Los sobornados. Nos hallamos ante un excelente ejemplo de cine negro que funciona como fiel reflejo de amargas consideraciones políticas. El director sueco de origen egipcio Tarik Saleh, autor ecléctico que ha firmado desde películas de animación (Metropia, 2009), dos documentales con Erik Gandini, (Sacrificio: Who Betrayed Che Guevara, -2001-, y Gitmo -2005-) además de un thriller (Tommy, 2014)- se inspiró en un caso del 2008 , ocurrido en Dubai, insertándolo en el contexto inmediatamente anterior a la "primavera" de la Plaza Tarhir, lugar emblemático donde el 25 de enero de 2011 se convocó aquella manifestación que cambiaría para siempre el nombre del que hasta entonces era el Día Nacional de la Policía en Egipto. Tanto el guión del mismo Saleh como la puesta en escena elegante y perfectamente coherente con el sentido de la narración son muy llamativos. El director utiliza algunos estilos bien establecidos de este tipo para contar una realidad de corrupción absoluta y sistémica, en la que la justicia no existe, nada sucede sin la supervisión del poder imperante y todo lo que escapa al control está incluido en menos de tiempo. El protagonista Noredin (el actor sueco de ascendència egipcia Fares Fares, visto en Zero Dark Thirty, Safe House, La Comune) es un policía cínico y podrido, bien adaptado al sistema, que recuerda a muchos de sus "colegas" del cine y la literatura americana con el cigarrillo encendido a perpetuidad, una actitud arrogante con el débil y complaciente con el fuerte, y por supuesto dispuesto en todo momento a aceptar cualquier tipo de soborno que se le cruce en el camino. En esta trayectoria trufada de pasos en falso, ni él ni el espectador tienen una visión coherente y completa hasta el final. Saleh, y nosotros con él, mueve sus ojos en un espacio confinado con poca o ninguna percepción del todo. La imagen que el director proyecta de la capital es la de una ciudad magmática, anormal, totalmente fragmentada... imposible de descifrar. Allí, decodificadas, sólo encontramos las áreas individuales, tales como la vivienda (la del protagonista), el barrio en el que viven los inmigrantes, la residencia de lujo del parlamentario implicado en el asesinato, las habitaciones en la estación de policía, el club donde la cantante finada trabajaba. Todos ellos lugares que tienen sus propias reglas y producen realidades disociadas, al igual que los vecindarios definen mundos irreconciliables. Gran parte de la acción tiene lugar en corredores y túneles donde la cámara penetra sin posibilidad de que podamos disfrutar de una panorámica total de los mismos. Todo está a la vista pero permanece oculto, secreto, y nada es realmente visible. La fragmentación es absorbida de manera efectiva incluso en el uso de los espejos - detrás de los cuales misteriosos delincuentes toman fotografías, y en cuyo reflejo también se pueden observar los crímenes. Es gracias a estas acertadas elecciones estilísticas que se logra precisar de manera expresiva incluso la trama más profunda de la historia, que sin duda es la que se refiere al destino de su protagonista (centrada en un Egipto situado a años luz de su belleza monumental indudable). Una base individual que de manera más ambiciosa se refiere a su vez al destino de una revolución nacida para ir cayendo de forma acelerada en los mecanismos salvajes de la lucha entre poderes, sobre todo en lo que respecta al Estado, estructurado para no cambiar nunca. Así el desarrollo argumental se detiene el 25 de enero de 2011, el día en que miles de personas salieron a las calles de El Cairo para pedir reformas al gobierno. Al igual que Noradin, aquellos que estaban animados por un auténtico deseo de libertad y justicia están destinados a quedar atrapados una vez más. Y como Noradin (cuya televisión emite imágenes de manera propagandística las virtudes de un Egipto en crecimiento, aún no funciona correctamente), también los espectadores europeos, aquellos que solíamos ver el relato de los hechos a través del espejo, teníamos una percepción parcial e incompleta. Crimen en El Cairo es un thriller que tiene la elegancia de un noir pero que también recuerda muy mucho a las películas políticas y policiales de los años 70, films caracterizados por su crudeza a la hora de explicarnos una verdad oculta (Francesco Rosi, Elio Petri, Costa Gavras... Y por encima de todo un pedazo de actor como Fares Fares, quien puede codearse sin problemas con un Gian Maria Volontè o un Lino Ventura de la época. Y es que su soberbia composición mantiene una contradicción y una ambigüedad que hacen de su rostro una máscara profundamente humana.
