Todas las familias esconden una historia… o varias Corazón silencioso (Stille hjerte), del danés Bille August (ganador de un Oscar por Pelle el conquistador y dos Palmas de Oro en Cannes, también por Pelle y Las mejores intenciones) es un drama magistral que inevitablemente nos remite a algunos argumentos del sueco, desaparecido en 2007, Ingmar Bergman –interpretado por un elenco muy convincente de mujeres: la veterana gran dama del teatro y el cine danés Ghita Norby, Paprika Steen (Concha de Plata en el Festival de San Sebastián 2014), la joven procedente de una emigración tradicionalmente respetada en Dinamarca, Danica Curcic, sus compañeros Morten Grunwald, Pilou Asbaek y Jens Albinus y el asolescente Oskar Saelan Kalskov- que aborda el más que complicado asunto de la eutanasia y el suicidio asistido, que tanto escuece en nuestras sociedades cada vez más conservadoras. En una isla danesa aislada, uno de esos paisajes inolvidables que solo es posible encontrar en el norte europeo, donde la luz es pálida y gris y se respeta la naturaleza como parte integrante de la existencia, un fin de semana se reúnen tres generaciones de una familia, y una amiga íntima de los mayores (Vigga Bro, una especie de espectador del drama durante toda la película hasta que al final se transforma en una protagonista más) para una cena de despedida de la matriarca aquejada de una enfermedad degenerativa, progresiva e incurable, que ha decidido acabar con su vida. Una “cena de Navidad” en verano, porque la madre ya no estará con ellos cuando llegue el invierno, a la que asiste una familia relativamente ordinaria -cada cual arrastra sus propias neurosis, pero convengamos que hoy eso forma parte de la normalidad- que está viviendo una situación extraordinaria inevitablemente plagada de emociones fuertes de rabia, duda, rechazo, pena y desesperación. El cine recuerda frecuentemente que una mesa y una comida son excelentes puntos de partida para despertar tensiones, antiguas rencillas y rencores conservados como en formol y provocar confesiones, acusaciones, arrepentimientos y promesas. En este caso, lo importante es que se trata de una familia que ha optado por no sufrir; que, en principio, ha aceptado la decisión de la madre y se limita a cumplir ese último deseo de una cena que les reúna a todos. Pero, a medida que avanza la historia averiguamos que, en realidad, no todos están de acuerdo en respetar la voluntad de la enferma. Desde hace unos pocos años, entre los realizadores -que ahora ya no consideramos “viejos” sino mayores porque la esperanza de vida crece al compás de los avances científicos que curan las antaño enfermedades mortales y proponen una vida más sana y más larga- crece una preocupación manifiesta por los temas relacionados con el final de la vida y, sobre todo, con una muerte digna (Amour de Michael Haneke es el último ejemplo representativo, pero no el único. Otro filme excelente es el canadiense Las invasiones bárbaras). En el caso de Corazón silencioso el argumento se detiene en los efectos que la muerte de la madre puede causar en el resto de la familia –cada cual con sus preocupaciones y esperanzas- tanto en el plano moral como en el más físico de su comportamiento, después de plantear un par de preguntas clave: ¿Es egoísmo decidir abandonar a la familia para evitar seguir sufriendo, sobre todo cuando se sabe que no hay curación posible? ¿Es egoísmo empeñarse en mantener con vida a una persona que quiere morir, solo porque la sigues necesitando?
La fuerza del cariño Como sucedió en las dos entregas anteriores de la saga, la película respeta las convenciones de la comedia romántica con base “chick lit”, tipo Sex and the city. Es un argumento sin complicaciones, sencillo, de enredo con triángulo amoroso en donde se repiten los mismos recursos humorísticos de un personaje femenino torpe, en crisis, rodeado de contrastes de personalidad, con un similar conflicto de elección entre candidatos ya maduritos, que buscan la estabilidad emocional, pero cambiando al juerguista y algo canalla de Hugh Grant por el más convencional y descolorido Patrick Dempsey.
