Un dolor que es tabú Juana Viale hace de una mujer que pierde un embarazo Tema casi tabú, la pérdida de un embarazo no suele ser abordada en la ficción. Con valentía y crudeza, Maximiliano Pelosi (Otro entre otros, Una familia gay, Las chicas del 3ro) se anima a contar la historia de Mariel (Juana Viale), que en el tercer mes de gestación se entera de que el embrión que lleva en su vientre no tiene vida. Su espera, entonces, no es para dar a luz sino para que su cuerpo se desprenda de ese hijo que no será. Esta circunstancia dejará al desnudo las presiones sociales alrededor de la maternidad: nadie parece entender por lo que está atravesando esa mujer. El mundo sigue girando y espera madres: no está preparado para detenerse a contemplar el inmenso dolor que significa esa pérdida. Es una historia que debería conmover, pero no lo consigue porque choca contra la artificialidad de varios de los diálogos y situaciones planteadas, y también contra la falta de expresividad de Viale, que no le insufla la emotividad suficiente a su Mariel.
La era del duranbarbismo En su segunda película como director, Daniel Hendler muestra la construcción de un político en clave de comedia. En tiempos de candidatos prefabricados, del marketing, los focus groups, la “big data”, las redes sociales y etcéteras varios como herramientas políticas fundamentales, la trastienda de una campaña es terreno fértil para la ficción. ¿Cuáles serán los consejos que los gurúes de la imagen les darán a sus clientes? ¿De qué detalles imperceptibles para la mayoría de los mortales, pero imprescindibles para ganar una elección, están al tanto los duranbarbistas? El disparate está ahí, al alcance de la mano y de la cámara- En su segunda película como director (después de Norberto apenas tarde, de 2010), Daniel Hendler propone una inmersión en el laboratorio de gestación como candidato político del empresario Martín Marchand: un par de días en la estancia del ricachón que, reunido con su equipo de asesores, trata de empezar a armar una carrera electoral desde cero. Todo está por definirse: el nombre del partido, sus eslóganes, las propuestas, los spots publicitarios. La mesa está servida para una sátira urticante, empezando por un elenco de eficaces comediantes: Ana Katz, Diego De Paula, Alan Sabbagh, la cada vez más grande Verónica Llinás… Y, en efecto, hay momentos divertidos, personajes sólidamente construidos y tabién actualidad: es imposible no pensar en la Argentina al ver a ese heredero tirando frases vacías y discutiendo telefónicamente con su padre, sombra omnipresente que lo tortura vaya uno a saber desde dónde. Pero cuando parece que la trama va madurando de a poco, tomando un rumbo efectivo, aparece una subtrama de espionaje que no funciona, le resta potencia al conjunto y todo termina a mitad de camino. Queda la sensación de que se podía haber dado una vuelta de rosca más hacia lo cómico, llevando el tono al límite del absurdo. En cambio, lo que se ve es un intento de equilibrio entre el humor y el mensaje “serio”, entre la parodia y la reflexión, con la tibieza como resultado.
Familia política de terror Un joven negro conoce a los padres de su novia, rica y blanca, y la experiencia resulta peor de lo esperado. Una situación que da miedo: conocer a la familia política. Y si entre esa parentela y el candidato hay una notoria diferencia social, económica, étnica, religiosa o cultural, ese miedo está a un paso de convertirse en pánico. El tema dio para muchas comedias a lo largo de los años , pero aunque Jordan Peele viene de ese mundo como actor y guionista (se hizo conocido por la serie de sketches Key & Peele) en su opera prima eligió abordarlo con los códigos del terror. Chris Washington es un fotógrafo artístico de Nueva York que emprende un viaje de fin de semana con su novia para conocer a los padres de ella, que viven en una retirada mansión a un par de horas de la ciudad. La cuestión es que él es negro y ellos, blancos (y ricos). Pero no hay problema, porque son políticamente correctos. Un punto de partida ideal para que Peele señale con mordacidad y un fino sentido del humor la ineludible cuestión racial en la sociedad estadounidense. Porque en su intento por mostrarse libres de prejuicios, esta gente bienpensante no hace más que desnudarlos, con elogios hacia Obama o Jesse Owens como otra versión del “tengo un amigo judío”. El mensaje es claro: ocho años de un presidente negro no alcanzan para acabar con siglos de discriminación. La incomodidad es permanente. Y también el misterio. Hay mucho de El bebé de Rosemary en esta familia y su grupo de amigos, gente en apariencia “normal” pero que vista de cerca da escalofríos (como nos puede pasar con cualquier vecino, colega o circunstancial compañero de transporte público). Pero, ¿son realmente siniestros o, influido por ese sentimiento de extranjería, Chris está imaginando demasiado? La presencia de otros tres negros en la casa no hace más que exacerbar sus temores: su comportamiento es extraño. Suele ocurrir: a la hora de las explicaciones, se diluye bastante de la magia creada anteriormente. La referencia deja de ser Polanski y pasa a ser el Tarantino más sangriento y el cine de terror más gore. Pero la tensión y los nervios de punta siguen ahí, tan presentes como el eterno conflicto entre blancos y negros.
