El espíritu de los recuerdos La de Agustín Goiburú es de por sí una vida de ribetes cinematográficos, y la directora Paz Encina lo aprovecha. Como tantas historias de militantes, la del paraguayo Agustín Goiburú es trágica y fascinante. Médico de profesión, fue uno de los dirigentes del Partido Colorado que rompió con la agrupación para denunciar las violaciones a los derechos humanos de la dictadura (1954-1989) de Alfredo Stroessner. Exiliado en Posadas, en 1969 fue capturado por el régimen mientras pescaba en el río Paraná. Un año después, logró escaparse de una cárcel de Asunción cavando un túnel junto a otros presos, para huir a Santiago de Chile, volver a Posadas y, desde ahí, planear un atentado contra el dictador. Pero falló y se convirtió en el hombre más buscado de Paraguay: en 1977, en el marco del Plan Cóndor, fue secuestrado en Paraná. Está desaparecido desde entonces. Es una vida de ribetes cinematográficos, pero Paz Encina eligió contarla de una manera poco convencional: por eso, es conveniente tener presentes los datos históricos básicos antes de ver Ejercicios de memoria. La directora de Hamaca paraguaya recorrió junto a los tres hijos de Goiburú la quincena de casas, en tres ciudades distintas, en las que vivieron durante los años de exilio. En esos viajes recogió el testimonio de sus recuerdos, así como el de la viuda de Goiburú. Mientras las voces de los cuatro yuxtapuestas van recordando aquellos años, vemos fotografías familiares de la época, así como imágenes de otros desaparecidos y del seguimiento del propio Goiburú encontradas en archivos policiales. También se escuchan conversaciones, presumiblemente policiales, ininteligibles. En una decisión estética, Encina optó por sacrificar la información y la claridad del relato para construir una suerte de poético simulacro de la memoria. Así, la película tiene la consistencia de los recuerdos: tomas de niños en el monte paraguayo, naturaleza muerta en habitaciones vacías, la profundidad de un río, mientras ecos lejanos traen reverberaciones del pasado.
Un padre en su laberinto Están bien retratada, y actuada, la dinámica de una familia. Un matrimonio de profesionales, de clase media acomodada, con un hijo único. Llevan una vida aparentemente perfecta, alimentada día a día por buenas noticias: los tres se quieren, él acaba de ser ascendido, el joven está por estrenar un corto de animación. Y, de repente, el bienestar estalla en mil pedazos: ¿cómo se sigue adelante después de una tragedia? Después de leer la sinopsis, puede pensarse a Maracaibo como un drama sobre el duelo ante una de las peores pérdidas que puede sufrir un ser humano. Y, en parte, lo es. Pero en realidad el tema principal del tercer largometraje como director de Miguel Angel Rocca (Arizona sur, La mala verdad) es el vínculo padre-hijo. Con acento en todo lo que un hijo es capaz de hacer con tal de conformar las expectativas del padre, y hasta qué punto es importante para un hijo contar con la aprobación del padre. O, dicho de otro modo, en cómo la mirada paterna puede llegar a determinar –para bien o para mal- la vida de un hijo. Lo más interesante de la película es la construcción de esa familia. Jorge Marrale y Mercedes Morán aportan su conocido oficio para representar una pareja creíble, y la dinámica cotidiana de ellos dos junto a su hijo (Matías Mayer) está lograda: tanto el cariño y la armonía que hay en la superficie, como la turbulencia que subyace debajo de la fachada de normalidad. También hay una muestra de sensibilidad en el retrato de las grietas y las resquebrajaduras que surgen en el núcleo familiar después de un cimbronazo irreparable. No funciona tan bien, en cambio, la subtrama policial. Aquí se establecen, desde el vamos, relaciones forzadas entre los personajes. Con esa dificultad de origen, todo lo que viene después –desde los diálogos hasta una pelea a trompadas que bordea el ridículo- es artificial, al punto de que parecemos estar viendo dos películas distintas. Una funciona casi como contrapeso de la otra, disipando -en gran medida, pero, por suerte, no del todo- la densidad dramática que se había conseguido crear.
