Estrellas que se apagan. Es curioso que el actor —y a partir de ahora también director— John Carroll Lynch y el conocido cineasta David Lynch compartan algo más que el curioso apellido que les une. Y es que es inevitable ver un interés común de ambos a través de sus respectivos filmes Lucky: un joven de noventa años y Una historia sencilla (The Straight Story, 1999). En sendas obras no sólo se tratan los temas de la vejez, la soledad y la muerte, sino que además se hace con unas formas que despiertan ciertas semejanzas. Las historias se cuentan pausadamente, con un tempo lento y tranquilo. Los planos son sencillos, sin muchas florituras agresivas que distorsionen la armonía de los mismos. Dichas construcciones dotan a las películas de un tono poético, evocador, nostálgico. Y no sólo ello, sino que el mensaje de los dos filmes parece ser el mismo: la aceptación de las distintas fases de la vida. En este sentido recuerdan al cine de Ozu, un cine sobre las pequeñas cosas, sobre la belleza de lo cotidiano, sobre la quietud, la calma y el paso del tiempo. Es más, incluso parece haber en Lucky… una referencia casi directa a la obra de David Lynch. Este momento se da en la escena del bar en la que el protagonista y otro personaje que también tiene una avanzada edad comparten aventuras del pasado transcurridas durante su participación en la Segunda Guerra Mundial. En Una historia sencilla hay una escena de contenido y forma de enorme semejanza, tanto que es inevitable pensar que se trata de un homenaje por parte de John Carroll Lynch. Tanto en Lucky… como en Una historia sencilla cobra a su vez una gran relevancia el lugar donde todo transcurre. De hecho, en ambas películas el paisaje posee un aspecto enormemente idílico, sobre todo en la obra de David Lynch. En el caso de Lucky… la estética de las localizaciones es más cercana al western, y en algunas ocasiones parece que a quien estamos viendo en pantalla es al protagonista de Paris, Texas de Wim Wenders con unos cuantos años de más. Pero a quien vemos en realidad es al longevo Harry Dean Stanton, el cual parece interpretarse a si mismo en los postreros días de su vida. El actor fallecería pocos meses después del rodaje de la que es una de sus últimas apariciones frente a la cámara. Entre esos trabajos finales se encuentra también la continuación de Twin Peaks de David Lynch, quien a su vez tiene un pequeño papel en Lucky… Es también inevitable esbozar un cierto parecido entre la opera prima de John Carroll Lynch y The Ballad of Cable Hogue, de Sam Peckinpah, debido al tono lírico previamente citado, la atmósfera típica del salvaje Oeste mezclada con una voz personal muy alejada de lo común y la narración que versa acerca de los últimos días de sus respectivos protagonistas. Los días postreros del personaje de Lucky… están marcados por una cómoda y peculiar rutina. Sin embargo, algo irrumpe en su vida para despertar dudas, conflictos y miedos. A partir de entonces el anciano Lucky se verá envuelto en una espiral de recuerdos, conversaciones y reflexiones que le acompañarán a lo largo de su camino. Sin perder el humor, el viejo vaquero buscará sus propias respuestas para encontrarle un sentido a la existencia, pero nunca perdiendo su coherente visión de la realidad. Y es que para Lucky el realismo es imposible ya que, como él mismo deja claro al principio del metraje, lo que uno ve no es lo mismo para otro. Con esta reflexión tanto el personaje como el director John Carroll Lynch dejan claro que la película no busca establecer ninguna máxima absoluta, sino tan solo retratar una búsqueda subjetiva, personal e interior. Y eso sin duda lo consigue, sobre todo gracias a un Harry Dean Stanton que abre su corazón y su mirada —literalmente— a la cámara y al espectador. Por ello Lucky… es una película que traspasa la pantalla, porque cuenta tanto las últimas vivencias de su protagonista como las del actor que lo interpreta. En su debut como director John Carrol Lynch nos regala momentos mágicos, momentos que nos dicen que las grandes estrellas siempre se apagan lentamente.
