Arte para combatir la fatalidad. J.A. Bayona nunca ha escondido su predilección por el cine fantástico de Hollywood de los ochenta, aquél que devoró con los ojos cuando era un adolescente, y que irremisiblemente le llevó hasta las raíces más clásicas, las de Frankenstein (James Whale, 1931) o King Kong (Meriam C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933), citados visualmente en la película. Junto a este origen cinematográfico, deberíamos añadir su gusto por la plasticidad del videoclip y su mitología peculiar en cuanto al terror, que tan bien ha fortalecido dirigiendo capítulos para la serie de televisión Penny Dreadful (John Logan, 2014-2016). De todo esto hay en Un monstruo viene a verme (A monster Calls, 2016). La revisitación cinéfila que Bayona ha realizado al universo de Tim Burton (Sleepy Hollow, 1999) o Guillermo del Toro (El laberinto del fauno, 2006) no se sostiene en una doble narración entre el mundo real y el fantástico, que no encuentra un tono general donde acomodarse, y se pierde en una melancólica reivindicación del cuento de hadas, aunque un poco contado a la ligera. Existe una imagen potente en Bayona, incluso tenebrosa, con un terror gótico cercano a la estética densa de los relatos de Edgar Allan Poe. Su uso del plano general para acotar sus paisajes nebulosos, nocturnos y lunáticos, donde el misterio parece acechar en cada rincón de las habitaciones, es lo mejor de una película que alcanza su mayor dosis de fábula en las apariciones del monstruo. Aquí juega un gran papel el sonido, los crujidos, chasquidos y barruntos de un árbol titánico. También son muy acertadas las recreaciones animadas de los cuentos de hadas, aunque los cuentos en sí tampoco es que resulten demasiado “mágicos”. Sí que resulta interesante el juego que realiza con los arquetipos de las narraciones infantiles, cambiando el sentido de las historias y convirtiendo a los malos y malas en buenos y buenas, y a los buenos y buenas en villanos y en villanas. A este respecto, destaca la dignificación que realiza del papel de las brujas en las narraciones populares de los cuentos infantiles. Pero el mito no transciende a las imágenes. El poder liberador y creativo de la fantasía infantil no acaba de llenar unos planos demasiado fríos, perfectos en su desarrollo narrativo, pero sin la fuerza que toda fábula fantástica necesita. Tampoco ayuda la trama sobre la familia, donde los personajes de la madre y la abuela no acaban de convencer como elementos de fortaleza para el crecimiento y la madurez del niño protagonista que, en referencia a su actuación, recuerda a la de tantos otros niños que, desde El sexto sentido (The Sixth Sense, M. Night Shyamalan, 1999) han invadido las escenas del cine fantástico desde los inicios del siglo XXI. Pero no nos engañemos, Bayona es un formidable director, de eso no hay duda, basta con observar la secuencia de la primera aparición del monstruo para admirar su dominio del tiempo narrativo y de la tensión dentro de cada encuadre. Es cierto que, quizás, no sea una de sus mejores películas, pero sí guarda una gran coherencia estilística y temática en su búsqueda de la fantasía y el terror.
