Justiciero social, héroe anticlerical, arquero infalible, notable espadachín, líder de una banda clandestina de hombres alegres: Robin Hood reúne todas las condiciones para ser un héroe irresistible. No es difícil entender que desde su aparición en el folclore inglés, que se remonta al siglo XIV, haya tenido innumerables versiones, ni que a partir de 1912 se haya convertido en una sobreexplotada materia prima audiovisual. Esta película da un paso más allá y se propone el ambicioso objetivo de ser el inicio de una nueva saga. Por eso todavía no hay bosque ni pandilla: eso vendrá después, en caso de que se concrete una segunda parte (la decepcionante recaudación en Estados Unidos indican que es improbable). Aquí se cuenta el comienzo de Robin Hood: cómo un noble de buen vivir se convirtió en el bandido más popular de Inglaterra. Como en la mayor parte de las películas de orígenes, tenemos al futuro héroe atravesando una circunstancia difícil, de la que saldrá fortalecido y reinventado después de atravesar una dura etapa de transformación. La elección del protagonista no podría haber sido mejor: Taron Egerton ya mostró en Kingsman toda su destreza como héroe de acción y, a la vez, querible comediante. Su maestro y secuaz es Jamie Foxx, que no se queda atrás a la hora del carisma. La ambientación también es acertada: hay, en el vestuario, el maquillaje y la escenografía, una lucida combinación entre elementos medievales, contemporáneos y futuristas. Hay, también, un intento por darles una resignificación a las escenas de acción: así, el enfrentamiento entre el pueblo y los hombres del Sheriff de Nottingham parece un choque entre manifestantes y la guardia de infantería; y los caballos y carruajes reemplazan a los habituales motos y autos en las persecuciones. Pero el bombardeo de efectos especiales no disimula las fallas del guión, que plantea situaciones bobaliconas, ingenuas -el romance es insufrible-, y por momentos aburre. Queda a medio camino entre el cuento infantil y la oscuridad medieval; entre el mensaje social (se llega incluso a pronunciar la frase “redistribución de la riqueza”) y la pirotecnia visual. Habrá que ver si este Robin Hood tiene la posibilidad de una revancha.
Tal vez las separaciones más difíciles sean las civilizadas, aquellas en las que todavía subsiste el cariño pero todo lo demás murió de inanición. Entonces es cuando más cuesta entender por qué se está terminando la pareja, qué oscuras razones hacen que sea imposible recuperar el amor primigenio. Mabel y Jorge están atravesando esa situación. Es un día de calor agobiante y por delante tienen la que tal vez sea su última ocupación en común: desarmar la casa que compartieron durante la mayor parte de sus vidas. Todo transcurre en interiores: con una cámara fija que en general se asoma a las escenas a través de los marcos de puertas y ventanas, la opera prima de la actriz Mónica Lairana nos introduce como voyeurs en esas veinticuatro horas de largo adiós. Casi nada es dicho: si algo sobra a esa altura de un matrimonio añejo, son las palabras. Mabel y Jorge mantienen ese sobreentendimiento que dan los años en común. A esta altura, son más amigos, hermanos o primos, que marido y mujer. La pérdida del pudor habla de rutina. Lairana rompe tabúes y lo muestra a través de esos cuerpos auténticos, sexagenarios, marcados por el paso de las décadas, y de esas relaciones sexuales reales, trabajadas y frustrantes, despojadas del esteticismo que suele imperar en el cine a la hora de la desnudez. Por más que ellos hagan intentos desesperados por retenerlos, los fragmentos de la relación amorosa se van escurriendo. No hay forma de volver el calendario atrás. A veces una mudanza se parece a una expedición arqueológica, pero sin épica: el redescubrimiento de aquellos objetos acumulados a lo largo de los años, tal vez con la ilusión de estar construyendo algo, no hace más que confirmar la imposibilidad de detener el tiempo. Las fotos familiares descolgadas dejan tristes huellas. Probarse ese vestido setentista que emerge del fondo del placard o revisar los olvidados discos de vinilo son gestos nostálgicos que hacen palpable el fin de una época. Y el último revolcón, lejos de aliviar, aumenta la desolación.