Regreso a las raíces. Robert Guédiguian, el realizador de la inteligente película Las nieves del Kilimanjaro, regresa con los mismos actores –Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darrousin, Anaïs Demoustier y Gérard Meylan– en una historia de nostalgia y resignación, evocación de una época que ya ha pasado, de nuevo teniendo como escenario Marsella: una hermosa cala donde se encuentra la casa familiar, punto de reencuentro de tres hermanos, ya maduros, en torno al padre, propietario de un restaurante toda su vida, que ha sufrido un ataque cerebral. Para los dos hermanos, es un regreso a las fuentes, el momento de rememorar una infancia lejana, en un lugar que fue un paraíso de convivencia y ahora está reservado para las escasas familias acomodadas que solo acuden en vacaciones. Para Angèle (Ariane Ascaride), la mujer, en cambio, que regresa como una consumada y reconocida actriz, es el contacto con una realidad que ha querido olvidar, un drama ocurrido hace mucho tiempo que le ha impedido volver hasta ahora. El cuarto personaje, la encantandora Anaïs Demoustier, es la novia “demasiado joven” de Joseph (Jean-Pierre Darroussin). Precisamente es en el choque entre estas dos franjas de edad, “dos mundos opuestos”, donde falla la película, que convierte la situación en una caricatura:”de un lado la generación de la posguerra, educada en los ideales de libertad y fraternidad, y de otro sus herederos muy a gusto en el universo consumista del poder y el dinero”. (Otra historia de amor “inútil”, entre la mujer madura y un joven pescador, sobra en el relato). Como es habitual en las historias “de familia” se entrecruzan sentimientos de fidelidad y desilusión, depresión y rabia, arreglos de cuentas y ternura, explicados por los numerosos flashbacks de la juventud de los protagonistas que nos recuerdan que el tiempo pasa y el mundo es un movimiento continuo. Hasta que el drama familiar se amplía con un punto de melodrama y se convierte en emocionante discurso político, marcado por el encuentro de los protagonistas con tres niños –también dos varones y una chica-, emigrantes clandestinos escondidos entre unos matorrales, supervivientes de una patera hundida. Un “incidente” que consigue que los tres hermanos vuelvan a ser la piña que eran en sus mejores años, y se vuelquen en proteger a los pequeños, convirtiendo la película en un relato de esperanza y recuperando la utopía.
Amor verdadero. Amasando las vibraciones que nos enlazan con la vida, y comprender que nuestra existencia es el punto de no retorno para que nuestras experiencias nos sean beneficiosas hasta más allá del infinito. Y dentro de esas imágenes que nuestra retina nos devuelve cuando sabe que las necesitamos… Sí, incluso para que nuestras preferencias culinarias sean tan vivificantes que nos ayuden a comprendernos mejor, desde el entorno personal hasta los personajes y paisajes que nos sustentan. Esto es lo que le va sucediendo al repostero berlinés Thomas —excelentemente interpretado por Tim Kalkhof, porque sus movimientos y pensamientos parecen ensamblados en cuerpo y mente—, al que le coarta una extraña inocencia ante lo que le va pasando, y hasta cómo, y por qué, para poder enfocar y entender bien sus propias sensaciones y vivencias, aunque intuye que unas y otras le serán beneficiosas. Su director y guionista, Ofir Raúl Graizer, en este su primer largometraje, sabe, casi con la misma certeza que su protagonista, cómo situar y mostrar lo que le sucede a Thomas y a quienes le rodean, con naturalidad, como si los tuviésemos a nuestro alrededor, formando parte de nuestro habitual entorno cotidiano. Y eso es un mérito incuestionable: ahí tenemos las secuencias que nos ofrece y que dan acertada cuenta de ello. Sobre todo nos referimos a las que se desarrollan en Jerusalén, poniendo en evidencia la manera de ser de unos y otros, sus miedos, recelos, suspicacias. Y así se van amasando los compromisos naturales y adquiridos, en un claro ensamblaje de preferencias y reticencias, de amistades, amores y ausencias; sin saber muy bien cuál puede ser su posición en la vida del presente y del futuro. O sea, dando vueltas y vueltas a la masa para que quede armonizada y nos siente bien en cualquiera de las circunstancias. Dominique Charpentier hace un buen trabajo musical, así como Omri Aloni en la fotografía. El punto fuerte, y a la par casi imperceptible, es el trabajo interpretativo de sus actores, que han seguido al pie de la letra la propuesta de una dirección pausada, que no parsimoniosa. Desde Tim Kalkhof a Sarah Adler o Zohar Shtrauss, son trabajos que parecen que nacen de la improvisación, pero no es así. La naturalidad, en este caso, se ha impuesto a cualquier ejercicio de reclamo comercial más común. El repostero de Berlín es una película que habla y entiende al ser humano como solemos ser y estar; aunque en ocasiones se exceda, con algunas implicaciones no del todo necesarias. Por tanto, es una película a recomendar, porque su visionado nos estimula y nos impulsa a conocernos, los unos a los otros, con más ecuanimidad y sentido de los que solemos emplear.
