No hace falta contar una historia grandilocuente para hacer una buena película, pero a las historias mínimas hay que acompañarlas de intensidad. Es lo que le falta a El otro verano, que muestra la relación entre un hombre a la deriva y un joven que tal vez haya aparecido en su camino para cambiarle la vida. Entre el hippismo y la desidia, Rodrigo (Guillermo Pfening) administra unas cabañas en San Marcos Sierras. Por casualidad conoce a un adolescente que llegó desde Buenos Aires y no tiene dónde quedarse. En ese marco idílico, bellamente retratado por la fotografía de Gustavo Biazzi, forjan un vínculo casi sin quererlo. Pero cuando los personajes empiezan a tener desarrollo y sus andanzas, a cobrar espesor dramático, la película se termina y nos deja con la sensación de ser un trabajo en construcción.
“Dejen que China duerma, porque cuando despierte, el mundo temblará”. A principios de esta década, Hollywood descubrió que Napoleón tenía razón y multiplicó sus esfuerzos por penetrar en el jugoso y creciente mercado oriental, con coproducciones y guiños como la inclusión de actores y locaciones chinas. Lo inesperado era que una producción estadounidense dirigida y protagonizada por asiático-occidentales tuviera en Estados Unidos el rotundo éxito comercial de Locamente millonarios. Una nueva lectura a la frase napoleónica que abre la película. En rigor, la historia no transcurre en China sino en uno de los cuatro tigres asiáticos, Singapur, que tiene un 75 por ciento de chinos en su población y es una de las diez ciudades con más multimillonarios del mundo. Hasta allí viaja la pareja formada por Rachel Chu y Nick Young: él va a aprovechar el casamiento de su mejor amigo para que su familia conozca a su novia. Lo que la chica no sabe es que el clan Young es uno de los más poderosos de Singapur y no cualquiera puede integrarlo: su potencial futura suegra le bajará el pulgar e intentará alejarla de su hijo. En este producto destinado ante todo al público femenino, el cuento de hadas y la novela rosa se cruzan con la comedia romántica: las idas y venidas de pareja, personajes secundarios excéntricos a cargo del humor y momentos emotivos trillados se alternan con los intentos de la plebeya por entrar a la realeza saltando la muralla de rechazo diseñada por la reina malvada. Pero la historia -basada en la primera novela de una trilogía que es best seller y cuyo segundo tomo también tendrá una película- parece una gran excusa para exportar la gastronomía, las bellezas naturales y el futurismo urbano de Singapur y alrededores. Todo está dentro de un envoltorio que podría sintetizarse como la sumatoria de la revista Caras, el programa de Marley y alguno de esos ciclos de cocineros viajeros (no parece casual que el protagonista, Henry Golding, debute aquí como actor después de conducir un programa por el estilo en la BBC). A Rachel no sólo le pasan factura por su pobreza, sino también por su condición de “banana”: amarilla por fuera, blanca por dentro. Casi como la película, donde se habla mucho más inglés que chino y los personajes llevan un estilo de vida occidental. Y donde, por más que se hagan chistes que fingen reírse de los ricos, hay un regodeo en la desigualdad capitalista que roza la obscenidad.
Stephanie traba amistad con Emily, mamá de un compañero de escuela de su hijo. Un día Emily le pide que busque a su hijo de la escuela y desaparece: a partir de ese momento, Stephanie se dedica a investigar qué le ocurrió. La sinopsis de Un pequeño favor indica que se trata de un policial. Y en buena medida lo es. Pero su director, Paul Feig, es un especialista en comedias: creador de la serie Freaks & Geeks, dirigió Damas en guerra, Chicas armadas y peligrosas, Spy y la Cazafantasmas femenina, entre otras. Tal vez por eso, o quizá para atenuar sus evidentes similitudes con Perdida, le dio a este thriller un tono cómico que resulta desconcertante en el mal sentido de la palabra. Porque esa liviandad distrae, le quita peso y credibilidad a la trama de suspenso. A la vez, como la intención no fue hacer una comedia, el humor está contenido y tampoco funciona como sostén de la película. Podemos hacer el ejercicio de abstraernos de los chistes sembrados aquí y allá y tratar de enfocarnos en el misterio de esta mujer desaparecida. Pero el guión jamás logra resolver con eficacia el desafío que plantea toda adaptación literaria (o tal vez la novela homónima de Darcey Bell en la que está basado sea realmente mala): está plagado de flashbacks y diálogos que intentan explicarnos los múltiples giros forzados que va dando la historia en su búsqueda por sorprender.