Decir adiós Gran Premio del Jurado en el último Festival de Cannes, “Es sólo el fin del mundo (Juste la fin du monde), la sexta película del siempre aplaudido Xavier Dolan (Mommy, Yo maté a mi madre, Los amores imaginarios) es la candidata canadiense a los próximos premios Oscar. Adaptación de la obra de teatro homónima escrita por Jean-Luc Lagarce en 1990 (cinco años antes de que falleciera de Sida), está interpretada por Gaspard Ulliel (Saint Laurent, La bailarina), Vincent Cassel (Cisne negro, 2010; El odio, 1995), Marion Cotillard (Dos días, una noche, 2014), Léa Seydoux (La vida de Adéle, 2013) y Nathalie Baye (Atrápame si puedes, 2002; Laurence Anyways, 2012). Se trataba de una apuesta arriesgada de la que, como siempre, el realizador canadiense ha resultado vencedor. Tras doce años de ausencia, un escritor regresa al pueblo donde viven su madre y hermanos, para anunciarles que se está muriendo. Y en una tarde que transcurre entre las cuatro paredes de la casa familiar, todos querrían decir lo que piensan pero nadie encuentra las palabras adecuadas para hacerlo, todas las frases parecen cargadas de tensión, de dobles intenciones; todas cuesta pronunciarlas, todas parece que van a descargar tensiones acumuladas durante mucho tiempo. Desde la llegada del escritor a la casa familiar se evidencia la imposibilidad de que exista la menor comunicación entre todos los reunidos. Fundamentalmente, porque ha pasado el tiempo y nada, ni nadie es como antes. Y a medida que pasan las horas van apareciendo las envidias, los rencores, las frustraciones, y también el cariño e incluso la devoción. Es una historia dura, una historia de familia que podemos imaginar fácilmente, en la que aparecen las obsesiones que se repiten en el realizador de Québec: los hogares disfuncionales y el sentimiento de amor-odio, tan frecuente entre las personas cercanas. Y es una película magnífica en la que no queda lugar para la esperanza. La muerte es lo más definitivo de la vida; los cinco personajes tienen la muerte en el horizonte de sus diálogos. Los cinco están interpretados por buenos actores y el resultado es convincente. La narración se construye sobre una sucesión de primeros planos, pero no tomados de frente, sino de manera oblicua, lo que obliga a los actores a girar la cabeza para que podamos verles ambos ojos. Unos primeros planos, además, que están cargados de una enorme elocuencia y es algo digno de alabar en esta producción, habida cuenta de que, es obvio, que el director ha obligado a los actores a que sacaran lo máximo de unas miradas inclinadas que llenan la mirada en numerosas ocasiones, como digo, y en no pocas, sin texto. Otras veces hay abundancia de texto, como en la escena en que Louis y Antoine dialogan airadamente en el coche de éste, donde lo novedoso es que la toma se hace desde el asiento de atrás, como si un tercer pasajero estuviera siendo testigo de ella. De ahí que se vean los reposacabezas de los asientos delanteros, como no podía ser de otra manera, la carretera por la que progresan, y tan sólo en posiciones muy forzadas, cuando tuercen la testa, el perfil de los actores. Muy psicológica y profundamente introspectiva, este nuevo y estimable trabajo del considerado “enfant terrible” del cine franco-canadiense invita a la reflexión, y eso hoy en día ya es mucho…
Un alarde de sencillez Así puede decirse que ha realizado, y conseguido, el director francés Mohamed Hamidi, en esta su segunda película (su debut fue Mi Tierra (2013), film que vale la pena buscar) , contarnos una historia, casi cotidiana y atemporal, donde las formas realistas se mezclan, casi siempre, con una poética que diríamos que no le traiciona casi nunca, porque sabe utilizar las secuencias fundamentales con un adecuado sentido del humor, y de la empatía, hacia el espectador. ¿Por qué Fatah (excelente Fatsah Bouyahmed, como todos los protagonistas y secundarios) no ha de atravesar casi toda Francia a pie, desde Argelia, donde vive, con su hermosa vaca Jacqueline, para estar en la Feria de la Agricultura en Port de Versalles, París, que se celebra anualmente, y lograr algún premio? Al menos hacen acto de presencia y serán reconocidos. Recibida la invitación, deja a su mujer argelina, a la que no le gusta que se vaya, y a sus dos hijas, que están encantadas con la aventura de su padre, y se va con su inocencia y sencillez, como para saber más de sí mismo, de su entorno, propio y extraño, dispuesto a volver con todo el bagaje de lo que hayan aprendido, porque Jacqueline y él son como uña y carne, y se ayudarán cuando sea preciso, ante el asombro de propios y extraños. Actualmente lo que hace es casi una hazaña, por su manera de entender las cosas, por cómo reacciona ante todos y cada uno de los que encuentra. Singularmente atractivo es su breve relación