Comenzar una vida. Maniobra cinematográfica ciertamente impresionante, Verano 1993 (Estiu 1993, Carla Simón, 2017) es un elogio de la elipsis en todo su esplendor. La fuerza poética de sus imágenes contiene el aroma de una película única sobre el crecimiento vital, un tema complejo y denso, que Carla Simón despacha con la soberbia de una gran cineasta. No se trata sólo de convertir la historia en un relato estético sobre la ausencia, sino que la propia imagen siempre mantiene ocultos sus múltiples significados. Además, existe en la historia una duda permanente, la sombra de un secreto inconfesable, que enturbia con su recuerdo todos los planos. Verano 1993 plantea un recorrido por la historia del cine español, por los senderos llenos de pureza de películas tan míticas como El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), aunque también contiene el aliento mediterráneo de la estética pictórica del primer Miró, con esa sencillez, apabullante, para concentrar en un encuadre toda la esencia de una cultura, con sus objetos, tradiciones, recuerdos y nostalgia. Toda la película transmite una autenticidad producto de su valentía estética, subordinando toda narración lineal de una historia a una sucesión inapelable de estampas, todas ellas necesarias. Y en el centro de esta enigmática película, un hallazgo portentoso, el de las dos niñas protagonistas, Frida (Laia Artigas) y Anna (Paula Robles), verdaderos motores del film, que con su sola presencia otorgan una gran vitalidad a cada uno de los planos. No se puede estar más cerca de la autenticidad en la actuación. Resulta impresionante la facilidad para movernos en la cotidianidad, a la vez que todo lo que se evoca en el film es una ficción poderosa, que nos retiene con su magnetismo. Y lo consigue gracias a un recurso de inteligencia artística crucial: la utilización del fuera de campo como materia fílmica para construir la historia. Son las imágenes ausentes, los encuadres que ocultan parte de la imagen, los que resultan reveladores. A través de pequeñas pinceladas, Carla Simón va planificando su escenografía, gracias a una hermosa fotografía, que contiene toda la esencia del verano, con esa soberbia manera de mostrarnos los días y las noches. Su puesta en escena no podría ser más acertada, al colocar cada objeto a la altura de la mirada de Frida, lo que nos permite construir su mundo, un mundo que acaba de comenzar, nuevo y terrorífico, lleno de incertidumbre. Gracias a esta opción estética, la película construye unas vidas cercanas, de una gran humanidad, en las que la ternura y la vida afloran poco a poco, con la calma del aprendizaje. En este sentido, destaca la hermosa secuencia de Frida mirando cómo se recogen los huevos de las gallinas, que recuerda en tantas cosas a aquella otra, gloriosa, en la que Ana Torrent descubría el cine en El espíritu de la colmena. Es el instante del arrebato que produce la verdad, lo más auténtico. En este encuadre, en el que Frida ya no está ni actuando para la cámara, se concentra todo el verdadero sentido del cine. Y, mientras nos deleitamos con la visión de cada imagen, la historia se va hilvanando ante nuestra mente. Conectamos ideas, agrupamos certezas, intuimos significados ante lo que la película nos muestra. Es decir, vamos de la mano de Frida, creciendo con ella. La manera en la que va surgiendo el amor entre ella y su nueva madre, o ese magnífico final, que muestra toda la inseguridad y la humanidad de nuestras vidas, son muestras de un cine portentoso, de una capacidad artística deslumbrante. Para este crítico, Verano 1993 es una de las más hermosas películas que ha dado el cine español en estos últimos años.
El discreto encanto de la burguesía. Las cenas suelen ser bastante agradables en la vida real. Pero en las películas tienden a no ir muy bien, como lo demuestran las desastrosas reuniones presentadas en las recientes aunque aún inèdites entre nosotros Beatriz at Dinner (Miguel Arteta, 2017) y The Party (Sally Potter, 2017). Por desgracia el nivel de dramatismo acaecido en la velada de lujo representado en la nueva comedia dirigida por Amanda Sthers no es muy estimable, lo que es una lástima ya que la trabajosa Madamme no sube al nivel de sofisticada sátira social a la que aspira. Amanda Sthers, es una novelista, dramaturga, guionista y cineasta francesa que ha alcanzado el reconocimiento internacional gracias a la publicación de diez novelas traducidas en más de catorce países. Entre otros reconocimientos, Sthers recibió el título de "Chevalier des Arts et des Lettres" por parte del gobierno francés. Su primera obra, "Le Vieux Juif blonde", se estudia hoy en la Universidad de Harvard, mientras que su debut en el terreno del largometraje tuvo lugar en 2001 con la película "Je vais te manquer" en la que tuvo como actores a Carole Bouquet, Michael Lonsdale y Mélanie Thierry y en donde también ejerció labores de guionista. Las estrellas de su último trabajo que ahora llega a las carteleras argentinas son Toni Collette y Harvey Keitel, grandes intérpretes de experiencia contrastada que aquí sin embargo palidecen ante dos auténticos robaescenas como son Michael Smiley y particularmente Rossy de Palma. Esta última, fija en muchas de las películas de Pedro Almodóvar. Situada en París (lo que ofrece la oportunidad de mostrar muchos lugares pintorescos), la historia nos presenta a la rica pareja de casados Bob (Keitel) y Ana (Collette), quienes recientemente se mudaron a una hermosa y nueva casa solariega. Desafortunadamente, la pareja no es tan rica como parece y quieren aparentar ante los demás, ya que Bob ha pasado por tiempos difíciles. El plan de Anne de organizar una cena lujosa para sus amigos de lujo se ve alterada por la llegada inesperada del hijo de Bob, Steven (Tom Hughes), un novelista que sufre el temido bloqueo del escritor. Horrorizada ante la idea de que todo irá mal durante la velada debido a la superstición de sentar a 13 personas a cenar, Anne le ordena a su criada Maria (De Palma) que se ponga un vestido prestado y finja ser una noble española. El subterfugio funciona mejor de lo esperado, con María, superando su timidez inicial, convirtiéndose en el alma de la fiesta. Ella impresiona al hombre sentado a su lado, David (Smiley), un comerciante de arte británico que encuentra su calidez natural y su efervescencia embriagadora. Toni observa su coqueteo con creciente horror y se vuelve aún más trastornado cuando David y María se involucran sentimentalmente. Sin embargo, sí la inspira para tratar de condimentar su propio matrimonio sexualmente hambriento vistiéndose con un atuendo sexy de sirvienta e intentando seducir a su marido. Al principio, la premisa de volvernos a explicar el cuento de Cenicienta desde una óptica picarona resulta atractiva, pero la directora y coguionista Sthers no puede desarrollarla de manera suficientemente divertida o provocativa. El esnobismo social de Anne hace que sus intentos de sabotear la felicidad de María sean más desagradables que divertidos, con el resultado de que no podemos llegar a sentir ninguna simpatía por su propia infelicidad. El personaje de Keitel no acaba de registrar entidad propia, resultando un cúmulo de actitudes clichés vistes en mil y una películas, e incluso los nuevos amantes enamorados no logran mantener nuestro interés durante el desarrollo de su reciente relación. Nada de esto importaría tanto si la escritura fuera más nítida, pero las líneas como "la aspiradora es la nueva Pilates" no son precisamente Oscar Wilde. Al igual que la forma en que su personaje anima la cena, De Palma infunde un ánimo y una alegria de la que carecen el resto de las caracterizaciones. La escultural actriz española tiene una presencia en pantalla tan impresionante que no es de extrañar que Almodóvar la haya convertido en una de sus musas. Su estilo cómico y su sensualidad inusual se muestran de tal manera aquí que el atractivo de María para el británico de baja estatura parece perfectamente natural. Smiley es igual de atrapante, transmitiendo de forma infecciosa el nuevo placer de su personaje. Si solo la película hubiera girado alrededor de ellos, seguro que la cosa hubiera ido mucho mejor.