Retrato del artista cachorro Este documental muestra al creador de Terciopelo azul en su faceta menos conocida: la de artista plástico. ¿Qué puede esperarse de un documental sobre David Lynch? ¿Que desentrañe el jeroglífico que es gran parte de su filmografía? ¿Que nos explique cómo llegó a tener ese imaginario oscuro, misterioso, genial? ¿Que nos muestre su proceso creativo? En cualquiera de estos casos, David Lynch: The Art Life no cumplirá con las expectativas. Pero no por eso deja de ser una gran película, a la altura de la obra de su objeto de estudio. El título es literal: aquí se abordan los caminos que Lynch siguió para convertirse en artista, sin incluir en esta amplia palabra la dedicación al cine. O tal vez sí, pero no explícitamente: quedará para cada espectador tender, o no, puentes entre lo que se ve y filmes como Terciopelo azul o Mulholland Drive. Es la propia voz de Lynch la que nos va guiando por su mundo interior y sus experiencias vitales, por todos esos ríos íntimos, personales, que fueron confluyendo en las artes plásticas. Esa voz -hipnótica, pausada- es lo único que se escucha, repasando anécdotas de su infancia, adolescencia y juventud. Un relato que es, a diferencia de sus películas, lineal e inteligible. Mientras, vemos a Lynch trabajando en su estudio en las colinas de Hollywood, acompañado por su hija menor -casi una beba-, creando obras tan inquietantes como sus películas. Y su rico archivo personal ilustrando sus referencias al pasado: fotografías y filmaciones caseras donde se lo ve como un niño feliz, junto a sus padres y sus dos hermanos; un adolescente con la correspondiente pinta rebelde; un estudiante bohemio. Además de haber conseguido que Lynch, habitualmente reacio a las entrevistas, abriera las puertas de su intimidad, los directores tuvieron el gran mérito de haberle dado al documental un espíritu acorde al del personaje que estaban retratando. El ritmo de la narración, el grano de la imagen, las pinturas y dibujos que se muestran, todo es fundamental para hacer de este acercamiento a David Lynch una experiencia fascinante.
El club de los cinco héroes Tediosa, no cumple con su objetivo fundamental: entretener. Hollywood sigue hurgando en el arcón de los recuerdos: esta vez aparecieron los Power Rangers. La serie estadounidense, basada en una serie japonesa, arrancó en 1993 y todavía sigue enloqueciendo a la purretada: va nada menos que por su vigésimocuarta temporada. Ya en su momento de mayor auge, en los ’90, había tenido dos adaptaciones cinematográficas, pero la cuestión no terminó de funcionar y la franquicia quedó ahí. Ahora asistimos a su relanzamiento: como en toda primera película de superhéroes, lo que se cuenta es el origen de los cinco guerreros de colores. Siempre es atractivo ver cómo era la vida civil de los superhéroes antes de adquirir sus poderes. Y aquí los ’90 se cruzan con los ’80, porque resulta que tres de los cinco Power Rangers coinciden en un aula de castigo que remite a The Breakfast Club (acá se llamó El club de los cinco). Un deportista popular, una “princesa” y un nerd (que, acorde a la moda, padece Asperger) se conocen cumpliendo penitencia en la escuela; después se les suman dos adolescentes problemáticos -y “diferentes”- más y, juntos, encuentran las cinco monedas que les dan habilidades extraordinarias. Hasta aquí, es todo bastante simpático y llevadero, con algo de ese espíritu spielbergiano que tan bien recreó Stranger Things. Pero a medida que avanza, la aventura se va empantanando en ciertos conflictos poco interesantes y muy reiterativos entre los chicos. A esto se le suma que la aparición de la villana (gran nombre: Rita Repulsa) aporta un involuntario toque bizarro y clase B, y empieza a notarse que ésta no es una superproducción. De todos modos, lo peor no es eso, sino que la película deja de cumplir su misión fundamental, entretener, y se vuelve tediosa. Algo que ni los guiños para los nostálgicos de los ’90 pueden disimular.
El espectáculo del morbo En esta película de terror abundan las malas actuaciones y las torturas sin justificativo. Una joven actriz se involucra con un turbio director de teatro y su vida cambia radicalmente: a partir de su contratación en la obra que él dirige, termina sumergida, literalmente, en otro mundo. Por momentos aparece encerrada en una casona junto a otras chicas, sometidas a una red de trata de personas, y de repente vuelve a su realidad cotidiana, la obra, su novio, su departamento. Hasta aquí, un argumento intrigante, onírico, con el interrogante de cuál es la verdadera realidad. Pero esta historia es sólo una excusa para mostrar torturas y cuerpos desnudos. Aquí el gore más morboso, con torturas y sadismo explícitos, se entremezcla con la sexploitation: todo parece pensado para poder mostrar a las chicas –Jimena Barón, Florencia Torrente, Candela Vetrano, Vanesa Gonzaléz y la protagonista, Yamila Saud- desnudas o en ropa interior. Hay que reconocer que, ante una puesta en escena tan horrorosa, semejante paisaje anatómico es un alivio. Pero no alcanza a compensar la gratuidad del sinnúmero de imágenes desagradables. Ni, mucho menos, lo poco creíble que resulta todo, empezando por las actuaciones.