con Philippe (magistral Lambert Wilson, como siempre) que le comprende y le ayuda. Y así, esta modesta película, sin pretensiones, se cuela en la conciencia y la retina del espectador, dejando un poso divertido, agradable y muy creíble. Aunque los personajes, como en casi todo el cine de comedia, son estereotipos, hay que reconocer que están muy bien elegidos y dirigidos. Me parece que la conversión del personaje del cuñado, interpretado por Jamel Debbouze, es brillante. Recordemos que este actor ganó el premio al mejor actor en el festival de Cannes por su papel en Indigènes (2006) de Rachid Bouchareb y que ya lo habíamos podido ver en la aclamada Amelié (2001) de Jean-Pierre Jeunet y la saga de Astérix y Obélix. El punto serio lo pone Lambert Wilson. Más de cien películas a sus espaldas le avalan. Lo hemos podido ver en El dorado (1988) de Carlos Saura y en Matrix Reloaded y Matrix Revolution (2003) de los hermanos Wachowski. Seis veces nominado a los premios César (equivalentes al Goya en el cine francés). Ahí es nada. Nos hallamos ante un ejemplo de cine de evasión que llega al corazón. Historias con mensajes moralizadores ocultos pero que se ven fácil. Comedias que enmascaran el reflejo de la sociedad, en este caso la francesa. Te ríes e incluso si eres de los espectadores sensibleros puede que eches alguna que otra lagrimilla. ¿Qué más se le puede pedir a una película? Está claro, necesitamos más películas como No se metan con mi vaca (2016) para seguir ahondando en cómo nos comportamos los humanos, implicándonos en que siempre somos necesarios los unos a los otros, como no puede ser menos.
Lo espeluznante de la guerra Drama épico ambientado en la Segunda Guerra mundial –en los enfrentamientos entre estadounidenses y japoneses, después del ataque sorpresa de Pearl Harbor, llevado a cabo por la aviación y la marina japonesas contra la base naval americana situada en la isla de Oahu, en Hawai-, Hasta el último hombre (2016) está basada en hechos reales y dirigida por el actor, productor y realizador Mel Gibson (Corazón valiente, Oscar a la mejor película en 1996), quien regresa a la dirección diez años después de Apocalypto (2006), y protagnizado por Andrew Garfield, Vince Vaughn, Sam Worthington, Teresa Palmer y Rachel Griffiths. Drama bélico sobre la historia del objetor de conciencia Desmond Doss quien, sin empuñar arma alguna, con tenacidad, valentía y al límite de sus fuerzas, salvó la vida a 75 hombres en la batalla de Okinawa; en su calidad de médico de la compañía evacuó él solo y con ingenio a los heridos hasta que finalmente le alcanzaron una granada y el disparo de un francotirador; hazaña que le valió ser el primer objetor galardonado con la Medalla de Honor del Congreso de Estados Unidos. Cuando estalla la Segunda Guerra mundial, un joven estadounidense hijo de un veterano de la guerra de 1914 se enfrenta al dilema de querer servir al país como cualquier otro ciudadano al tiempo que la violencia es incompatible con sus creencias y principios morales. A pesar de todo, se alista como enfermero en Infantería, negándose no sólo a matar sino también a llevar un arma. Sus convicciones no violentas son objeto de burla y escarnio por parte de los compañeros y el mando. Reconocido finalmente como objetor, se le autoriza a recibir formación médica, y participa de lleno en el infierno de la guerra, donde termina por ser uno de sus héroes. En la batalla de Okinawa, en el inexpugnable acantilado de Maeda, consigue salvar a decenas de compañeros heridos, evacuándolos uno 0a uno del campo tomado por los japoneses. Hasta aquí, la historia del soldado Doss, el valiente enfermero cristiano en los márgenes del fundamentalismo que se enfrenta solo a una soldadesca japonesa, sádica y ávida de sangre. Historia que parece fabricada ex profeso para Mel Gibson, un cineasta fascinado por la sangre y la violencia, y obsesionado por el sacrificio, quien la convierte en un mensaje penoso, desagradable, ideológicamente discutible, e incluso en “un caso psiquiátrico” (Romain Blondeau, Les Inrockuptibles), ya que se trata de hacer el retrato de un objetor de conciencia al tiempo que se mantiene un discurso cien por cien militarista –“un cuento sobre el pacifismo escrito sobre un monumento de violencia”- y se va dejando detrás un paisaje regado de muertos, heridos, cuerpos destrozados, mutilados, literalmente reventados… Filmando la guerra con el máximo de realismo, Mel Gibson ha querido no sólo convertir la gesta del soldado Doss en un taquillazo morboso (como ya hizo con La pasión de Cristo, 2004) sino también despertar los instintos más primitivos del espectador, sirviéndole violencia “con una potencia visual devastadora”. Aconsejo encarecidamente no llevar a los menores a ver una película “abyecta y complaciente” (La Croix).