Acto de venganza. Historia de venganza y confesión personal, Matar a Jesús, de la colombiana Laura Mora (Antes del fuego), está rodada en escenarios naturales de Medellín y con actores no profesionales. Paula es una estudiante universitaria de Bellas Artes que presencia el asesinato de su padre, profesor de ciencias políticas de la universidad pública de Medellín. Al ver que la policía no sólo no hace ningún esfuerzo para resolver el caso, sino que además es tan corrupta que ha robado el reloj del muerto, la joven se cree obligada a actuar por su cuenta para encontrar al culpable. Unos meses después del asesinato, Paula se cruza con Jesús, el joven que cometió el crimen… El resultado es una película de denuncia, un retrato social interesante aunque desparejo, conviene recordar en todo momento el contexto en que se producen los hechos -Colombia, siempre desgarrada por las actuaciones guerrilleras y paramilitares, y asolada por el tráfico de drogas que, en mayor o menor medida, acaba afectando a todos los ciudadanos- lo que facilita la comprensión. Para ayudar, la realizadora confiesa que ha querido “generar preguntas alrededor del acto de venganza, de si continuar matándonos es una opción o si empezar a reconocernos en el otro, incluso cuando éste representa la humanidad más lejana, es quizás el camino hacia nuestra propia redención”. Laura Mora ha dedicado la película a su padre, al que un sicario asesinó cuando ella tenía 22 años. Evidentemente, esos hechos son la base sobre la que se ha montado la película aunque la autora no ha precisado hasta qué punto la ficción responde a una realidad vivida; parece bastante improbable que la estudiante burguesa descendiera hasta los bajos fondos de la ciudad, e incluso que en algún momento su vida se cruzara con la del asesino de su padre, aunque es indudable que, al menos en teoría, un supuesto así da mucho juego a la hora de elaborar la ficción. Es justamente a partir de ese momento cuando la película empieza a no resultar creíble, pese al estoicismo con que la chica asiste a las exhibiciones de crueldad y amoralidad de la pandilla del asesino, jóvenes drogadictos, camellos y sicarios, que arrastran una existencia de perros callejeros y que son, en suma, otras víctimas más de una sociedad en la que la infancia crece familiarizada con la muerte. Un asunto aparte es la dificultad para entender algunas frases, y en esta ocasión no soy crítico con esta película, ya que se entiende bastante bien, salvo alguna excepción en los minutos iniciales, y además me parece injusto que se valore este aspecto en el cine hablado en español, y no se comente eso mismo cuando la película está hablada en inglés, francés, ruso o chino y los protagonistas son adolescentes de barrios marginales. Entiendo que en esos otros casos por desconocer los idiomas no sabemos si se les entiende bien, pero es injusto y salen perdiendo las propuestas españolas o latinoamericanas.
Stop-motion en estado de gracia. Retorna Wes Anderson al mundo de la animación y lo hace de nuevo con una película sobre cánidos, empleando otra vez la técnica del stop motioncon marionetas de gran nivel de detalle. La diferencia es que esta vez los protagonistas son perros, y no zorros, y que se ha optado mayoritariamente por los 24 fotogramas por segundo en lugar de los 12 que empleó hace nueve años. Eso da un nivel de animación mucho más afinado y realista, y también, por supuesto, requiere del doble de tiempo para conseguir el resultado final. Así como en Fantástico Sr. Fox Anderson requirió de 29 sets de rodaje, ahora fueron necesarios 43. Mientras en 2009 el director se sincronizaba con cada uno de ellos mediante emails, ahora lo hacía por Skype. El resultado es, como cabía esperar, estéticamente superior. El de Houston no ha renunciado a sus obsesiones, como el empleo de pelo natural para los animales y el de realizarlo todo de un modo absolutamente artesanal (sin máquinas articuladas o infografía), pero ello no redunda, contrariamente a lo que cabría esperar, en una mayor calidad artística. Uno de los puntós más débiles de esta singular propuesta reside en que el esteticismo lo impregna todo, en efecto, con esa querencia por la simetría, ese gusto excesivo por el detalle, esa conseguida sensación de que cada objeto en pantalla se puede tocar... pero lo simple de la historia no acaba de casar con todo con el barroquismo de la puesta en escena. Anderson ha construido un cuento clásico aderezado con elementos contemporáneos, muy típicos de su filmografía: los personajes dolientes, atormentados, las familias desestructuradas, la sociedad opresiva, los amores casi mecánicos en su cortejo decimonónico... y esa extraña narración en la que la historia no avanza por sí misma si no es con la ayuda de las explicaciones de los personajes. Cualquier otro que hiciera esto sería tachado de torpe contador de historias; Anderson ha hecho de esa torpeza un estilo, un recurso naif que consigue sorprender por atrevido e inesperado en un creador de élite. Esta paradoja se muestra también en el tipo de público objetivo que podría disfrutar de sus películas. Tanto Fantástico Sr. Foxcomo Isla de perros son obras de animación protagonizadas por animales, con un desarrollo típico, moraleja y un final fácilmente esperable. Son estos casi todos los elementos que podrían convertirla en una película infantil. A lo largo del metraje se incluyen suficientes escenas enigmáticas o inquietantes (cuando no palabras malsonantes y escenas de crudeza no sólo simbólica) como para pensar que nos hallamos ante un nuevo truco escénico: Anderson dirige sus filmes al niño que los adultos fuimos, no a los niños que un día serán adultos (como sucede en los cuentos clásicos). Como película adulta asisitimos a un aluvión de escenas realmente logradas, de recurrente humor negro y de belleza estética innegable, cumpliendo con creces con todas las expectatives creades antes del estreno (cada trabajo del cineasta se está convirtiendo paulatinamente en un acontecimiento). El apartado de crítica social (siempre desde la particular cosmovisión de Anderson) resulta tan inocente como su estructura narrativa... pero ¡ay!, no parece que en este sentido sea ocurrente aplaudir tópicos infantiloides sobre marginación social, los pogromos o manipulación mediática, sencillamente porque son temas que están tratados con originalidad y profundidad, eludiendo eso sí el tópico conspiranoico. En definitiva, Isla de perros tiene muchas virtudes estéticas. Supone una fiesta para los sentidos y arranca alguna complicidad con el espectador, que no puede negar la validez de sus ocurrencias argumentales. Una combinación perfecta del estilo pop del director con una historia emocionante y divertida.