Australia y sus vaqueros. Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia 2017 y Premio a la Mejor Película en el de Toronto, Dulce País (Sweet Country), de Warwick Thorton (Sansón y Dalila, Premio Cámara de Oro en el Festival de Cannes 2009), es un western que expone el racismo y las divisiones sociales en la Australia de los años 1920. Y es también una grata sorpresa. En las grandes extensiones donde conviven, bien que mal, aborígenes y blancos, aparece asesinado un granjero blanco lo que exacerba las tensiones habituales, provocadas por el racismo y la esclavitud. Un grupo de granjeros busca al sospechoso, un aborigen liberado, y le sienta ante el juez. Con unos escenarios que no tienen nada que envidiar a los de Sergio Leone y una historia que tanto se parece a las de Estados Unidos, con unos blancos que se apropian de los territorios de los aborígenes, Dulce País es, sin género de dudas, un western al uso, con sus ranchos, cowboys, fusiles, caballos y venganza. Un western que denuncia el racismo que se encuentra en el trasfondo del paso de la Australia rural al país moderno que es hoy. Además nos propone un recorrido punzante y nada benévolo – aunque quizás algo premioso – sobre un paisaje tan lejano como severo, tan inhóspito como rudo, es decir, de la Australia ‘profunda’ alejada tanto de las metrópolis bulliciosas como de las leyes que oficialmente rigen esos recónditos territorios quizás ya ‘independientes’ pero tanto entonces como ahora bajo el dominio de la áurea corona británica. Pocas veces se ha visto tan bien retratado el complicado tema de la justicia humana como en esta agreste propuesta a trasmano de fatigados tópicos al uso. Y al cubrir su inequívoco discurso antirracista en un envoltorio insólito y remoto nos permita apreciar mejor el esfuerzo que requiere construir un mundo cabal y recto en la bárbara lontananza de la periferia, donde impera la ley del talión. Evidentemente, ni todos los blancos son seres abyectos ni todos los aborígenes almas cándidas con comportamientos ingenuos. Lo que sí queda claro es que la justicia no es la palabra de los jueces sino el plomo de las pistolas. Sam es un aborigen de mediana edad que trabaja para un predicador en el Territorio Norte de Australia. Cuando Harry, un veterano de guerra, se va a vivir a un puesto fronterizo cercano, el predicador envía a Sam y su familia para ayudarle a reparar los corrales. Las relaciones entre los dos hombres empeoran progresivamente hasta llegar a un intercambio de disparos, en el que San mata a Harry en defensa propia. Convertido en criminal, Sam huye con su esposa por el desierto. La utoridad militar local, el sargento Fletcher, organiza una batida de caza para encontrar a Sam. Inspirada en hechos reales, el australiano Warwick Thorton ha realizado una película muy bella apoyada en el sólido trabajo de sus actores –Hamilton Morris, Bryan Brown, San Neill, entre otros-, un drama emocionante que denuncia la perversión de la dominación de los blancos y la injusticia de la explotación, en lo que finalmente se convierte en una requisitoria contra la injusticia.
