Una de fantasmas Logra asustarnos con recursos clásicos y sencillos, sin resignar una bienvenida cuota de humor. Contrariamente a lo que sugiere el título, La noche del demonio: Capítulo 3 tiene poca relación con las dos entregas anteriores de la saga. No hay necesidad de haber visto el capítulo 1 ni el 2 para entender lo que sucede en éste, el 3, porque se trata de una precuela. Todo transcurre dos años antes que en las dos primeras, donde espíritus malignos atormentaban a la familia Lambert. Aquí la acosada es Quinn Brenner, una adolescente que acaba de perder a su madre y piensa que ella está tratando de contactarla. Pero la realidad es que quien está comunicándose con ella es un espíritu demoníaco. James Wan, el responsable de las primeras dos películas, aquí sólo aparece en un cameo. Le dejó su lugar al joven actor australiano Leigh Whannell, que hace su debut como director pero no por eso resigna el papel secundario que hizo en la 1 y la 2 y vuelve a ponerse en la piel de Specs, uno de los dos cazafantasmas torpes. El y su compañero Tucker (Angus Sampson) aportan nuevamente el toque de humor necesario para compensar tanto susto. Y son una de las conexiones con el resto de la saga. Otra conexión es la reaparición de la médium Elise (Lin Shaye), una vez más la heroína de la aventura: a ella acuden Quinn y su padre en busca de ayuda. El mérito de la película es que logra asustarnos con recursos clásicos y bastante sencillos. Es ni más ni menos que la vieja historia de la casa embrujada -departamento, en este caso-, pero funciona. Hay una galería de fantasmas que dan las mismas señales que en los cuentos de espíritus de hace siglos: huellas alquitranadas, apagones inexplicables, ruidos misteriosos. Pero al contrario de lo que podría suponerse, el reencuentro con los viejos y queridos fantasmas de toda la vida sigue siendo espeluznante. Mérito de Whannell, que se las rebusca para que la historia no tenga gusto a comida recalentada. Cuando usa trucos trillados, como imágenes captadas por cámaras caseras -onda Rec o Actividad paranormal- lo hace con sentido y sin abusar. La noche del demonio: Capítulo 3 no ganará premios a la originalidad, pero, como las viejas películas de terror, cumple su escalofriante cometido con nobleza.
Tan disfrutable como previsible Película de iniciación noruega, está ubicada en los años ‘60. Y el director Peter Flinth aprovecha la nostalgia por la inocencia de aquellos años. Verano, primer amor, primeros tragos, primeros cigarrillos, travesuras y bailes escolares, rocanrol: Beatles tiene, para bien y para mal, todos los condimentos de las películas de iniciación, ese género en el que Cuenta conmigo es un referente ineludible (y casi insuperable). Y si decimos para bien y para mal es porque aquí todo es tan disfrutable como previsible. Lo original de esta historia es que transcurre en Oslo: basada en un best seller del escritor noruego Lars Saabye Christensen, es sobre cuatro amigos de 16 años que, a fines de la década de los sesenta, se identifican con Los Beatles y quieren imitarlos formando una banda propia. Todo es muy amable -casi demasiado, al borde de lo empalagoso- con el amor esquivo de una chica como mayor conflicto. El director Peter Flinth apela sin demasiadas vueltas ni sutileza a la nostalgia por la inocencia de aquellos años, con una eficaz recreación de época: el wincofón, el almacén de barrio, los discos de vinilo, Suzanne, de Leonard Cohen y Paperback writer, de Los Beatles (aunque no hay tanta música como el título de la película sugiere). El protagonista es encantador, los demás de la pandilla lo acompañan bien, y eso ayuda para mantener la paciencia por lo menos durante la primera hora y cuarto. Pero a medida que va avanzando la trama, el guión empieza a complicarse sin demasiada consistencia. En busca de cierto dramatismo, como para dejar sentado que el pase de la adolescencia a la adultez es doloroso, el romance se complica por tonterías -sí, es cierto, como suele suceder a esa edad-, y aparecen elementos injustificados: algunas escenas fallidas parecen haber sido incluidas sólo para poder equilibrar tanta dulzura y recordar que la vida en esa época no era tan color de rosa. Así y todo, Beatles es de esas películas que pueden funcionar como un buen antidepresivo en un frío y gris domingo otoñal.