Una proposición indecente No sé si era la intención de los responsables de esta propuesta animada para adultos pero después de ver esta fiesta salchichera uno ya no va a poder ir al supermercado y mirar a los alimentos de la misma manera. Y más estupefacto se queda uno cuando ve que los artífices que firman esta alucinógena y descacharrante historia son dos directores que hasta ahora habían ganado fama y prestigio gracias a algunas producciones infantiles de renombre como Shrek o Tomás y sus amigos. Nos referimos a Conradt Vernon y Greg Tiernan, quienes suponemos que sobornados de mala manera por esa panda de cafres de la que forman parte actores como Seth Rogen, Jonah Hill, Paul Rudd o James Franco trasladan al mundo del dibujo animado todo ese universo desmadrado y pasado de vueltas que ya pudimos apreciar en una serie de comedias que pasan por ser de lo más divertido que se ha rodado en EEUU en los últimos tiempos. Títulos como Super Cool, Superfumados, Este es el fin, Una loca entrevista o Los tres reyes malos han pasado a formar parte por derecho propio de la historia de la comedia norteamericana moderna, por mucho que un alud de detractores se empeñen en denostarlas por tratarse de trabajos demasiado políticamente incorrectos. Hasta seis guionistas han perpetrado este auténtico homenaje a la irreverencia más extrema, y nos da en la nariz que se lo deben de haber pasado en grande añadiendo chistes y situaciones caóticas a un libreto que encuentra su mayor virtud en no tener ni pies ni cabeza. Ojo a la sinopsis: una salchicha y un panecillo emprenden una frenética huida por un supermercado cuando se dan cuenta de que los hambrientos compradores no tienen muy buenas intenciones para con ellos. Los inocentes alimentos despertarán a la realidad cuando vivan en sus carnes la voracidad de los que ellos creían Dioses. Hay un par de escenas que son sublimes: una en la que un drogata se inyecta unas sales de baño y a partir de su situación lisérgica puede darse cuenta de que toda su despensa tiene vida propia y otra, ya en las postrimerías, en la que todos los personajes protagonistas encuentran una manera, digamos que “muy curiosa”, de alcanzar la catarsis colectiva. Hasta entonces el ritmo es trepidante, con multitud de autoreferencias cinéfilas y diálogos picantes y de doble sentido que merecerían un segundo visionado para no perder detalle. Quizás ese sea uno de los hándicaps que provoque algún que otro altibajo en el desarrollo de la acción. Se quiere dotar al conjunto de un frenetismo tal que no se deja reposar alguna secuencia que hubiera merecido un poco más de atención. Aquí se dispara contra todos y contra todo, no quedando a salvo ni la religión, ni la intolerancia, ni la homofobia, ni el consumismo compulsivo. Se trata de arremeter contra cualquier convencionalismo con la excusa de la diversión. La crítica y el cinismo se palpa en cada fotograma, y todos los actores y actrices que han prestado su voz a semejante ejercicio demencial (Edward Norton, Salma Hayek, Bill Hader, Michael Cera, Kristen Wiig…tienen su momento de gloria (imprescindible, si es posible, verla en su versión original). Irregular, pero disfrutable por ser tan alocada y salvaje, hay quien ya se ha apresurado a compararla con South Park. Tampoco hay para tanto, porque la legendaria serie ideada por Trey Parker y Matt Stone se halla en un altar donde La fiesta de salchichas no llega. En definitiva, ni se os ocurra llevar a los niños al cine pensando que se trata de un entretenimiento inofensivo. Destila mucha mala leche y hasta un punto de crueldad no apta para todos los públicos, aparte de utilizar un lenguaje subido de tono donde se juega mucho con las ambigüedades. Eso sí, los mayores que aún conserven un punto de gamberrismo adolescente se lo van a pasar en grande.
Verdades como puños A estas alturas no vamos a descubrir quién es y qué representa en el mundo del cine Michael Moore. Polemista nato, especialista en el conocido como narcisodocumental, se ha encargado desde hace ya un par de décadas en atacar de manera despiadada las injustas políticas que se vienen desarrollando desde tiempos inmemoriales en Estados Unidos.