“Mi infancia fue dolorosa. No podía esperar a crecer. Sentía que los adultos tenían todos los derechos: pueden llevar sus vidas como quieren. Un adulto infeliz puede empezar de cero, pero un niño infeliz está indefenso”, decía el maestro de La piel dura, de Truffaut, un experto en infancias difíciles. Natural Arpajou parece haber hecho suyas esas palabras a la hora de contar su propia niñez en esta autobiográfica opera prima. Armonía no vive en la calle, no es golpeada ni abusada. Tampoco puede decirse que no sea querida. Simplemente tuvo la mala suerte de que le tocaran un par de incompetentes como padres. Que repudian a la sociedad de consumo y por eso, aferrados a los ideales del hippismo, deciden vivir en plena naturaleza, alejados de cualquier vestigio de civilización occidental y cristiana. Como el personaje de Viggo Mortensen en Capitán Fantástico, con la diferencia de que ellos son los Capitanes Desastre. Porque no están preparados -a nivel práctico ni emocional- para llevar una vida que exige un nivel de organización que compense la falta de comodidades. Y muchísimo menos, para criar a una hija en esas circunstancias. Ni siquiera tienen el título habilitante de mamá y papá: en el marco de esa crianza alternativa, Armonía los llama Julia y Pablo, como si fueran hermanos mayores. Siempre narrando desde el punto de vista de Armonía, Arpajou consigue transmitir la desesperación de esa nena que crece a los tumbos, carente de figuras adultas que le den un marco de referencia y contención. Cuenta como aliados con los buenos trabajos de Andrea Carballo y Esteban Lamothe y, sobre todo, de esa pequeña revelación llamada Huenu Paz Paredes, un gran proyecto de actriz. El agobiante clima de la película contrasta con los escenarios en los que transcurre: puede haber angustia y desolación en los paradisíacos bosques y lagos patagónicos. En constante pie de guerra contra sus padres, Armonía pide a los gritos explicaciones o que alguien venga a rescatarla de ese estado de indefensión, aunque tenga que venir de otro mundo.
Una mañana, los adultos no se despiertan y los niños quedan librados a su suerte: cuentan con la camaradería como única herramienta para salir adelante. Vendrán lluvias suaves, que acaba de ganar el premio especial del jurado en el Festival de Mar del Plata, sigue a un grupo de chicos que un buen día se encuentran sin la tutela de sus mayores y se lanzan a buscar al hermanito menor de la protagonista, Alma. Estructurada como un cuento infantil, en capítulos marcados por separadores con ilustraciones, la película tiene varias fuentes literarias de inspiración: tomó el título de un poema de Sara Teasdale que describe un paisaje posapocalíptico, y de un breve cuento homónimo de Ray Bradbury que retoma el poema. Una pandilla de menores lanzada a lo incierto por las calles de un pueblo (todo fue filmado en Crespo, Entre Ríos, habitual escenario de los largometrajes de Fund) puede remitir al cine de Spielberg, a títulos emblemáticos como Cuenta conmigo o a homenajes spielbergianos como Stranger Things. Pero aquí el ritmo es otro: hay menos aventura y más introspección. Aquí no hay Demogorgons ni agentes secretos. La película se sale de lo habitual para el cine nacional en cuanto a su premisa fantástica, pero el tono de la narración, contemplativo y sin estridencias, está en una reconocible clave argentina. Lo que se muestra es una fe ciega en el candor de los chicos, en su falta de prejuicios para afrontar los inconvenientes que les pueda presentar la vida. Acompañados por animales, su espíritu lúdico es lo que los sostiene en un entorno adverso. En un marco que podría resultarles desesperante, ellos mantienen la calma, lidian con el fantasma de la muerte y llevan adelante una epopeya mínima. Con un final tan abierto como intrigante, que deja el terreno listo para una continuación.