Bamboleo Animal Illumination nos trae su segunda película en lo que va de año y alejándose del desmadre al que nos tiene acostumbrados con una historia que le da importancia a sus personajes y sus problemas diarios al ritmo de la radiofórmula. Ya sin el apoyo de esas entrañables y divertidas criaturas amarillas llamadas Minions, de las que tuvimos este año un disfrutable cortometraje como telonero de The Secret Life of Pets (2016), Chris Renaud y Yarrow Cheney, los estudios de Illumination/Universal, nos entregan una historia coral, una fábula del siglo XXI donde un grupo de animales con diferentes aspiraciones intentan hacer cumplir sus sueños gracias a la música. Con unos vertiginosos travellings y barridos a lo largo de la ciudad se nos presentan cada una de las diferentes historias de este relato creando desde los primeros minutos una empatía con cada personaje, incluso con el que podría resultar más moralmente reprobable por su conducta (Mike el ratón), que a la larga se convierte en todo un acierto ya que sus acciones aportan la acción necesaria e incluso uno de los puntos de giro fundamentales para la historia de caída y resurgimiento de Buster Moon y sus acompañantes. Tenemos, además, un giro de 360 grados por parte de la productora ya que con el filme se intentan apartar de esa juerga continua, del slapstick desenfrenado que nos venía ofreciendo desde sus inicios con Desplicable Me (2010) de Pierre Coffin y Renaud, apostando ahora por un tono algo más serio y realista (demasiado para lo que nos tenía acostumbrado Garth Jennings, director de The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy, 2005) dando unos problemas cotidianos y cercanos al espectador con los que se enfrentan día a día, así como un poco más de moralina propia de toda fábula que se precie, sin llegar a los extremos a los que nos tiene acostumbrado Pixar y acertando de lleno en la incorporación de elementos algo más irreales, pienso en la divertida solución que fabrica la Rosita, la cerdita para poder cuidar la casa y asistir a los ensayos o el original uso que se le da en el escenario a unos calamares de colores fluorescentes dando una espectacularidad poco antes vista en un escenario, y que le acerca sin duda a esas películas musicales de los setenta/ochenta a los que homenajea en espíritu. El otro acierto de la película es ofrecer un amplio espectro del panorama musical con la que se identifican y van experimentando cada uno de los personajes, sin salirse demasiado de los tándemes de la radiofórmula pero sí siendo lo suficientemente eclécticos para que puedan ser disfrutados por casi todos los paladares musicales que vayan a ver la película (hay algo hasta de los Gypsy Kings), algo a lo que ayuda también los variados y muy bien planificados números musicales que van apareciendo a lo largo del filme hasta llegar a un clímax final muy deudor del que se vio en The Muppets (2011), de James Bobin, donde van relacionándose cada número con el siguiente hasta el número final, broche de oro para la gala y que recuerda a aquella actuación de Susan Boyle en Britain’s Got Talent. Cierto es que quizás peca de perder un poco del ritmo acelerado del que va haciendo gala antes de su acto final y que los problemas que nos proponen no son demasiado originales y han sido vistos muchas veces y mejor plasmados, pero la vocación de hacer disfrutar al espectador siempre está ahí y se agradece que no intente aspirar a algo mucho más trascendente (los problemas de prácticamente todo el elenco femenino podrían haber dado para algo mucho más lacrimógeno).