Vuelve el hombre Jason Statham pasa por ser uno de los últimos “Macho Man” (tal y como cantaban los mítico Village People) que pululan por esas pantallas de cine del mundo mundial. Reivindicando un tipo de cine que arrasó en los 80 de la era Ronald Reagan y mirándose en el espejo de otro hombretón que las mataba bien muertas como Charles Bronson (la película que nos ocupa es la continuación de un remake de Asesino a precio fijo (The Mechanic, 1972), Statham ha marcado estilo con esa barba cerrada donde podrían irse encendiendo un montón de cerillas sin que se inmutara y con una calva seductora que rivaliza en estilosa con la de Zinedine Zidane. Sus películas son todas bastantes parecidas, no nos vamos a engañar. Por eso celebramos de vez en cuando que el actor pateador se salga un poco de los clichés establecidos y se entregue a la autoparodia más festiva en títulos como los primeros de Guy Ritchie con los que se dio a conocer: Juegos, trampas y dos armas humeantes (1998) y Snatch: cerdos y diamantes (2000) o la más reciente Spy: Una espía despistada (2015) donde da rienda suelta a su vis más comica. Este no es el caso, y de manera un tanto desmayada nos regala un capítulo más del libro de estilo del tipo de películas violentas donde el héroe salva un montón de obstáculos mediante piruetas imposibles y está a punto de morir mil veces en manos de unos ineptos malvados que no saben cómo frenar a esta auténtica máquina de matar. Como no puede ser de otra manera, entre medias de toda la pirotecnia y acción sin fin al superhéroe aún le quedará un resquicio de tiempo para robarle el corazón a la tía buena de turno, aquí interpretada por una Jessica Alba claramente a la baja (2015 no es que haya sido su mejor año, preñado de películas malas como Barely Lethal o El Velo, ambas inéditas en Argentina). Por allí también asoman el palmito una muy desaprovechada Michelle Yeoh, quien con sus conocimientos en el mundo de las artes marciales, tal y como demostró en films como El mañana nunca muere (1997) o la muy celebrada El tigre y el dragón (2000) aquí no tiene ninguna posibilidad de demostrarlos, limitándose a un par de escenas donde tampoco se sabe muy bien que pinta (suponemos que alguna productora china ha metido algo de dinero en el proyecto), además de un Tommy Lee Jones en modo cameo que al menos aporta algo de entidad actoral al conjunto. Si metes en una coctelera un poquito de James Bond, otra pizca de Jason Bourne y la cara de mala leche constante de Statham, ya tienes un producto de consumo rápido que se olvida a los cinco minutos de haber salido del cine. Eso sí, los productores han tirado la casa por la ventana en cuanto a localizaciones se refiere y a modo de Phileas Fogg de La vuelta al mundo en 80 días se han llevado al protagonista a darse un paseo por medio planeta. Ahí es nada: Bulgaria, Brasil, Tailandia, Australia, Camboya… En la parte positiva de la propuesta hay que destacar el buen manejo del director (el alemán Dennis Gansel, que se ha vendido al dólar tras postularse como cineasta de culto en éxitos como La ola o Somos la noche) en la planificación de las constantes escenas de acción (sobre todo en aquellas en las que Arthur Bishop debe ir eliminando de forma harto ingeniosa a una serie de villanos de medio pelo a los que tiene que asesinar si quiere recuperar a su nuevo amor secuestrado por el más malo de todos (a quien da vida el británico Sam Hazeldine). En definitiva, nada nuevo bajo el sol en una filmografía como la de Jason Statham que se va rellenando a base de secuelas, precuelas, remakes y demás formas de intentar perpetuar un tipo de cine que ya hace tiempo está viviendo su ocaso. Ahora le espera la octava entrega de Rápidos y furiosos y otra excelencia filmada titulada Meg donde se las verá nada más y nada menos que con un tiburón gigante (un megalodonte) que se extinguió en la época del Pleistoceno. Como para salir corriendo…
La infinita historia de las matemáticas Un hombre vestido con harapos garabatea en el suelo de un desvencijado templo hindú. Con una tiza en la mano y una expresión de puro éxtasis en la cara dibuja, una tras otra, infinitas ecuaciones. Cambia el plano y el hombre (Dev Patel) enseña un cuaderno lleno de números a un sinfín de hombres trajeados, rogando un trabajo. Hasta que finalmente uno se da cuenta de lo que tiene en las manos y se compromete a ayudarlo. Sin saberlo, ha comenzado el cambio en la historia de las matemáticas; sin saberlo, ha ayudado a Srivansa Aiyagar Ramanujan.