Muchas películas en una película cubierta de enigmas Con una brillante Kristen Stewart, el director francés propone una trama con varias lecturas. En un mercado cinematográfico dominado por películas predigeridas que, temerosas de ahuyentar a las masas pochocleras, subestiman al espectador con una explicación tras otra, sin dejar el mínimo resquicio para las interpretaciones, hay que agradecer que cada tanto llegue a los cines un enigma como Personal shopper. Cubierta por una inquietante neblina que nunca se disipa del todo, es de esas que nos dejan desconcertados y son capaces de provocar amor u odio, algo que viene ocurriendo desde su estreno mundial el año pasado en el Festival de Cannes: fue abucheada en la función de prensa, pero Olivier Assayas terminó llevándose el premio al mejor director. Hay una chica en una casona antigua, en las afueras, tratando de hacer contacto con un espíritu, pero no es una de terror. Hay un crimen y una investigación, pero no es un policial. Hay dos personajes tratando de elaborar el duelo por la muerte de alguien querido, pero no es un drama. O sí: es todo eso a la vez. Porque hay varias películas dentro de la película: Assayas utiliza los preceptos de diversos géneros como materia prima y elabora algo diferente. Tramas con las que otros directores hubieran filmado largometrajes tan correctos como convencionales, en sus manos son apenas un ingrediente más de una creación original. Nunca sabemos hacia dónde está yendo la historia, y ésa es una de las cualidades de Personal shopper: más que el suspenso, la incertidumbre. Assayas profundizó la inasibilidad que había logrado en la muy recomendable Clouds of Sils Maria (2014, aquí se llamó El otro lado del éxito) y la llevó a un punto más extremo. Otra vez con Kristen Stewart como intérprete brillante, también en el papel de la asistente de una celebridad. Se ha dicho, con razón, que esta es una película de fantasmas, por todos sus elementos sobrenaturales (algo interesante: ninguno de los personajes los pone en duda: son un hecho). Quizá lo más fantasmagórico de todo sea la protagonista, que se mueve por el mundo como un espectro, al borde de la invisibilidad, manteniendo relaciones -amorosas, laborales- incorpóreas, borrosas. Tiene su vida entre paréntesis, a la espera de una señal del más allá. Que, cuando llegue, puede tener tantas lecturas como esta película.
El clásico rubia vs. morocha La bella Rosario Dawson es atormentada por una psicópata de telenovela que quiere recuperar a su ex. La primera gran pregunta es: ¿vale la pena tolerar esta película por esa preciosura llamada Rosario Dawson? La respuesta es no. La otra gran pregunta es: ¿cómo llega a los cines argentinos una película así, tan claramente destinada a la TV, el viejo dvd o la pantalla de un micro de larga distancia? La respuesta está soplando en el viento del colonialismo cultural. El viejo clásico rubias vs. morochas, al mejor estilo Linda Evans vs. Joan Collins, se reedita en esta trillada historia, el debut como directora de la productora Denise Di Novi (que trabajó junto a Tim Burton en los años 90, pero no se contagió nada de su talento). Sólo que aquí la villana es la rubia, una malvada de telenovela que trata de hacerle la vida imposible a la Dawson al enterarse de que la bomba latina se va a casar con su ex marido. Y para conseguirlo apela al mejor repertorio de un psicópata que se precie de tal, desde llenarle la cabeza de culpa y dudas hasta hacerla pasar por loca. Y mucho más: sus crueldades irán in crescendo. Entrelíneas, se dejan entrever algunas reflexiones de psicología barata sobre la influencia de los padres en la crianza de los hijos y las marcas que dejan esos traumas infantiles. Un intento de darle un justificativo a un filme que no lo tiene.
