Saludable a los 90 años. Esta nueva versión del musical llega con varias novedades, entre ellas dos protagonistas negros. La nenita ya es una anciana -el año pasado cumplió 90 años-, pero Annie sigue vigente. En el origen fue una historieta -creada por Harold Gray-, que se publicó desde 1924 hasta 2010. En los años ‘30 hubo un par de adaptaciones cinematográficas y un programa de radio, pero fue en 1977, con el estreno del musical en Broadway, cuando la historia de la huerfanita adoptada por un millonario cobró fama mundial. Después, en 1982, llegó la película basada en el musical, dirigida nada menos que por John Huston. Hubo una versión de Rob Marshall en 1999, y ahora llega esta Annie con dos grandes novedades: transcurre en la actualidad y está protagonizada por dos actores negros. No son las únicas: hay canciones nuevas, y las clásicas -como Tomorrow, Maybe o It’s a Hard Knock Life- tienen otros arreglos, todo a cargo de la ascendente Sia y del productor Greg Kurstin (trabajó con Lily Allen, Pink y la propia Sia, entre otros). Si la gran pregunta de las remakes es para qué, hay que decir que esta versión de Will Gluck justifica su existencia porque consigue su objetivo de modernizar la historia sin traicionar su esencia. Para lograrlo, se apoya en cimientos sólidos. Uno de ellos es el musical, con un eficaz trabajo del equipo creativo mencionado. El elenco es otro: entre varias actuaciones buenas, se destacan las de Quvenzhané Wallis (la nena de La niña del sur salvaje) y Cameron Díaz como la villana. Y el guión, que abunda desde el primer minuto en guiños ingeniosos, con referencias a la Annie clásica y al carácter intrínseco de los musicales (se ríe, por ejemplo, de la ridícula situación en la que un personaje está hablando y, de la nada, se pone a cantar). Hay, también, un subtexto político, con críticas a los empresarios que utilizan a la política como un medio de potenciar sus negocios; a la frivolización de las campañas electorales, convertidas en shows por los asesores de imagen; y hasta a las corporaciones que tienen el poder de controlar a la ciudadanía. Un contenido que compensa un final desdibujado y unos cuantos minutos de más.
Un monstruo entre las hadas. Es muy entretenida y visualmente agradable. La bestia peluda es adorable. Suele decirse que los spin-off difícilmente tienen éxito: si esto es verdad, entonces Tinker Bell es la excepción que confirma la regla. Porque Campanita, el hada creada en 1904 por James Barrie como personaje secundario de Peter Pan, ya va por su sexta película propia: una por año desde que Disney lanzó la primera, en 2008. Pero en este caso, Tinker Bell se corre del primer plano para cederle el protagonismo a Fawn, otra de las hadas de la isla de Nunca Jamás. Fawn es el hada experta en animales -como los Pitufos, esta suerte de Barbies aladas se dividen el trabajo y cada una tiene su especialidad-, con predilección por la fauna salvaje. En una de sus exploraciones por la isla descubre a un monstruo peludo (adorable pariente de las criaturas que creó Maurice Sendak en su clásico libro infantil Donde viven los monstruos). Algunas hadas lo adoptan como amigo, pero otras lo consideran peligroso, del mismo modo en que resultaron otros seres adoptados en el pasado por Fawn, y quieren capturarlo. He ahí la moraleja de la película: las apariencias engañan. Más allá de esos toques de corrección política característicos de Disney, Tinker Bell y la bestia del Nunca Jamás cumple con los requisitos básicos de este tipo de películas: es entretenida (sobre todo para chicos de hasta ocho años) y es agradable visualmente, algo que se aprecia sobre todo en la versión 3D (los diferentes paisajes de la isla y la bestia peluda son los diseños más logrados). El aspecto musical también es correcto: las canciones no son gran cosa, pero tampoco molestan -lo mismo que el doblaje de castellano neutro-, y en estos casos eso es suficiente.