La Reina del rap Nos encontramos con Patti atendiendo la barra de un mugriento bar, barriendo pisos, y cargando a cuestas con unos cuantos adultos irresponsables en un suburbio de clase trabajadora de Nueva Jersey. Su madre, Barb, interpretada con brío escandaloso por la artista de cabaret y comediante Bridget Everett, es una ex rockera que canta como los ángeles, pero que ahoga sus penas en amargura y alcohol. Ella está demasiado celosa y despreciativa del medio elegido por Patti para tratar de ser de alguna utilidad. Así pues, Patti, o Killa P -como ella quiere llamarse a sí misma- cuando finalmente irrumpe en una escena como la de la música rap mayoritariamente masculina, en su mayoría negra e inhóspita, no lo va a tener fácil para triunfar. Exceptuando, un amiguete bastante dicharachero, su pléyade de “colegas”, que incluye a un repugnante espécimen del que está enamorada, ninguno tiene problema alguno llamándola Dumbo, dado su aspecto físico. Sin duda lo más acertado de la trama es incluir a unos personajes secundarios improvisados a partir de un grupo de tipos contraintuitivos construidos de forma bastante adusta, quienes raramente se vuelven humanos plausibles. La gran Cathy Moriarty (Gloria, Cop Land) como la incondicionalmente paciente pero muy enferma abuela de Patti, que es poco más que una mordaza visual en una peluca ligeramente sesgada; el ya citado socio de producción de Patti, Jheri, un cantante de R & B del sudeste asiático y empleado de droguería amablemente interpretado por el actor no profesional Siddharth Dhananjay, y sobre todo la magnética presencia del enigmático Basterd, a quien la protagonista descubre en un desconsolado pero mítico vagar por bosques espinosos en una cabaña atestada de proyectos creativos. Un anarquista vapuleado por los más convencionales que acabará uniéndose a una banda de música harto peculiar. El director de esta propuesta movida, Geremy Jasper, un productor de videos musicales que debuta aquí en el terreno del largometraje, nos desvía continuamente hacia secuencias de fantasía que apuntan a los sueños de Patti, de movilidad ascendente y una vida más rutilante que el mundo terriblemente mundano en el que se encuentra atrapada, ya sea por clase o mala suerte, aspectos que atentan con sus sueños. Están bien, pero los impulsos más fuertes del director son sólidamente realistas, en el sentido amoroso hacia una ciudad que te atrapa y no te permite cumplir tus sueños. En ese sentido, existen un par de escenas ejemplares que cobran mucha fuerza durante el desarrollo argumental: una en la que la heroína de la función se encuentra cara a cara con su músico más idolatrado y otra en la que su madre da el do de pecho en un karaoke para acto seguido vomitar todo lo que lleva en el cuerpo. Sin embargo, a pesar de su actitud nerviosa y su entorno extraño, la película está demasiado inclinada a complacer a las multitudes para que se unan al punto de vista planteado. De hecho, lo más transgresor de Patti Cake$ es la blancura de su heroína en un mundo negro. Estamos ante una historia más sobre género que sobre raza, y Jasper se aventura solo cunado la cosa podría haber dado mucho más de sí. Cuando todo parece perdido para Patti, la ayuda proviene de una rapera negra que también conoció el rechazo y ahora siente empatía por quien intenta ver cumplido su sueño. Y entre tanto devaneo emocional y choque de realidades y fantasías se cuelan una serie de canciones altamente adictivas, donde las hirientes y críticas letras dicen mucho más que lo que muestran las imágenes. Es en ese punto donde uno sale del cine con la sensación de lo que podría haber sido y no fue. No se arriesga lo suficiente y la puesta en escena es demasiado plana y adocenada. Hay demasiado control para una trama que exigía mucho más arrojo y riesgo a la hora de narrar el desasosiego de quien se cree talentosa y no encuentra la salida para explicar su arte. Cuando Patti Cake$ crece, estamos ante una película muy buena, pero algunos cambios en su previsible devenir hubieran sido bastante bienvenidos.
