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Milanesa con papas fritas Además de grandes actores de reparto, la comedia también suma a Twitter y a los teléfonos inteligentes. Si usted es de los que está harto de que los cocineros sean tratados como estrellas de rock, de prender la televisión y que haya gente cocinando a toda hora y en cualquier canal, de que en la radio se hable de recetas y restoranes tanto como del caos de tránsito, de que en las reuniones de amigos la gastronomía sea un tema más popular que el fútbol, entonces absténgase de ver Chef. Si, en cambio, es de los que adhiere sin ambages al boom gastronómico, vaya nomás. Después de dirigir tanques como las dos primeras Iron Man y Cowboys & Aliens, el querible Jon Favreau vuelve a las fuentes con esta película, que tiene el aire indie de sus comienzos. No parece casual que el personaje que él mismo interpreta, el chef Carl Casper, trace una parábola equivalente: cansado de tener que seguir las pautas del dueño del restaurante donde trabaja, decide independizarse. Lo mejor de Chef está en su primera media hora. Ahí se retrata con alta fidelidad la cotidianidad de la cocina de un buen restaurante. Y ahí se plantean los conflictos filosóficos de la película: el eterno enfrentamiento entre creadores y críticos destructores (Ratatouille es una referencia ineludible); la búsqueda de riesgo artístico versus la apuesta a lo seguro. Y si bien su personaje se juega por la innovación, en realidad Favreau como director y guionista opta por la segunda opción. Porque después de aquel buen comienzo, todo toma un rumbo absolutamente convencional. La gastronomía y los dilemas artísticos pierden fuerza y crece una insípida y predecible historia familiar (la relación entre Casper, su ex mujer y su hijo de diez años: un niño brillante y adorable, por supuesto). Además del propio Favreau, trabaja un dream team de actores de reparto que le dan más brillo a todo: John Leguizamo, Dustin Hoffman, Scarlett Johansson, Robert Downey Jr. y Oliver Platt. Las redes sociales también juegan un papel importante: como pocas veces se ha visto en el cine, la película incorpora a Twitter y los teléfonos inteligentes -hasta ahora, más un problema que una solución para los guionistas- como parte fundamental de una historia tan rica y predictible como una buena milanea con papas fritas.
Remake innecesaria El filme se basa en uno del mismo título, australiano, sobre un joven en estado vegetativo en un hospicio. El director Mark Hartley se hizo conocido por haber dirigido Not Quite Hollywood (2008), un documental sobre el cine australiano de bajo presupuesto de los años ‘70 y ‘80, un fenómeno desarrollado en paralelo a aquella Nueva Ola australiana que tuvo a nombres como los de Peter Weir o Bruce Beresford entre sus emergentes más notables. De todo el material que tuvo que ver para realizar su premiado documental, Hartley eligió hacer la remake de Patrick, una película de 1978 dirigida por Richard Franklin (responsable de, por ejemplo, Psicosis 2: El regreso de Norman). Todo transcurre en remoto paraje donde hay un antiguo convento que fue reconvertido en clínica para pacientes en estado vegetativo. Hasta ahí llega Kathy, en busca de un trabajo de enfermera. Su tarea será hacerles cuidados paliativos a todos los comatosos, al servicio del misterioso director del establecimiento y su extraña hija. Uno de los pacientes, Patrick, parece no estar tan desconectado del mundo. Si segundas partes (casi) nunca fueron buenas, a las remakes les debería caber un axioma aún más lapidario. Hay excepciones. Sin haber visto la original, se puede asegurar que Patrick no lo es. Por empezar, trata de recrear una atmósfera de terror clásico (casona tétrica en el medio de la nada, imágenes religiosas siniestras, tormentas, cortes de luz) pero esto convive con iphones y Macs de última generación: algo no encaja. Y menos todavía cuando la estética remeda a una película clase B de los ‘70. En este contexto, se hace uso y abuso del recurso del sobresalto. Cada veinte segundos, alguien toca el hombro de la protagonista, o alguna sombra se le cruza por delante, o hay un portazo producto de una corriente de aire. A la quinta vez, reina el hastío más que el susto. Los años, además, no vienen solos. Quizá alguna de las escenas terroríficas haya sido novedosa en su momento, pero 33 años después envejecieron feamente. Y si a esto se le suma que la historia va avanzando con un giro forzado tras otro, la conclusión es que Patrick jamás debería haber vuelto.