Además de cineasta, Tomás Lipgot es palindromista. Es decir, un aficionado a los palíndromos, esas palabras o frases que pueden leerse de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, como “Dábale arroz a la zorra el abad” o “Neuquén”. Es esa ciudad, creáse o no, nació Lipgot, que se lanzó a la inverosímil tarea de filmar un documental sobre su hobby. El resultado es esta curiosidad intitulada ¡Viva el palíndromo! Lipgot es narrador en primera persona de esta travesía que lo lleva a Cataluña, Francia y Alemania tras los pasos de los integrantes del Club Palindromista Internacional. Entre sus miembros hay escritores, filólogos, matemáticos, abogados, y hasta un sindicalista (dueño de 700 ediciones del Quijote, obra que asegura haber leído también al revés). Ellos van trazando la historia de este “juego ludolingüístico” -también etiquetado por alguno como “enfermedad crónica” o “neurosis obsesiva”-, que se remonta a la antigua Grecia. Sótades de Maronea es señalado como el iniciador de un movimiento que tuvo a Julio Cortázar, Juan Filloy y los escritores de OuLiPo como algunos de sus aficionados célebres. Fiel a su temática, el documental tiene un espíritu lúdico que vuelve atractivo un tema de otra manera árido e infilmable. Además de algunos personajes increíbles, ante nuestros ojos pasan canciones alusivas, una revista especializada, unos cuantos libros, un congreso sobre el tema y decenas de ejemplos de palíndromos, incluidos algunos eróticos, que tienen premio propio: el Falolaf de bronce. En la exacta mitad de la película -los portadores de este virus buscan la simetría- hay un corto animado con diálogos exclusivamente palindrómicos. Por eso, antes de entrar al cine, diálogos exclusivamente palindrómicos. Por eso, antes de entrar al cine, hay que tener en cuenta una advertencia: esta manía puede ser contagiosa.
Es difícil que una película de iniciación, de crecimiento, no cause empatía: todos vivimos esos momentos de zozobra emocional en el largo y sinuoso camino hacia la adultez (que no es más que el inicio de otro largo y sinuoso camino, pero eso será carne de otras películas). Mi mejor amigo capta con sensibilidad y sutileza esa etapa de confusión, y lo hace retratando el vínculo protoamoroso entre dos varones adolescentes. Ante todo, lo que se muestra es un choque de mundos y de clases. Lorenzo (Angelo Mutti Spinetta, nieto del Flaco), es un chico de clase media criado por padres progresistas, responsable, estudioso, malo para los deportes, introvertido, tímido con las chicas. De un día para el otro se ve obligado a convivir con Caíto (el debutante Lautaro Rodríguez), hijo de un amigo de su padre, enviado a ese hogar sustituto en la Patagonia porque tiene problemas en su casa. El es todo lo contrario: tiro al aire, salidor, cargado de violencia contenida, pero de buen corazón. Toda la película se apoya en la buena construcción de estos dos personajes -también de los padres de Lorenzo, a cargo de Moro Anghileri y Guillermo Pfening- y de la relación entre ellos. En su opera prima, Martín Deus consigue que sus criaturas transmitan emociones sin necesidad de verbalizarlas. La indefinición y las dudas de Lorenzo están ahí, sin por eso hacer del protagonista alguien apático. Caíto también está en la búsqueda, pero no de su identidad sexual, sino de contención afectiva. La intersección de esos recorridos les deja huellas tan profundas como invisibles.