La inquietante sexualidad de la bestia. El cine de autor tiene la particularidad de que presenta un mundo propio y original del realizador lo que, evidentemente, suele generar entre los críticos, y también entre los espectadores, amores incondicionales, a veces odios y otras, indiferencias. Este es mi caso con Amat Escalante, autor de “La región salvaje” donde si bien he “pillado” el ambiente que recuerda el folletón televisivo de David Lynch, y sus relación con los otros dos ancestros mencionados en el fragmento que precede a estas líneas, no me ha “llegado”, en absoluto, el erotismo de esa especie de pulpo alienígena que se esconde en la cabaña del bosque y que, con sus repugnantes tentáculos que se introducen por todos los orificios del cuerpo, proporciona a las mujeres orgasmos inéditos y las libera de sus ordinarias relaciones con los hombres de su entorno. Por eso, y porque mi visión del mundo de Escalante se encuentra muy alejada de la de otros comentaristas, que cuentan con todo mi respeto, es por lo que introduzco esta reseña con esa loa a una película que, es posible, yo no he entendido en toda su complejidad. No, el cine de Amat Escalante (“Sangre”, “Los bastardos”, “Heli”), mexicano de Barcelona que todavía no ha cumplido los cuarenta, tiene muy poco que ver con mi mundo y mis modestas aspiraciones de espectador consciente de cine. En 2013, cuando participó por tercera vez en el Festival de Cannes, sección Un certain regard, y consiguió el Premio de la Fipresci, se escribió de él, también por tercera vez, que era una joven promesa del cine mexicano. Una película más tarde, en “La región salvaje” (León de Plata al Mejor Director en el Festival de Venecia), ya se le considera más que una promesa, una realidad que opta por una mezcla de realismo crudo –machismo extremado, homosexualidad y homofobia, maltrato de género- y fantasía género ciencia-ficción que, confieso, está muy lejos de figurar entre mis preferidos. La película se desarrolla en la pequeña comunidad de un pueblo mexicano, donde varios personajes esconden sus frustraciones. Allí, la enfermera Alejandra (Ruth Ramos) y Angel (Jesús Meza), el marido gay que mantiene relaciones con su hermano, tienen dos hijos pequeños. La llegada al hospital de otra mujer, Verónica (Simone Bucio), con una mordedura en el muslo y que conoce el secreto que se esconde en el bosque, va a cambiar las vidas de todos. La consecución del placer supremo puede llegar a ser peligroso, como una droga, y hasta mortal. Nada nuevo, la vieja relación entre sexo y muerte, eros y tanathos al descubierto. La región salvaje es, evidentemente, esa cabaña que habita una pareja de viejos granjeros hippies, supervivientes sin duda de alguna comuna desvencijada al paso de las décadas, únicos conocedores en el entorno de la existencia de la extraña criatura que reparte placer entre las mujeres de esta historia, ambas féminas dolientes, maltratadas por la vida, los hombres y otras mujeres más poderosas. Un drama sobre la brutalidad, mayoritariamente la de los hombres, y el aprendizaje de la liberación –de las mujeres- por la vía de la irrupción de lo fantástico y misterioso en su vida. Un aprendizaje que otros comentaristas, más familiarizados que yo con este tipo de cine, definen como “poético” y equiparan a ensoñación. También una especie de psicodrama familiar y, en cierta manera, un thriller cargado de sexo. Escalante quiere hacer así la crítica social de un país, el suyo, México, “carcomido por el puritanismo católico, la homofobia, la misoginia y el virilismo del patriarcado”, un país que “rechaza la sexualidad”, poblándolo de visiones fantasmagóricas y libidinosas “que se alimentan de nuestros propios fantasmas”. Una recomendable película fantástica que remite al arte de Carlos Reygadas, los ambientes de David Lynch y los tortuosos temas de David Cronenberg para una erotización primitiva en forma de Imperio de los Sentidos contemporáneo.
Retrato de una dama inglesa. Amparándose en un título de nítidos ecos shakespearianos, cuya procedencia literaria se basa en una novela del escritor ruso Nikolái Leskov (Lady Macbeth de Mtsenks de 1865, transformada en homónima ópera por Shostakóvich en 1934 y adaptada ya para el cine en 1961 por el recientemente fallecido Andrzej Wajda como Lady Macbeth en Siberia), el debutante William Oldroyd orquesta una pieza de cámara de honda raigambre literaria, con el paraguas productor de la BBC: lo que se podría considerar una pièce bien faite. No obstante, Oldroyd se las apaña para no caer en el mero academicismo, tanto a nivel formal como conceptual. Aprovechándose del auge de lo histórico en su sentido más amplio (a nivel literario, cinematográfico, como elemento propio de la mixtura y mixtificación), utiliza la coartada literaria como un mero McGuffin para navegar por las aguas de la moda artística, al mismo tiempo que presenta una enmienda a la totalidad ideológica y formal que se esconde tras este revival de lo decimonónico. Y en este su empeño deshistorizador o, mejor, trashistorizador, maneja mejor y con mayor soltura las riendas del decir, la puesta en escena, la perspectiva y la mirada que el enunciado, el guión desde el que subvertir el discurso de profunda raigambre victoriana contra el que el director se alza. Pues poner en evidencia aquello que latía bajo los ropajes del mundo victoriano, tan aclamado y reivindicado hoy, en unos tiempos de turbulencias y lucha de clases sin aparentes clases, como período histórico donde la pax burguesa alcanzó su cenit y el mundo disponía de unos seguros y vigorosos valores en los que sustentarse; socavar el falso mundo de apariencias, la doble moral victoriana (algo en lo que ya profundizó el free cinema inglés en los años sesenta del siglo pasado) es el objetivo último de este filme, así como denunciar la persistencia de ciertos atavismos —el clasismo— congénitos a la sociedad inglesa. La historia de Katherine, la protagonista, está trenzada a partir de uno de los lugares comunes de la novelística del XIX: el tema de la mujer insatisfecha y, como corolario, el adulterio. Un mal matrimonio, concertado y no basado en el amor, ocasiona una ruptura de la institución matrimonial, subvierte la moral burguesa. Sin embargo, no será el bobarysmo el detonante del conflicto aquí. Katherine no ansía un mundo literaturizado, no es una heroína quijotesca que aspira a lograr materializar un modelo amoroso romántico procedente de sus fantasías librescas. Las transgresiones de Emma Bobary o de Ana Ozores o