Sigue saliendo airosa. Ethan Hunt irrumpió en el cine de acción de los años 90 como una suerte de respuesta americana al británico James Bond, quien acababa de renacer con Pierce Brosnan a la cabeza, tras una década de decadencia marcada por las rasposas últimas cintas de Roger Moore y los fallidos títulos de Timothy Dalton, quien mereció mejor suerte en el rol. Dejando de un lado el material catódico del que parte la saga, Hunt funciona como la versión más física del espía, en comparación con Bond. A diferencia del espía inglés –hasta que llegó Daniel Craig, claro-, Hunt se ensucia las manos, corre sin cesar, y llega más al límite del riesgo. Y, aunque no tenga la elegancia suprema de 007, es suficientemente versátil para mimetizarse en los diferentes contextos. Las dos primeras entregas Misión Imposible, al igual que en Bond, eran autónomas. Eso las convertía en efectivos pasatiempos a los que se le reprochaba una falta de continuidad en el personaje protagonista. Es decir, falta de desarrollo personal en su macrohistoria. No fue hasta que llegó el tercero en discordia, Jason Bourne, que las dos franquicias no se pusieron manos a la obra para reinventarse e intentar aportar algo más de dimensión humana a sus carismáticos protagonistas. Aunque en el Bond de Daniel Craig la continuidad psicológica del personaje ha sido más constante y trabajada, pocos imaginábamos que desde Misión: Imposible III (J.J. Abrams, 2006) encontraríamos trazos que agregarían contenido global a la saga en cada entrega, llegando a su cénit en este sexto film. Misión: Imposible – Repercusión ofrece una nueva misión para Hunt y su equipo, manchada por las consecuencias de una misión frustrada anterior. Y, en esta nueva premisa, figuras del pasado como la cautivante ¿heroína? encarnada por Rebeca Ferguson vuelven a interpelarle. La gracia de esta nueva entrega es, precisamente, lo etéreo que puede llegar a ser el villano, sin una identidad clara, jugando a la confusión al mismo Hunt y al espectador. En este aspecto, la saga continua con la línea oscura que ya empezaron a marcar desde Misión: Imposible – Protocolo Fantasma (Brad Bird, 2011), mezclándola aún más con la sensibilidad de un Hunt preocupado por sus seres queridos. Así pues, nos encontramos ante la entrega con más dimensión emocional para su protagonista. Este aumento de emotividad, sin embargo, no traiciona para nada al espíritu de la saga. Afortunadamente, no nos encontramos ante proclamas grandilocuentes en abismos, ni lágrimas al viento, ni efusivos abrazos entre sollozos… Todo está coherentemente medido, insertado en un film de acción que aborda situaciones extremas. Es decir, McQuarrie y Cruise entienden perfectamente que, cuando la vida de su personaje corre peligro, no está para perder el tiempo. De ese modo, consiguen dar verosimilitud y un atisbo de realismo a la multitud de fantasmadas que suceden, imprescindibles y necesarias en toda entrega de la franquicia que se precie. Con todo ello, la película sigue la estela de sus predecesoras, con su notable factura técnica, gran sentido del espectáculo y la diversión, y un guión con estándares de decencia –cosa de la que no gozan la mayoría de los blockbusters hechos en América-, y cierta capacidad sorpresiva (dentro de los códigos de previsibilidad que ya presenta el género). Y, por supuesto, nos brinda otra escena de acción antológica encima de unos helicópteros, tras la acompasada secuencia de la ópera en Misión: Imposible – Nación Secreta (2015) o la escalada al Burj Khalifa en Misión: Imposible – Protocolo Fantasma. Sabe lo que tiene que dar y lo da con solvencia –sin arriesgar mucho, tampoco-, esta vez atando más cabos, en lo que podría ser un broche de oro para la franquicia. No obstante, Tom Cruise sigue en buena forma y es capaz de, tras 20 años desde el inicio, mantener la llama de la saga con frescura y soltura, en un género en el que es uno de los pilares esenciales. Lástima que el cine de acción, con irregulares resultados, le haya absorbido excesivamente esta última década, ya que se echa de menos que aborde otras misiones imposibles, como lo hizo en su día en Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999) o Ojos bien cerrados (Stanley Kubrick, 1999). En todo caso, con el agente Hunt siempre podremos hacer una excepción, eso sí, siempre que no se traicione al espectador y al cinéfilo.
