Su Buenos Aires querido La ciudad es protagonista en esta comedia fantástica que marca el regreso de Hugo Santiago después de casi cinco décadas sin filmar aquí. A casi cinco décadas de la mítica –perdón, pero en este caso el lugar común es ineludible- Invasión, coescrita con Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, Hugo Santiago(77) volvió a filmar en su Buenos Aires querido. Su única experiencia porteña como director había sido aquélla de 1969, mismo año de su radicación en Francia. No dirigía desde 2002, y volvió con este retrato de una Buenos Aires idealizada, parisina, el escenario de una historia inclasificable. Podríamos intentarlo y arriesgar que es una comedia fantástico-policial; él dice que pertenece al “fantástico porteño”. Coguionada junto a Mariano Llinás, tiene como protagonista al Ingeniero, un francés que llega al Río de la Plata con la misión de entregarle un paquete a un tal Víctor Zagros, amigo de su padre. Cuenta sólo con un día para hacerlo, antes de que su barco vuelva a zarpar, pero la -en apariencia- sencilla tarea se complica cuando un grupo de hombres, que responde a un misterioso Baltasar, le arrebata la encomienda. Lo que veremos en adelante será el intento del hombre por recuperarla y dar con su destinatario genuino. Lo que menos importa aquí es si logrará, o no, encontrar a Zagros. Esa aventura es una excusa para mostrar a una serie de personajes extraños, poner en escena un sentido del humor muy particular y, sobre todo, hacerle una declaración de amor a Buenos Aires. Se ve una ciudad cargada de virtudes y exenta de defectos; con su bella flora y distinguida arquitectura en primer plano, sin ruido, alienación, mugre ni gente. De San Telmo a Flores, de Recoleta a Coghlan, se muestran varios de sus rincones más hermosos, en un blanco y negro sólo interrumpido por algunos colores, como el rojo de una fachada o una flor, el azul del cielo, o la amplia paleta de los cuadros de Cándido López, a quien se le dedica un capítulo aparte. ¿Por qué? No queda claro, pero es una digresión coherente con el resto de la película: todo aquí responde a un espíritu lúdico antes que narrativo. Con un variopinto elenco que incluye a Carlos Perciavalle, Romina Paula y Roly Serrano, las actuaciones son afectadas, ajenas a todo realismo. Es un efecto deliberado, pero no termina de funcionar como debería y conspira contra la fluidez de esta fábula atípica, alejada de toda fórmula o convención, sólo apta para espectadores curiosos y predispuestos a la sorpresa.
Un ensayo atípico Con notables imágenes de archivo, Albertina Carri explora su propia historia a partir del relato de una película frustrada. Ante todo, una advertencia. Para ver Cuatreros hay que superar un gran obstáculo: la voz en off –incesante, exasperante- de Albertina Carri, que eligió hacerse cargo del relato de su película. Puede argumentarse que es una decisión lógica: cuenta una historia personal, autobiográfica. Pero un narrador profesional, con mejor dicción y entonación, habría hecho lucir al texto en lugar de opacarlo. Entre la profundidad y la irrelevancia, Carri habla en primera persona de su imposibilidad de concretar una película sobre Isidro Velázquez, pero también de sus padres desaparecidos, su maternidad, la militancia, el derrumbe de su matrimonio, los ideales revolucionarios. Es un discurso para iniciados, que menciona –sin aclaraciones- a personajes desconocidos para el gran público y tampoco explica quién fue Velázquez. Sus palabras son ilustradas con imágenes de archivo yuxtapuestas, de las que tampoco se dan mayores datos contextuales, pero que en parte compensan el martirio auditivo. Muchas de ellas, de los años ’60 y ’70, son notables: el robo a un negocio de pelucas, la toma de un colegio, el Cordobazo, la receta para preparar una molotov. Varias tienen inquietantes resonancias actuales: una propaganda de la dictadura sobre la necesidad de cuidar las fronteras, Galtieri hablando del “cambio”. Ahí está el verdadero valor de este ensayo inclasificable.