de Ana Karenina partían de un anhelo de realización romántica, idealista: la transgresión perseguía la plenitud amorosa. El guión de la película soslaya este apartado vetusto y obsoleto, sustituyéndolo por el ansia de poder que simboliza el nombre del título: Lady Macbeth, una Lady Macbeth muy del siglo XXI, una mujer que anhela cumplir y obtener ese amor mediante el encuentro carnal, si bien ha sido el deseo el detonante de su ambición de poder; el deseo y la frustración a que la condena la actitud de su marido, renuente a mantener relaciones sexuales con su esposa. La doble moral victoriana empieza a ser desmontada: el matrimonio y el placer sexual son aspectos antitéticos, es decir, el placer le está negado a la mujer (burguesa). La actitud del marido de Katherine resulta inexplicable y trasluce o bien cierta homosexualidad o bien cierta parafilia. Cuando la hace desnudar la noche de bodas, la contempla y se acuesta dándole la espalda y apagando la luz, mientras ella permanece de pie desnuda, es toda una declaración de intenciones que suscitan la duda en el espectador. Esta duda se acrecienta cuando, más tarde, en una secuencia casi análoga, el marido la obliga a desnudarse y situarse cara a la pared, mientras él, arrellanado en un sillón, comienza a masturbarse (fuera de plano). Todo este primer apartado es lo más logrado de la película: la parquedad verbal se compensa con una narración sobria y austera, reflejo de la severidad hipócrita de una sociedad y un modus vivendi en el que la mujer era un adorno más, comprado para realzar el hogar como porcelana decorativa que, en última instancia, debía prolongar la progenie y el apellido. Ciertos elementos adquieren incluso un carácter simbólico, como un gato que pulula por ahí y del que, desgraciadamente, a mitad de película el guión prescinde, incomprensiblemente, de él. No cabe duda de que el director se ha empapado de las últimas versiones cinematográficas de las novelas de las hermanas Brönte a la hora de planificar su puesta en escena. De hecho, la adaptación de Cumbres borrascosas que en 2011 dirigió Andrea Arnold sobrevuela en algunos aspectos, tales como que Arnold mostrara a un Heathcliff de color, negro, para remarcar y actualizar la transgresión subyacente en la novela. Ahora, el personaje de Sebastian tiene unos rasgos mitad latinos, mitad árabes, casi mestizo, que contrasta con la blancura impoluta y pálida de sus señores anglosajones. Arnold también convertía el paisaje en un elemento diegético más, como aquí, donde la naturaleza, el yermo páramo y la campiña inglesa son un reflejo en su desnudez, en el sonido del viento y de las aguas del río, de la severidad del espíritu protestante, de la carencia de afecto y ternura que lo habita. La única función que se le otorga a la mujer es desempeñar y acatar el rol establecido por la sociedad: de ahí la secuencia final con Katherine nuevamente aburguesada, ceñida por ese vestido azul que la ha acompañado en su condición de esposa, sentada en el sofá y mirando a cámara, interpelándonos, segura de sí misma y dispuesta a desempeñar el hipócrita rol que le otorga una hipócrita sociedad. Esperando nuestro ¿hipócrita? asentimiento.
Otra vuelta de tuerca. El prolífico François Ozon vuelve a la carga después de la reciente Frantz (2016), un ejercicio experimental en el que pretendía materializar formalmente, a través de la oposición con el juego cromático (parte del filme rodado en blanco y negro, parte en color) y con las lenguas (alemán versus francés) el escurridizo y lábil tema de la identidad, de su formación, construcción y usurpación por parte de un sujeto ahíto de la misma y dispuesto a apropiarse de la falsa personalidad del amigo y compañero para convertirla en verdadera. Como ya indica el título de su último trabajo, El amante doble persiste en el asunto identitario para tratar de diseñar un relato confeccionado con diversos patrones: se parte de los modelos del thriller, del gélido noirfrancés, con gotas de absenta trascendente a través del andamiaje psicoanalítico, para desembocar todo ello en una incursión por el lado oscuro de nuestra personalidad, por el territorio de lo escabroso, de lo siniestro. Como colofón, la ensalada diegética se aliña con planos y secuencias eróticas, de un erotismo perturbador. El resultado final es decepcionante pues no aporta nada nuevo, ni en el fondo ni en la forma, a un asunto que ha sido explotado hasta la saciedad en las últimas décadas por una serie de directores (Lynch, Cronenberg, Verhoeven, Villeneuve) y películas (Terciopelo Azul, en 1986; Pacto de amor, en 1988; Elle, en 2016, aunque también Bajos instintos en 1992 o El libro negro en 2006; Enemy, en 2013, quizá la película más floja en la trayectoria de Denis Villeneuve) que sí han sabido indagar en los aspectos más turbios de nuestra personalidad. Ozon se esfuerza por hilvanar una narración cuyo recorrido el espectador intuye de antemano, avezado por el propio cine a desentrañar todo un rosario de meandros y giros dramáticos que ya no sólo no resultan sorprendentes, sino incluso frustrantes. Además, el director francés adopta una perspectiva adánica frente a la historia que está embastando con su cámara, razón por la cual los subrayados enfáticos molestan desde el inicio a cualquier espectador medianamente baqueteado en estas lides. Los guiños y las advertencias para que estemos atentos ante la retórica del discurso son constantes. Ya la secuencia inicial marca las pautas: la protagonista está siendo sometida a un cambio de look: le están cortando el pelo para adoptar un estilismo a lo garçon. La mirada se revuelve contra la cámara y apela al espectador. ¿Para qué? Para dar inicio al relato de un delirio psicótico, focalizado —comme il faut— en esa mirada que nos había interpelado en la secuencia inaugural. A fin de crear intriga, de despistar, de auspiciar el suspense, la protagonista se convertirá —y nosotros con ella— en activa detective que perseguirá desentrañar la geminación que padece su amante, a la sazón antiguo psiquiatra que ha incumplido su deber deontológico y se ha enamorado, se ha dejado seducir por su paciente. La geminación deviene en escisión, en duplicación y en repetición, dando pie y entrada al tema de la sinceridad en la pareja, de las confidencias, del mundo oculto tras la apariencia y el amor burgués. En un tour de force que señala el inicio del decaimiento de intriga-narración y del propio filme, el doble del amante se materializa mediante la figura de un hermano gemelo, tan