El coraje de un sueño. Contar una historia de coraje y de pasión puede a veces resultar retórico, cuando estos temas han sido tratados a través de los tantos medios culturales que poseemos, como, por ejemplo, el cine y la literatura. Sin embargo La librería (The bookshop) consigue alcanzar una empatía por parte de los espectadores tan intensa que parece que nunca hayamos visto algo similar. Adaptación de una novela homónima de Penelope Fitzgerald, Isabel Coixet se encarga de recrear una ambientación en perfecto estilo British, con una fotografía con filtro azul, paisajes lluviosos y personajes de carácter retenido para contar una historia de voluntad y sueño, una historia de una mujer. La protagonista es Florence Green, interpretada por la actriz británica Emily Mortimer, que decide rehabilitar una vieja casa antigua para montar una librería en el pequeño y frío pueblo inglés de Hardborough en los años 50, en plena postguerra. Recordando un poco la atmosfera de la película Chocolat, donde la protagonista decide revolucionar un sitio con “nuevos sabores”, también en La librería el desafío de una mujer contra todo un pueblo que no acepta su valentía se convertirá en un símbolo de lucha, cambio e himno a la cultura libresca. El libro, de hecho, es casi un fetiche que la protagonista cuida, cura y huele, que siente como una vuelta a sus raíces profundas, a sus deseos de realización personal. Isabel Coixet nos pinta una mujer simple, que no está caracterizada por cualidades que hacen de ella una mujer especialmente heroica, sino que se pone en juego para que su pequeño sueño se realice, para hacer algo bueno para la sociedad a su alrededor. La importancia de la literatura en esta película es marcada por la continua presencia de títulos clásicos, como Fahrenheit 451 oLolita, novelas que se imponen en la narración fílmica como referencias esenciales. De hecho, acontecimientos que se desarrollan a lo largo de la película o personajes que aparecen como significativos, parecen sacados de algunos de estos libros e inundan la realidad fría del ambiente con un sentido de esperanza y de diversidad, como el señor Edmund Brundish o la niña ayudante de la librería. La banda sonora bastante melancólica, la voz en off que acompaña la fotografía fría de paisajes aislados, nórdicos, que se destacan con unas puntas de humor inglés que sube, de vez en cuando, la atmosfera nostálgica. Los fotogramas se mueven lentos, todo es retenido y nada sale de una compostura perfecta que se balancea también en el carácter de la protagonista: dulce, comprensiva, pero también determinada. Ella propone el cambio, el conocimiento, se atreve a lanzar una forma distinta de evasión a través de los libros. Otro punto de fuerza de la película es su atención a los detalles, como cuando Florence gira las páginas de sus novelas, les quita el polvo de encima, devuelve a la lectura el rito que se merece. Esta obra reivindica el amor para la literatura y, sobre todo, por novelas de una cierta fuerza e impacto para los lectores, como las mencionadas arriba y que crearon en su época un cierto desconcierto y escándalo. La librería es una historia de coraje y determinación, pero también de ilusión. Cualquier sueño merece la pena ser contado, aunque no vaya realizándose cómo y cuándo queremos. Las mujeres, en esta historia, parecen ser las que están dispuestas a llevar a cabo el cambio, paso tras paso, desde la profundidad, casi silenciosamente. Se puede expresar en una sola palabra esta pequeña joya de la Coixet: dignidad. Dignidad femenina, cultural, literaria, cinematográfica. Esta película realiza una enorme conexión entre la pantalla y la palabra, entre el cine y la literatura. Los medios artísticos comunican a través de la voz de los personajes en una historia de superación que termina con un final inesperado, fuerte y de impacto, la demostración de que cualquier sueño (repetimos) es digno de ser cumplido cuando aporta una mejora y, sobre todo, pasión. Un filme donde Coixet reconoce que el espacio cinematográfico es el espacio donde traer consciencia y reflexión. Ya que esta historia sobre libros no se aleja mucho de la que vivimos hoy en día, donde las palabras de papel parecen aburrir un mundo plenamente virtual.
