Jefa por accidente retoma la fórmula de Mujer bonita: narrar el cuento de una Cenicienta contemporánea, una plebeya que llega a infiltrarse en la nobleza por casualidad o equivocación. Aquí, eso equivale a cambiar un trabajo de asistente en un supermercado por un alto cargo ejecutivo en una multinacional, disponer de despacho propio en el piso 59 de un rascacielos, mudarse de una casa en Queens a un loft en el Soho, salir de compras a exclusivas tiendas de ropa. En fin: el éxito según el evangelio capitalista. Pero sobre toda Cenicienta pende la amenaza de que llegue la medianoche y el hechizo se desvanezca. En este caso, el riesgo es que algún momento se descubra la falsedad del curriculum que la señala como egresada de Harvard, del perfil de Linkedin donde figura su desempeño gerencial en Estée Lauder y de la cuenta de Facebook que la muestra escalando el Kilimanjaro (al parecer, no es muy difícil engañar a las oficinas de Recursos Humanos de las grandes compañías). La comicidad de esta película navideña estrenada con demora intenta basarse tanto en los equívocos que pueden surgir a partir de esta mentira como en los personajes supuestamente desopilantes que rodean a la protagonista: por un lado, el clásico grupo de compinches (no falta la mejor amiga rea que siempre canta las cuarenta); por otro, sus excéntricos ayudantes del trabajo. Pero no hay más que una o dos situaciones que se parezcan a algo gracioso. De todos modos, el tono de Jefa por accidente varía, y la comedia va cediendo ante el melodrama. Como ahora hay que contar historias de mujeres empoderadas que escapen al modelo impuesto por el patriarcado, esta heroína latina de la clase trabajadora y más de 40 años no tiene deseos de ser madre. Pero como se ve que es una decisión que todavía suena demasiado radical, el guión le da una explicación (absurda, por cierto) que inclina la balanza hacia las lágrimas. Así, Jennifer Lopez tiene la oportunidad de demostrar que lo suyo no es la comedia ni tampoco el drama. En este caso, la falla es de origen: siempre hiperproducida, como recién salida de una sesión de peluquería y maquillaje, ni siquiera da jamás el physique du rôle de la mujer común que aprendió lo que sabe en la universidad de la calle. Tras fracasar en sus intentos por divertir o emocionar, Jefa por accidente deja una enseñanza moral con una voz en off: “Cada día tienes una segunda oportunidad de hacer lo que quieres; lo único que te detiene eres tú”. Nada que agregar.
Plaza París intenta funcionar en dos planos. Mientras se mueve dentro de los límites del drama social, puede servir para empezar a salir del estupor por la asunción de Jair Bolsonaro y asomarse a entender la compleja situación que viene atravesando el Brasil post Lula. En cuanto el tono vira hacia el suspenso, la película desbarranca y pierde consistencia. La veterana directora Lúcia Murat contrapone en un consultorio psicoanalítico a dos mujeres opuestas: la analista blanca, pequeñoburguesa, que responde a los cánones de belleza establecidos, frente a la paciente negra, proletaria, gorda. Una recurre a la otra para aliviar la carga de una historia familiar de abandono, alcoholismo, abuso sexual y violencia: quizá demasiado para las escasas herramientas con las que cuenta la joven terapeuta. Estos dos ejemplares antitéticos le permiten a Murat mostrar algunos de los universos que coexisten en la Río de Janeiro actual, con la brutalidad policial, la violencia de los narcotraficantes, la presencia cotidiana de los pastores evangelistas y la paranoia constante como actores principales de una ciudad prácticamente militarizada. Es decir, un caldo de cultivo ideal para el surgimiento de líderes mesiánicos que en sus discursos borren “progreso” del lema de la bandera brasileña y prometan, ante todo, orden y seguridad. Aunque por momentos el trazo es demasiado grueso, esa pintura social está lograda. Pero Plaza París hace agua en la construcción de los personajes. Sobre todo en el de la psicoanalista universitaria, con detalles de su historia personal como su relación de pareja (interpretada por Marco Antonio Caponi) o su obsesión con su madre muerta que no le aportan nada a la historia y, en cambio, la debilitan. Entonces, el vínculo entre las dos tampoco termina de ser dramáticamente sólido. Por eso, cuando la historia se convierte en un thriller se desdibuja, no consigue ser creíble y termina naufragando.