Mucho envase y poco espíritu Scarlett Johansson es una policía con cerebro humano y cuerpo robótico, en esta fría versión de un animé de 1995. A la ola de adaptaciones, rescates y franquicias que asola el cine industrial se suma Ghost in the Shell: con origen en un manga publicado a fines de los ’80, ya tuvo sus versiones de animé, tanto en series televisivas como películas. La primera, de 1995, es el molde de esta, que respeta tanto los lineamientos básicos del argumento ciberpunk como muchos de sus aspectos icónicos, pero cuenta una aventura algo cambiada. La historia se sitúa en un futuro donde la conectividad es total –hasta los cerebros están en red- y las “mejoras” tecnológicas de los cuerpos son tan frecuentes como ahora lo son las cirugías estéticas, al punto de que cuesta distinguir humanos de robots. Todo transcurre en una megalópolis al estilo Blade Runner: oriental, invadida por publicidades -en este caso, tridimensionales-, oscura, lluviosa. Ahí, la División 9 está tras los pasos de un peligroso terrorista. Ya nos acostumbramos a ver a Scarlett Johansson pateando, pegando y disparando, embutida en esos trajes ajustados que tan bien le quedan. Toda una heroína de acción, primero fue La Viuda Negra, después Lucy y ahora es la Mayor, una ciborg policía con cerebro humano y cuerpo robótico que lidera la División 9. Ella tiene dudas existenciales sobre su naturaleza: ¿Es humana? ¿Tiene alma? ¿Cuál es su origen? La suya fue una elección criticada por muchos fanáticos del animé -consideraban que el rol debía ser para una actriz asiática-, pero es uno de los puntos fuertes. Como el resto del elenco internacional que interpreta para los papeles clave: Juliette Binoche, Takeshi Kitano, Pilou Asbaek. Otra de las fortalezas es el aspecto visual. Por momentos los efectos digitales están pasados de rosca y todo se parece demasiado a un videojuego, pero en general las proezas de los semihumanos en esa ciudad futurista son asombrosas. En ese sentido, la adaptación del animé original está lograda. Pero falta volumen dramático, los problemas filosóficos están planteados esquemáticamente y, así, la película termina padeciendo el mismo conflicto que la Mayor: una irresuelta tirantez entre una cáscara poderosa y un espíritu borroso.
La clase del seductor Con estilo documental, el español José Luis Guerín muestra el resbaladizo vínculo entre un profesor y sus alumnas. Hay que tenerle paciencia a La academia de las musas. La película empieza como un árido documental sobre las clases universitarias de literatura de un profesor, Raffaele Pinto, que analiza el rol de las musas en la obra de Dante. La palabra tiene un rol fundamental: todo ocurre en las conversaciones del profesor con sus alumnas y de ellas entre sí. Primeros planos, diálogos registrados desde detrás de vidrios: la sensación de que estamos espiando algo. No se sabe muy bien hacia dónde va todo esto, hasta que toma un rol protagónico la esposa de Pinto, que permanentemente lo confronta y pone en duda sus argumentos. “Tú no eres Sócrates y tus clases no son El banquete”, le espeta en uno de los momentos de mayor tensión, cuando descubrimos que todo ese florido discurso sobre el lenguaje, el amor y el deseo enmascara lo fundamental: la seducción o los “muslitos” que Gombrowicz señalaba como la motivación última de todo.
El séptimo pasajero En esta suerte de Alien descafeinado, una criatura acecha a seis astronautas en una estación espacial. Seis astronautas atrapados dentro de una estación espacial con una peligrosa criatura marciana suelta por ahí, al acecho para devorarlos. Cualquier parecido con Alien no es pura coincidencia: el planteo básico de Life es el mismo. Puede decirse que es injusto comparar a cualquier película con una obra maestra, porque siempre saldrá perdiendo. Pero aquí es inevitable: Life se propone ser una Alien actualizada, según se ve y admitió su propio director, el sueco-chileno Daniel Espinosa. Lo que consigue es un producto digno, con cierta cuota de suspenso, buena fotografía y efectos especiales, pero que no deja de ser una versión descafeinada de la icónica creación de Ridley Scott. Lo mejor de Life hay que buscarlo por el lado de la recreación de la infinidad abismal del espacio, esa negrura salpicada de estrellas a la que se asoman los protagonistas. También en los desplazamientos: el realismo es tal que se reproduce la ingravidad, con los astronautas flotando de aquí para allá no sólo afuera, sino también puertas adentro de la estación. Es decir, la tecnología de la última camada de películas espaciales funcionando a pleno una vez más. Esto está acompañado por giros de las cámaras que marean y acentúan la sensación de estar ahí, levitando junto a ellos. Nada que no se haya visto en, por ejemplo, Gravedad, pero que es, de todos modos, eficaz. Los problemas surgen cuando escarbamos más allá de lo visual. Porque todo es bastante previsible (incluyendo un giro que intenta ser sorpresivo). Y como lo que hacen estos United Colors of Benetton espaciales (hay de varias nacionalidades, sexos y colores) es bastante técnico, los guionistas temieron que nos quedáramos afuera y, así, con la excusa de que están todos intercomunicados, los personajes van narrándonos cada uno de sus movimientos. Un relato molesto, explicativo hasta el cansancio, perjudicial para el clima de nervios que se pretende crear. En el medio, como para darle espesura a la cuestión, se entremezclan un par de frases “profundas” sobre la lucha por la supervivencia, la vida en la Tierra y el espacio, ese espacio que, por ahora, sigue teniendo a Alien como su habitante más terrorífico.