Es una lástima que Juana Viale no acompañe su belleza con expresividad: el día en que lo haga, será una actriz imbatible. Pero por ahora su decir monocorde y su escasa gestualidad empañan la perfección de ese rostro marca Legrand, y entonces la tentación de ungirla protagonista se convierte en una trampa mortal. Pero no hay que cargar las tintas sobre la nieta de Mirtha. Si bien su actuación es un escollo insalvable, se inscribe dentro de un contexto complicado. Porque Camino sinuoso jamás logra ser creíble, intensa o al menos atrapante, cualidad indispensable en un policial. Es una sucesión de escenas desangeladas, por lo general diálogos en interiores donde los personajes explican su pasado, sus circunstancias presentes y sus planes futuros, pero nunca transmiten emociones. Todo sucede de la boca para afuera. Viale encabeza el elenco, pero el suyo no es el papel más importante. Ella es Mía, una ex atleta devenida profesora de educación física luego de que su promisoria carrera se viera interrumpida por una sanción por dóping. Un día le avisan que su padre está agonizando y vuelve a su pueblo (gran parte de la película fue filmada en Villa La Angostura, aunque el escenario natural funciona como decorado y no se integra a la historia) para despedirse. Allí se reencuentra con su hermano (Gustavo Pardi), el verdadero núcleo de la historia. Porque sobre él recaen todas las desgracias: reciente viudo, nadie se priva de extorsionarlo, material o afectivamente. Alrededor de este hermano orbita el mecanismo de un guión cargado de giros forzados e inverosímiles. Falla en sus dos tramas: la dramática (la supuesta reconciliación de Mía con su pasado, un conflicto que jamás adquiere espesor) y también la policial, que queda cubierta bajo un manto de tedio. Y cuando intenta sacudirse la modorra con un poco de acción, se pone directamente al borde del ridículo, con Viale/Mía transformada en una insólita Uma Thurman/Beatrix Kiddo de cabotaje.
Entre las pestes varias que acarrea consigo la Navidad están las películas navideñas. Pero he aquí la excepción que confirma la regla: Néstor Frenkel filmó una de las pocas que valen la pena, porque muestra las costuras de esa alegría impostada. Y lo hace deconstruyendo a uno de sus mayores símbolos: Papá Noel. La marca registrada de Frenkel, atípica para un cineasta nacional y más aún para un documentalista, es una mirada a veces tierna, a veces burlona, siempre juguetona y atenta a captar los recovecos absurdos del alma. Ese tono es el que hace de Construcción de una ciudad (2007) o Los ganadores (2016) verdaderas joyas. Y es el que vuelve a usar para presentar esta antiheroica galería de papanoeles. Casi todos gordos (aunque los hay flacos), casi todos canosos de pelo y barbas largas (aunque hay un pelado lampiño), estos señores dedican sus diciembres a sacarse fotos con niños en shoppings, clubes de barrio, plazas. Como en un gran backstage de la Navidad, Frenkel los entrevista en sus propios hábitats y en un estudio que no disimula su artificio. Y descubre a unos personajes maravillosos. Está el ceramista, que vende papanoeles en miniatura (“el Papá Noel con mate fue el que más pegó”). El que se dedica a pintura de brocha gorda, reflexología y digipuntura. El que acicala su barba y melena en la peluquería y es miembro de un club de osos. El devoto de los duendes (“Ellos me dijeron ‘tenés que hacer este personaje’”). El que fue militante, delegado sindical, y ahora se disfraza para los chicos de un comedor popular. El que hace de estatua viviente (“¿No se te ocurrió llevar a Papá Noel al estatuismo?”, le consulta Frenkel). Hay también una empresa de papanoeles, donde todos se juntan a tomar una capacitación y terminan en una suerte de reunión de autoayuda contando sus vivencias con el traje rojo. La cámara retrata todo con una mezcla de cariño e ironía y le da una paradojal magia navideña a la película, que habla tanto del artificio de las Fiestas como de la capacidad humana para rebuscárselas y sobrevivir.