El crucero más fiestero. Hotel Transylvania tiene que ser una de las únicas franquicias cinematográficas que abrazaron su naturaleza caricaturesca desde el primer día. Uno de los mejores aspectos que cada película lleva y mantiene son las imágenes y el movimiento frenético que el director Genndy Tartakovsky domina a la perfección, algo que ya demostró en otros divertidos trabajos como las series de televisión Samurai Jack y El laboratorio de Dexter. Drácula, su hija Mavis, su yerno Johnny y su nieto Dennis, además de toda la troupe de monstruos, se van de crucero. Y es que Mavis sorprende a su padre con un viaje sorpresa en un crucero de lujo para monstruos, así que Drácula tendrá que tomarse unas vacaciones de su trabajo en el Hotel. Como no pueden resistirse a la tentación de ir, el grupo de amigos formado por la momia, el hombre lobo y el gelatinoso Blandi, se unirán a esta aventura en barco. Una vez en alta mar, el conde Drácula conocerá a Ericka, la misteriosa capitana de la embarcación con la que vivirá un romance. O al menos lo intentará, ya que la sobreprotectora Mavis se esforzará por mantenerlos separados. Todo se complicará cuando descubran que Ericka es en realidad la descendiente de Van Helsing, el archienemigo de Drácula y de todos los monstruos. Seguramente nos hallamos ante la saga animada de Sony más cercana al espíritu Cartoon Network que recordamos. Los numerosos gags visuales ocupan el asiento delantero de un guión que prioriza el slapstick antes que la estructura narrativa. La trama es bastante simplona, pero a cambio se obtiene una serie de viñetas donde los monstruos se meten en travesuras tontas durante el verano. Hay secuencias innovadoras y momentos divertidos que funcionan, pero en comparación con el original, e incluso la secuela, es un mínimo porque se ve obstaculizado por números excesivos de baile y una gran cantidad de chistes que no avanzan en ninguna historia (se pueden llegar a contar hasta siete momentos musicales en toda la película y solo uno de ellos funciona en su favor). En su versión original (que siempre recomendamos) destacan las voces de algunos actores con demostrada experiencia a la hora de trasladar su arte a personajes animados, y que ya se postularon en los dos primeros títulos de la serie. Así hallamos a Adam Sandler, Selena Gómez, Steve Buscemi y Andy Samberg en roles principales, y la siempre añorable presencia del maestro de la comedia Mel Brooks, quien pone voz a Vlad, el padre de Drácula. En definitiva, si la comparamos con las dos anteriores entregas de Hotel Transilvania esta es la más floja. Aunque es vibrante y frenéticamente rápida, debido a la falta de material narrativo, esta secuela con descarado afán lucrativo no tiene nada que ofrecer sino un hilo de chistes visuales que divertirán solo al más niño de los espectadores. Es hora de que sus hacedores se ramifique en nuevas ideas (Sony Pictures Animation no levanta cabeza con títulos postreros tan sosos como La estrella de Belén, Emoji: la película o Los Pitufos: la aldea escondida) y pongan a reposar la franquicia en el ataúd de Drácula. Aviso a navegantes: el clímax de esta película tiene que ser el final más inverosímil que se haya visto en una película animada hasta la fecha.
El precio del exilio El escritor austriaco judío Stefan Zweig explicaba así, en una carta, su suicidio el 22 de febrero de 1942, en Petrópolis, el “paraíso” que había encontrado en Brasil (al que definió como “el país del futuro”) al final de ocho años de exilio forzoso huyendo de los nazis. Un crepúsculo amargo y deprimido que cuenta la película «Stefan Zweig, adiós a Europa», en la que la actriz y realizadora alemana Maria Schrader (“Vida amorosa”) ha ordenado, en cuatro capítulos de un biopic sobre la atormentada vida del dramaturgo entre 1936 y 1942, el recorrido del hombre por Brasil, Argentina, Nueva York y de nuevo Brasil –donde siempre se le trató como a una estrella literaria- hasta el gesto fatal con que puso fin a dos vidas, una carrera brillante y unos ideales pacifistas. Escritor, biógrafo, activista social e intelectual respetado, Stefan Zweig fue uno de los grandes personajes del siglo XX. Autor de obras tan populares como “Carta de una desconocida”, “24 horas de la vida de una mujer”, “La confusión de los sentimientos”, “La Piedad peligrosa” o “El jugador de ajedrez” (publicada a título póstumo), no es la primera vez que el séptimo arte rinde homenaje al personaje y a su obra; el más reciente, El gran hotel Budapest, de Wes Anderson. En el caso que nos ocupa, “Stefan Zweig, adiós a Europa” es una película ambiciosa, austera también y muy reflexiva que se ocupa más del hombre que del escritor de éxito (interpretado con brillantez y enorme contención por Josef Hader, “Life eternal”) retratando cuatro momentos de ese exilio