Personaje de leyendas venezolanas, El Silbón es el alma en pena de un parricida que fue condenado a errar eternamente por los llanos. Se dice que un silbido anuncia su presencia: al revés de la lógica, si suena a lo lejos es porque está cerca, y esa proximidad puede terminar en la muerte. Pero nada hay que temer mientras no se haya sido infiel: hay teorías que sostienen que este mito fue creado en el siglo XIX como un modo de controlar el adulterio masculino. Con su propia versión del origen de esta criatura fantasmagórica, Gisberg Bermúdez Molero acaba de ganar el premio a Mejor Película Iberoamericana en el Festival Buenos Aires Rojo Sangre. La historia transcurre en dos planos temporales alternados: en uno se cuentan las desventuras de Angel, quien luego de una serie de desgracias terminará transformándose en El Silbón; en el otro, se muestra cómo una bruja lo invoca para que aceche a un hombre, su mujer y su hija. El mayor mérito de la película es sugerir y no mostrar, crear un clima ominoso en el que siempre parece que está a punto de suceder lo peor. Eso que Bermúdez Molero denomina “terror elevado” y emparenta con ejemplos recientes como La bruja o El legado del diablo. El más logrado es el segmento con el futuro Silbón en su sufrida infancia y adolescencia, a merced de la crueldad paterna. Es un intenso e imprevisible drama familiar, con una lucida fotografía en exteriores. Y con un monstruo de carne y hueso más terrorífico que muchas criaturas sobrenaturales. Pero para que El Silbón mostrara sus poderes hacía falta otra historia. Y es en esa otra parte donde aparecen algunos lugares comunes del género que no terminan de funcionar. Pero la incertidumbre se mantiene: a veces porque la narración es confusa, es cierto, pero otras por la pericia de este prometedor director venezolano, que sabe cómo crear un mundo espeluznante.
Tango, fútbol, literatura y barrio. Las cuatro columnas sobre las que alguna vez se construyó la identidad porteña le sirven de pilares a Sergio Criscolo para narrar una verdadera gesta: la recuperación, por parte de San Lorenzo de Almagro, de los terrenos en los que alguna vez estuvo su estadio, el Gasómetro, que en 1979 fue cuasi expropiado por la dictadura militar. Para explicar la importancia de ese regreso a Boedo -después de todo, hace 25 años San Lorenzo construyó el Nuevo Gasómetro en el Bajo Flores- Criscolo rastrea los lazos afectivos que unen al club con ese barrio. Así, la historia de la institución se va entrelazando con los testimonios de diversos personajes que hacen sus respectivas declaraciones de amor por Boedo y la camiseta azulgrana. A la par, reconstruye el arduo proceso, aún en curso, de la vuelta. Que empezó hace veinte años por idea de Adolfo Res, un simpatizante que fue sumando adhesiones hasta conseguir que desembocaran en multitudinarias marchas para concretar la utopía: recuperar el predio de Avenida La Plata. Para eso hubo que sancionar una ley y negociar con Carrefour, que todavía tiene ahí el que en su momento fue el primer hipermercado de Capital Federal (en julio de 2019 debería entregar el terreno). Ante cámara desfilan desde el mayor coleccionista de objetos de San Lorenzo hasta el máximo goleador histórico, José Sanfilippo, pasando por un vecino cuyo patio lindaba con el Gasómetro o los propios padres del director, que en los ’70 fue mascota del equipo que estaba de gira por Ecuador. El documental no ahorra momentos emotivos: debe estar cerca del récord de gente quebrándose en plena entrevista. Si bien es cierto que cualquier hincha de fútbol puede identificarse con esas lágrimas, por momentos la película pierde ritmo y se aleja de los espectadores no identificados con San Lorenzo. Pero el mensaje es claro: si una asociación civil logró torcerle el brazo a una multinacional, significa que de vez en cuando las utopías pueden hacerse realidad.
¿Qué pasa cuando le abren la jaula a alguien que durante décadas vivió encerrado en una rutina? Esa es una de las preguntas que plantea Las herederas, opera prima de Marcelo Martinessi, otra buena muestra del incipiente cine paraguayo. La primera producción de la historia de Paraguay en competir en el Festival de Berlín -donde ganó dos Osos de Plata- gira en torno a una sesentona de la pequeña burguesía de Asunción que, por inercia o falta de imaginación, se fue quedando. Pero la Tierra sigue girando y las circunstancias cambian: todo parece hundirse, aunque tal vez esta sea su oportunidad de volver a respirar. Con una narración sutil, construida en torno a miradas, conversaciones fragmentadas y pequeños detalles, Martinessi cuenta los vaivenes de Chela (buen trabajo de Ana Brun, premiada como mejor actriz en la Berlinale) mientras retrata a una clase social. En realidad, habría que decir al ala femenina de una clase social, porque ésta es una película protagonizada exclusivamente por mujeres: todo transcurre en el universo de apariencias e hipocresía de señoras bien que tienen como principal ocupación jugar a las cartas y chusmear. Chela tiene un pie afuera de ese mundo, y lo observa con ojos de una desclasada. Porque no tiene marido, sino mujer; y porque el dinero que heredó se está terminando y debe desprenderse de objetos de valor para mantenerse a flote. Pero el derrumbe no es sólo económico: las resquebrajaduras son más profundas. Esa casa que va quedándole demasiado grande, vacía de objetos y de afecto, refleja la transformación interior que se va produciendo en paralelo. Hay cierto parentesco entre Las herederas y Cama adentro, de Jorge Gaggero, en cuanto a la decadencia social y afectiva de la protagonista. Pero aquí Martinessi también explora los pliegues del deseo a una edad en que las convenciones suponen que deben quedar en la baulera. Es como si Chela acabara de despertarse de un largo y profundo sueño y observara con perplejidad que hay vida más allá de su casona. Tiene que meter los pies en el barro y, en una de esas, no sea tan desagradable.