La guerra oculta Richard Linklater vuelve a las pantallas, esta vez con una película producida por Amazon, cuyos tentáculos no parecen conocer límites. En un principio puede parecer una propuesta atípica para este director. Se trata de una película de guerra, cuando él, gamberradas al margen, se ha ocupado siempre de desmenuzar, en plano corto, las relaciones humanas, los sentimientos complejos y muchas veces inaprehensibles de sus protagonistas. Sin embargo estamos ante una guerra extraña, en la que no escucharemos ningún disparo, ni veremos una gota de sangre, ni presenciaremos el sufrimiento de las trincheras o el esfuerzo físico de los combatientes. Por no ver ni siquiera veremos, salvo en los informativos que la televisión emite, el rastro de ningún muerto o herido. Pero sí, es una película de guerra, una guerra siempre presente, que va más allá de lo obvio, y que se alza como una fuente inmensa de dolor, porque como dice Sal en un momento dado (qué gran personaje, y qué gran actor detrás de él), «dolor es dolor». Es una película de guerra y es mucho más, porque la gran virtud de esta obra es la multitud de capas que va superponiendo hasta alcanzar una densidad extraordinaria. Sin apenas esfuerzo (aparente) va diseminando los resortes que, una vez ensamblados, constituirán un universo que trasciende lo cinematográfico, algo que caracteriza, y que sólo le está reservado, a las grandes películas. Bajo la forma de una no muy convencional road-movie, Doc y sus dos antiguos compañeros se dirigen a recoger el cadáver de su hijo muerto en la Guerra de Irak. En ese viaje, y en el regreso para enterrarlo, quedará constancia del absurdo de la contienda, de la tragedia que encierra, con referencia siempre presente a la Guerra de Vietnam que los protagonistas vivieron. No se escatiman diatribas contra la situación, y quizá ahí, en el tono en algún momento excesivamente discursivo hacia la mitad del metraje, está la parte menos brillante del filme, por otra parte pródigo en sugerencias veladas y en apuntes llenos de elegancia. El enfrentamiento entre el coronel sometido a los absurdos procedimientos del ejército y los protagonistas, con esa alusión constante al Presidente de los Estados Unidos, o la crudeza con la cual se les presenta la disyuntiva de aceptar o no la compañía del amigo del soldado fallecido, así como el recuerdo de los poco honorables comportamientos que ellos mismos protagonizaron, trazan un perfecto mapa de la crudeza del tema abordado. Sin embargo el aspecto bélico posee siempre el contrapunto de la humanidad de sus actores, de sus miserias y pequeños heroísmos, de la verdad con la que dotan a su actividad. Y del olvido que sufren. En esta ambivalencia encontramos el comportamiento en Vietnam de Doc y sus amigos, y la persistencia, a pesar de todo, a pesar de la traición implícita, de su amistad. Como también la manera de morir del recluta, cuando se dedicaba a repartir material escolar entre la población iraquí, ejecutado por la espalda mientras compraba, como era ya rutinario, un refresco, y la consiguiente reacción descontrolada de sus amigos. Todo ello lejano al heroísmo que se quiere impostar y contra el que el padre del fallecido se rebela. Todo ello está filmado con un respeto, una elegancia y una contención admirables. Cuando Doc consigue, con su insistencia, ver el rostro destrozado de su hijo, la cámara se queda a distancia, con sus amigos, evitando profanar un momento tan íntimo, y al mismo tiempo colaborando en esa ocultación pública del dolor. Por otra parte, los lugares en los que transcurre la acción, desde la gelidez metálica del depósito de cadáveres a las oficinas o las casas por las que se desenvuelven, están dotados de un ambiente pulcro, acogedor, que insiste en ese olvido de la tragedia que está asolando los cimientos de la sociedad. La manera de filmar, la puesta en escena, se tornan cómplices, a la vez que delatan, la estrategia oscurantista de los responsables de la contienda. No anda muy lejos esta manera de presentar la acomodada sociedad americana de los paisajes urbanos que ofrecen en sus películas Tim Burton (aunque sin su carga de sarcasmo) o los hermanos Coen. lejano al heroísmo que se quiere impostar y contra el que el padre del fallecido se rebela. Todo ello está filmado con un respeto, una elegancia y una contención admirables. Cuando Doc consigue, con su insistencia, ver el rostro destrozado de su hijo, la cámara se queda a distancia, con sus amigos, evitando profanar un momento tan íntimo, y al mismo tiempo colaborando en esa ocultación pública del dolor. Por otra parte, los lugares en los que transcurre la acción, desde la gelidez metálica del depósito de cadáveres a las oficinas o las casas por las que se desenvuelven, están dotados de un ambiente pulcro, acogedor, que insiste en ese olvido de la tragedia que está asolando los cimientos de la sociedad. La manera de filmar, la puesta en escena, se tornan cómplices, a la vez que delatan, la estrategia oscurantista de los responsables de la contienda. No anda muy lejos esta manera de presentar la acomodada sociedad americana de los paisajes urbanos que ofrecen en sus películas Tim Burton (aunque sin su carga de sarcasmo) o los hermanos Coen. A pesar del dolor que se puede percibir en cada fotograma, su resolución no deja un regusto triste. Aunque la muerte siempre esté presente asistimos a una apología de la vida. Pero no de la vida en general, como una grandilocuente categoría filosófica, sino a la vida vivida y aún por vivir, a los restos de un naufragio a los que aún podemos aferrarnos, y en los que reconocemos a otros supervivientes con los que celebramos nuestra precaria existencia. Se trata de la cansada alegría de aquel viejo vaquero que se sienta en la mecedora resguardada por el porche viendo declinar el día. Ford, siempre Ford. Quizá a Richard Linklater le faltaba, para su total consagración, una opera magna, la contundencia de una película cuyo alcance fuera más allá de las escaramuzas minimalistas que hasta ahora nos había ofrecido, sin que ello signifique un menoscabo en cuanto a su calidad. Esa obra ambiciosa e incontestable es La última bandera. Sin renunciar a sus claves estilísticas, a sus intereses de siempre, ha sabido elevarlos a una dimensión que lo lleva a entroncar, por fin, con el cine de los grandes maestros.