que recorrió hasta el final junto a su segunda esposa, Lotte Altman (Aenne Schwarz, “Time You Change”): una recepción en Río de Janeiro, otra más modesta y más kitsch también en una plantación de Bahía, un encuentro con sus hijas y su primera esposa Friderike (Barbara Sukowa, “Hannah Arendt”), también exiliadas, en una casa de Nueva York, y un paseo por Petrópolis con un crítico amigo. Cuatro momentos cargados de melancolía, de desesperación ante la invasión europea de los nazis, de la tristeza del exilio, que van configurando la tragedia final del suicidio del matrimonio. Nacido el 28 de noviembre de 1881 en Viena, Austria, y muerto el 22 de febrero de 1942 en Brasil, Stefan Zweig fue escritor, dramaturgo, periodista y biógrafo. Amigo de Freud, Romain Rolland y Arthur Schnitzler, abandonó su país en 1934 horrorizado por los avances del nazismo. Hijo de un fabricante de tejidos moravo judío y de la hija de un banquero austriaco, vivió su infancia en un barrio burgués y conformista. Durante la primera guerra mundial se enroló en el ejército y fue enviado a Polonia, a trabajar en los servicios de propaganda. A partir de 1916 militó en un pacifismo activo. En los años 1920 publicó novelas y traducciones y dio conferencias abogando por una Europa unida. En esos años escribió biografías y coleccionó manuscritos, partituras musicales y autógrafos; colección que fue destruida por los nazis. La llegada de Hitler al poder en 1933 cambió su vida. La neutralidad que pretendía terminó cuando Austria sucumbió ante Hitler, abandonó el país y se refugió en Londres. Desposeído de su nacionalidad se convirtió en un refugiado político que recorrió varios países del nuevo continente hasta que el 15 de mayo de 1941 dio su última conferencia. Después se dedicó a redactar unas memorias que envió por correo a su editor la víspera del suicidio. Biopic conseguido, drama histórico escrito por la propia realizadora junto a Jan Schomburg (guionista de “Lena” y “El amor y nada más”), que nos mete de lleno en el progresivo agotamiento del intelectual, impotente ante la expansión del nazismo que odia y consumido por esa vida errante que no consigue consolarle y que finalmente no pudo soportar. Stefan, de 60 años, y Lotte se suicidaron, envenenándose con Veronal, en su bungalow de Petrópolis. Como telón de fondo, la reflexión sobre el papel político de los intelectuales, y más concretamente de los intelectuales en el exilio, los apátridas representados en la película por el discurso que el también escritor Emil Ludwig, polaco de nacimiento y alemán a partir de la invasión nazi, pronunció en el PEN Club de Buenos Aires en septiembre de 1936, acto en el que se homenajeaba a Zweig.
Conflicto generacional. Seleccionada para representar a Palestina en los Oscar de 2018 a la mejor película extranjera, aunque finalmente no consiguiera ser escogida entre las últimas cinco finalistas, Invitación de Boda (Wajib) – dirigida por Annemarie Jacir (La Sal de este mar; Misterio en Amán) se nos presenta como un claro ejemplo de cine sólido y comprometido. Construida sobre un punto de partida bastante simple, pero fijado en una intención de documento antropológico (el wajib, o la costumbre local, típica del norte de Palestina, que asigna a los hombres de la familia la tarea de llevar las invitaciones de boda casa por casa) , la película se desenmaraña durante una buena parte en una situación narrativa fija y reiterada. Padre e hijo viajando en el desvencijado automóvil del primero por la ciudad de Nazaret, con paradas más o menos largas en casa de los distintos familiares y demás invitados, que dejan espacio para pequeños retratos a menudo caracterizados por un cortés sentido del humor. La intención del director y también guionista es la de retratar de la forma más fiel posible una Palestina urbana (Nazaret tiene alrededor de 75,000 habitantes). Para ello elige relatar una sensación de opresión a través de fragmentos que entran tangencialmente en la imagen, a veces incluso a través de una breve imagen capturada sobre la marcha por el automóvil que se convierte en una curva (esos soldados encuadrados fugazmente…). Mediante esta y otras técnicas igual de efectivas dota de sentido un contexto social que busca meticulosamente sus propias formas de una idea de normalidad, donde esa misma normalidad es revelada por un término que incluye en su significado también vivir como prisioneros, con libertad limitada de pensamiento y acción, y sobre todo guardando celosamente las manifestaciones del ritual y la cultura que en su continuidad garantizan la comodidad de la identidad, con ese padre coraje a la cabeza entusiasmado que hará lo indecible para darle a la hija una hermosa boda e involucrar a tantos amigos y parientes como sea posible en la ceremonia. Uno de los logros más importantes