El desconcierto Retrata a un sector de la población de la Argentina tan vasto como misterioso: los inmigrantes. Por su título, La Salada parece la competencia de Bolishopping, otro de los estrenos de esta semana. Casualidades del destino: si bien transcurren en ambientes emparentados -y hasta comparten un actor, Limbert Ticona- son películas completamente diferentes. A diferencia de la de Pablo Stigliani, la opera prima de Juan Martín Hsu no pretende denunciar mafias. La feria de Lomas de Zamora funciona sólo como marco y nexo vinculante de tres historias entrecruzadas de inmigrantes: un próspero empresario coreano, cerrado culturalmente, empecinado en que su hija se case con un compatriota; un taiwanés que se dedica a piratear películas y mitiga su soledad llamando casi diariamente a su familia en Taiwán; un joven boliviano recién llegado que trata de hacer pie en la Argentina. Hijo argentino de madre taiwanesa y padre chino, Hsu conoce de primera mano lo que está contando: las nostalgias del inmigrante, esa sensación de sentirse ajeno a un lugar o a una cultura aun años después de haberse ido del propio terruño. En ese sentido, la película -hablada en coreano, chino, quechua y castellano- es una rareza: retrata a un sector de la población de la Argentina tan vasto como misterioso, que no es abordado con mucha frecuencia por el cine o la literatura (hay varias excepciones, como Bolivia, de Adrián Caetano, o las novelas Un chino en bicicleta, de Ariel Magnus, y la controvertida Bolivia construcciones, de Sergio di Nucci, de la que Hsu tomó algunas ideas). La Salada está lejos de ser una película redonda: le falta vigor narrativo y por momentos cae en el nadismo que afecta a parte del cine argentino (al que Hsu homenajea, desde Juan Moreira a Rapado). Pero transmite la soledad y el desconcierto del extranjero, que es, en definitiva, lo que se propone.
Mucha tela para cortar Es una historia atrapante que, con muy buenas actuaciones, muestra una espeluznante realidad. Los talleres clandestinos que funcionan en Capital Federal y el Gran Buenos Aires eran, hasta hace poco, una realidad oculta. En los últimos tiempos, las denuncias de diversas ONGs le dieron cierta visibilidad al tema, que ganó espacio en los medios de comunicación. Bolishopping -filmada hace dos años pero recién estrenada ahora- viene a completar el cuadro de situación. No es un documental, pero está tan eficazmente realizada que lo parece: el resultado es una pintura de esos centros de trabajo esclavo -aunque, valga la aclaración, no todos los talleres clandestinos lo son- desde adentro. “En la Argentina funcionan tres mil talleres clandestinos, que emplean a 40 mil personas”, informa la placa introductoria que le da marco a la “ficción”. La película se desarrolla casi en su totalidad dentro de una precaria casa en la que convive una decena de bolivianos: allí trabajan, duermen, comen. Con el correr de la historia, nos vamos enterando de los mecanismos mediante los cuales son reclutados y algunos de los padecimientos a los que son sometidos: están privados de documentos, sólo pueden salir a la calle con autorización y por breves períodos de tiempo, trabajan casi sin descanso y reciben -si lo reciben- un pago caprichoso. Pablo Stigliani narra con eficaz pulso de thriller la historia de dos de ellos, un matrimonio de bolivianos que vive allí con su hija de cinco años y, en determinado momento, decide que es hora de escapar. Para eso la pareja deberá enfrentarse a Marcos, el dueño del taller: uno de los últimos trabajos de Arturo Goetz, en otra gran actuación que hace lamentar una vez más su prematura muerte, el año pasado, a los 70 años. El suspenso va in crescendo, aunque hay una elección narrativa que le quita fuerza: intercalado con la acción en sí misma aparece el testimonio de la mujer del matrimonio, que declara ante un funcionario y repasa todo lo que vivió. Esto agrega un indeseable tinte pedagógico, es redundante y funciona como anticlímax de una historia tan atrapante como espeluznante. Y que puede estar ocurriendo, sin que lo notemos, a la vuelta de la esquina.