Nunca nos vamos a olvidar Dos amigos brasileños parten en auto rumbo a Buenos Aires, buscando vengarse de un argentino que le robó la novia a uno de ellos. El título es futbolístico, pero la cuestión pasa por otro lado: Caco, brasileño él, encuentra a su novia, brasileña ella, en los brazos de un argentino; entonces, a instancias de su amigo Vadão, parte con él en auto rumbo a Buenos Aires para vengarse. Así arranca esta road movie argentino-brasileña que no pretende ser más que lo que es: una comedia simpática y, por momentos, muy divertida. Una de las razones fundamentales del éxito de la opera prima del paulista Fernando Fraiha es la dupla de protagonistas. Felipe Rocha (Caco) y, sobre todo, Daniel Furlan (Vadão), son todo lo que se puede esperar de un comediante: graciosos, frescos, queribles. Además, tienen mucha química entre sí y, dato no menor, hablan portugués, un idioma -como el italiano- con una musicalidad que parece hecha para la comedia. Ellos están bien acompañados por los actores secundarios -atención a Aylín Prandi, una belleza que sabe cantar y actuar- y sostenidos por un guión que no recurre al chiste fácil o chabacano. Y que tampoco copia burdamente a la comedia yanqui -un defecto de muchas comedias argentinas recientes-, sino que usa un lenguaje propio, regional (con hincapié en la rivalidad Argentina-Brasil). Es cierto que hay baches, pero no impiden que la película contagie una agradable sensación de levedad.
Por un sueño La historia animada de una huérfana que sueña con entrar al ballet en la París del siglo XIX. Una huérfana sueña con ser bailarina y, para conseguirlo, huye del orfanato en el que está recluida, en Bretaña, rumbo a la París de fines del siglo XIX. Ahí se encontrará con una pérfida ricachona y su hija malcriada, que harán todo lo posible para impedirle concretar su deseo. Pero también tendrá la ayuda de su mejor amigo, un aspirante a inventor, y de una sirvienta que le dará lecciones tan poco convencionales como las del Señor Miyagi en Karate Kid. Bailarina cuenta una historia tradicional, sencilla, con la nobleza de los cuentos de hadas. Los ricos son los malvados y los pobres, gente de buen corazón. Hay mucho de Cenicienta en la protagonista y su mentora, que friegan pisos estoicamente. La nena rica actúa como aquellas horribles hermanastras y su madre, la villana mayor, no tiene nada que envidiarles a las brujas y madrastras de tantos clásicos infantiles. Tampoco falta una especie de príncipe. Sin ser una maravilla, los dibujos son aceptables. Es un acierto, sobre todo, el contexto: la París donde Gustave Eiffel está construyendo tanto su famosa Torre como la Estatua de la Libertad. El gran defecto es la música: en lugar de apelar a las partituras de los grandes ballets –hay apenas un fragmento de El lago de los cisnes-, suena un anticlimático pop radial de la peor calidad. Una lástima.
Tiros, patadas y piruetas Tercera parte de la saga que empezó en 2002, otra vez con Vin Diesel como Xander Cage. Quince años después del lanzamiento de la saga xXx, llega la tercera parte, otra vez con Vin Diesel como Xander Cage, un papel que se negó a hacer en xXx 2: Estado de emergencia (2005). Pasó el tiempo, pero la receta tiene los mismos ingredientes: un 007 guarro, rodeado de mujeres increíbles y dispositivos tecnológicos de avanzada, acompañado por un equipo multiétnico de especialistas, al estilo de la vieja Misión: imposible, más una alta dosis de deportes extremos. Esta es una de esas películas en las que los diálogos son el relleno que sirve de separación entre las secuencias de tiros, patadas y piruetas. Todo es una excusa apenas disimulada para las escenas de acción, al punto de que por momentos la pantalla se vuelve una confusa pelea de todos contra todos, con un atronador concierto de disparos como música de fondo. Lo que la rescata de un naufragio absoluto es que nadie se toma demasiado en serio a sí mismo. Empezando por Vin Diesel, que aporta su carisma simpático (aunque nunca igualará a Bruce Willis). Hay chistes sobre el papel de Samuel L. Jackson, en referencia a que hace lo mismo que en Los vengadores (es un reclutador de agentes). Y otras burlas sobre los clichés de este tipo de producciones. Pero la ironía pasó de moda, y ya no alcanza.