Amores y demonios. Paul Thomas Anderson es un director tan desconcertante como grandioso en su opulencia o en su afán ególatra, al realizar películas dispares pero etiquetadas, desde su ego, como propias de su gran sentido del cine o, mejor dicho, de su conocimiento de las películas, de forma que su obra adquiere cierto halo de santidad permanente cuando en realidad no suele ser más que una irreverente santificación de sí mismo. Gran parte de la potencia de sus películas termina por frustrarse por la autoría que trata de transmitir, empeñado en endiosarlas hasta el no va más. Quizá el personaje principal de la desmesurada Pozos de ambición, el hombre que se cree un dios capaz de crear y destruir toda una obra, toda una vida, sea el ejemplo más claro del propio realizador, quien además no tiene reparo alguno —y se jacta de ello— en pasar de un género a otro para tratar de mostrar su valía cuando en realidad el embellecimiento, la grandilocuencia de sus imágenes, se surte de otras miradas, de otros filmes que admira y trata de emular, ocultándolo o no. Después de la prueba que significaba adentrarse en un thriller desmadrado, Puro vicio (una estructura genérica no muy lejana en algunas de sus anteriores películas) se enfrenta —desde una aparente estructura de qualité— a El hilo fantasma, para rodarla, y darle el tono pretendido, marcha a Inglaterra. Su primer filme realizado fuera de los Estados Unidos. Era necesario para crear el ambiente y hasta el glamour que intenta plasmar. Lo consigue desde un aparente pastiche de géneros y de ideas. Al igual que en algunas de sus anteriores películas, el tono grandilocuente, el recrearse en momentos sin poner límites, las repeticiones o la incoherencia de algunos momentos, lo encontramos diseminado, escondido a lo largo de una historia que camina por diferentes caminos y que se presenta como un abigarrado cóctel con muchos ingredientes, aunque curiosamente todos ellos sirven primorosamente a la finalidad del filme hasta conseguir una película personal, repleta de matices e ideas y, por tanto, reflejo claro de la autoría de su realizador. Si a todo ello se une la fotografía, color, música, ambientación, todos los elementos integrantes de un filme, y las excelentes interpretaciones, el resultado será un filme de gran calidad vestido muy primorosamente debido a la fuerza de sus hechuras. Sobre todo Hitchcock El hilo fantasma es mucho más que una película sobre la moda y un modisto. Se ha hablado que para la construcción del personaje principal, un excelente Daniel Day-Lewis, el director pensó en el modisto español Balenciaga (y parece ser que no sólo en él), representante de la alta costura frente al prêt-à-porter, un maniático de la costura, creador de modelos exclusivos para la alta sociedad. De hecho, ciertos episodios que aparecen en el filme se basan en hechos reales, como la boda de la heredera americana Barbara Hutton con el diplomático portorriqueño Porfirio Rubirosa (en la película la nueva boda de una ricachona con un dominicano) o el vestido de boda de la princesa belga; pero, con todo, la película, desde elementos realistas, va a desgranar una narración compleja sobre amor, seducción, sumisión y poder. La historia es sencilla en realidad: el hombre metódico, egocéntrico, artista que busca un ideal de mujer para vestirla (en una especie del mito Pigmalión) hasta que cansado de su presencia decide sustituirla por otra. Ese es el inicio de esta interesante película lastrado, quizá, por esa especie de relato que la protagonista, Alma, va desgranando al médico. Una línea conductora, ese relato, cuya utilidad no queda nada clara y que, para el desarrollo del filme, podría haber sido suprimida sin alteración de lo que cuenta, quizá lo contrario. Es el mismo error, por ejemplo, en el que cae Woody Allen en su última, y excelente película, Wonder Wheel, al tomar como narrador de lo que vemos al joven salvavidas de la playa donde se encuentra el parque de atracciones. Tal propuesta es un artificio de escasa consistencia. Pero ¿qué puede pasar si la mujer tomada como objeto digno de pasar a ocupar el trono del que ha sido desbancada la anterior reina está dispuesta a convertirse en reina absoluta, dominando, o poniendo bajo sus pies, al poderoso rey? Hasta cierto punto de eso tratan esos hilos con los que se van construyendo trajes únicos y por tanto irrepetibles. Tres personajes son los principales: el modisto (Reynold Woodcock), su hermana (Cyril) y la joven (Alma). Los tres encerrados en una gran mansión, donde los dos primeros ejercen el mando y en donde buscan rendir a la recién llegada hasta que su presencia resulte insoportable. Veamos las distintas referencias fílmicas más concretas que se pueden encontrar en la película. Algunas fáciles, otras más complejas, la mayoría de ellas por ser desconocidas, como las dos referidas por el propio realizador: Falbalas (1945), de Jacques Becker, o Amigos apasionados (1949), de David Lean, ninguno de ambos títulos que sepamos estrenados en España, aunque la de Lean se encuentra editada en DVD. ¿Sobre el cine que conocemos cuáles son las referencias encontradas en el filme? Sobre todo Hitchcock. Podríamos referirnos en ese caso incluso al apellido del modisto y el nombre de la joven protagonista. Él es Reynold Woodcock, ella es Alma. El apellido Woodcock termina igual que el de Hitch, mientras que Alma era el nombre de su mujer. El creador y la persona con una personalidad tan grande, su mujer, que tenía su impronta sobre la obra final. No hay que olvidar que Alma Reville Hitchcock, aparte de la asesora personal del realizador de Psicosis, era guionista y montadora. Un director grande, egocéntrico y su mujer en la realidad, en la película un modisto metódico, sólo viviendo para su trabajo y la joven que quiere ser algo más que un personajillo, un capricho momentáneo. La influencia del cine del maestro inglés aparece en el filme remarcada por medio de situaciones y personajes con alusiones