¿Para ser, hay que poseer? Buenas actuaciones para contar con sencillez una historia mínima sobre un tema clásico: la alienación. Es curioso que se promocione a Showroom como una comedia, porque es mucho más angustiante que graciosa. Seguramente se deba a que el protagonista es Diego Peretti, que probó ser un efectivo comediante en varias películas y programas de televisión, pero acá -en un muy buen trabajo- compone a un tipo vencido, desahuciado económicamente, que tiene horror al descenso social y hace lo que puede para seguir perteneciendo a la clase media porteña, aunque eso signifique irse a vivir a una casucha prestada en el Tigre y viajar todos los días a Capital para trabajar doce horas mostrando el prototipo de un departamento a construirse. Fernando Molnar, que hasta ahora había dirigido documentales como Rerum Novarum o Mundo Alas, se alió a Lucía Puenzo (Wakolda) y el marido de ella, el escritor y guionista Sergio Bizzio, para escribir el guión de su primer largometraje de ficción. Y consiguió un debut prometedor con una historia mínima y un tema clásico: la alienación del hombre moderno. El planteo que subyace a Showroom es que, en un mundo en el que para ser hay que poseer, la necesidad de trabajar va más allá de la urgencia de conseguir el sustento y cubrir las necesidades básicas; es, tanto para el protagonista como para mucha gente, la manera de mantenerse dentro de los estratos sociales que se suponen aceptables y no caer en la tan temida marginalidad. Como contracara de esta asfixiante realidad, localizada en la agobiante ciudad, aparece una salida romántica: la naturaleza. La película intenta matizar su oscuridad contraponiendo el verde a los edificios (literalmente: la cámara viaja sin escalas, una y otra vez, del exuberante Delta al gris porteño). Lejos del cemento, parece decirnos Molnar, es posible volver a una dimensión humana de los días, a la vida en comunidad, a disfrutar momentos que la enajenación cotidiana impide percibir. Una idea que inquietó a la humanidad a través de la historia, desde los románticos hasta los hippies, y que a esta altura del partido parece un poco ingenua y perimida. O tal vez no: el debate, al parecer, sigue abierto.
Bajo el signo de Highsmith El suspenso está muy bien logrado a partir de la tensión entre los tres personajes principales. Nunca sabemos qué planea cada uno. Patricia Highsmith y el lenguaje audiovisual se llevan bien: veinte películas y un número similar de realizaciones televisivas se basaron en novelas o relatos de su autoría. ¿Qué es lo que tanto atrae de su escritura a los cineastas? Arriesguemos tres hipótesis: 1) Sus historias no caen en el esquema policial clásico del whodunnit, donde hay un crimen y queremos saber quién lo cometió. Highsmith invierte la carga del suspenso: sabemos quién es el criminal y no queremos que lo descubran. En lugar de identificarnos con un detective que va acercándose a la verdad, nos identificamos con un delincuente que la va ocultando; 2) Los protagonistas son complejos, polifacéticos y cambiantes: generalmente, como Tom Ripley, atractivos psicópatas que nunca develan sus intenciones últimas; 3) Las acciones se desarrollan en geografías bellas y/o exóticas, siempre fotogénicas. Ambientada en los años ‘60, De amor y dinero -originalmente Las dos caras de enero- cumple con los tres puntos anteriores, y le agrega un cuarto: un triángulo amoroso, formado por el matrimonio de un apuesto veterano (Viggo Mortensen) y una atractiva joven (Kirsten Dunst) más un guía turístico y estafador de poca monta (Oscar Isaac). Los tres quedan enredados en una convivencia forzosa, de viaje por los paradisíacos paisajes griegos. En su opera prima, el iraní -radicado en Gran Bretaña- Hossein Amini (guionista de Drive y 47 Ronin, entre otras), maneja a la perfección la tirantez entre los tres personajes y el arte de no mostrarnos qué es lo que cada uno se trae entre manos. Durante su lograda primera mitad, la película se acerca al clima de El talentoso Sr. Ripley, esa gran adaptación de Highsmith a cargo de Anthony Minghella (no parece casual que Max Minghella, su hijo, sea el productor ejecutivo de De amor y dinero). Pero después de llegar al pico de tensión con trabajo y paciencia, la bajada es a los tumbos, con un desenlace decepcionante. Que, hay que decirlo, respeta el espíritu de la novela: por una vez, echémosle la culpa a la magistral Patricia Highsmith.