Para saber cómo es la soledad Esta película, que tiene ocho nominaciones al Oscar, cuenta la vida de un chico pobre en una Miami desconocida. Olvídense de la Miami de los shoppings y los hoteles cinco estrellas, de Susana Giménez y Ricardo Fort, de las playas relucientes y los autos de lujo. Bienvenidos a la Miami de casas prefabricadas, narcotraficantes de poca monta, colectivos que pasan cada muerte de obispo, adictos irrecuperables. En esta Miami cruda crece Chiron, un negro pobre, sin padre biológico y a la sombra de una madre más preocupada por sus dosis de crack que por su hijo. Una vida sin salida a la vista. Luz de luna le cayó como maná del cielo a la Academia de Hollywood para recomponer su imagen, abollada en los últimos dos años por las acusaciones de racismo. Se sabe que los premios son arbitrarios, caprichosos, dignos de desconfianza. Pero si aquí las ocho nominaciones –incluida mejor película- están bajo sospecha de corrección política, hay que decir que se sostienen (también) por la calidad de la película. No sólo cuenta la historia de un marginal que refleja las penurias de una gran parte de la población negra de Estados Unidos, sino que lo hace con una sensibilidad poco frecuente en el cine estadounidense, una ternura poética que sólo aparece de vez en cuando en algunas producciones independientes. El director, Barry Jenkins -cuarto negro en la historia en ser nominado al Oscar a mejor director- y su coguionista, Tarell Alvin McCraney, pusieron gran parte de sus biografías en juego: los dos crecieron, bajo la tutela de madres adictas, en Liberty City, el mismo barrio pobre donde tuvo lugar la mayor parte del rodaje. Pero esto no les impidió mantener la distancia necesaria para poder narrar esta historia sin estridencias, tintas sobrecargadas ni golpes bajos, sino con un pulso ascético, casi documental. El relato está dividido en tres actos: la infancia, la juventud y la adultez de Chiron. Pero a diferencia de otras películas de aprendizaje, donde suele haber una evolución positiva, ésta parece un estudio sobre qué le sucede a alguien que crece sin cariño y que sólo recibe hostilidad e indiferencia. Salvo alguna excepción, como el vínculo con un narco de barrio (Mahershala Ali, conocido por su Remy Danton de House of Cards) que funciona como una figura paterna. Una relación que regala algunas de las mejores escenas de la pelícua. Así, Luz de luna es una minuciosa descripción de cómo la indefensión lleva a construir caparazones para sobrevivir. Y de cómo esas armaduras pueden actuar tanto para el mundo exterior como el interior, bloqueando el deseo y la capacidad de comunicación, tal vez para siempre.