Gira misteriosa Es una película atípica, imprevisible y anticonvencional, que retrata a ese raro artista llamado Daniel Melingo. Mariano Galperín está muy ligado al rock: empezó como fotógrafo de rockeros, tuvo a Vicentico como protagonista de su opera prima (1000 boomerangs, donde el cantante de los Cadillacs conoció a Valeria Bertuccelli) e incluyó a su amigo Daniel Melingo en un cameo en El delantal de Lili y como musicalizador de Futuro perfecto. Ahora lo eligió como centro de Su realidad, que ganó la Competencia argentina en el último Festival de Mar del Plata. Difícil de clasificar, podría decirse que es un falso documental musical, con mucho de ficción y algo de road movie. Filmada en blanco y negro, la película nos embarca en una gira por Europa de este rockero devenido tanguero: por eso, gran parte transcurre en medios de transporte -trenes, aviones, taxis- y habitaciones de hotel. Se ven, también, las particulares interpretaciones de Melingo arriba del escenario. Pero la intención no es únicamente registrar una gira: la idea principal es sumergirnos en el mundo de esa mezcla de músico, clown y linyera que es Melingo. Pareciera que todo puede suceder en la surrealidad del ex Abuelos de la Nada. Zapadas con Andrés Calamaro y Jaime Torres, un encuentro con un falso ex futbolista, un diálogo sobre gatos con una china que sólo habla en chino, meterse en el metro parisino y aparecer en la calle Corrientes. La gran virtud de la película es ser totalmente imprevisible y anticonvencional. Con altibajos: por momentos consigue crear una atmósfera mágica y misteriosa, y por otros cae en chistes flojos o poco logrados. De cualquier modo, es un tren al que vale la pena subirse.
Cuestión de (sobre)peso La mayoría de los chistes son repetitivos y poco efectivos. Y el guión no se anima al delirio total. Basada en su (sobre)peso, Melissa McCarthy viene construyendo una sólida carrera como comediante que incluye, como certificado de calidad, tres temporadas como anfitriona invitada de Saturday Night Live. En cine, aquí la conocemos básicamente por su sociedad con el director Paul Feig, que la dirigió en Damas en guerra (2011), en Chicas armadas y peligrosas (2013) y, ahora, en Spy: Una espía despistada. Esta es la primera en la que McCarthy es la protagonista absoluta, pero en las tres sus personajes son guarros, groseros, violentos. En una palabra: masculinos. Los kilos de más y ciertas actitudes impropias para lo que se espera de una mujer son los ejes principales de su comicidad. Maxwell Smart dejó altísima la vara en materia de parodias de películas de espías: sagas como Austin Powers o La pistola desnuda, y no muchas más, se acercaron a ese nivel. En este nuevo intento, a McCarthy -una administrativa de la CIA que salta del escritorio al campo de batalla- la acompañan un Jason Statham que se burla todo el tiempo de sí mismo, Rose Byrne como la villana y Jude Law como el perfecto James Bond. Todos se reiteran en sus chistes (y muchos no son graciosos ni siquiera la primera vez). El guión, además de repetitivo, no se anima a ser completamente delirante: hay una trama de espionaje más o menos elaborada pero, a la vez, carente de interés. Hay que reconocer que McCarthy es buena actriz y se anota algunos gags efectivos. Pero verla haciéndose la dura, dando patadas, vomitando o diciendo líneas como "voy a cortarte la pija y te la voy a pegar en la frente para que quedes como un unicornio" resulta agotador más temprano que tarde. Algunos ven un subtexto progre y sostienen que, con sus personajes, McCarthy reivindica la obesidad y se burla de los cánones de belleza convencionales; en realidad, parece todo lo contrario. Pero si nos reímos con la gorda o nos reímos de la gorda es un debate secundario; la cuestión es si nos reímos. Y la respuesta es no.