concretas a tres títulos, que por orden de importancia son Rebeca, Vértigo y Psicosis. De la primera, de la que más toma, estaría el encuentro de los dos personajes después de la muerte de la mujer, la presencia del ama de llaves (aquí la hermana del protagonista) y la mansión donde viven. Por supuesto la diferencia es notable, Alma no es la mosquita muerta apocada y pisoteada, mujer sin nombre, que había sido escogida para sustituir a Rebeca. De Vértigo se toma la transformación de la mujer, cómo la va vistiendo James Stewart para convertir a la mujer encontrada en la mujer perdida, en la representación de la mujer deseada. Y el recuerdo de Psicosis se establecería con la presencia de la madre muerta pero siempre dominando unas vidas. De todas formas la presencia de la madre es un referente propio de todo el cine de Hitch, como lo son también las múltiples escaleras (esas que suben y suben hacia lo alto) y que aquí se reflejan en las subidas y bajadas hacia el trabajo, los desfiles de moda, las habitaciones. La madre domina la vida de Reynold, la madre muerta, esos muertos que siguen viviendo y que se llevan, como lo hace él, en las entretelas de sus trajes, al igual que los recuerdos. La madre que para y conduce las vidas, a la que se añora como refugio, salida, e incluso defensa frente a la indefensión. Alma sabe de ello y por eso decide pasar de amante a esposa y a madre. Desde ese momento, en que adquiere tan figuración, no habrá vuelta atrás y la mujer se habrá convertido en insustituible, en reina y señora. En la película tal hecho está dado en una secuencia muy conseguida, la primera enfermedad-envenenamiento de Reynold. En ella Reynold cree ver a su madre muerta. Alma entra en la habitación y sustituye a la madre, que desaparece de la escena. Es el primer momento donde el personaje va a asumir el papel de madre por encima del de amante. No es raro que en una inmediata secuencia posterior el hombre pida en matrimonio a la mujer. Hitchcock, todo su cine, se centra en el amor. Sus películas, sobre el tema de la culpa, muestran grandes historias de amor. En cierta manera El hilo fantasma también es una historia de amor o muchas historias que se esfuerzan por dar vueltas hacia lo que es o significa un gran amor. Un amor incluso capaz de admitir que el ser amado, por amor o por dominio o por lo que sea, sea capaz de matar o de inutilizar a quien ama. ¿Qué es el amor? ¿Hasta dónde puede llegar? En ese sentido la película de Thomas Anderson parece mirarse en otro filme de influencia hitchcockiana, La sirena del Mississippi, de Truffaut, donde Belmondo era consciente de la actuación de Catherine Deneuve. Y, sin embargo, sumiso, lo aceptaba. Aquí en la parte final asistimos a ello. A cómo el hombre, vencido, acepta el reto y se entrega ante el desafío que supone la tortilla preparada por Alma. Una secuencia muy conseguida y que además, aunque nada tenga que ver, enfoca el momento como una característica propia de un género aparentemente tan alejado de este título como es el western. ¿Y que tiene El hilo fantasma de western? Simplemente su esquema de enfrentamiento entre dos antagonistas hasta llegar al duelo final. Al comienzo ambos personajes se miran y se sopesan, se estudian. El no deja de mirarla en la cena. Ella le dice: «no conseguirás (nunca) hacerme bajar la mirada». O sea, te venceré. Y ese duelo llega al final de la película cuando en la comida él trata de vencer la mirada de ella y no lo consigue: «te dije que nunca lo conseguirías». Es su victoria, el sometimiento del hombre, el ocupar el lugar por el que ha estado luchando, convertirse en dominante, reina y madre. Sin límites. Ha ganado la batalla. Y las armas de uno y otro se han expuesto primorosamente: planos de él dibujando un modelo, planos de ella preparando la maléfica comida. Habría que preguntarse si desde el principio no hemos asistido a un doble juego. Claro, el de él, personaje malévolo de un cuento gótico destinado a encerrar y expulsar de su reino a las mujeres de las que se ha cansado o que son demasiado curiosas, y el de ella, la mujer dispuesta a erigirse en la reina, lista y decidida, venida de los países del Este para mostrar su fuerza hacia los engreídos dominadores del Oeste. Quizá es ir demasiado lejos en la propuesta, pero igual de válida que otras muchas reflexiones, enmarcada en un rico filme abierto y libre en su aparente cerrazón narrativa. Y quedan, por encima o por debajo, las referencias al clásico cine británico de los años cuarenta y especialmente al ya citado David Lean o a Las zapatillas rojas (el creador y la criatura); sin olvidar la mirada hacia otro título, al que sabiamente se le da la vuelta, El coleccionista de Wyler. Aquí la enjaulada mujer, sustituta de otras mueres enjauladas, se convierte en la dominadora de la situación dejando su papel de dominada, de víctima, para convertirse en dominadora de la situación y del hombre al que de sumisa lo convierte en sumiso, donde «tu gusto no es mi gusto, ese que nunca dejará de ser». La película de Thomas Anderson describe también una sociedad, echa la mirada sobre el arriba y el abajo, los que mandan y los que obedecen, sobre los rituales, los personajes encaramados a los títulos, el ridículo de una sociedad dormida y dominada por sus prisas o su estupidez. Momentos sutiles que reflejan ambientes. Secuencias hilarantes, mordaces. Instantes donde se captan estados de ánimo, reflejos internos. Hay momentos precisos, ejemplares: la secuencia que implica la nueva boda de la millonaria, los desayunos con los ruidos que van alterando a Reynolds, la preparación de la cena-sorpresa de Alma, la cena amplia anterior al fin de año y, por supuesto, la secuencia de fin de año. Gran película que nos habla de las grandezas y limitaciones de un artista que, como en muchas de las películas de Thomas Anderson, también hace referencia a él mismo, su engreimiento y su saber. La doblez de un autor que trata, en definitiva, de encontrarse consigo mismo.