Blade Runner a la argentina... La trama es confusa: una suma de elementos muy vistos que no conducen a ninguna parte. No es exagerado sostener que Blade Runner es una de las películas más influyentes de la historia: la ciencia ficción no volvió a ser la misma después de la obra maestra de Ridley Scott. Más de treinta años después de su estreno, su ascendiente todavía se hace notar en el cine de todo el mundo, incluido el remoto sur: La parte ausente es un ejemplo emblemático. El primer largometraje de ficción de Galel Maidana -hondureño radicado en la Argentina- emula varios aspectos de Blade Runner. Sobre todo la atmósfera: transcurre en una Buenos Aires retro futurista, decadente, nocturna, lluviosa, humeante. Lo más logrado de la película son sus rubros técnicos: hay una gran pericia en la iluminación, el sonido y la fotografía, que confluyen exitosamente en el objetivo de crear un clima de misterio. La ciudad está mostrada con una mirada nueva: en este sentido, fue un acierto haber elegido al edificio Alas, poco explotado cinematográficamente, como una de las locaciones principales. El problema es la trama, que mezcla elementos ya muy vistos del universo de la ciencia ficción, lo fantástico, el terror y el policial negro, sin conseguir darles una forma novedosa. Hay un detective recio (Alberto Ajaka) que es contratado por una hermosa y misteriosa mujer (Celeste Cid) para encontrar a un hombre “peligroso”, que tiene poderes sobrenaturales. Hay una misteriosa hermandad que busca la eterna juventud, experimentos genéticos, grupos de jóvenes insurgentes. Y, en el medio, una hermosa intervención de Juliana Gattas cantando una versión de Alma de diamante, de Spinetta. La historia, al principio, atrapa. Pero va perdiendo el rumbo a medida que transcurren los minutos y los lugares comunes empiezan a sucederse sin vínculo aparente. La confusión gana terreno hasta dominarlo todo: el desenlace parece corresponder a otra película, y uno se queda preguntándose qué es lo que acaba de ver.
El amor durante el amor Una jubilada reciente, con tiempo, dinero y... un amante joven, en el centro de esta mirada sobre la madurez. Hace unos días, Horacio Guarany decía en este diario que jubilar de un día para el otro a una persona que se dedicó al mismo trabajo durante 40 años es matarlo. Y no se refería a una cuestión económica sino al excesivo tiempo libre, a la necesidad de la rutina como ordenadora de los días, a las motivaciones para vivir. En eso anda Caroline (una luminosa Fanny Ardant, bella aun sexagenaria y retocada), tratando de rearmar su vida ahora que dejó de ejercer la odontología. Tiene un marido, dos hijas, un nieto, suficiente dinero, y un montón de horas para llenar. Y ese vacío lo ocupa con un hombre veintipico de años menor que ella. Lo interesante de Mis días felices es la mirada desprejuiciada, alejada de convencionalismos morales, sobre la infidelidad. No se la trata como algo condenable, sino como un hecho de la vida que puede suceder, que viene a compensar el inexorable decaimiento pasional del matrimonio y no implica dejar de amar a la pareja estable. Hay, además, una reivindicación del derecho de la mujer a ejercerla tanto como el hombre. En este aspecto se nota el toque de género de la directora Marion Vernoux (conocida por Nada que hacer y Reinas por un día), que deja constancia de su feminismo mostrando, sin caer en una bajada de línea explícita, que una jubilada puede tener más intereses que cuidar a sus nietos y prepararle la comida al marido. Si algo realza estas posiciones es que no haya un trato peyorativo de los personajes masculinos. De hecho, en la dinámica de los vínculos de la protagonista con su amante y su marido están los mejores momentos de la película. Mis días felices también plantea las posibilidades que hay de gozar de la vida en la tercera edad, cuando lo mejor parece haber pasado. Aquí es cuando flaquea: en primer lugar, porque ese contenido se concentra en pasos de comedia facilistas y demagogos que, en busca de la complicidad de las señoras espectadoras, son una desafortunada cruza entre las Mujeres alteradas de Maitena y Cocoon. Y, además, porque muestra una realidad bastante ajena a la de gran parte del mundo (incluyendo la Argentina): se enfoca en europeos que gozan de buenas jubilaciones y viven en una adorable ciudad a orillas del mar. Digamos que en esas circunstancias es bastante fácil ser optimista.