Esta película promete. En los primeros quince minutos, el protagonista, un entrenador auxiliar de básquetbol, se pelea a los empujones con el entrenador principal en medio de un partido, maneja borracho y le arranca el retrovisor a un patrullero al que después choca de atrás, y es sentenciado a cumplir una probation entrenando durante tres meses a un equipo de “discapacitados intelectuales” que para él son “subnormales” (incluso recuerda el “Día del Subnormal”, que se celebraba en España hasta no hace mucho). Todo indica que estamos ante una incorrección política y un desparpajo nivel Torrente. Pero no. Esta impresión pronto demostrará su falsedad con diálogos didácticos en los que se nos pregunta quién, después de todo, puede ser considerado normal. Y terminará de esfumarse con el encuentro del entrenador con sus pupilos, una encantadora pandilla interpretada por verdaderos deficientes mentales que aquí hacen su debut actoral. No tardará en llegar el videoclip en el que, con música emotiva, se sucedan los entrenamientos, partidos y viajes en los que Los Amigos vayan haciendo progresos en todos los ámbitos: personal, social y deportivo. Más allá de que el trabajo del elenco de no actores –y de Javier Gutiérrez, el protagonista- sea destacable, y de que haya algunos momentos divertidos, las nobles intenciones no alcanzan para hacer digerible el combo de emoción y épica edulcorada de Somos campeones. No es casual que haya sido enviada por España a los próximos Oscar (dejando en el camino a, por ejemplo, Todos lo saben, de Asghar Farhadi): hay mucho del peor Hollywood en la construcción narrativa de esta película, y no sería de extrañar que tuviera su remake hablada en inglés. Además de los avatares del equipo de básquetbol, hay una subtrama forzada que termina de enfangar todo: la tirantez entre el entrenador y su mujer por la negativa de él a tener un hijo. Uno de sus temores es que ella ya pasó los 40, con los riesgos genéticos que conlleva la maternidad tardía. “A mí tampoco me gustaría tener un hijo como nosotros, pero sí un padre como tú”, le dice uno de los discapacitados al DT: sólo una de las tantas insufribles lecciones que estos chicos le (y nos) darán durante la película.
Quienes esperen encontrarse con el cuento de E.T.A. Hoffmann, deben saber que El Cascanueces y los cuatro reinos sólo está basada en algunos personajes del relato original y de la adaptación de Alejandro Dumas a partir de la cual Marius Petipa y Lev Ivanov crearon el ballet. En realidad, esta película funciona como una secuela de la clásica historia. En un nuevo capítulo de la inquebrantable alianza entre Disney y los huérfanos, aquí María Stahlbaum, la niña heroína de Hoffmann, acaba de morir, pero dejó en este mundo a tres hijos. La que asume el protagonismo es su hija del medio, Clara. Es Navidad, y el padre de los chicos les da lo que su madre les dejó como legado. A esta quinceañera le tocó un misterioso huevo de metal: la búsqueda de la llave para abrirlo la llevará a vivir una aventura en el colorido mundo de una dimensión paralela. El guión, escrito por la cuasi debutante Ashleigh Powell, tiene mayor grado de parentesco con Alicia (tanto En el País de las Maravillas como en A través del espejo) que con Cascanueces y el rey de los ratones. Incluso el personaje del título está desdibujado: aquí tiene un rol secundario, nunca es un muñeco, sino siempre un soldado que ayuda a Clara. Ahondar en otras de las grandes diferencias equivaldría a contar demasiado. Alcanza con decir que del Cascanueces tradicional sólo queda cierto espíritu fantástico navideño y un puñado de referencias y guiños. Como el personaje del inventor, el padrino Drosselmeyer, papel que increíblemente recayó en Morgan Freeman, una elección que resta credibilidad y sólo se justifica como gesto de corrección política multiétnica. Esta historia, que bien podría titularse excluyendo la palabra Cascanueces, tiene gusto a poco. También las referencias al ballet y la música de Tchaikovsky (interpretada por una orquesta dirigida por Gustavo Dudamel, con Lang Lang como piano solista). Es el aspecto visual el que compensa el déficit narrativo. Los más de 130 millones de dólares invertidos en esta producción se notan: como en La Bella y la Bestia, la ambientación es casi perfecta. Todos los rubros técnicos crean la magia que todo cuento de hadas necesita y rescatan del naufragio a este Cascanueces.