Quiero matar a estos cómicos Esta vez ya no hay jefes: independizados, los muchachos quieren emprender su propio negocio. A la primera parte le fue bien en la taquilla -recaudó más de 200 millones de dólares y había costado “sólo” 35 millones- y entonces Dale, Kurt y Nick, esa suerte de Curly, Larry, y Moe -en ese orden- del siglo XXI, vuelven a las andadas. Esta vez ya no hay jefes: independizados, los muchachos quieren emprender su propio negocio. La idea es fabricar y vender el Shower Buddy, un ridículo adminículo para usar en la ducha. Pero se topan con un tiburón de los negocios que los estafa: ahora la venganza no será contra los empleados jerárquicos sádicos, como en la anterior película, sino contra el mismísimo dueño del circo. Que no es otro que Christoph Waltz, el genial actor que Quentin Tarantino importó a los Estados Unidos para Bastardos sin gloria y Django sin cadenas. Qué pena que el austríaco ya se vea obligado a trabajar en esta clase de películas para subsistir en Hollywood. Otros dos actores secundarios llaman la atención, por distintos motivos. Jamie Foxx, porque su Motherfucker Jones, que ya había aparecido en la primera parte, es el mejor personaje (lástima que sólo tiene unos minutos en pantalla). Y Jennifer Aniston, porque está irreconocible: víctima del bótox o de vaya uno a saber qué procedimiento quirúrgico, a los 45 años ya parece una de esas mujeres-maniquí sin edad definida (pero que uno sospecha que son mucho mayores de lo que aparentan). Ah, también aparece Jonathan Banks, haciendo una triste caricatura de su Mike Ehrmantraut de Breaking Bad. ¿Qué más se puede escribir de Quiero matar a mi jefe 2? Que tiene algunos gags efectivos, como la parodia de un programa mañanero de televisión, pero la mayoría de los chistes son pavadas sin demasiada gracia. Que del trío protagónico, el mejorcito es Charlie Day, pero de todos modos el papel de bufón al estilo de Curly le queda grande. Que a Jason Bateman le toca hacer de Moe y a Jason Sudaikis, de un Larry medio afeminado, pero que ambos son completamente olvidables. Bueno, lo suyo no es tan grave: están a tono con la película.
Un maldito funcionario Inspirada en el caso Strauss-Kahn, con un Gérard Depardieu en una actuación memorable. A los 63 años, Abel Ferrara quiere seguir aprendiendo secretos del oficio de hacer películas. Sus últimos dos largometrajes tienen en común algo inédito en su carrera: están basados en hechos reales. Pasolini, sobre el último día de la vida del gran cineasta italiano, abrió el Festival de Mar del Plata el sábado. Y hoy se estrena Welcome to New York, inspirada en el caso Strauss-Kahn. Recordemos los hechos: en 2011, el entonces director gerente del FMI fue acusado de abuso sexual por una mucama de un hotel neoyorquino. Los cargos penales finalmente fueron retirados; el procedimiento civil terminó con un arreglo económico por una suma jamás revelada. Para el funcionario fue el final de su carrera diplomática y de sus aspiraciones a la presidencia de Francia. Aunque al principio, seguramente para evitar conflictos legales, se advierte algo parecido al clásico “toda semejanza con la realidad es pura coincidencia”, la película tiene una textura documental, con escenas largas, crudas, de tono naturalista, y salpicada, muy de tanto en tanto, de imágenes de archivo. Incluso, Ferrara recurrió a auténticos guardiacárceles y policías para que actuaran en las notables escenas carcelarias (filmadas, además, en prisiones reales). Pero, más allá de que presenta una versión de los hechos, el objetivo de la película no es desentrañar qué ocurrió en ese cuarto de hotel, condenar a Strauss-Kahn ni ahondar en las teorías conspirativas. Como Un maldito policía, quizá la mejor película de Ferrara, Welcome to New York es el retrato de la autodestrucción de un hombre que sucumbe a sus adicciones; un hombre que parece tenerlo todo pero no encuentra saciedad posible y, fuera de control, se embarca en un espiral de sexo que termina haciendo pedazos toda su vida. Es, también, una reflexión sobre el poder y la intrínseca sensación de impunidad que conlleva. Curiosamente, la película empieza con una falsa conferencia de prensa en la que el Gérard Depardieu habla sobre el oficio y explica por qué aceptó el papel, como si Ferrara nos estuviera diciendo “atención: ésta es una película de Depardieu”. A esas palabras le siguen dos horas de una clase magistral de actuación. Nunca parece seguir instrucciones o repetir palabras memorizadas; siempre da la sensación de estar creando sobre la marcha. Y le pone literalmente el cuerpo a la película, con un par de desnudos que acentúan la monstruosidad de su personaje. Es difícil, ante talentos así, no caer en exageraciones periodísticas. Pero sí, hay que decirlo: Depardieu es uno de los mejores actores vivientes. Y vuelve a demostrarlo.