de este interesantísimo film es el de duplicar el conflicto enfrentando a un padre y a un hijo que también lo son en la vida real. Uno encarna la tradición (Mohammad Bacri, quien en 2002 dirigió un documental titulado Jenin, Jenin que tuvo muchos problemas con las autoridades israelíes y otro la modernidad (Saleh Bakri, visto en films estrenados en España como La fuente de las mujeres y La banda nos visita). Ambos se quejan amargamente del punto de vista contrario de su interlocutor: el padre quiere que su hijo no vuelva a marcharse y le vende el país como un reguero de oportunidades para mejorar su vida. Sin embargo, Shadi tiene otros planes (novia, trabajo fijo) que desde luego no pasan por desandar el camino andado. Los afilados diálogos se enriquecen del continuo enfrentamiento dialéctico. Algunos temas de discusión son bastante divertidos (ese cantante que amenizará la boda que lleva cuarenta años actuando para la familia aunque su voz no sea precisamente la de un tenor) y otros no tanto (todo lo que tiene que ver con la ocupación israelita de los territorios palestinos). Y a su lado una magnífica pléyade de secundarios que ejemplifican a la perfección el mosaico de caracteres que se puede hallar actualmente en el país: desde el poderoso y el espía al que se debe tener contento a pesar de la diferencia ideológica, pasando por el desencanto generalizado de quien no tuvo la oportunidad de marchar e incluso el representante de la religión que aboga por reclutar feligreses para la guerra en lugar de predicar la paz. Ojo a la escena final, un auténtico alarde de calma después de la tormenta que sirve para marcar un enfoque simétrico ligero y recíproco, donde en ambos lados hay una especie de amanecer de comprensión y aceptación del otro.
Extraños en el Paraíso. En pleno proceso de velada recuperación económica y en unos momentos en el que la ola del euroescepticismo continuaba creciendo hasta nuestro día presente, a raíz de la bomba estallada con el sí al Brexit, Valeska Grisebach triunfó en la sección Un certain regard del Festival de Cannes 2017 con este Western. El sencillo título no resulta nada arbitrario, puesto que Grisebach se nutre de estructuras y códigos del género homónimo, a partir de la llegada a un agreste pueblo búlgaro de un grupo de operarios alemanes para levantar e impulsar una central eléctrica. Su llegada, al principio, resultará algo incómoda dado el choque de culturas y la altiva superioridad moral de los germánicos, pero con el paso del tiempo del tiempo establecerán relaciones interpersonales con los habitantes de la villa. Grisebach sigue el esquema westerninano de los forasteros que se asientan en un nuevo paraje, rural y algo tosco, tomando los aires crepusculares de las películas de Howard Hawks. Los héroes son viejos y están cansados -más psicológicamente de la rutina que físicamente-, y no hay ninguna acción trepidante. Todo queda sujeto al lento paso del tiempo y a los pequeños hechos que se dan entre los personajes del pueblo. Prendada de un ritmo pausado, sin grandes acontecimientos (pero sin tedio), Grisebach muestra este microcosmos de un modo natural y sin artificios, cuya simplicidad guarda, en realidad, una intensa potencia narrativa, contenida, a la que no le hace falta explotar en violencia. Elegante como ella sola, Grisebach exprime sus recursos con solvencia, creando un clima tan envolvente al que no le hace falta dejarse llevar por golpes de efecto narrativos. Western también concuerda con la occidentalización del mundo, intensificada por la globalización. Los alemanes, desde el oeste de Europa, llegan a los remotos lugares del este para imponer su saber hacer a los aldeanos. Como en la actual Unión Europea, Alemania dictamina las ordenes y los miembros, subordinados, obedecen. En esta denuncia, Grisebach aprovecha para señalar las diferencias socioeconómicas y culturales en el mundo. No entre algo tan expuesto como el Primer y el Tercer Mundo, sino dentro de una organización que aboga por la igualdad entre Estados como la Unión Europea. El país más rico visita al más pobre de la asociación, pero además le intenta imponer sus reglas en su propia casa. Afortunadamente, Grisebach no es catastrofista y deja un halo de esperanza en la humanidad de sus personajes, quienes terminarán fomentando la convivencia y el respeto entre ellos, sin caer en sensiblerías tampoco. Porque quien salvará Europa serán sus ciudadanos, no su burocracia, instituciones ni despachos. Una película cuyo argumento y dimensión le restan excepcionalidad cinematográfica, así como su desarrollo pierde fuerza en sus decisiones, pero igualmente una excelente película absolutamente recomendable y necesaria. Una obra de sutil pero densa riqueza social y cultural, y de inmensa sabiduría de géneros cinematográficos.