La importancia del lenguaje Pocas experiencias hay en el cine más gratificantes que acudir a la sala con una idea predeterminada de lo que nos espera en su interior y salir descolocados, traspuestos por la imprevisibilidad de la propuesta. Porque si uno espera con La llegada (2016) una buena historia de ciencia ficción, con la garantía de un director infalible como Denis Villeneuve y estimulado por un tráiler que lleva a engaño, terminará embaucado por un relato mucho más rico en matices que una mera invasión alienígena, por un alud de planteamientos vitales, plenamente filosóficos, desde una perspectiva innovadora e intimista, sin alardes de inteligencia no alcanzable para todos los públicos. Una experiencia mucho más placentera que la que nos hayan podido proporcionar otros grandes exponentes del género. Villeneuve demuestra que no hay reto que se le resista. Porque sin alterar las reglas de la ciencia ficción, demostrando un sumo respeto por el método científico, consigue perfeccionarla con una gran dosis de sensibilidad. El arranque de la película, en el que parece que la trama personal de la protagonista se cruzará de forma chapucera con la extraterrestre, ya advierte que el principio y el final de las historias nunca son claros. Lo que sí es evidente es que un planteamiento sugerente, la llegada de doce naves alienígenas al planeta Tierra, se desarrolla con sumo tacto, sin pasos en falso, con un control absoluto del ritmo y del objetivo que se quiere alcanzar, uno de los clímax finales más poderosos de la historia del cine. Aunque no parece existir una constante de género o temáticas comunes entre las películas del realizador canadiense, sí se ha establecido definitivamente, más allá del estilo o el tono, el denominador común de su cine: los solitarios. Todos sus protagonistas son solitarios patológicos, o empujados por las circunstancias, o por las características de su profesión. La solitaria de Arrival es una extraordinaria Amy Adams, una prestigiosa lingüista traumatizada por la pérdida de su hija, a la que se le encarga una misión: la de conseguir establecer contacto, llegar a comprender o hacerse entender, con los tripulantes (alienigenas) de una de las 12 naves que aparecen de pronto a lo largo de la tierra. Con este sencillo argumento, Villeneuve y el guionista Eric Heisserer, construyen un apasionante relato sobre la importancia de la comunicación y sus matices; nunca había pensado que una historia sobre la lingüística podría convertirse en algo tan emocionante. Porque Arrival no tiene nada que ver con cualquiera de las anteriores invasiones alienígenas que ha dado el cine, principalmente por una razón: es muy probable que si dicha invasión tuviera lugar las cosas se parecieran bastante a lo que cuenta Arrival. De ahí la curiosa sensación de veracidad que respira la cinta, y el inesperado peso antropológico que alcanza. La interpretación creíble de Amy Adams resulta fundamental, ya que es ella la que carga con el peso de todo el argumento. Es protagonista absoluta, y el resto de personajes son en realidad secundarios que giran en torno a la “historia de su vida”, incluido el solvente papel interpretado por Jeremy Renner. Así que lo mejor es entrar en la sala de proyección sin expectativas, dejándose llevar, desde una secuencia inicial que ya nos resume una vida y nos emociona en apenas minutos hasta un final que se cerrará como un círculo dando sentido a una historia donde los extraterrestres son sólo una excusa para hablarnos de recuerdos del porvenir, sobre el amor como nexo de los tiempos que fueron, son y serán.