parecido físicamente como anímicamente opuesto: una especie de Jano bifronte que tan bien supo moldear Cronenberg y que Ozon malbarata. Con la aparición del antónimo hermano el guión se desliza por el erotismo pasado de rosca: las pasiones ocultas se desatan y a estas alturas del mundo y de la película lo que necesita la protagonista es un buen polvo que le exorcice su frigidez. Exorcismo sexual cumplido. La geminación fraternal la obliga a desarrollar una doble vida y aquí incluso aparecen jirones rotos de Belle de jour, aunque a una distancia sideral del firmamento buñueliano. Todo esto deviene superfluo y secundario frente a la arbitrariedad de la elección: el trasvase de la locura a lo real está más en la mirada caprichosa de Ozon que en la escritura férrea de un buen guión que sirviese de hilo de Ariadna. Ya provoca un cansancio infinito que una secuencia aparentemente verdadera sea un simple sueño. Así podíamos seguir hasta el infinito y más allá, hasta dar todas las vueltas y revueltas que le apeteciese al director. Frente a tantos precedentes ilustres en los que podía haberse inspirado o a los que podía haber emulado, Ozon se decanta por una puesta en escena de diseño —la banda sonora subraya la elegancia con la música de fondo; en la secuencia más siniestra, se oyen los mismos acordes (Las variaciones Goldberg, de Bach) que suenan cuando Hannibal Lecter se prepara para devorar a sus guardianes—, de qualité —la sombra de Almodóvar es alargada— que no le sirve para disimular todos los lamparones de su traje, más de pret a porter que de alta costura. Su propia complacencia ha sido su peor enemigo.
Anatomía de un maltratador. Esta nueva muestra de la prolífica producción cinematográfica francesa se sitúa en la corriente de dorada medianía por la que parece deslizarse el cine francés de la era Macron: se apuntan y radiografían los problemas que acechan a la sociedad francesa, pero con ánimo de llegar a algún tipo de pacto que restañe las heridas de una nación profundamente dividida, reflejo de la división europea entre apertura cosmopolita y caparazón-cerrazón identitarios, nueva dialéctica que sustituye a la periclitada lucha de clases marxiana. En este caso concreto, el debutante Xavier Legrand pretende visibilizar el tema de los malos tratos, de la violencia de género o machista, del feminicidio…, asunto que parece impreso en el ADN de los hombres no solo europeos (con una transversalidad de este a oeste y de norte a sur del continente), sino a nivel mundial. El guión de Legrand parte de un prólogo en el que se resumen las mejores virtudes de su mirada: una vista preliminar para fijar los términos en que se materializarán una separación matrimonial y, en concreto, la custodia del hijo menor de once años. Dichas virtudes radican en una observación fría, gélida, deshumanizada (sin sentimentalismo), una especie de disección con un escalpelo visual construido con la neutra objetividad y la precisión técnica de la retórica administrativa. De hecho se trata de golpearnos con esa aspereza mediante el contraste entre lo que allí se dirime y cómo se expone. Esta exposición adquiere el punto de vista de la ley, ergo de la jueza que debe adoptar una decisión después de escuchar el testimonio de los comparecientes y de sus respectivas abogadas, testimonio viciado por las mentiras de las partes en conflicto, según taxativa aseveración de la jueza ante las contradictorias declaraciones de los cónyuges. En este prólogo se genera cierta ambigüedad: el espectador se queda con la duda sobre quién dice la verdad. Y hubiese sido un gran acierto que Legrand profundizase en esa senda abierta, en esa duda surgida por el afán de ambos progenitores por conseguir sus respectivos objetivos: la madre aspira a la custodia total del hijo menor; el padre, a la custodia compartida. Porque después de esta forense secuencia inicial, la ambigüedad suscitada se difumina paulatinamente, y su difusión arrastra al armazón del relato para convertirlo en un instrumento pedagógico —exposición de las etapas de una situación de malos tratos de manual— y, muy a su pesar, maniqueo. El director podrá ampararse en la gravedad de los hechos denunciados, en la necesidad de mostrar el dolor y el terror al que un maltratador puede someter a sus víctimas, pero el nuevo punto de vista que adopta debilita y perjudica su narración. El magnífico prólogo basaba su éxito en otorgar el papel de juez a una mujer madura, distante en su profesionalidad, objetiva, consciente de su labor y sin ningún atisbo de solidaridad femenina. Ofrecer y exhibir a una madre taciturna, amparada en una parquedad expresiva y verbal que tanto podía ser manifestación de su sufrimiento como impostura de debilidad que persigue la conmiseración. Para la figura del padre, un personaje fornido, pero aparentemente lastimado y torpe a pesar de su fuerza física, dispuesto a obedecer y aceptar condiciones para ver a su hijo, a cuya custodia no está dispuesto a renunciar. Cabe resaltar que este arranque in medias res coadyuva a generar despiste: nada se nos cuenta sobre los motivos de la separación súbitamente sobrevenida hace un año, sólo se esboza que la mujer abandonó el hogar con sus hijos y se trasladó a casa de sus padres, a más de quinientos kilómetros de distancia. La resolución del guión adquiere tintes de película de terror en su prurito de hipostasiar el miedo sobrevenido en la madre y el hijo cuando la cacería se desata y son conscientes de que ellos son las presas a batir. Legrand prepara un final climático en que la violencia y el terror se compaginan. No obstante, reserva la clausura del filme para escanciar la última gota moral: obliga al espectador a que adopte el punto de vista de la vecina cuya llamada a la policía resulta providencial para evitar el crimen, para detener al monstruo en el último minuto. Nosotros somos esa mirada que no puede permanecer impasible ante la puerta agujereada —cual queso gruyere— a escopetazos y ante el dolor que ya no puede disimular. A renglón seguido, fundido en negro. Que nuestra conciencia empiece a trabajar. La aportación del director es enfocar algunas secuencias con una mirada nueva, con los mimbres cinematográficos del thriller o del cine de terror. No es suficiente para trascender los arquetipos y dotar a su historia de un aliento trágico de mayor alcance. Si a ello se suma su fácil ubicación en el terreno de lo moralmente condenable, así como sus cada vez menos sutiles manipulaciones, el resultado peca de convencional.