El goce de un placer culposo La sexta ¿y última? entrega de la franquicia tiene muchos defectos pero consigue su objetivo: entretener. La franquicia Resident Evil parece infinita: esta semana, casi en simultáneo, apareció el séptimo videojuego y se estrenó la sexta película. Como su subtítulo -Capítulo final- indica, se supone que este es el último suspiro de la saga cinematográfica inspirada por el videojuego. Hay indicios para sospechar: rara vez se mata a la gallina de los huevos de oro. No hace falta haber visto ninguna de las cinco entregas anteriores para entender esta: en los primeros minutos se hace un rápido resumen para principiantes. La historia se sitúa inmediatamente después de los sucesos de la quinta; en un mundo devastado por la plaga zombi, sólo hay unos cinco mil humanos sobrevivientes y su única esperanza sigue siendo Alice Abernathy (Milla Jovovich). Ahora ella tiene el dato de que en el Panal, la fortaleza subterránea de la siniestra corporación Umbrella en Racoon City, hay un antivirus capaz de destruir a los muertos vivientes. Sólo tiene dos días para meterse en las instalaciones, conseguir el antídoto y salvar a la humanidad. Paul W. S. Anderson le debe su familia y gran parte de su carrera a Resident Evil: filmando la primera parte conoció a Jovovich, su esposa y madre de sus dos hijos; a lo largo de quince años, él participó en toda la saga, ya sea como director (en cuatro películas, incluyendo esta), guionista o productor. Denostado por la mayor parte de la crítica, reivindicado por la corriente conocida como vulgar auteurism –que revaloriza a directores menospreciados, como él, Tony Scott o Michael Bay-, algo es seguro: el hombre sabe lo que está haciendo. Acá no hay sutilezas: es acción pura y dura, vértigo sin respiro. Anderson no disimula que todo empezó con el videojuego e incorpora sin pruritos esa estética y estructura a la película. Abernathy tiene que ir cumpliendo objetivos y venciendo a diferentes enemigos para ir pasando de pantalla, hasta la batalla final contra el rival más poderoso. Las actuaciones son caricaturescas; los diálogos, flojísimos, cargados de explicaciones tan complicadas como ridículas; una indisimulable pátina berreta cubre todo. Pero Resident Evil: Capítulo final cumple su misión de entretener y así se gana un lugar entre esos placeres culposos difíciles de confesar.
La pesadilla de un artista Entre el thriller fantástico y la comedia negra, la película cuenta una historia basada en un cuento de Samantha Schweblin. A Benavídez (Guillermo Pfening) nada le sale bien. Es un artista frustrado, que carga con la sombra del prestigio de su padre pintor. Para colmo, discute con su mujer, la única que lo apoyaba, y se va de su casa. Desesperado, se presenta de sopetón en la mansión de su psiquiatra (Jorge Marrale), que lo cobija por esa noche. Pero ese lugar no es lo que parece. La valija de Benavídez se basa en uno de los primeros cuentos de Samantha Schweblin, y reproduce la realidad enrarecida, siniestra, que caracteriza a gran parte de su literatura. Pero a diferencia de lo que ocurría en el texto, donde de entrada se sabe qué hay en la valija, aquí los guionistas Laura Casabé –también directora- y Lisandro Bera lo mantienen como una incógnita hasta el final, en busca del efecto sorpresa. Hay una burla al mundillo de las artes visuales, con marchands inescrupulosos –el personaje de Norma Aleandro- que explotan a los artistas, un curioso criterio para determinar qué obra es valiosa, y un público frívolo, más atento a las apariencias que al arte. Pero entre el thriller con ribetes fantásticos y la comedia negra, la película nunca termina de encontrar el tono como para que esa pesadilla en la que se ve envuelto Benavídez funcione con eficacia.