Motos chocadas Cargada de chistes tontos, esta comedia es un despropósito sin comparación con la serie de los 70-80. Probablemente, la serie CHiPs (1977-1983) no haya resistido el paso del tiempo: volver a verla puede implicar el doloroso descubrimiento de que muchas horas de nuestra infancia fueron desperdiciadas en una pavada total. En cambio, en el recuerdo sigue siendo un programa ideal, como BJ, Los Dukes de Hazzard o Sheriff Lobo, con una trama policial entretenida y una pizca de comedia para condimentarla. Por eso, hay que tratarla como a una antigua novia: para preservar su memoria, mejor no rastrearla. Y tampoco buscar alguna versión actualizada, porque la decepción puede ser mayúscula. Esta película sólo comparte con la serie –o con nuestro recuerdo idealizado de la serie- el título y el oficio de sus protagonistas, dos policías motorizados de California. El resto es un despropósito absoluto. Es extraño elogiar a Erik Estrada -hace un cameo-, pero esta CHIPS no deja otra opción: Michael Peña quizá sea un buen comediante, pero no tiene nada que ver con aquel icónico Poncherello, simpático y ganador. Del rubio (parece que se llamaba Jon) mucho no nos acordamos, pero resulta que aquí es el culpable de todo: lo interpreta Dax Shepard, también director y autor del guión. Un guión cargado de chistes bobos, dedicado a adolescentes en la edad del pavo tan obnubilados por la velocidad de las motos y los autos –de arranque hay una persecución y una explosión- como para dejarse llevar por las aventuras de este par de salames. Esta es una nueva lección de lo que en los últimos años nos viene enseñando Hollywood: hay cierto pasado que es mejor no remover.
Hablemos de sexo Versión de una película australiana, esta simpática comedia española es una remake con valor propio. Es difícil hacer una comedia sobre sexo sin caer en lugares comunes, adoptar fórmulas preestablecidas, o recurrir, lisa y llanamente, a la chabacanería. Como el dinero, el sexo es una fuerza omnipresente en la vida cotidiana, de la que, sin embargo, no se habla. O se habla poco, mal, con eufemismos, pacatería, vergüenza. En su tercer largometraje, el sevillano Paco León consigue abordar el tema con una simpatía y liviandad regocijantes. Es cierto: quizás habría que adjudicarle estos méritos -sobre todo, la originalidad- a The Little Death ("La pequeña muerte"), película australiana de 2014 en la que está basada El amor se hace. En todo caso –y esta es otra rareza-, León filmó una remake con valor propio. Nos presentan cinco historias que hablan de la multiplicidad de variantes que ofrece la sexualidad humana. Cuatro de los episodios incluyen parafilias poco conocidas: placer obtenido por ver lágrimas, tocar alguna tela determinada, mantener relaciones con alguien dormido, ser asaltado con violencia, entrar en contacto con determinadas plantas o árboles. También, de refilón, nos muestran algunas alternativas más difundidas, como el sadomasoquismo. Pero a no asustarse, que esto no es la puesta en escena de las didácticas charlas de Alessandra Rampolla. En mayor o menor medida, todas las historias tienen su gracia, con algunos personajes notables. Los acentos –andaluz, madrileño, catalán, ¿filipino?-, una vez más juegan su papel: probablemente, las mismas líneas dichas en porteño no tendrían el mismo efecto cómico. Esto no se aplica a Ana Katz, la única argentina del elenco, que vuelve a mostrarse como una excelente comediante. Ella y el propio Paco León protagonizan la historia más divertida e interesante de todas. Que es la que quizás esté más cerca de la realidad de la mayoría de los espectadores: un matrimonio de ocho años, hija pequeña incluida, que intenta revitalizar su erosionada vida sexual y no sabe muy bien cómo. Y esto nos lleva a pensar que podría haberse logrado una buena comedia que abordara problemáticas sexuales usuales, sin necesidad de apelar a parafilias exóticas. Puede ser una idea para El amor se hace 2.