Seguir viviendo sin tu amor Con actuaciones solventes de Carlos Belloso y María Onetto, pormomentos la película da en la tecla. ¿Cómo se sigue adelante cuando se termina una pareja que duró muchos años? ¿Cómo se procesa la muerte de una relación tan íntima, familiar? ¿Cómo se supera la distancia y el extrañamiento que, a partir de la ruptura, se siente en presencia del otro? ¿Cómo se asimila descubrir que no conocíamos al otro tan bien como creíamos? La vida después va al grano: en la primera escena, Juana (María Onetto) le dice a Juan (Carlos Belloso) que quiere separarse. Sin hijos, desacuerdo en cuanto a la división de bienes ni terceros en discordia, no hay discusiones. Con la típica determinación femenina para estas cuestiones, Juana comunica que su amor se terminó, y eso es todo. Mantiene el cariño, un cariño maternal, rayano en la lástima, que es casi más doloroso que el encono. Asistimos, entonces, al intento de reconstrucción moral de ese hombre descolocado. Para algunos, volver a la soltería es una fantasía en la que se oye el ruido de rotas cadenas y se recobra el tiempo perdido. Para otros, como Juan, significa empezar de cero o, peor, retroceder varios casilleros. Con actuaciones solventes y una filmación con espíritu teatral, desarrollada casi únicamente en interiores, esa primera mitad -basada en experiencias autobiográficas de Pablo Bardauil, guionista y uno de los directores- es la mejor de la película, porque da en la tecla de lo que puede sucederle a un hombre recién separado. Pero Bardauil y Franco Verdoia -ya dirigieron, también juntos, Chile 672 (2007)- no quisieron limitarse a hablar de lo que conocen, sino que intentaron ir más allá, para mostrar también el punto de vista de Juana. Una decisión lógica -después de todo, una pareja está formada por dos personas- y potencialmente rica, pero pobre en su concreción. Porque para contar el lado femenino de la situación, el guión da un giro brusco, forzado, y la historia se desvía hacia un terreno pantanoso, que quita el foco de la separación y lo coloca sobre zonas menos interesantes. Como si los directores no hubieran confiado del todo en lo que tenían entre manos hasta ese momento, recurrieron al factor sorpresa, que es traicionero: a veces es efectivo y muchas otras, como esta, sólo resulta artificial.
El loco de la hoz Pese a todos los lugares comunes y la pátina berreta, consigue entretener y, de a ratos, asustar. Seamos claros: Donde se esconde el diablo es una película clase B. Que no equivale a decir que es mala, pero sí que sus actuaciones son flojas tirando a pésimas, que tiene una pátina berreta, que el guión es un cóctel de lugares comunes, que perfectamente la podríamos ver en la trasnoche de algún canal de aire. Y así y todo, tiene un qué sé yo que la hace disfrutable. La acción transcurre en uno de esos pueblos religiosos al estilo de Testigo en peligro, que viven en pleno siglo XXI como si estuvieran en el medioevo: aislados, sin electricidad ni otras comodidades modernas. Sobre el pueblo pende una profecía: allí, en Bethlehem, un día 6 del mes 6, nacerán seis niñas. Con el tiempo, sólo una de ellas sobrevivirá, y al cumplir los 18 años será el instrumento del demonio sobre la Tierra. Ha llegado el momento y ahí están las chicas, cerca de llegar a la mayoría de edad. Pero un encapuchado loco, hoz en mano, empieza a liquidarlas. Esta cruza de Martes 13 con La profecía y La aldea cuenta con unos cuantos condimentos del género: sustos clásicos, por no decir trillados (ruidos en un granero oscuro, el placard que se entreabre en medio de la noche, el bosque ominoso, etcétera), sexo ultra soft, persecuciones a los gritos, giros sorpresivos. Y un fanático religioso, el mandamás del pueblo, que probablemente sea el que salva la película: Elder Beacon, interpretado por el gran that guy irlandés Colm Meaney, que ya se ganó el derecho a un protagónico, y en alguna producción de mejor calidad.