“No descanso bien, dormir se me hace insoportable”. Esas son las primeras palabras de Alejo Ruiz: el protagonista de La casa del eco dice que padece de un mal llamado “sueño progresivo” y se lo explica así a un médico: “Imagine una moneda fallada, sin reverso. Con dos caras iguales”. Esta patología da lugar a una trama con realidades paralelas: nunca sabemos bien en cuál de las dos caras está sucediendo lo que se ve en la pantalla. Porque, a diferencia de lo que describe el personaje, esas caras son parecidas, pero no iguales. En las dos, Alejo es arquitecto y está casado con Ana, pero en uno de los universos tiene una hija de unos diez años, mientras que en el otro su mujer se niega a la maternidad. La película juega constantemente con la duda: ¿lo que estamos viendo forma parte del mundo onírico de Alejo o sucedió realmente? “Soñé que viajábamos: íbamos a Corral de Tierra”, le dice Alejo a Ana, y en esa frase explicita el recurso sobre el que se apoya toda la ficción. Hay que aferrarse a esas escasas pistas, porque La casa del eco es difícil de desentrañar. Si Hollywood nos tiene acostumbrados a historias predigeridas, donde nada puede quedar librado a la interpretación, la opera prima del cordobés Hugo Curletto -también autor del guión- se va al otro extremo: los saltos temporales y la deconstrucción narrativa son tales que se impone el desconcierto. Pero no hay climas o emociones que vengan a complementar esa extrañeza, y entonces la película funciona como una maquinaria sin alma. Una travesía a caballo por las sierras, en un triángulo misterioso formado por la pareja protagónica y un guía parco, tiene un suspenso que sostiene, en parte, el interés. Queda claro que Alejo está viviendo una crisis existencial que abarca distintos planos: laboral, amoroso, familiar. Oscila entre el enojo, la tristeza y la frustración. Pero es difícil empatizar con él o siquiera comprenderlo, porque las raíces de sus sentimientos son devoradas por el engranaje fantástico.
Una nena vive en una habitación rústica y su único contacto con el exterior es el paisaje boscoso que ve a través de los barrotes de un ventanuco. Un hombre, al que ella llama Daddy, es la única persona con la que tiene un vínculo: él se encarga de alimentarla y de enseñarle lo que quiere que sepa sobre el mundo. Anna no puede salir: el picaporte de la puerta está electrificado. Daddy le explica que es para que evitar que los Wildlings, unos seres peludos, de enormes dientes y largas uñas, entren a comérsela. Porque ella, le dice, es la última nena que queda: todos los demás fueron devorados. Al principio, Criaturas nocturnas parece seguir los pasos de La habitación y contar una historia al estilo de la de Natascha Kampusch, la austríaca que pasó su adolescencia secuestrada por un pedófilo. Pero la opera prima del alemán Fritz Böhm termina revelándose como una metáfora de la pubertad y el despertar sexual. También, como para estar a la moda, admite una lectura feminista, donde el poder femenino aparecería como una amenaza para la estructura patriarcal. En ese sentido, Anna no está sola: su benefactora en el masculino pueblito montañés donde transcurre todo es la comprensiva sheriff que interpreta Liv Tyler. No es el único apellido ilustre del elenco: el ambiguo Daddy está a cargo de Brad Dourif, una leyenda del cine de género que hizo la voz de Chucky. El es uno de los tantos nexos de Criaturas nocturnas con el viejo y querido cine clase B. Los efectos especiales de bajo presupuesto, que combinan imágenes por computadora con maquillaje y prótesis, coquetean con la bizarría: es difícil hacer una película de hombres -o mujeres- lobo con poco dinero sin afectar un poco la credibilidad del asunto. De todos modos, aquí el inconveniente está en un guión que, luego de un comienzo aceptable, toma un rumbo errático y da unos giros que arruinan lo bueno que se había construido hasta entonces.
