Plaza mantiene su cámara cercana a la protagonista (digámoslo ya, una excelente Sandra Escacena, elegida entre 800 candidatas), salvo algunos planos sueltos de apoyo a la narración que incluso serían prescindibles en determinados momentos. Ese punto de vista subjetivo, llevado con habilidad por el director valenciano, es el que constata que el verdadero interés de la película está en el mundo interior de Verónica. Ese mundo en el que mezclan los temores familiares (la falta del padre), el ambiente opresivo del colegio (incluida la marginación por parte de las amigas) y la búsqueda de algo más (aunque sea en un más allá que han descubierto a través de fascículos coleccionables anunciados en televisión). Vista así, Verónica es una película que explora el interior de una mente humana necesitada de una vía de escape. Una película subjetiva en la que gran parte de lo que vemos transcurre en la cabeza de la joven protagonista. Pese al gancho del informe oficial que da “veracidad” a un caso “real” de posesión, la película ni es objetiva, de habla del mundo real, ni aspira a la veracidad. Muestra la mente de un niño, algo que la emparenta directamente con un clásico de Robert Mulligan, El otro (1971), donde descubrimos al final que la historia cruel de los dos hermanos gemelos no existe salvo en la mente del único superviviente… el otro había fallecido al nacer. Una idea que de alguna forma retomó al año siguiente DePalma con Hermanas, también una incursión en la mente de dos hermanas separadas de forma traumática al nacer. Esa búsqueda del mundo interior acaba por emparentar Verónica con el personal mundo de Carlos Saura, algo que Plaza reconoce en distintas. Este enfoque convierte el film de Plaza en una de las propuestas más atractivas del fantástico español reciente, pese a que por momentos la película pierde fuelle y la trama no siempre se desarrolla con el equilibrio y la solvencia que uno desearía. Y conste que en el lado positivo de esta Verónica hay que anotar el valor de Plaza para plantear una película en la que los únicos intérpretes profesionales (la madre, el policía) tienen una presencia meramente testimonial. El grueso de la trama descansa sobre el trabajo de niños y adolescentes. Una apuesta arriesgada, sin duda, que se salda con unas interpretaciones convincentes. Algo de lo que no puede presumir en general el cine español. En definitiva, un film que en principio no acaba de entusiasmar, pero que mejora cuando uno lo repasa con calma. Este cronista no puede por menos que mostrar cierta sorpresa y admitir una notable coherencia en la propuesta. No se dejen engañar por la publicidad… es otra cosa.