Retrato de la Francia simpática «El amor, como el vino, necesita tiempo. Debe fermentar. Y al final no todo está podrido» (Jérémie Couston, Télérama) Hijo de vinateros, Jean dejó su familia y su región, la Borgoña, para dar la vuelta al mundo hace diez años. Ahora Jean es dueño de un viñedo en Australia, tiene un hijo recién nacido y una mujer con la que se lleva regular. Al enterarse de que su padre se está muriendo, regresa a la casa de su infancia donde vive su hermana, Juliette, quien ahora dirige el negocio familiar y se alegra de verle, y donde trabaja su otro hermano, Jérémie, quien acepta mal el retorno. Quienes fueron unos niños felices juntos ahora, de adultos, tienen que encontrar de nuevo el nexo de unión, mientras se suceden las estaciones y los pasos de la vendimia que fabrica el vino de la marca familiar. Dirigida por Cédric Klapisch (“Las muñecas rusas”, “Una casa de locos”), e intrepretada por Pio Marmai (“El primer día del resto de tu vida”), Ana Girardot (“El hombre perfecto”), François Civil (“Elias”) y María Valverde (“Ahora o nunca”), Entre viñedos (Ce qui nous lie) es un retrato de la familia y también de las disputas y controversias a la hora de recibir una herencia, bastante menos boyante de lo que parecía. Historia nostálgica y bastante conservadora, que hace un alegato de los valores de familia y tradición y transcurre “en los límites del reportaje turístico”, recoge según mis colegas franceses dos subgéneros del cine francés: las películas de viñas y las ficciones en torno a la herencia, “es decir, dos historias de transmisión, con muchas autopistas hacia la exaltación del cromo de un viejo mundo ‘más auténtico’ al que acecha la desaparición” (Libération), amparado por la sombra de una memoria familiar, siempre burguesa, y con una pizca de didactismo (incomprensible para los nulos, como yo) en las explicaciones de las diferentes etapas del crecimiento de las viñas y la fabricación de los caldos. Y con una voz en off que, al tiempo, nos va llevando por los interrogantes existenciales del protagonista y sus dos hermanos, todos jóvenes, guapos y muy modernos pese a conducir tractores y dedicar un tiempo considerable a probar las uvas en la planta, para determinar el momento exacto de la recolección. Entre viñedos mezcla drama con comedia, funciona quizás mejor con la comedia, aunque el poso del drama familiar siempre está presente. Sin embargo, y ante todo, es una película eminentemente amable y por lo tanto predecible. Sabemos por dónde van a ir los tiros, pero aun así nos convence y logra entretenernos. Gran parte de culpa la tiene el elenco; a los ya mencionados se les suma la española María Valverde, que es la esposa del protagonista. Y, por supuesto, la fotografía de los paisajes de las viñas de la Borgoña francesa, el paso del tiempo y de las estaciones es una delicia. Con sinceridad absoluta creo que el argumento es más propio de una serie televisiva (para consumo local), por lo que no he podido resistir la tentación de pensar en otras de enorme popularidad en su tiempo, como Falcon Crest, aunque allí más que de la reconstrucción de una fratría perdida en el tiempo se trataba de ver cómo se destrozaba una familia en generaciones sucesivas, también con unos viñedos en el horizonte.
La importancia del tono En 2016, Perfetti sconosciuti, de Paolo Genovese, se alza con los premios a la mejor película y guión del año en los premios David di Donatello (los Goya italianos). La historia de un grupo de amigos que plantean un juego con los móviles mientras cenan en casa de una de las parejas durante un eclipse conquistó a los espectadores, estableciendo récords de recaudación en la taquilla italiana. El guión de este filme italiano se convierte en el soporte para el remake español filmado por Alex de la Iglesia, Perfectos desconocidos, gracias al nexo de unión de Mediaset que está involucrada en ambas producciones. Si comparamos ambas versiones lo primero que llama la atención es que el filme italiano (obra de Genovese y otros tres guionistas) es seguido escrupulosamente por la versión española. El guión de Alex de la Iglesia y Jorge Guerricaechevarría reproduce de manera idéntica las frases del diálogo incorporando las necesarias variaciones provocadas por el cambio de país (las alcaparras italianas y la referencia a Anzio se convierten en trufas y Valencia en la versión española) o la permuta del personaje que propone el juego del móvil que trastocará la cena. La introducción y presentación de los personajes, la composición escénica y la importancia del casting son otros puntos de unión que el filme de Alex de la Iglesia tiene con el original italiano. Podría por la tanto pensarse que estamos ante un simple remake considerado desde un punto de vista meramente profesional y más teniendo en cuenta que su realización viene inmediatamente a continuación del anterior proyecto del director vasco, El bar. Sin embargo si vamos más allá de la coincidencia en el texto, el tono del relato termina configurando dos filmes diferentes. Perfetti sconosciuti comienza con un tono cómico que poco a poco se va transformando en un drama, los equívocos provocados por el juego desvelan la verdadera naturaleza de las relaciones entre los amigos y sus propias parejas, y el desenlace, suavizado con un truco final de guión, nos deja un sabor amargo en relación con unos personajes a los que hemos ido viendo realmente como son tras la fachada de la amistosa apariencia inicial. Perfectos desconocidos mantiene el tono cómico, lo lleva hacia delante forzando la situación (gracias a la presencia de un actor que entra al trapo de la comicidad como es Ernesto Alterio) y termina convirtiendo la película en una sátira sobre las realidad y la mentira, introduciendo en el relato un punto de vista casi onírico resaltado por la importancia que se concede al acontecimiento del eclipse (un elemento no destacado en la versión italiana). La presencia del eclipse de luna de sangre causa un efecto extraño en la ciudad con un influjo lunar que crea una situación sobrenatural. Una esfera redonda que se va tiñendo de sangre y que, mostrada cada vez de una forma más engrandecida, parece provocar sucesos extraordinarios que enrarecen el ambiente. Desde la terraza del piso se observa cómo la violencia se adueña de la calle (el accidente de coche), un personaje habla de la leyenda de los mayas, las relaciones entre los amigos se van alterando y agriando llegando al enfrentamiento, se toman una foto y parece que ocurre algo extraño, etc. Bajo ese espíritu irónico el filme de Alex de la Iglesia repasa, al amparo del uso del móvil, la fragilidad de las relaciones humanas. Parejas y amigos parecen conocerse perfectamente en base a su larga