Para estar en el cambio. Pero no me hable del proletariado/ Porque ser pobre y maricón es peor/ Hay que ser ácido para soportarlo. Los versos del célebre poema Hablo por mi diferencia, del recientemente fallecido Pedro Lemebel, se hacen carne en Yermén Dinamarca, la protagonista de Naomi Campbel. Cruza entre ficción y documental, la película muestra la vida de esta transexual en una barriada humilde de los suburbios de Santiago de Chile. Ella sueña con una operación de cambio de sexo que adapte su cuerpo al género femenino. Para Yermén, la cirugía representa mucho más que una adecuación genital: es la llave para acceder a la posibilidad de volver a empezar, de arrancar de cero. De escapar de la soledad y la sordidez que la rodea y, en sus propias palabras, reinventarse: un sueño común a mucha gente, más allá de su orientación sexual. La película tiene dos puntos de vista. Por un lado, con un registro naturalista, se muestra la cotidianidad de Yermén: su increíble trabajo en un call center de tarot, sus entrevistas para conseguir operarse, su relación con un amigovio. Por otro lado, es la propia Yermén la que registra su realidad: como parte de la preproducción, los jóvenes directores Camila Donoso y Nicolás Videla le dieron una cámara para que registrara su hábitat. Al ver las imágenes, quedaron tan impresionados que decidieron incluirlas como parte del largometraje, que es a la vez su opera prima y su tesis de graduación universitaria. En concordancia con el conflicto de la protagonista, el resultado es un híbrido con varios pasajes logrados, en los que nos sumergimos en un mundo tan triste como tierno. Adolece, sin embargo, de una morosidad común a tantas películas de estas latitudes (sin ir más lejos, la también chilena El vals de los inútiles, actualmente en cartel), producto del regodeo en escenas intrascendentes. En ese sacrificio de la agilidad narrativa a manos de una supuesta profundidad, la película termina perdiendo fuerza y parte de su encanto.
La omisión de Hawking. Aunque la película tiene varios puntos flojos, la actuación de Eddie Redmayne es digna de ser vista. Ante todo, una aclaración. Se supone que La teoría del todo cuenta la vida de Stephen Hawking, pero en realidad es la biopic de Jane Wilde Hawking, la primera mujer del científico. La película está basada en su libro Hacia el infinito – Mi vida con Stephen Hawking, y se nota: todo está contado desde su punto de vista. Más que los descubrimientos de uno de los supuestos genios de nuestra era, lo que muestra este melodrama es cómo una mujer se las puede arreglar para llevar adelante un hogar habitado por tres hijos y un marido con una severa discapacidad motriz. En esta historia, Hawking es el coprotagonista. Y sí, la actuación de Eddie Redmayne es muy buena, y seguramente le valdrá un Oscar: ya se sabe cuánto ama Hollywood las encarnaciones de personajes con problemas físicos y/o mentales. Pero poco nos enteramos de sus sentimientos, más allá de la depresión y la ira que lo embargan cuando le diagnostican la enfermedad degenerativa que lo terminó convirtiendo en el monstruo sabio que todos conocemos. Tampoco nos enteramos demasiado de su trabajo y sus teorías. Hay un par esbozadas al principio, pero más allá de alguna línea de diálogo (“sos un científico conocido en todo el mundo”, le dice -nos dice- el padre), no sabemos muy bien de qué vive. Si Hawking es un genio, no queda del todo claro por qué. Se alegará que son temas demasiado complicados para un producto destinado a la masividad: tal vez, pero si Breve historia del tiempo supo ser un best-seller, significa que los conceptos de Hawking no son tan inaccesibles para el gran público. Lo que sí se muestra con bastante detalle es la vida cotidiana de la familia Hawking. Y la abnegación de su mujer: de ella sí se ven su amor incondicional, su sufrimiento, su desaliento. Pero, al parecer, el libro cuenta detalles ásperos -ni más ni menos que las desavenencias de cualquier matrimonio- que el guión omite para presentar una versión edulcorada de la pareja. Ella es una esposa, madre y ama de casa ejemplar. El, un genio con un gran sentido del humor, admirable estoicismo ante la enfermedad y un optimismo inquebrantable. Hay otra omisión llamativa: la sexualidad. ¿Cómo se las arregló Hawking para tener tres hijos? Otra vez, es un tema apenas sugerido en un par de diálogos. Se nos acusará de morbosos, pero es la película la que eligió privilegiar el terreno doméstico/íntimo por sobre el laboral. Y no termina de satisfacer en ninguno de los dos.