El juego de las lágrimas Es un dramón con malas actuaciones que intenta hacernos llorar por todos los medios posibles. El verdadero responsable de El viaje más largo no es George Tillman Jr., el director, sino Nicholas Sparks, guionista, productor y autor de la novela en la que está basada la película. Sparks es un exitoso escritor de best sellers, dramas románticos que buscan tanto emocionar como dejar enseñanzas de vida. Este es el noveno de sus libros que es llevado al cine y sigue la misma línea: cuenta las historias de amor de dos parejas, una en la actualidad y otra en los años ‘40, que deben sortear obstáculos aparentemente insalvables para mantenerse unidas. La película, claramente orientada a un público femenino, consiste en una sucesión de golpes de efecto que tienen como único objetivo provocar las lágrimas de la espectadora. Hay enfermedad, injusticia y heroísmo en dosis parejas: cada giro de la trama parece una renovada oportunidad para soltar el llanto. Pero hay varios inconvenientes que conspiran contra esa intención lacrimógena. Uno es la escasa credibilidad de los actores: el casi octogenario Alan Alda y Oona Chaplin -nieta de Charles- son los únicos rescatables entre los actores principales, en un elenco que completan el tan carilindo como inexpresivo Scott Eastwood, hijo de Clint, y la insulsa Britt Robertson. Otro es la banalidad de los conflictos, sobre todo en la historia que transcurre en el presente. Y un guión digno de esta clase de productos, que aspiran a la masividad ante todo y terminan subestimando al espectador. Es totalmente explicativo, sin ambigüedades, sin lugar para que el público saque sus propias conclusiones. Todo queda verbalmente expuesto, siempre. La explícita moraleja de la historia es: “El amor requiere sacrificios. Siempre”. Una verdad inapelable para los hombres que acompañen al cine a sus amadas.
Un manual de autoayuda Es un manual de autoayuda devenido película, con enseñanzas morales y conclusiones esquemáticas. Una de las fantasías recurrentes de la burguesía urbana insatisfecha con su modo de vida -en términos menemistas: los niños ricos que tienen tristeza- es dejar todo y salir a recorrer el mundo. Quizás ahí afuera, entre paisajes y pueblos exóticos, se encuentren las emociones vitales que la rutina cotidiana cubrió con un manto de tedio. De esta insatisfacción neurótica se nutrieron históricamente tanto la literatura como el cine; Héctor, en busca de la felicidad vuelve a abrevar en esa fuente. El hombre del título parece tener la vida perfecta: una linda concubina, una casa confortable en Londres, una profesión -la psiquiatría- en la que se desempeña sin mucho entusiasmo ni mayores inconvenientes. Pero algo no le cierra. Un buen día se pregunta si es feliz y decide emprender una investigación a escala planetaria para averiguar cuál es la definición de felicidad según distintos sujetos. Lo que sigue es un manual de la peor autoayuda convertido en película; de hecho, el guión está basado en la pretendidamente edificante novela homónima del psiquiatra francés François Lelord. Con lo que va averiguando en el camino, Héctor lleva un diario en el que ilustra las frases que aprende, que parecen extraídas de sobrecitos de azúcar o tarjetas de felicitaciones, y que aparecen anotadas en la pantalla. “La felicidad es ser amado por quién eres”, “La felicidad es responder a una vocación”, “El miedo es un impedimento a la felicidad”, “La felicidad es sentirse completamente vivo”, y así sucesivamente. A esto hay que sumarle la prejuiciosa hipótesis de que los pobres salvajes tercermundistas saben pasarla mejor que los civilizados europeos. Para enseñarnos que el dinero y el confort no hacen la felicidad, Peter Chelsom -director de ¿Bailamos? y Hannah Montana: La película, entre otras- nos muestra a unas mucamas chinas que comen sentadas en plena calle, pero ríen porque están entre amigas, y a unos africanos carentes de los servicios básicos que no paran de bailar y sonreír. La explícita moraleja de la fábula no podía ser peor: “Todos tenemos la obligación de ser felices”. Por suerte, nadie tiene la obligación de ver esta película.