Retrato del señor básquetbol León Najnudel se merecía una película: es un documental clásico, rico en testimonios e imágenes de archivo. León Najnudel fue, quizá, el hombre que más hizo por el básquetbol argentino. Su gran legado es la Liga Nacional, que fomentó la competitividad en serio y llevó a que jugadores argentinos, y el propio Seleccionado nacional, se destacaran en el mundo. Najnudel se merecía una película. Y José Glusman la filmó: es un documental clásico, rico en testimonios -de amigos, colegas, parientes, basquetbolistas, periodistas- y en imágenes de archivo. A través de las diferentes voces -hablan desde Víctor Hugo Morales y Adrián Paenza a Emanuel Ginóbili y Andrés Nocioni, pasando por Julio Lamas o Luis Bonini-, se va viendo la vida basquetbolística de Najnudel en orden cronológico: los juegos en las veredas de Villa Crespo, con una reja como aro improvisado; sus comienzos en el club Villa Crespo y en Atlanta; su etapa en Ferro, en el Zaragoza, en Sport Club Cañada de Gómez, en el Seleccionado; su incansable lucha contra los molinos de viento para concretar su idea de un gran torneo federal, la Liga Nacional. Mientras, se va corporeizando el perfil de un hombre vital, arquetipo del porteño bohemio que ama las eternas rondas nocturnas de whisky, cigarrillos y café con amigos en el bar de la esquina. Es una película hecha con el corazón, que logra transmitir el cariño que despertaba Najnudel (que murió de leucemia en 1998, a los 56 años) y su estatura humana y profesional. De todos modos, quizá no sea del todo interesante para el público que no está familiarizado con el básquetbol. Hay muchos sobreentendidos -recién al final, por ejemplo, nos enteramos de quién es cada uno de los que habla- y algunos tecnicismos que podrían haberse compensado con más datos sobre la vida de León fuera de las canchas.
Con bajada de línea Maniquea y simplista, no tiene claroscuros: los malos son malísimos y los buenos, buenísimos. Afshin Ghaffarian es un bailarín y coreógrafo iraní que en 2009 escapó de su país -en ese momento gobernado por Mahmoud Ahmadinejad-, y consiguió asilo político en Francia. Bailando por la libertad cuenta su historia, pero nunca consigue ser creíble porque está contada desde un sesgado punto de vista occidental. Por empezar -un clásico- los personajes son estudiantes iraníes viviendo en Teherán, pero hablan en inglés (con acento extranjero, eso sí). Aquí no hay matices: Ahmadinejad y sus seguidores son malísimos y sus opositores son buenísimos. Quizás esa opinión tenga asideros, pero la película hace una bajada de línea tan maniquea que no aporta nada al conocimiento sobre la realidad iraní bajo el régimen de Ahmadinejad, seguramente mucho más compleja. Bailando por la libertad recuerda a esos bodrios del estilo de Imaginando Argentina: cuando desde el Primer mundo se intenta retratar el padecimiento político tercermundista, en general el resultado es simplista. Eso sí: hay bellas coreografías a cargo de la hermosa Freida Pinto (la de ¿Quién quiere ser millonario?). Y nada más.