El lado oscuro del sueño americano. “Ya le llamaremos”. A fuerza de escuchar siempre lo mismo en los castings a los que se presenta, a Larry –un ferviente cristiano evangélico que vive en Nueva York y trabaja de mozo en una agencia de mudanzas- acaban por cruzársele los cables. A pesar de que la vida no le trata mal, y de que está en el país en que todo es posible, Larry (Martín Bacigalupo) quiere alcanzar su propio sueño americano, que consiste en ser actor de anuncios publicitarios y, sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, ve como las oportunidades se le escapan una a una. Cuando Alexandra (Lilli Stein) aparece en su casa Larry cree que las cosas pueden cambiar, pero lo único que hacen es empeorar. Callback cuarta película del cineasta catalán Carles Torras (Joves, Trash, Open24H) rodada en inglés, ha ganado la Biznaga de Oro en el Festival de Málaga 2016, así como los premios al mejor actor y mejor guión, el premio del jurado en el Brussels Film Festival, y el premio al mejor guión en los festivales de Cine español de Toulouse y Cine español de Marsella. Thriller psicológico de difícil clasificación, que ha conseguido los aplausos de la crítica en su paso por los distintos festivales, Callback es una película desconcertante, incómoda y poco convencional, salpicada de humor negro y en algunos momentos violenta. El protagonista, un sociópata que ha llegado al barrio de Queens, donde reside, desde un país latinoamericano, intenta adaptarse a una cultura que tiene muy poco que ver con la suya propia y que admite que se haga cualquier cosa para lograr lo que uno se ha propuesto. El tándem director-protagonista, que firma el guión de Callback, conoce bien el tema ya que ambos viven en Nueva York, en teoría “la ciudad siempre despierta donde es posible realizar cualquier sueño” y también, aunque no lo diga el slogan, donde es posible vivir cualquier pesadilla. Ellos se limitan a trazar una pintura realista y crítica de la ciudad que incluye una bajada a los infiernos de la violencia y la destrucción cuando el aspirante a actor asume finalmente que, pese a todos sus esfuerzos, sigue siendo solo una voz que recita frases ridículas para un anuncio en el que ni siquiera aparecerá, “el hombre invisible que la sociedad estadounidense ha decidido que sea”. Callback es una muestra más -digna, ciertamente– de una bifurcación del género cinematográfico del drama psicológico: el drama psicopático. Ya está todo dicho con ello. Representaciones de personajes sin empatía, carentes de las bases mínimas de humanidad que se consideran necesarias para la convivencia. Solitarios extremos que viven alejados de la realidad y que no entienden por qué no son estimados en su justa valía. Y aquí aparece la religión de manera tangencial para definir un poco más al personaje. Se busca la religión como un punto de apoyo fraternal que, dicho sea de paso, es totalmente interesada por ambas partes. Ello cabe deducir de la lógica conversacional que se establece entre el protagonista y el padre evangélico: ninguno de los dos se cree al otro, pero ambos se necesitan. Lejos del tenebrismo y las marcas de estilo de su anterior film, Open 24H, Callback es visualmente más contenida, pero juega otra carta maestra: un inmenso Martín Bacigalupo. Todo un descubrimiento este actor chileno residente en USA, que compone un personaje tan execrable como memorable. Su caracterización (incluso en ello recuerda a Lou Bloom), su voz cavernosa (su dicción imitando el tono triunfalista de los spots no tiene precio), y una contención que esconde tal virulencia que nos mantiene enganchados a la butaca esperando a verle explotar.