Ama de casa desesperada El retrato de la hipocresía en la clase media alta y la imprevisibilidad de su protagonista la hacen una película para ver. Las viudas de los jueves, Betibú y ahora Tuya: las tres novelas de Claudia Piñeiro llevadas al cine tienen en común el retrato de un sector social, la clase media alta, que trata de mantener las apariencias y su estilo de vida más allá de cualquier obstáculo. Aunque ese obstáculo sea un asesinato, o varios. A diferencia de las dos primeras, Tuya no transcurre en un country, sino en un barrio acomodado de los suburbios, pero el espíritu de los personajes es el mismo y el acento vuelve a estar puesto en la veta policial de la historia. Que empieza cuando Inés (Andrea Pietra), ama de una casa acomodada, descubre que su marido, un exitoso empresario (Jorge Marrale), le es infiel. Si toda adaptación de una obra literaria al cine implica cierta dificultad, el grado aumenta cuando la novela está narrada en primera persona. ¿Cómo reemplazar ese punto de vista? Es muy difícil no caer en la voz en off, un recurso generalmente molesto. Tuya no es la excepción, aunque el efecto negativo de esa voz está atenuado por el mordaz contenido de algunas de las reflexiones de Inés sobre la fidelidad y el matrimonio. Lo interesante de la trama es que, ante el descubrimiento de que es engañada, ella no tiene ninguna de las reacciones previsibles. Nunca sabemos hacia dónde irá este ama de casa desesperada. Lo mejor de la película está ahí, en la descripción, liviana y ligeramente humorística, de ese micromundo, de los comportamientos de esa mujer despechada, de la dinámica interna de esa pareja gastada por el uso y su vínculo, casi nulo, con su hija adolescente, que protagoniza una inquietante subtrama. El asunto se torna más tosco cuando se pone serio y entra en juego el aspecto policial, porque muchos de los recursos son trillados y varias de las situaciones están resueltas de forma poco creíble. Es en esos momentos cuando más se nota el acotado presupuesto de producción; unos cuantos detalles poco logrados le dan una pátina de vieja ficción televisiva al conjunto y le restan verosimilitud.
Fuerte y conmovedora Con esta película, el canadiense Xavier Dolan se ganó un lugar al lado de ilustres apellidos del cine.. Con apenas 26 años, el canadiense Xavier Dolan ya dirigió cinco largometrajes, todos ellos bien recibidos por la crítica y el público. El dato es llamativo. Pero lo más llamativo de Dolan es su madurez: tiene un conocimiento profundo del alma humana y una asombrosa capacidad para mostrar todos sus matices. Mommy -ganadora del premio del jurado en el Festival de Cannes del año pasado- es conmovedora sin ser sensiblera, fuerte pero sin golpes bajos, poética pero no pretenciosa ni rebuscada; ante todo, es genuina, verdadera. Una de esas películas que aparecen de vez en cuando para recordarnos que, además de una industria, el cine también puede ser un arte. La “mami” del título es Diane, una viuda que anda a los tropezones por la vida, y que debe volver a hacerse cargo de Steve, su único hijo, un adolescente conflictivo al que había internado en un reformatorio poco después de la muerte del padre del chico. Steve padece un síndrome conocido como “trastorno por déficit de atención con hiperactividad”: oscila entre la euforia y la depresión, la ternura y la violencia. Si Diane no sabe qué hacer consigo misma, menos pistas tiene sobre cómo lidiar con esa bomba de tiempo que es su hijo. Quizá la vecina de enfrente, que arrastra sus propios problemas mentales, la pueda ayudar. Cada detalle está al servicio de la historia, de contar el dolor y el desconcierto que la enfermedad mental causa en el enfermo y su entorno. A su sensibilidad, Dolan le suma una rica paleta de recursos técnicos: desde el encuadre, que varía según el estado de ánimo de los personajes, hasta la banda de sonido, los planos, la luz y los colores de las imágenes. Nada se percibe artificioso, caprichoso ni manierista. Al contrario: todo eso hace que no estemos frente a una película más sobre vínculos disfuncionales (con perdón por la palabra). Y hay que destacar, sobre todo, las actuaciones. Anne Dorval -prócer del teatro y la televisión de Quebec-, Suzanne Clément (la vecina) y el joven Antoine-Olivier Pilon les dan a sus criaturas una carnalidad que nos hace olvidar de que estamos viendo una ficción, y nos sumergen en un clima parecido al del cine de John Cassavetes o el de los hermanos Dardenne. Las comparaciones suelen ser odiosas, injustas y exageradas, pero con Mommy Dolan se ganó un lugar al lado de esos ilustres apellidos.