Difícil imaginar un ámbito más hostil para la homosexualidad que un pueblo chico perdido en el medio de la pampa húmeda. Si salir del clóset suele ser complicado, las circunstancias de Marcos son aún más adversas que lo usual: es el menor de los dos hijos varones de un matrimonio de puesteros de una estancia bonaerense. La palabra “gay” no figura en los diccionarios sociales de la zona. Que esta historia esté “inspirada en hechos reales” -el caso de Marcelo “Marilyn” Bernasconi, que en 2009 sacudió a la localidad de Oliden, cerca de La Plata- tiene poca importancia. Porque no necesita ningún anclaje con la realidad para resultar verosímil. Construida con gestos, miradas y silencios antes que proclamas, la opera prima de Martín Rodríguez Redondo conmueve más allá de que su protagonista haya aparecido en los diarios alguna vez. Dentro de un sólido elenco, integrado por actores poco conocidos -a excepción de Germán De Silva- la chilena Catalina Saavedra y el debutante Walter Rodríguez son los intérpretes ideales para llevar las riendas de esta tragedia. “¿Por qué me hacés esto?”, le pregunta ella cuando descubre ropas de mujer en el cajón de su hijo. Un diálogo típico, pero la película siempre esquiva el trazo grueso y nunca se regodea en golpes bajos. El adolescente es hostigado tanto dentro de su casa como fuera de ella, pero está decidido a vivir su sexualidad libremente. Es difícil saber lo que pasa por su cabeza, pero el personaje nunca es apático, sino que comunica con sus acciones. Es una víctima, sí, pero no se busca que le tengamos lástima. Rodríguez Redondo y sus coguionistas -Mariana Docampo y Mara Pescio- consiguieron mostrar con sutileza que en la raíz del odio a Marcos están el deseo y la envidia. Pero tal vez lo que más diferencie a Marilyn de otras películas de la misma temática sea que el sometimiento viene por partida doble: la intolerancia sexual va a la par de la opresión de clase. Porque Marcos es gay pero, ante todo, es pobre, y ese sí que es un pecado imperdonable.
Hay momentos de quiebre en que la vida parece quedar entre paréntesis. O tal vez sea al revés, y lo que quede entre paréntesis sean las distracciones, mientras desde las profundidades emerge lo que veníamos esquivando, barriendo debajo del trajín cotidiano. Marcela está en uno de esos momentos: acaba de morir su hermana, y el duelo enrarece sus días de ama de casa, esposa y madre de tres adolescentes/veinteañeros. “Esta no sé quién es. Igual ahora no hay a quién preguntarle: están todos muertos”. En el simbólico proceso de desarmar la casa de Rina, Marcela encuentra unas viejas fotos y empieza tanto a vislumbrar su propia finitud como a sentir la soledad del superviviente. Su refugio es su propio hogar, ese lugar donde parece casi imposible estar a solas, animado por movimientos permanentes, gente que circula y una banda de sonido de timbrazos: el teléfono, la puerta del departamento, el portero eléctrico. Algunos talleres literarios aconsejan escribir de lo que se sabe. En su opera prima, María Alché pintó con gran pericia su aldea: un hogar porteño de clase media. Su experiencia como actriz y directora de actores luce en la construcción de esa familia, en la credibilidad de esas criaturas que coexisten pegoteadas en su hábitat de cuatro ambientes. Además de haber protagonizado La niña santa, Alché ha colaborado seguido con Lucrecia Martel, y es inevitable asociar esa dinámica familiar a La ciénaga. O a la Marcela de Mercedes Morán, que siempre anda un poco distraída, con el personaje de María Onetto en La mujer sin cabeza. También hay algo marteliano en la habilidad para enrarecer y darle a la película una espesura dramática y visual (gran trabajo de la francesa Hélène Louvart en la fotografía). El costumbrismo termina de estallar con la irrupción de una serie de escenas oníricas, fantasías que tiñen lo cotidiano y abren nuevas puertas de percepción. Con su dolor a cuestas, Marcela trata de mantener el funcionamiento normal de la casa, pero su realidad ya no tiene los mismos parámetros. Alguien movió el prisma y ahora es inevitable observar la existencia desde otra perspectiva.
Muchos tal vez no la hayan oído nombrar jamás, pero la colección de libros Goosebumps (llamada Escalofríos en Latinoamérica) es la segunda más vendida de la historia, detrás de la saga de Harry Potter. Y según nos cuenta Wikipedia, su autor, R. L. Stine, es conocido nada menos que como el Stephen King de la literatura infantil. Hace cuatro años, esta serie bibliográfica tuvo su primera versión cinematográfica y ahora llega la secuela, en lo que parece el inicio de una larga franquicia. El tono sigue siendo el mismo: una comedia juvenil con ingredientes fantásticos y de terror liviano. La historia no se basa en alguno de los libros en particular, sino en el universo de Escalofríos en general. Y la mayoría de los personajes de esta segunda parte son nuevos, salvo por el propio R. L. Stine (interpretado otra vez por Jack Black, que tenía peso en la anterior y ahora sólo hace una breve aparición). Ahora los protagonistas son dos preadolescentes que por accidente le dan vida a Slappy, un siniestro muñeco de ventrílocuo que tiene poderes mágicos y los usa para transformar en criaturas reales a las máscaras y la decoración de Halloween (por algo se estrena en esta época). Junto con la hermana mayor de uno de ellos, los chicos intentarán detener a este Chirolita pariente de Chucky antes de que destruya el pueblo con su ejército de monstruos y brujas. Al estilo de Stranger Things, hay un homenaje al Steven Spielberg ochentoso y sus bandas de chicos pueblerinos en bicicleta dispuestos a la aventura. Y también a ese mecanismo de Jumanji por el cual lo que sucede en el juego (en un libro, en este caso) se vuelve real. Así, con una aceitada fórmula, este producto cumple con el objetivo de entretener, y no mucho más. En esta misma línea de comedia fantástica juvenil, todavía está en cartel La casa con un reloj en sus paredes (también basada en un reconocido libro infantil y con Jack Black en el elenco), que es más recomendable que ésta.