¿Héroe o villano? Edward Snowden es un informático estadounidense que en 2003 dejó su trabajo en una empresa contratista para ingresar en el ejército, con la intención de formar parte de las Fuerzas Especiales. Tuvo que desistir tras un aparatoso accidente en el que se rompió las dos piernas. Entre unos contactos y otros, terminó trabajando para La Agencia de Seguridad Nacional (NSA) y la CIA. Gracias a la acumulación de información privilegiada que cayó en sus manos, y a una repentina necesidad de comunicar al mundo lo que el mundo ya intuía –que el imperio nos vigila a todos permanentemente-, no exento de complejo de culpa, Snowden decidió filtrar a la prensa internacional una cantidad ingente de documentos que contienen importante información sobre la NSA, que desvelan la masiva trama de espionaje tejida por el gobierno de Estados Unidos. La documentación aportada por Snowden ha probado que el gobierno de su país vigilaba no solamente las llamadas, correos electrónicos y visitas a páginas de internet de millones de estadounidenses, sino también la actividad de grandes empresas de telecomunicaciones como Apple, Google o Facebook. Aquello fue una bomba mediática y política, cuyo impacto acusó el gobierno de Obama. La historia de ese encuentro entre Poitras, Greenwald y Snowden, perseguido desde entonces por la justicia americana y obligado a vivir como fugitivo en Rusia, fue el tema de la película Citizenfour (2014), realizada por Laura Poitras (Melissa y ganadora del Oscar al mejor documental en 2015). Es justo decir que la película de Stone –impecable en su realización, como siempre- aporta muy poco sobre el personaje. Mientras que el documental de Laura Poitras era tan eficaz como un thriller de John le Carré, la película de Stone, que reconstruye varias escenas de Citizenfour, no es desgraciadamente más que una pálida copia, una película muy comercial destinada al gran público. Snowden, ¿héroe o delator? Stone no se lo plantea y tampoco da al espectador la oportunidad de hacerlo. Mete un drama sentimental y un thriller cibernético en una envoltura orwelliana (el director de la CIA parece salido directamente de las páginas del libro 1984). Stone ha optado por la defensa de Snowden, el hombre que desveló el inmenso programa clandestino de vigilancia del gobierno de Estados Unidos. Y ha hecho de él un héroe tanto mayor porque no se trata de un superhéroe sino de “un chico normal” que llevó a cabo un gesto heroico no por casualidad, sino después de pensarlo mucho. Snowden es un patriota dispuesto a pagar en persona. Sí, le formaron y trabajó como espía de la CIA. Sí, era un brillante informático que creó varios programas para la seguridad nacional. Sí, fue ese mismo patriotismo el que le impulsó a hacer públicos los documentos secretos de la NSA. Porque la democracia y el pueblo estadounidense deben conocer las actividades ilegales, inmorales, e incluso incontestablemente criminales de su participación en los asesinatos extrajudiciales llevados a cabo con drones. Según Oliver Stone, la implicación de Snowden ha sido determinante en el proceso de creación de la película: “No puedo contar exactamente lo que nos ha confiado. Yo creo que la única forma de que el misterio se desvele completamente es que él escriba un libro. Pero en una historia que la NSA nunca va a confirmar ni desmentir, toda la autenticidad posible se debe a la ayuda que nos ha prestado Ed. La NSA es todavía un mundo relativamente desconocido…”. Otros, antes que Snowden, ya denunciaron las derivas ilegales de la NSA. El primero que las filtró fue William Binney quien, después de 30 años de servicio en la NSA, dimitió siete semanas después de los atentados del 11 de septiembre. Tanto Binney, como otros que le han seguido, han hecho hincapié en la ineficacia de la vigilancia masiva en la lucha contra el terrorismo.