Entre Freud y Sherlock Holmes Basada en la novela homónima de Gabriel Rolón, esta película tiene a Benjamín Vicuña como un improbable psicólogo que deviene investigador, y a la China Suárez como su cliente. En los últimos años, el cine industrial argentino acentuó su tendencia a adoptar fórmulas narrativas importadas, generalmente de Hollywood. Son producciones sin anclaje local, que podrían suceder tanto aquí como en Estados Unidos o Europa, y que cumplen obedientemente ciertas pautas convencionales. Los padecientes está dentro de esta clase de películas, ya vistas cientos de veces tanto en forma como en contenido. Aquí se siguen las reglas del policial clásico: hubo un asesinato y hay que descubrir quién lo cometió. Por la pantalla desfilará una galería de personajes, entre los que está el culpable. Por supuesto, al final llegará la dilucidación y esa respuesta al enigma resultará, en teoría, toda una sorpresa para los espectadores. El toque distintivo es que el investigador esta vez es un psicólogo, Pablo Rouviot (Benjamín Vicuña). El licenciado parece salido de una novela negra, sólo que en lugar de aparecer en su oficina de detective privado, la rubia hermosa (la China Suárez) que le pide ayuda acude a su consultorio. Ella, una rica heredera, sólo le encarga una pericia, pero él está obsesionado con la búsqueda de “la verdad”, así que abandona el diván y se pone a husmear en el caso, intercalando interpretaciones freudianas con deducciones lógicas a lo Sherlock Holmes. Un cóctel rayano en la parodia. Pero el mayor problema es que se notan los hilos del dispositivo: los personajes son esquemáticos, y no tienen otra entidad más que cumplir la función de ir aportando pistas para resolver el misterio. Así, la película se vuelve tediosa porque se excede en diálogos explicativos, a los que hay que sumar un par de parrafadas pretendidamente profundas sobre “la verdad” y “el amor” con el sello de Gabriel Rolón (esta es una adaptación de su novela homónima). Quienes vayan al cine más atraídos por el morbo de ver en acción a la pareja Vicuña-Suárez que por la marca Rolón o la historia, probablemente tampoco queden satisfechos: estos papeles no los favorecen en ningún sentido posible.
Cadáver exquisito Dos forenses, padre e hijo, hacen una autopsia para averiguar las causas de la muerte de una bella joven. Antes que nada, hay que advertir que La morgue no es apta para impresionables. El título original es “La autopsia de Jane Doe” porque lo que se muestra a lo largo de la película es básicamente eso: la autopsia de un cadáver. El maquillaje, las prótesis y los órganos del cuerpo humano están lo suficientemente logrados como para sacarnos durante un tiempo las ganas de entrar a una carnicería o mandarnos unas achuras. He aquí una producción de presupuesto acotado pero aprovechado al máximo. Todo ocurre en la morgue de los Tilden, un negocio familiar que fue pasando de generación en generación y que ahora está en manos de padre e hijo, interpretados por Brian Cox y Emile Hirsch, dos actores casi siempre secundarios pero rendidores. Una noche, el sheriff del pueblo les trae el cuerpo de una joven NN (decir “Jane Doe” es como decir “Juana Pérez”), encontrado en una casa donde se cometieron tres horribles crímenes. El misterio es que este cuarto cuerpo está, a diferencia de los otros, intacto. Padre e hijo se ponen, bisturíes en mano, a tratar de averiguar la causa de su muerte, y en esa casona antigua donde trabajan empiezan a suceder cosas extrañas. La gran virtud de la película es que, sin ser demasiado original, es más sugerente que explícita: lo sangriento está prácticamente limitado al procedimiento forense (un deleite para los estudiantes de medicina). Una radio que se enciende sola un par de veces en la misma canción, tubos fluorescentes que titilan, puertas que se abren o cierran solas, apariciones de dudosa realidad: recursos remanidos que no dejan de tener su efectividad. Y, siempre, el cadáver inerte dominando la escena. La cuestión flaquea un poco a la hora de las explicaciones sobre lo que está ocurriendo. También, cuando se intenta tocar una cuerda melodramática en torno a la historia familiar de los Tilden, porque esos sentidos diálogos que quedan fuera de contexto. Pero esto no alcanza a arruinar aquella atmósfera espeluznante tan hábilmente creada, que transmite un mensaje también sutil: algunos padres dan un poco de miedo, y siempre es difícil escapar a su mandato.