amistad o la estabilidad de sus matrimonios; sin embargo, cuando detalles íntimos o secretos surgen a la luz, esa estabilidad adquiere una inconsistencia que hace tambalear la seguridad de sus sentimientos. El cirujano que recibe asistencia psicológica, la chica que es el paño de lagrimas de su ex, el marido que mantiene una relación con una joven, la mujer que tiene un compañero de juegos sexuales online, el personaje que oculta su homosexualidad, etc. Mientras el filme italiano se va sumergiendo en el drama al ir descubriendo todos los personajes que la fachada inicial esconde aspectos que minan su amistad, Perfectos desconocidos decide apostar por la tragicomedia, la sátira y el histrionismo llevando al límite las situaciones, provocando la hilaridad. Genovese apunta las situaciones mientras Alex de la Iglesia las hace patentes (en la versión italiana el personaje que descubre que su amigo es el amante de su mujer se limita a mirarlo, en la española, lo abofetea; el truco final para cerrar el relato es introducido de una manera muy liviana en la versión italiana, mientras Alex de la Iglesia lo explicita y ya lo había apuntado en la escena del selfie). Una sátira que permite sostener de una manera adecuada la irrealidad de la propuesta (el cúmulo de secretos y traiciones que son capaces de generar este grupo de amigos es exagerado) haciendo que el espectador no se plantee ninguna duda y decida disfrutar del abanico de situaciones cómicas que provoca el enredo de las distintas historias entrelazadas entre sí, planteando diferentes temas como la necesidad de mantener una parcela privada, el abuso de la tecnología o el riesgo de apostar por la verdad. Además, dentro del esquema del remake, Alex de la Iglesia nos propone un filme en el que podemos encontrar el universo que el realizador y su guionista han cultivado desde el inicio de su carrera. La limitación escénica de un espacio reducido que se convierte en un universo particular y que hemos visto en la finca de La comunidad, el plató de Mi gran noche o la reciente El bar; una situación externa que condiciona a los personajes (la llegada del Anticristo en El día de la bestia, unas muertes extrañas en El bar o el eclipse en esta última); o la apuesta por un casting coral en el que actrices y actores se convierten en una parte fundamental de la (re)creación de los personajes. Perfectos desconocidos supone también un homenaje al cine de Pedro Almodóvar. El color rojo mostrado aquí de una manera protagonista invadiendo la imagen de la luna o la blusa de Belén Rueda, el diseño escénico del piso y la terraza y el juego entre una situación real e imaginaria (esa luna irreal, el viento de la escena final), son trazos que nos recuerdan algunos elementos del cineasta manchego. Este último trabajo de Alex de la Iglesia nos deja un ejercicio cinematográfico que rompe con la teatralidad de un escenario único en un ejercicio fílmico que juega con los movimientos de cámara, el montaje y el movimiento interno de los actores en el propio plano; un ejercicio que, al igual que ocurre con una partitura musical, extrae nuevos significados de una misma escritura, para dejar patente que Perfectos desconocidos, a pesar de su inspiración foránea, cuadra perfectamente con la trayectoria fílmica de Alex de la Iglesia.
La joven que quería volar. Greta Gerwig ha confesado en multitud de ocasiones que las primeras versiones del guión de su ópera prima eran dos o tres veces más largas que el material finalmente utilizado para el rodaje. Una vez visto el resultado final no me cuesta creer estas palabras, pues una de las cosas que destaca de su película son los personajes complejos, diferentes y extremadamente bien caracterizados, lo cual hace que fuera muy fácil para ella como guionista desarrollar multitud de tramas y escenas que disfrutaría tanto escribiendo como nosotros viendo (en caso de haber llegado a la pantalla). Lady Bird es una película para su protagonista, que se bautiza a sí misma con dicho nombre. Extraño, diferente y quizás algo pretencioso. No importa. Es ella, y su nombre debe ser único de la misma forma que se siente dentro de un mundo imponente y complicado. Gerwig sabe, sin embargo, dar al personaje de Saoirse Ronan características para defenderse en dicho mundo, y configurarla como una persona segura que demuestra la inseguridad propia de su edad, una persona que toma la iniciativa en situaciones donde todos parecen ir un paso por delante, y soñadora en un microcosmos que ahoga los sueños de todo adolescente similar a ella. Cuando la mayoría no ve más allá de las calles y casas que les rodean, Lady Bird se imagina volando lejos y libre. Son el resto de personajes los que la hacen aterrizar de forma intermitente, poniéndola a prueba una y otra vez. El eje de las relaciones. Una vez establecido la más que interesante protagonista, en la película se presentan toda una serie de personajes secundarios que orbitan a su alrededor. La sucesión de escenas, en su mayoría con elipsis temporales entre ellas, no hace más que explorar las relaciones de Lady Bird con todo ese mundo que la rodea, definiendo lazos con otras personas que se crean, destruyen, acortan y alargan a lo largo de toda la historia. Una visión personal La visión de la directora eleva a una serie de personajes femeninos por encima de su propia realidad y los caracteriza con elementos muy claros. Además de la mencionada protagonista, su madre se configura como la representación de la fuerza y la capacidad de lucha, un arquetipo de madre coraje no exento de aristas salientes de una relación distanciada y difícil con su hija adolescente. Del mismo modo su amiga del instituto Julie, que sigue la estela del personaje de Ronan, deja claro que ningún elemento externo que las amenace puede detenerlas si están unidas. Por último, también ofrece un retrato muy personal del padre, el señor McPherson, como un apoyo fundamental para su hija, y de Danny, su primer novio. En definitiva, la visión de la directora se caracteriza por un elemento fundamental: no juzga a sus personajes. Es una historia que no obedece a principios maniqueos, y no coloca a dichos personajes en posiciones de buenos o malos. Éstos toman decisiones en función de las características que les han sido dadas, y que les hacen ser como son en un universo que no controlan y que difícilmente pueden entender. A partir de ahí éstos intentan salir adelante, todos ellos, y sus acciones no implican que Gerwig les condene en un acto de moral superior a la historia. Tampoco se plantea la corrección de sus actos, y esto hace de Lady Bird una película que se desarrolla de forma natural en lugar de lógica, aportando una magia inesperada y realmente placentera hasta el final.