Colorín, colorado. Un gran elenco, encabezado por Meryl Streep, actualiza los cuentos de hadas respetando su esencia. En el bosque fue originalmente una obra de teatro musical que se estrenó en Broadway en 1987 con una idea inspirada en el clásico libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas, de Bruno Bettelheim: mezclar a los personajes de historias como Cenicienta, Jack y las habichuelas mágicas, Caperucita Roja o Rapunzel. Después de un par de intentos fallidos de llevarlo al cine, Rob Marshall -director de películas musicales como Chicago o Nine- lo logró de la mano de los estudios Disney. La obra del dramaturgo James Lapine y el compositor y letrista Stephen Sondheim (un prócer del musical, con títulos como Amor sin barreras o Sweeney Todd en su currículum) estaba dividida en dos actos. La película, que cuenta con guión y supervisión de los mismos autores, respeta esa estructura original. La división entre actos no es explícita, pero está tan marcada que da como resultado dos películas distintas y desparejas. La primera parte es la más lograda. Con ritmo y humor, nos retrotrae a la infancia, sumergiéndonos en el onírico país de esos personajes que vivirán por siempre en el inconsciente colectivo. Ese mundo mágico y misterioso está muy bien recreado, tanto a nivel visual como actoral: dentro de un gran elenco, se destacan Emily Blunt y Meryl Streep (¿alguna vez hará algo mal?) como una bruja malvada. El único obstáculo a sortear para los que no somos amantes de los musicales es el artificio propio del género: siempre es incómodo, al menos al principio, que un personaje diga las cosas cantando. En este caso, la calidad de la música y las letras enseguida hacen que el asunto resulte bastante natural. Esa primera parte dura una hora y cuarto: si todo terminara ahí, estaríamos hablando de una película redonda, que retoma y actualiza los personajes y la temática de los cuentos de hadas sin alterar su esencia. Pero en la segunda parte, que se prolonga durante largos 45 minutos, hay un intento de bajada de línea que embarra lo anterior. La anécdota que prolonga la historia no tiene sentido, todo se vuelve demasiado hablado -y cantado- y salta a la vista que están intentando dejarnos unas cuantas enseñanzas. Y si hay algo que ningún niño quiere ante un cuento de hadas, es que le recuerde a la escuela.
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Yernos de todos los colores. A partir de los atentados ocurridos hace tres semanas en Francia, mucho se viene hablando de la multiculturalidad de ese país, que en las últimas cinco décadas recibió una fuerte corriente inmigratoria proveniente de sus ex colonias africanas y asiáticas y cuenta, por ejemplo, con una población de cinco millones de musulmanes. Al director Philippe de Chauveron le llamó la atención un dato vinculado lateralmente a este tema: Francia es el país con más casamientos mixtos en el mundo (el 20% del total). Ese fue el disparador de Dios mío, ¿qué hemos hecho?, que intenta mostrar, con humor, el choque de culturas. Un matrimonio rico, católico y gaullista -encarnación de la vieja Francia- ve con horror cómo tres de sus cuatro hijas se casan sucesivamente con franceses de origen árabe, judío y chino. Y todavía le falta enterarse de la sorpresa que le reserva la menor. La película -por lejos, la más taquillera del año pasado en Francia- da la sensación de oportunidad desaprovechada: a De Chauveron le faltaron unas cuantas dosis de audacia y provocación como para tirar más de la cuerda y llevar el planteo al extremo. Si al principio da la impresión de tratarse de una comedia urticante, incómoda, enseguida todo se torna edulcorado y políticamente correcto. Las de-savenencias raciales desaparecen y aparecen conflictos menores, que se apartan de la interesante premisa inicial y se acercan a los de cualquier comedia romántica del montón. Hay cantidad de chistes infantiles y redundantes. Los momentos más logrados están en el contrapunto ente el padre (Christian Clavier, un prócer de la comedia francesa) y su futuro consuegro (el congoleño Pascal N'Zonzi, toda una revelación). Ellos son los que mejor exponen los prejuicios que existen entre los diferentes grupos étnicos, y muestran que el racismo no es patrimonio de ningún color o religión en particular