Comedia que desbarranca Las situaciones son demasiado forzadas e infantiles como para hacer reír. Si el arte de hacer reír siempre fue complicado, a esta altura del partido lograr una comedia de enredos que funcione parece misión imposible: ejemplos como Mujeres al borde de un ataque de nervios son cada vez más raros, casi como ejemplares de una raza en extinción. Conseguir que los personajes tengan comportamientos disparatados con gracia, siguiendo cierta lógica interna y sin caer en infantilismos es materia delicada. Una materia que no aprueba La noche que mi madre mató a mi padre. Por sus características de vodevil y de las clásicas comedias de puertas que se abren y se cierran, este filme español bien podría tener una adaptación teatral. Casi toda la acción sucede en una noche, en un mismo lugar: la casa del matrimonio formado por una actriz (Belén Rueda) y su marido guionista (Eduard Fernández). El prepara una película junto a su habitual socia, que es su ex mujer (María Pujalte), directora y productora, y el elegido para protagonizarla es Diego Peretti, que hace de sí mismo (o de un personaje que es un actor famoso llamado Diego Peretti). El argentino viaja especialmente a España para interiorizarse del proyecto; con el objetivo de convencerlo, y de que además sea coproductor, le preparan una cena en el hogar del matrimonio. Pero todo tomará otro rumbo cuando aparezcan en escena el ex marido de la actriz dueña de casa junto a su joven y pulposa nueva novia. Si de entrada la cuestión empieza más o menos bien, con alguna divertida reflexión sobre las dificultades que afrontan las actrices mayores de 40 para conseguir trabajo, de a poco todo va desbarrancando. Las situaciones se vuelven demasiado forzadas, los chistes van perdiendo nivel y los actores terminan haciendo lo que pueden con un guión que no los invita al lucimiento, sino todo lo contrario.
Al final, las ballenas asesinas eran tiernas En esta coproducción hispano-argentina, la historia, los diálogos y las actuaciones no están a la altura de los paisajes y los cetáceos. El español Gerardo Olivares se caracteriza por dar en sus películas un lugar preponderante a la Naturaleza y los paisajes exóticos. Lo hizo en una veintena de documentales de viajes para cine y televisión, y también en sus cinco ficciones: las tres últimas –Entrelobos, Hermanos del viento y esta, El faro de las orcas- constituyen, además, una trilogía sobre la relación entre el hombre y los animales. Inspirada en la historia real del argentino Roberto Bubas (es una adaptación de su libro Agustín Corazonabierto), aquí explora el vínculo entre un guardafauna de Península Valdés, las orcas y un chico autista. Joaquín Furriel es Beto, ese hombre hosco que vive en medio de la nada, en un acantilado al borde del Atlántico, con un caballo y los cetáceos como ocasional compañía. Un día caen a su cabaña una mujer (Maribel Verdú) y su hijo autista, llegados de España: viajaron porque el niño reaccionó al ver a Beto en un documental sobre las orcas, y ella cree que el contacto con esos bichos puede ayudarlo. No hace falta mucha perspicacia para adivinar lo que sigue. Filmada en Chubut y las Canarias, los escenarios naturales son lo mejor de la película, así como las impactantes escenas en las que aparecen las orcas –reales o creadas por computadora-, jugueteando tiernamente o devorando sin piedad lobos marinos. Estas secuencias contrastan con la historia, que no está a la altura y termina pareciendo una excusa para mostrar la inmensidad patagónica y la fauna marina. Se supone que debemos emocionarnos con la evolución del chico, las dificultades de su madre y la sensibilidad del guardafauna, pero eso no sucede. La trama transita por lugares comunes, muchas de las situaciones están forzadas, y tanto los diálogos como las actuaciones son demasiado acartonados: todos esos elementos impiden que el gran objetivo de la película –conmover- se cumpla.
La premisa era buena A medida que avanza la producción se nota el bajo presupuesto. “No lo digas ni lo pienses”. Al estilo de Candyman, al ominoso The Bye Bye Man –título original de la película- se lo invoca con sólo saber su nombre. Los que se enteran de su existencia empiezan a tener alucinaciones que los llevan a caer en el desastre total. La premisa no es mala, pero su aplicación sí. Aquí se termina cayendo en la clásica historia de la casa embrujada: a una casona tenebrosa se mudan tres jóvenes que empiezan a percibir sucesos extraños… y todo lo demás. Hay una psíquica que cree poder limpiar la casa, uno de los jóvenes investiga, A medida que avanza la película, la producción va volviéndose cada vez más berreta, hasta que el bajo presupuesto termina notándose del todo con los efectos especiales. Así, el monstruo da menos miedo que los tipos que, en los ’80, acechaban disfrazados en el Laberinto del Terror del Italpark. Y la presencia, en papeles menores, de dos decadentes caras conocidas –Carrie Ann Moss, la Trinity de Matrix, y Faye “La La Land” Dunaway- no hace más que resaltar la pobreza del conjunto.