Contra la hipocresía social Tras su triunfo en el festival de Berlín, en donde ganó el Oso de plata al mejor guión, “Una mujer fantástica”, brillante película del director chileno Sebastián Lelio, llega ahora a las pantallas argentinas. El guión fue coescrito por Lelio con su cómplice Gonzalo Maza, quien le ha acompañado ya en sus dos películas anteriores Gloria 2013 y Navidad 2009. Después del gran éxito internacional de Gloria (Oso de plata en Berlín a la mejor actriz para Paulina García), Lelio y Maza nos ofrecen un nuevo retrato de mujer, pero en esta ocasión se trata de una joven transexual, Marina (Daniela Vega, cantante en un cabaret y amante de un hombre mucho mayor que ella, Orlando (Francisco Reyes). Una mujer, Marina, a través de la cual vemos reflejados, como también en Gloria, los miedos, el conformismo, la intolerancia, la hipocresía moral y las falsas apariencias de la sociedad chilena contemporánea. La película empieza con varios planos de las impresionantes cataratas de Iguazú, evocación de un viaje que Orlando había prometido a Marina, y que nunca podrán llevar a cabo, ya que él muere repentinamente al levantarse de la cama. Ese cincuentón, industrial chileno separado de su mujer, se muere así en los brazos de una joven transexual que le conduce al hospital más cercano. El siempre posible escándalo inquieta a la adinerada y muy católica familia del empresario, y las circunstancias de la muerte despiertan los prejuicios y el morbo de los policías encargados de la investigación. Se pone en marcha así una doble tensión policial y social, que tienen el mismo denominador común: la intolerancia y los prejuicios hacia esa joven transexual, en la que unos y otros ven la encarnación del mal. Marina se ve repentinamente privada de todo, de su amante, súbitamente fallecido, amenazada por la familia del difunto, privada de domicilio, de auto y hasta de su fiel perro lobo, el único que finalmente no juzga su transexualidad. El director opta en su puesta en escena por una bien lograda mezcla de géneros que van de lo policiaco, a la crónica social, con acentos de melodrama y musical, para abrir y cerrar esta tónica historia de resistencia y de lucha por la libertad individual frente a la hipócrita moral burguesa de esa sociedad chilena, en donde se desarrollan los hechos. La puesta en escena de Lelio no opta abiertamente por ninguno de esos caminos, sino que se apoya en la fantasía, la fuerza y el carisma que emanan de su personaje, logrando una mirada bien original y genuina sobre el que se vuelve tema esencial de la película: una fábula sobre la tolerancia, la generosidad y las ganas de vivir frente a la hipocresía social que nos rodea. Marina, resiste, contra la violencia de unos y la incomprensión de los demás, pelea contra viento y marea y nos ofrece su sensual, convincente y perturbadora imagen de mujer, con carnet de identidad masculino, que tan solo pide que la traten como lo que es: un fantástico ser humano. La protagonista que lleva sobre sus espaldas todo el peso de la película es Daniela Vega, transexual chilena, que no es actriz profesional y había entrado en contacto con el equipo de la película para servir de consejera en el proceso de la elaboración del guión. Sin lugar a dudas un valioso hallazgo cinematográfico y humano. En el reparto encontramos también a excelentes actores del cine y del teatro chilenos como Francisco Reyes, Luis Gnecco, Amparo Noguera, Antonia Zegers, o Alejandro Goic, que acompañan con brío esta estupenda aventura germano chilena, en cuya producción han participado también el director chileno Pablo Larrain y la directora alemana Maren Aden.
Avanzando hacia la madurez Existen multitud de temas que el cine ha tratado con el paso de los años. Como otras artes, es utilizado como instrumento de reflexión acerca de las ideas y preguntas que ocupan el alma humana. Uno de estos grandes sujetos es el paso a la vida adulta y como consecuencia el abandono del niño, en cuerpo y mente. Llámame por tu nombre traza un nuevo retrato sobre esta difícil idea, añadiendo algunos ingredientes diferenciadores, pero sin olvidar su fondo en ningún momento. Éste puede ser abordado de múltiples maneras, y en este caso su director, Luca Guadagnino, lo cuenta a través de otro de los elementos que suelen ir asociados a esta iniciación en la madurez: el primer amor. Imperfecta matrioshka Es difícil definir esta recomendable obra de forma directa. El corazón, que es la maduración, se ve recubierto de múltiples capas en difícil equilibrio hasta llegar a la forma que Guadagnino le ha dado, con un ritmo pausado pero no lento, y una cámara que a veces se deja sentir rompiendo esta ilusión realista que pretende conformar. Algunas decisiones dentro de esta forma pueden llegar a resultar incluso confusas o (deliberadamente) erróneas, como planos sin información y muchos momentos en los que el foco no está en las caras de los protagonistas, sino en lugares nada relevantes a nivel narrativo. Esta elección reiterada resulta molesta, y su mera repetición y exageración hacia el final es lo único que lleva a pensar en ella como una herramienta del director para un propósito enmascarado por la molestia visual que genera. Bajo la forma encontramos la temática de la homosexualidad y la relación entre el protagonista adolescente y un joven adulto. Aunque menos usual en el cine convencional, no son elementos definitorios en el espíritu de la película, pues ni la edad ni el sexo del amante son elementos que generen una importante repercusión alrededor en la trama o las circunstancias de la misma. Esto aleja la película de una posible crítica social (camino que Guadagnino ha evitado conscientemente) y la acerca a la narración íntima de sus personajes. La estructura, sin embargo, no deja de estar encerrada en los preceptos del melodrama más clásico, y ésta es una de las capas que subyace bajo otras más llamativas como las mencionadas anteriormente. Varios recursos y herramientas utilizados por el director son los mismos que hemos visto en incontables ocasiones en todas las historias de amor idealizado que nos ha traído Hollywood desde sus inicios. En última instancia, se encuentra la historia fundamental, lo que realmente desea transmitir la película, y es ese paso al mundo adulto. Por esta razón es un relato desde el punto de vista de su protagonista, Elio, cercano a cumplir los 18, el cual es colocado en medio de un mundo de personas mayores frente a las cuales experimenta un distanciamiento notable. El eslabón que viene a traerle a ese nuevo mundo es, precisamente, alguien colocado entre ambos universos. Otros elementos como la sexualidad y la pérdida de la virginidad, así como la simbología de las frutas que son arrancadas de distintos árboles a lo largo de la película vienen a reforzar esta idea de viaje, de cambio de estado, que experimentamos en primera persona a través del joven Elio. Así se configura una obra que quiere presentarse en forma y temas superficiales como novedosa y apartada del producto mainstream, pero que en el fondo explora las mismas temáticas con herramientas similares a las que ya hemos visto incluso con mejor realización en otras ocasiones.