Certera radiografía adolescente. El film que nos ocupa está Basado en el superventas publicado en 2015 Yo, Simon Homo sapiens, obra escrita por la autora norteamericana Becky Albertalli, una psicóloga clínica que ha tenido el privilegio de ayudar en terapia a docenas de adolescentes inteligentes, originales e irresistibles. También ha trabajado durante siete años como codirectora de un grupo de apoyo para niños con identidades sexuales no conformistas. Vive en Atlanta con su marido y sus dos hijos, donde escribe ficción juvenil contemporánea. "Soy como tú", el guapo y dulce adolescente de la escuela secundaria Simón Spier (Robinson) anuncia con naturalidad al comienzo de esta novedosa y refrescante película sobre un joven que está aprendiendo a exhalar después de toda una vida de contener la respiración. A primera vista, Simón parece ser solo otra cara en la multitud milenaria, un adolescente aparentemente blanco de pan blanco en una película de iniciación de edad de John Hughes (es decir, una que presenta a niños de color). Pero este joven de 17 años esconde un secreto que lo distingue de todos los demás que conoce: es gay. Aunque Simón proviene de una familia cariñosa (con Garner y Duhamel interpretando a sus padres, ¿quién podría pedir mejores genes?) Y disfruta de la compañía de un grupo muy unido de amigos de apoyo, no obstante, no puede reconocer su orientación sexual al mundo. Un pavor innombrable pero poderoso lo detiene, uno que informa una angustia que experimenta todos los días. Como él ingeniosamente (y sin embargo, casi con tristeza) observa en la secuencia más astuta de la película: ¿Por qué las personas heterosexuales no tienen que salir también? Hay mucho sobre Love, Simon para separar. Para empezar, cuando un conocido friki drama dramático amenaza con el cierre de Simón, a menos que se sienta con una amiga, es difícil imaginar cómo este tipo aparentemente agradable podría tan fácilmente engancharse en mentiras y engaños simplemente por puro terror de la verdad. Del mismo modo, la intimidación que experimenta Simón una vez que es salvajemente cibernético es incuestionablemente mezquino, pero algunos espectadores pueden percibir despectivamente como recubiertos de azúcar dadas las consecuencias más atroces que otros niños LGBTQ regularmente sufren en circunstancias similares. Pero si esta película engañosamente simple trata sobre cualquier cosa, independientemente de si te identificas como gay o heterosexual o de otra cosa, se trata de cómo el miedo y la vergüenza pueden pudrir el alma. Como alguna vez un dramaturgo isabelino aconsejó (aunque en un contexto ligeramente diferente), que usted mismo sea cierto. Dejando a un lado las fallas, hay algo verdaderamente revolucionario en este romance de la gran pantalla Romeo y Romeo, mientras Simón corteja a un compañero de escuela anónimo que conoció en línea con la esperanza de encontrarse con él algún día. Al igual que Tom Hanks y Meg Ryan antes que ellos, Simón y el Sr. Right finalmente se encuentran, no en lo alto del Empire State Building, sino en el vértice de una rueda de la fortuna a la vista de un mundo que han mantenido a distancia durante toda su vida. Es un final feliz cliché, uno que has visto innumerables veces antes, pero nunca de esta manera. Y para aquellos jóvenes que se identifican con Simón, solo pueden imaginar lo que significará para ellos ver algo así en una película de Hollywood convencional. Porque cuando estos dos chicos finalmente se besen por primera vez, sin duda sentirán que la Tierra se mueve, solo un poco. Love, Simon se posiciona como el tipo de historia de amor adolescente PG-13 alegre y corriente que Hollywood ha estado desarrollando durante años, con la excepción innovadora de que su personaje principal es gay. Otras palabras para describir las características notables de Simón no saltan a la mente. La película (basada en la novela para adultos jóvenes de Becky Albertalli) tiene un buen corazón y una misión de inclusión que vale la pena, pero sus esfuerzos por hacer que Simón (Nick Robinson) sea un adolescente no amenazante a menudo lo hacen sentir genérico, especialmente a raíz de películas como Moonlight y Call Me By Your Name. Simón vive en un hogar elegante pero de buen gusto, ama a su adorable hermana menor y sus padres perfectos (Jennifer Garner y Josh Duhamel). En la escuela, está en buenos términos con todo el alumnado, incluido el director (Tony Hale). Simón, ni rápido ni furioso, conduce una camioneta Subaru, que usa para recoger a sus amigos y comprar bebidas Starbucks en el autocine. Mueven la cabeza y escuchan con alegría las canciones de los Bleachers, una banda dedicada, como la película, a revivir la estética de John Hughes de los años ochenta. Sin embargo, al mirar este desfile de seguridad y bajo límite de velocidad de la regularidad suburbana lumpen, comenzamos a preguntarnos si el director Greg Berlanti (TV's Arrow y Riverdale) ha enfatizado la sexualidad a expensas de la personalidad. Hablando de Bueller, Simón habla mucho, a menudo directamente con nosotros. Da un monólogo desarmadamente cómico sobre su orientación sexual, un secreto que intenta compartir con amigos y familiares, tan pronto como encuentre las palabras o el entorno correcto. El título se refiere a su relación epistolar con un compañero de estudios, también en el armario, también a punto de salir. Los dos intercambian correos electrónicos anónimos y, a medida que los mensajes se vuelven más frecuentes e íntimos, Simón se enamora y hace sutiles esfuerzos para aprender la identidad del escritor. Esto se complica cuando otro estudiante adivina el secreto de Simon y lo chantajea, exigiendo que Simón arregle una cita con su bella amiga (Alexandra Shipp). Esta es una subtrama inventada, pero alienta a Simón a afirmarse: está confundido acerca de muchas cosas, pero sabe que tiene derecho a estar a cargo de su propia historia, a salir en sus propios términos. Pocos se sorprenden del secreto de Simón, aunque alguien cercano a él dice que ella notó que su estado de ánimo se había oscurecido en los últimos meses. ¿Tenía? ¿Quieres decir que hubo un momento en que él estaba aún más feliz y más ajustado? En general, es un tipo muy afortunado. Hay un breve momento en el que Simón aguanta una tarde oscura del alma, y se ve obligado a ir solo a Starbucks, pero no se preocupe. La película lo pone en camino con una inevitable ovación de pie.