Bajo la sombra de los superhéroes. Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que la cartelera anual no estaba dominada por blockbusters protagonizados por héroes de comics, estrenados de forma periódica y acaparando la taquilla un incontable número de semanas. Un tiempo en el que las películas que se atrevían a jugar personajes procedentes de las viñetas lanzaban una moneda al aire, una apuesta poco clara y con resultados dispares. En ese tiempo una película vino a iluminar un camino que, extrañamente, no acabó siendo explorado hasta varios años después. Los Increíbles marcó un hito en este cine de superhumanos con poderes y mallas que salvaban el mundo una y otra vez de la destrucción. Y sin capas. El tono, la idea original, el ritmo y el estilo visual de aquella obra sentaron un precedente pocas veces superado, una gran película que arrojaba luz sobre un subgénero hasta entonces no tan explotado. Desde entonces la idea de una secuela ha sobrevolado el calendario de proyectos de Pixar todos estos años, pero no llegó nunca a materializarse. Hasta ahora. Lo curioso de todo esto es que parece llegar en el momento más adecuado y menos favorable para la propia película. Hoy, los tiempos son otros. La superpoblación de producciones con este tipo de protagonistas, y especialmente las de la exitosa Marvel, han creado un clima enrarecido en el que la gente podría buscar algo diferente, separado del canon que viene repitiéndose los últimos años. Aquí es cuando, finalmente, Disney y Pixar se deciden a lanzar la segunda parte de una de sus películas más aclamadas, que otrora consiguiera ya elevarse por encima del resto de historias dentro del subgénero. Los Increíbles 2 abre de forma espectacular, y promete un relato con un fondo más trabajado que la simple aspiración al entretenimiento palomitero durante un par de horas. He aquí el primer problema: la película se suma al estiramiento del metraje que ya han dado bien de sí los actuales referentes de mallas (escudos, martillos, lanzaredes…) y capas. Sin embargo, Los increíbles no es una historia grandilocuente, de decenas de personajes, subtramas y conexiones con otros productos de un universo común. Es un ente con personalidad propia, y en ciertos momentos se siente un poco pesada, con escenas que aportan poco al resultado final. Cuando hablaba del tiempo menos favorable me refiero a que ha llegado un momento culmen del cine de superhéroes en el que dichas películas han podido experimentar lo suficiente como para ofrecer obras de gran calidad. Esto hace que la secuela de aquella película que tanto destacó entre tan pocos competidores se vea ahora obligada a superar la comparación con otras que ya han sido la delicia de crítica y público. Y, lamentablemente, pierde la ronda. En este caso, la historia es más bien simple, confiando demasiado en el feeling generado por sus protagonistas, y nunca llega a enganchar con giros inesperados como si lo hizo su predecesora. El último gran error que comete es el que, irónicamente, salvaguardó su primera entrega, y que es uno de los principales lastres de otras compañeras de temática. El villano resulta un ser instrumental, nada carismático y con unas motivaciones muy poco consistentes. Los Increíbles 2 no deja de ser, sin embargo, una buena película de entretenimiento, con un planteamiento visual a la altura de lo mejor que hayamos visto hasta ahora, y especialmente en el mundo de la animación. Lo mejor será no hacer comparaciones, ni con otras películas, y mucho menos con su antecesora.