Uno que se las sabe todas. El filme de Olivier Megaton muestra a un héroe infalible, que deja en ridículo a sus enemigos. En la entretenida Búsqueda implacable (2008), unos albaneses que manejaban una red de trata de mujeres secuestraban, en París, a una rubiecita. Lo que ignoraban era que el padre de la chica era una especie de súper agente capaz de todo por recuperarla. Ante el éxito de taquilla, en 2012 Luc Besson -guionista y productor- y su gente hicieron una secuela en la que invertían los roles. Ahora el secuestrado -por el padre de uno de los albaneses ajusticiados en la primera parte- era Bryan Mills (Liam Neeson) junto a su ex mujer, y su hija lo ayudaba a liberarse. Se rumorea que para la tercera parte, Neeson exigió que no hubiera ningún secuestrado (todas las fórmulas tienen un límite, al parecer). Y entonces, para esta Búsqueda implacable 3, Besson y compañía armaron una nueva versión de El fugitivo: Mills es acusado y perseguido por un crimen que no cometió, y debe encontrar al verdadero culpable para probar su inocencia. El director de esta tercera entrega es el mismo de la segunda, Olivier Megaton. Y los resultados son parecidos: todo es muy poco creíble. Es cierto que a estas películas no hay que exigirles verosimilitud, pero tampoco la pavada. Todo resulta demasiado fácil para Mills, que hace y deshace a su antojo. Jamás pierde la calma y cada una de sus movidas sale tal cual las planea. Su superioridad no es sólo mental, sino también física: es capaz de cargarse tanto a una patota de matones como a un escuadrón de policía sin sufrir ni un rasguño. Neeson tiene 62 años; aunque parece menos, igual se lo ve grande: por más entrenado que esté y más habilidades que tenga, es improbable que noquee tan fácilmente a tipos tan preparados como él y treinta años menores. Muchas de las escenas de acción son forzadas por giros rebuscados del guión, que hace que Mills tome decisiones ilógicas sólo con el objetivo de que haya, por ejemplo, una persecución automovilística (¿siempre tiene que haber autos voladores en estas películas?).Como sucedía en El fugitivo, hay un policía sagaz y noble que tiene la difícil misión de perseguirlo. La presencia de Forest Whitaker siempre es bienvenida, pero aquí está desperdiciado: por más que se vaya dando cuenta de las artimañas de Mills, él y sus colegas de la policía de Los Angeles quedan siempre en ridículo. Como varias partes de la película.
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A Dios rogando y el alfiler usando Comedia sobre un cura que decide pinchar los preservativos para que en su pueblo haya más natalidad... Poco después del estreno de Calvario, llega a los cines argentinos otra película que trata con acidez a la Iglesia católica. Con pecado concebidos está basada en una obra de teatro del escritor y compositor Mate Matisic -curiosamente, tanto guionista como responsable de la música del filme- y resultó un éxito de taquilla en su país de origen, Croacia, al punto de convertirse en una de las tres producciones croatas más vistas desde la independencia del país, en 1991. El director Vinko Bresan declaró que quería hacer una película que mostrara lo que sucede cuando los hombres juegan a ser Dios. Y para eso eligió esta historia: un cura joven llega a un pueblito de una isla del mar Adriático y, luego de comprobar que la tasa de mortalidad es varias veces superior a la de natalidad, decide pinchar los preservativos que consumirán los aldeanos. Para esto cuenta con la complicidad de un kiosquero y un farmacéutico que trabajan en los dos únicos locales que venden condones en la isla. La campaña funcionará, pero también tendrá efectos colaterales inesperados. La decisión del cura llega por la reducción al absurdo de la postura de la Iglesia católica frente al uso del preservativo. En el confesionario, el kiosquero le plantea que siente que vive en pecado por vender esos adminículos: de esa manera, está matando a miles de posibles bebés. Con procedimientos parecidos en su forma y efectividad, Bresan lleva al extremo y deja en ridículo las diferentes ideas de la Iglesia sobre el aborto y el embarazo extramatrimonial. De paso, también muestra la hipocresía de la jerarquía eclesiástica frente a la pedofilia y la ruptura del celibato. El tono de la historia varía a medida que se desarrolla la película. Empieza al estilo de esas comedias pretendidamente encantadoras, en la onda de Amélie (y tantas otras): voz en off en primera persona y descripción de los pintorescos personajes del pueblo, en un género que bien podría llamarse “costumbrismo adorable”. Pero el panorama va ensombreciéndose hasta tornarse dramático: cuando los hombres se creen dioses, son más dañinos que de costumbre.