Toda una experiencia Hay que estar de humor para ver una de Jodorowsky. Tiene algunos pasajes de belleza y de poesía. En épocas en las que el 75 % de los estrenos consiste en productos estandarizados, hechos según fórmulas comerciales más o menos probadas, la llegada a los cines de una película como La danza de la realidad es para festejar. Es el regreso, después de 23 años, del ya octogenario Alejandro Jodorowsky, alguien a quien, con sus fanáticos y detractores, el bastardeado mote de “artista” no le queda grande. Cineasta, novelista, guionista de historietas, poeta, dramaturgo, actor, mimo, tarotista, creador de la psicomagia, Jodorowsky supo ganarse la admiración de creadores como David Lynch, Federico Fellini o John Lennon por sus películas de los ‘70, El topo y La montaña sagrada, que con los años se transformaron en objetos de culto. Al contrario de aquéllas, en La danza de la realidad sí hay una historia clara. Es la primera de una anunciada serie de películas autobiográficas de Jodorowsky -en junio comienza el rodaje de la siguiente, Poesía sin fin-, y cuenta la dura infancia del director en Tocopilla, una ciudad del norte de Chile, con eje en la difícil relación con su padre, Jaime, un estalinista en el sentido más amplio de la palabra, que, para “hacer hombre” a su hijo, lo sometía a toda clase de crueldades. El encargado de interpretar a ese padre tiránico es Brontis, el hijo mayor de Jodorowsky, que encabeza la larga lista de integrantes de la familia que participaron de la película. Hasta aparece el propio Alejandro, como un narrador de cuerpo presente. Hay que estar de humor para ver una de Jodorowsky. Estar dispuesto a sumergirse durante más de dos horas en un mundo surrealista, onírico, delirante. A ver escenas grotescas protagonizadas por enanos, tullidos y actores aficionados o no muy dúctiles. A tolerar a un personaje -la madre- que sólo se expresa cantando como una soprano. A escuchar enseñanzas de vida con tufillo a libro de autoayuda. El realismo mágico habrá sido una novedad atractiva hace 50 años, pero perimió hace rato. El espectador valiente y tenaz de La danza de la realidad tendrá su recompensa con algunos pasajes de profunda belleza y de auténtica poesía, y una didáctica introducción al curioso arte de la psicomagia. Vivirá, como dice el lugar común, toda una experiencia. Pero con demasiados efectos colaterales.
Sexo, drogas y rotación. Esta comedia para adolescentes muestra las andanzas amorosas de seis amigos en una casa en el Tigre. Con ese aspecto woodyallenesco de nerd torpe y tierno, Martín Piroyansky parece predestinado a la comedia. Surgido de ese semillero de talentos que fue Magazine For Fai, siguió demostrando sus dotes para hacer reír en películas como Sofacama, Cara de queso o Mi primera boda, y como director eligió el mismo camino. Primero con una comedia romántica, Abril en Nueva York, y ahora con Voley, más decididamente humorística. Un grupo de amigos -cuatro chicas y dos varones- se van al Tigre a pasar Año Nuevo a la casa de fin de semana de uno de ellos. Cada uno de ellos representa arquetipos más o menos identificables en todos los grupos juveniles: el macho alfa, el aparato, la mandona, la aniñada, la intelectual, la cheta linda. Como un equipo de voley, son seis y practican la rotación... amorosa. Hay todo tipo de encuentros y desencuentros sexuales, más que románticos: ahí radica el quid de esta comedia de enredos orientada a los adolescentes. La película tiene dos aspectos relativamente novedosos para el cine nacional: habla de una franja etaria no muy visitada -la de los veintipico, aunque estos chicos se comportan casi como púberes- y recurre al humor drogón, muy usado en el cine estadounidense pero no tanto aquí. En sus mejores momentos -en general protagonizados por el propio Piroyansky y Violeta Urtizberea, otra egresada de Magazine For Fai-, Voley logra divertir. También, reflexionar sobre esa misteriosa costumbre en vías de extinción llamada monogamia, y sobre la forma de vincularse de “los jóvenes de hoy en día”, como dirían Les Luthiers, aparentemente mucho más desprejuiciados que sus padres a la hora de los bifes. También hay muchos pasajes menos logrados, en los que estos adolescentes tardíos se ponen demasiado pavos y parecen parte de un Clave de sol del siglo XXI, o de una de esas obras de Darío Víttori de puertas que se abren y se cierran. Y hay otra sorpresa para el medio local, no tan agradable como las anteriores: chistes escatológicos al peor estilo de las bazofias de Adam Sandler, que afean innecesariamente una película digna.