¿Qué le preguntarías a Dios si tuvieras la posibilidad de entrevistarlo? Bajo esta premisa, a primera vista atractiva, se esconde este panfleto cristiano cargado de didacticismo y un agobiante mensaje evangelizador, uno de los productos resultantes de la pujante “industria de la fe” en el cine estadounidense. Paul es un periodista que acaba de volver a Estados Unidos luego de cubrir la guerra en Afganistán y se encuentra con que su matrimonio está derrumbándose. Su primer trabajo de regreso en Nueva York es un reportaje a un elegante hombre que dice ser Dios y le concede tres encuentros de media hora durante tres días consecutivos. En una cita a El séptimo sello, de Ingmar Bergman, donde un cruzado jugaba al ajedrez con la muerte, el primer diálogo se produce con escaques y trebejos por medio. El segundo es en un teatro y el tercero, en un hospital (entre cada intercambio, hay una flojísima trama sobre la crisis de pareja del periodista). Las preguntas giran en torno a cuestiones teológicas, como si existe el libre albedrío, qué es la salvación, si existe Satanás, por qué a la gente buena le ocurren desgracias. Y, desde ya, si hay un único Dios. Pero esta supuesta deidad, que responde con más preguntas a los interrogantes que se le plantean, se parece más a un psicoanalista que al Todopoderoso. Las charlas son reiterativas, exasperantes. El periodista pierde los estribos ante la actitud evasiva de su entrevistado y ahí, bajo el disfraz de una supuesta confrontación, llega la bajada de línea. Se suceden premisas tales como que “la fe no es el objetivo, sino el proceso” o que “el matrimonio requiere tiempo y dedicación cada día”. Cabe preguntarse a quiénes están dirigidos sermones cinematográficos como este. A los creyentes no les aportará demasiado. Y a los ateos se les hará insoportable, aunque la intriga por saber si ese señor de traje es realmente el Señor o un impostor más tal vez pueda sostener el interés hasta el final.
La grandilocuencia acompaña a La vida misma desde su título y no la abandona a lo largo de sus excesivos 117 minutos. A través de sus cinco historias, esta película coral intenta transmitirnos todo el tiempo un profundo mensaje existencial: una voz en off se encarga de bajarnos línea mientras ante nuestros ojos se van sucediendo los edificantes episodios que buscan hacernos reír y llorar (como la vida misma). Si fuera un libro de cuentos, aconsejaríamos leer sólo el primero (El héroe) y, después, dejar el volumen de lado. Porque es el único en el que cierta acidez y oscuridad compensan la empalagosa dulzura que impregna a toda la película. En él, un lucido Oscar Isaac interpreta a un hombre que está en una sesión de terapia intentando superar el final de su pareja. Lo que se cuenta no es extraordinario, pero funciona porque el tono es juguetón. En el comienzo se activa un dispositivo que intenta emular el ingenio de un Charlie Kaufman, y durante el episodio se incluyen algunas reflexiones sobre el propio procedimiento narrativo, con un planteo sobre la cuestión del “narrador poco fiable” que amaga -sólo amaga- con ser interesante. En esa búsqueda de sorpresa, también se usa y se abusa de un mecanismo temporal de cajas chinas, con flashbacks dentro de flashbacks. En esta sumatoria de recursos narrativos se nota que, antes que director (este es su segundo largometraje), Dan Fogelman es guionista (creador de la exitosa serie This Is Us, también escribió, por ejemplo, los guiones de Cars 1 y 2 y Loco y estúpido amor). Luego, el humor y el espíritu lúdico van desapareciendo. La pirotecnia narrativa va apagándose: cuando caen los adornos, lo que queda a la vista es el contenido edulcorado, lacrimógeno y sensiblero de esas fábulas. Que se van encadenando, pero para que esos eslabones queden unidos -al fin y al cabo, es la historia de una familia-, se fuerzan coincidencias que cierren el círculo de los personajes. Una patología mundialmente conocida como Mal de la Coralidad.