El gran héroe americano No puede resultar más oportuno el estreno de la última producción del muy veterano y venerado Clint Eastwood en plena semana en la que se decide el que será nuevo presidente de los EEUU. Allí ya llegó a la cartelera en pleno aniversario del 11 de septiembre, pero aquí la podemos disfrutar deshojando la margarita de si será Clinton o Trump el nuevo inquilino de la Casa Blanca.Sully: El gran héroe americano 3 Eastwood ya ha amenazado con retirarse del cine en unas cuantas ocasiones, pero se ve que el gusanillo le debe de seguir picando y cada cierto tiempo vuelve a colocarse detrás de las cámaras, normalmente con unos resultados bastante estimulantes tanto de taquilla como de público. Y es que quien tuvo retuvo, y aunque ya no se desmarque con obras maestras incontestables como lo fueron en su día Bird (1988), Mystic River (2003), Million Dolar Baby (2004) o Gran Torino (2008), todavía es capaz de pergeñar un puñado de buenos trabajos como J. Edgar (2011), El Francotirador (2014) o esta Sully (2016) que ahora nos ocupa. América necesita héroes, y más después de la dura crisis mundial que todavía sigue dando más de un coletazo y que nos lleva por la calle de la amargura. Hemos dicho héroes, y no superhéroes de esos que llevan mallas y capa. Los líderes políticos que, en teoría, deberían dar ejemplo y servir de guía a los más necesitados se muestran impotentes e inoperantes ante una situación que les supera y de qué manera. Así que, el director se fija en esos hombres de andar por casa, de integridad intachable que sólo quieren hacer bien su trabajo y sin comerlo ni beberlo se ven envueltos en una situación extrema. Es lo que le ocurrió al capitán Chelsey Burnett Sullenberger, más conocido como “Sully”, un piloto de aviación de las líneas aéreas estadounidenses, quien tuvo la difícil tarea de amerizar un Airbus 320 del vuelo 1549 de US Airways en el río Hudson de Nueva York, sin que se produjese daño personal alguno. La película recrea aquella caótica situación desde dos puntos de vista: en primer lugar explica cómo lo vivieron los sufridos pasajeros, miembros de la tripulación del avión y los trabajadores del centro de control que dieron al aparato por perdido. Con esta primera versión de los hechos y la participación de agentes externos, como esas empresas aseguradoras que intentan apretar las tuercas para ver si pueden demostrar que hubo algún fallo humano y así poder ahorrarse unos dólares, la trama crece en tensión de manera considerable. Lo mejor se guarda para el tramo final, ese en el que vivimos la peripecia desde la versión de los dos protagonistas, y es ahí cuando la figura humana cobra toda su relevancia y se eleva majestuosa ante cualquier duda que pudiera hacer palidecer la heroicidad narrada con puntillosa pulcritud. Y quien mejor que Tom Hanks, ese gran héroe americano de la actuación, quien ya tiene ganado a pulso un puesto en el Olimpo de la actuación hollywoodiense, para dar vida a la figura de un hombre cotidiano que lleva la honradez y la rectitud por bandera. El film se ve con agrado y rezuma ese aroma a cine clásico que tanto se echa de menos en las obras cinematográficas de hoy en día. La valía de Eastwood para mover la cámara con solvencia y dominar los tiempos narrativos está fuera de toda discusión. Otra cosa es que escarbemos un poco para intentar encontrar dobles lecturas o un nivel de profundización más elevado en el desarrollo argumental. No los hay, pero en esta ocasión tampoco son necesarios.
Ecología familiar Mitad homenaje a Noam Chomsky –lingüista y escritor político radical que en diciembre cumplirá 87 años y pertenece por derecho al selecto club de los “abuelos indignados” (Stéphane Hessel, José Luis San Pedro…) que tanto han enseñado a varias generaciones de jóvenes rebeldes-, al que los niños de la película recitan de memoria, y mitad funeral por la utopía, Captain Fantastic -que me ha parecido una película muy mediocre- nos lleva a los bosques del noroeste estadounidense donde, aislado de la sociedad, vive un tipo (Viggo Mortensen), quien dedica toda la vida a intentar que sus seis hijos, de entre 5 y 20 años, lleguen a ser adultos fuera de la norma, solidarios, imbuidos de los derechos humanos, anticapitalistas y también extraordinariamente inteligentes.
Presentando un nuevo mundo Poco queda por decir de la saga del joven mago más famoso del mundo, y cuando la gallina de los huevos de oro de J.K Rowling parecía haber dado sus últimas contribuciones a la pantalla grande, esta nueva andanada busca seguir aprovechando un interés nunca desaparecido en los fans de Harry Potter.