Pablo y Esperanza parecen predestinados: son noviecitos desde su más tierna infancia y siguen siendo pareja hasta la adultez. Pero ella (María Abadi) sufre un violento robo callejero que la lleva a debatirse entre la vida y la muerte, y esta situación hace que él (Matías Mayer) retome las investigaciones paranormales que su fallecido padre (Guillermo Pfening) dejó inconclusas. Eterno paraíso está dividida en dos partes que tienen una débil conexión entre sí. Hay una historia de amor que sirve de excusa para introducir lo que realmente parece importarle al guión, que es el elemento fantástico. Los primeros dos tercios de la película, durante los cuales se muestra el entendimiento profundo que hay entre los dos personajes y el sufrimiento que atraviesa él ante el drama hospitalario que padece ella, sólo parecen estar para justificar lo que ocurrirá después. A raíz de su angustia por lo que le sucedió a Esperanza, Pablo se obsesiona con escritos, videos y grabaciones que dejó su padre. Pero no hay un desarrollo claro de esa búsqueda mística que él retoma. Se habla de “ensoñamiento”, de “sueños lúcidos”, de “estados inexplorados entre la vida y la muerte” y se repite que “la gente odia lo que no puede comprender”. Y es cierto que no se termina de entender qué es lo que está buscando este muchacho. Pero eso no genera odio ni tampoco suspenso, sino confusión. Si a esto se le suma que se notan las limitaciones de presupuesto que tuvo la producción, el resultado es que las debilidades del guión no sólo resultan indisimulables, sino que quedan todavía más expuestas. Y hacen que Eterno paraíso quede como el bosquejo de una historia a la que le faltó maduración.
¿Qué lugar queda para las parodias de James Bond después de Maxwell Smart y Austin Powers? Parece que algún resquicio todavía había: a quince años del inicio de la saga, y a siete de la secuela, los ingleses desempolvaron a Johnny English para esta tercera (¿y última?) aventura. Que, contra todo pronóstico, tiene su gracia. Un ciberataque expuso la identidad de todos los agentes del MI7, y entonces a la agencia de inteligencia británica no le queda otro remedio que acudir a uno de sus miembros retirados para combatir al ciberterrorista. Que no es otro que Johnny English, que no es otro que Mr. Bean haciéndole burla a 007. Es decir: Rowan Atkinson, príncipe del slapstick, vuelve a desplegar todo su arsenal de torpezas físicas, pero con otra excusa. Otro personaje, los mismos recursos. Por momentos los chistes son de una candidez y una elementalidad tal que parecen destinados a niños muy pequeños (y probablemente así sea). Otros están demasiado transitados: como si el Súper Agente 86 no les hubiera exprimido ya todo el jugo cómico posible a los chiches tecnológicos ridículos, aquí, por ejemplo, se insiste en hisopos explosivos y golosinas letales que no aportan nada. Muchas de las monerías de Atkinson son exasperantes. Pero hay que reconocer que, a fuerza de caídas y patinadas, después de un rato es capaz de quebrarnos la resistencia hasta a sus detractores más tenaces. Como en esa secuencia en la que se pasea por Londres usando un casco virtual que lo enceguece y lo lleva a atacar con un par de baguettes a un mozo o dejar fuera de combate a una anciana en silla de ruedas. Un gran aliado para este Johnny English es su compañero Bough, que en la secuela había quedado fuera pero ahora volvió con todo, explotando a fondo la figura del fiel ladero que nunca pierde la compostura y a menudo termina sacándole las papas del fuego a su jefe. Olga Kurylenko, como una espía rusa, y Emma Thompson, como la primera ministra británica, también contribuyen a jerarquizar esta comedia. Que, además, se ríe de la adulación y el embobamiento que generan los profetas de Silicon Valley, sin dejar de señalar que probablemente sean los nuevos amos del planeta.