Los años ¿maravillosos? El cine francés sigue regalándonos auténticas radiografías veraces sobre el estado actual de su sistema educativo. Títulos que no deberían pasar desapercibidos para los amantes del buen cine social como Entre los muros (2008), de Laurent Cantet, Ser o tener (2003) de Nicholas Philibert o la más dicharachera Los coristas (2004) de Christophe Barratier son solo la punta de lanza de un género en el que el país galo sobresale y de qué manera. El director francés Rudi Rosenberg se apunta a la corriente y consigue plasmar en su primer largometraje todo aquello que ya se vislumbraba en sus dos cortos anteriores: 13 ans (2008) y Aglaée (2010). En ambas obras de iniciación se centró en el convulso mundo de la adolescencia para hablarnos de sentimientos y rechazos, bien en la figura de un chaval enamoradizo que no duda en robarle el diario a su objeto de amor y deseo o bien en la cruel peripecia de otro jovenzuelo que tendrá que pedir a una chica discapacitada si quiere ser su novia como pago de una apuesta perdida.
Matrimonios de conveniencia Estamos ante una de esas coproducciones donde dada la cantidad de países que han aportado su granito de arena en forma de montante económico (a saber: Holanda, Francia, Reino Unido, Irlanda y EEUU) sería muy sencillo que todo hubiera acabado deslabazándose y yéndose de las manos a los distintos responsables (en los títulos de crédito se pueden llegar a contar hasta catorce productores distintos). Pero resulta que muy al contrario, nos hallamos ante una pequeña pieza de cámara rigurosa y concebida desde un confeso amor hacia el original: la novela corta epistolar titulada Lady Susan, escrita por la celebérrima autora británica Jane Austen en 1794 y publicada de manera póstuma en 1871.
Atrapados en la Red Hace unos años, y aprovechando la excelente carta de presentación y plataforma que suponen los Festivales de Sundance y de Sitges, se dio a conocer el primer trabajo de una pareja de jóvenes realizadores norteamericanos que muy pronto llamaron la atención de los entendidos por su desparpajo y frescura a la hora de abordar una historia terrorífica desde un punto de vista radicalmente distinto de lo que se solía hacer hasta entonces. Tanto Henry Joost como Ariel Schulman consiguieron con el falso documental Catfish, mentiras en la red (2012) que su película se convirtiera en viral, basándose exclusivamente en un alarde de tecnología filmada para explicarnos la historia de un joven fotógrafo de New York que contacta por Facebook con una chica de Michigan y viaja a conocerla, todo rodado por dos de sus mejores amigos. El film obtuvo una muy aceptable acogida por parte de público (3 millones de dólares en taquilla para tratarse de un documental casero) y crítica, quienes no tardaron en encumbrar a ambos cineastas al umbral de los realizadores a los que había que seguirles la pista.
Instinto de superviviencia El título original de esta película de terror acuático protagonizada por un tiburón con ganas de meterle un buen mordisco a una rubia de infarto atiende al nombre de The Shallows, que traducido al español vendría a ser algo así como Aguas poco profundas. En España se estrenó en su día como Infierno Azul y ahora llega a los cines argentinos con el glorioso título de Miedo profundo. Pues ya podrían haberse puesto todos de acuerdo y haberla llamado Tiburón 6 o 7, porque hasta ahora todas las críticas que uno ha leído sobre el film empiezan de manera unánime comparándola con el clásico imperecedero de Steven Spielberg, aquel que derivó en un sinfín de sucedáneos cada vez más irrisorios donde cualquier animalejo marino podía llegar a convertirse en un carnicero sin piedad.