A Eso que nos enamora le pasa lo que a tantas películas nacionales que intentan emular productos importados: están tan atentas a seguir cada paso del manual de instrucciones, que en el camino pierden todo atisbo de personalidad y terminan resultando una mueca del original. En este caso, el modelo a seguir es el de la comedia romántica norteamericana. Entonces tenemos al protagonista (Benjamín Rojas), que está deprimido porque acaba se separarse y se va a vivir a lo de su amigo piola (Carlos Portaluppi). En su vida todo parece estar mal: también lo echan del trabajo y le roban la bicicleta. Por casualidad conoce a una chica (Paula Cancio) que le hace olvidar sus desgracias: traban amistad y hasta hay un clip musical donde se ven los progresos de la relación. Pero algo los distancia, se reconcilian y… No es difícil imaginar el resto. Ya se sabe que la originalidad está sobrevalorada, pero en su opera prima, Federico Mordkowicz ni siquiera consigue contar la historia de siempre con voz propia. Aquí la identidad sólo está dada por marcas geográficas y regionalismos gastronómicos y lingüísticos. Pero que el personaje de Portaluppi diga todo el tiempo “pelotudo” no ayuda, sino todo lo contrario. Tampoco, que Rojas y Cancio sigan una estricta dieta de choripanes. Ni que haya tomas cuasi publicitarias de Puerto Madero y otras partes de Buenos Aires: un recurso for export al que suelen apelar algunas producciones argentinas que intentan disimular su bajo presupuesto. Pero el efecto es el contrario, porque se acentúa la estética televisiva en el peor sentido, ésa que remite a nuestras telenovelas o tiras costumbristas. Lo que compensaría los escasos medios sería una pareja deslumbrante o un guión sólido. Pero cuando los personajes dicen frases como “el presente es lo único que tenemos: el pasado es un recuerdo, el futuro una sorpresa” o “la suerte y lo inesperado siempre caminan al lado nuestro”, entonces no hay salvación posible.
Si en algún momento en el cine y el teatro nacionales estuvieron de moda las familias disfuncionales, quizás estemos en presencia del comienzo de una tendencia derivada, más específica: ahora están en tela de juicio la maternidad y la paternidad. En Yo niña, estrenada la semana pasada, Natural Arpajou mostraba a una pareja incapaz de criar a una nena; en Julia y el zorro, Inés María Barrionuevo presenta a una madre que no puede o no quiere hacerse cargo de su hija. En ambas, las nenas pagan el precio de adultos con dificultades para ejercer como padres. Julia y Emma (buenos trabajos de Umbra Colombo y Victoria Castelo Arzubialde) se mudan a una casona semiabandonada y vandalizada: el estado de la vivienda es una metáfora del momento que atraviesan madre e hija. Están transitando el duelo por la muerte del padre de Emma; tienen que recoger los pedazos de sus vidas y tratar de rearmar el vínculo entre ellas para seguir adelante. Con un tono sombrío, tanto narrativo como visual, Julia y el zorro gira en torno a la tirantez entre ellas dos. Es una película de climas: por momentos esa atmósfera está lograda, y en otros la morosidad se impone y el tedio opaca a la tensión dramática. El foco está puesto en esa suerte de femme fatale de los años ‘50 que es Julia, y en su denodada lucha contra los demonios de su tristeza y su egocentrismo, que se alzan entre ella y sus deberes de madre. La maternidad se le aparece como una cárcel, una obligación despojada de todo placer. Y la que más lo padece es su hija.
Promover la adopción de niños es encomiable, pero transformar una película en un panfleto sobre el tema quizá sea demasiado. Conmovido por su propia experiencia como adoptante, el director y guionista Sean Anders (Guerra de papás 1 y 2, Quiero matar a mi jefe 2) quiso compartirla con el mundo y el resultado es este edulcorado manual de adopción. Mark Wahlberg y Rose Byrne interpretan a un matrimonio de cuarentones casi decididos a no tener hijos, cuando se les ocurre que darle un hogar a un niño abandonado puede ser una buena idea. Y terminan adoptando a tres hermanos: una adolescente y dos niños. Así, vamos recorriendo todas las instancias del proceso junto a ellos: el curso previo para aspirantes a la adopción, el momento de la elección de los chicos, el romance de los primeros tiempos, el choque con la dificultad de criar a niños que llegan con un pasado a cuestas, la terapia grupal para padres adoptivos. Didáctica, la película enseña casi todo sobre el sistema de adopción (detalle: en Estados Unidos). Cargada de tomas de gente asintiendo conmovida a las verdades que les dicen las asistentes sociales, alterna escenas lacrimógenas con otras de dudosa comicidad. Trata de ser realista al mismo tiempo que transcurre en un mundo ideal, libre de preocupaciones económicas, con casa enorme y 4x4. Y como si Familia al instante no tuviera suficientes problemas, en la Argentina se enfrenta con uno adicional que es insalvable: su estreno en una horrorosa versión doblada al castellano neutro.