El gángster de buen corazón Ben Affleck dirige y protagoniza este policial que homenajea a las películas de delincuentes de los años '30. Ben Affleck ya demostró su capacidad para contar historias desde detrás de las cámaras, como guionista o director (con En busca del destino y Argo como los ejemplos más recordados). Pero no se resigna y también insiste con la actuación: acá, además de haber dirigido y escrito el guión –basándose por segunda vez en una novela de Dennis Lehane, autor de Desapareció un noche, otra película de Affleck, y de Río Místico- se pone en la piel de Joe Coughlin, un gángster que florece al calor de la Ley Seca. Y, si bien vuelve a lucir su célebre inexpresividad, el galán con cara de nada no llega a arruinar esta historia, tan convencional como bien narrada, sobre el ascenso de un jefe intermedio del crimen organizado en las décadas del ’20 y el ’30 en Tampa (Florida). Lo que Affleck se propuso, según contó en diversas entrevistas, fue rendir homenaje a aquellas primeras películas de gángsters protagonizadas por Edward G. Robinson, James Cagney, Paul Muni. Con la particularidad de que su Joe Coughlin tiene más características de héroe que de villano. Es leal a sus compañeros, escrupuloso, caballeroso con las damas, romántico, no mata a menos que sea estrictamente indispensable y, cuando lo hace, sólo liquida a tipos despreciables. Es casi un empresario de buen corazón, con la única salvedad de que se dedica a un negocio ilegal (a fin de cuentas, nada demasiado grave en el mundo capitalista). Su nobleza llega a tal punto que su propia mujer duda de que tenga la crueldad necesaria para prosperar en su rubro. Con esa inquebrantable ética criminal, se enfrenta a la mafia irlandesa, al Ku Klux Klan, a la policía y a su propio jefe. Pero Affleck no abusa de las escenas de acción, que son sobrias y tienen, efectivamente, un sabor retro, de otra buena vieja época, incluyendo una persecución a bordo de antiguos Ford A. Los tiros matizan el sobrio relato, que triunfa cuando se atiene a las pautas del género y fracasa cuando intenta dejarnos una enseñanza. Hay muchos diálogos sentenciosos, con frases que pretenden ser memorables y sólo logran acartonar a los personajes. Y ahí volvemos al galán con cara de nada: un poco más de mugre no le hubiera hecho ningún mal, ni a él ni a la película.
El fútbol nunca importó menos En el 2014, un grupo de amigos se reúne a ver la final Argentina-Alemania y termina discutiendo sobre su relación. Ir a la cancha o juntarse a ver un partido es más que mirar fútbol: es un acontecimiento social. Es más: hay gente, hinchas light, que priorizan el aspecto social de la ceremonia por sobre el futbolístico. Y entonces, con la pelota rodando, se dedican a ponerse al día sobre asuntos personales, hablar sobre la coyuntura política, dinosaurios o cualquier asunto antes que sobre lo que está pasando en el campo de juego. Estar cerca de esa clase de gente es un problema. Y más cuando el partido dejado de lado es la final de un Mundial, sobre todo si Argentina está jugando esa final por primera vez en 24 años. Eso es lo que pasa en Línea de cuatro: un cuarteto de amigos se junta en la casa de uno de ellos para ver el Argentina-Alemania que definió Brasil 2014. Treintañeros, se conocen desde el secundario pero en los últimos tiempos no se frecuentan tanto. Y entonces priorizan sacar a la luz viejos reproches, cuentas pendientes, verdades de lo que cada uno piensa de los demás, antes que seguir la final. Uno solo de ellos intenta, cada tanto, hacerlos volver a lo esencial, sin suerte. Línea de cuatro podría ser una obra de teatro: todo sucede en un living, con pocos movimientos de cámara y el cuarteto sentado frente al televisor, hablando, comiendo una picadita de una mesa ratona y, muy cada tanto, exaltándose por una pifia de Higuaín o una atajada de Romero. Los diálogos, entonces, son lo principal. Distan de ser brillantes, pero tienen buenos pasajes, con los que todos nos podemos identificar, sobre temas universales como el sexo, el matrimonio, el trabajo o las aspiraciones sociales. Algunas de las actuaciones son mejores que otras, pero en líneas generales funcionan lo suficientemente bien como para sostener la tensión y la credibilidad de la situación. Siempre y cuando aceptemos que a cuatro hombres puede llegar a importarles más una charla que la final de una Copa del Mundo: en cualquier caso, mejor ver a estos muchachos en la pantalla del cine que tenerlos de amigos.