Solo contra el mundo Este logrado filme chileno tiene una comicidad acompañada de cierta amargura. Frustrado por la vida, el Naza busca revancha emprendiendo una recorrida por la noche de Santiago de Chile. Parece que quiere mujeres para vengarse de su esposa -que se fue becada a España y pretende que él y sus hijos la sigan-, pero lo que en realidad desea es escupirle su desasosiego al mundo. Pendenciero, mentiroso, maltratador, resentido, el Naza es un cretino simpático que se resiste a asumir el rol productivo que, se supone, un hombre de 40 años debe tener en la sociedad. En síntesis: un gran protagonista para una película que, ante todo, está viva. En Soy mucho mejor que vos, Che Sandoval continúa la huella de su opera prima, Te creís la más linda (y erís la más puta), donde el Naza era un personaje secundario. El las llama walk movies: son viajes como los de las road movies, pero a pie y en distancias más modestas. Todo sucede en una noche y una mañana, con personajes deambulando por la ciudad y metiéndose en situaciones por lo general incómodas, en las que lo fundamental son los diálogos. Diálogos coloquiales, cargados de chilenismos, al punto de que los subtítulos son imprescindibles (aquí debe estar batiéndose un récord Guinness de uso cinematográfico de la palabra nacional de Chile, weón -fonética de huevón- y sus derivados). Gracias a esos diálogos creíbles, Sandoval emula -salvando las distancias- una de las cualidades de su admirado John Cassavetes: la naturalidad, la sensación de que esas palabras están surgiendo en ese momento, sin que haya un guión estudiado. Las reacciones del Naza parecen igual de espontáneas y, por lo tanto, resultan imprevisibles. El devaneo de este hombre que no sabe lo que quiere es gracioso por eso, y por el desprecio que muestra por todo y todos. Pero ese desconcierto vital, esa masculinidad cuestionada, hacen que la comicidad venga acompañada por un regusto amargo tan necesario como real.
Entre la esperanza y la rabia Salvador de Bahía, 1984. Brasil está saliendo de veinte años de dictadura: Tancredo Neves, el presidente electo, está por asumir el poder. El clima de primavera democrática se expande por todo el país: la sensación de que un futuro mejor es posible sobrevuela a toda la sociedad. Pero Caio no parece contagiarse de ese entusiasmo: mientras en su colegio secundario preparan la elección de delegados estudiantiles, él y su grupo de amigos anarquistas denuncian a la democracia como una farsa para sostener el sistema capitalista. Y el despertar político de Caio coincidirá con su despertar amoroso. Como buen adolescente, Caio siente que no encaja en el mundo. Ni en el de los adultos -es ignorado por sus padres y reprobado por sus profesores- ni en el de sus pares, a los que desprecia por aniñados. Sólo encuentra refugio entre jóvenes que son unos años mayores y fuman marihuana, escuchan música punk, tienen una radio pirata. Todo transcurre en una Bahía atípica, lejos de la postal turística de playas, carnaval, negritud y sexualidad a flor de piel: aquí se muestra una ciudad más apagada, un tanto sórdida, infestada de la neurosis de blancos de clase media. Después de la lluvia es una clásica película de iniciación. Basada en los recuerdos juveniles de Claudio Marques, uno de sus directores, refleja los sentimientos contradictorios de la adolescencia y los pone en correspondencia con el clima de época: tanto en Caio como en el Brasil de entonces van a la par la esperanza y el desencanto, el entusiasmo y la rabia. Ese paralelismo entre el despertar a la vida del protagonista y el del país luego de años de represión es un tanto obvio. De todos modos, el espíritu de la época está bien reconstruido: con imágenes de archivo, la película logra recrear esa atmósfera efervescente que se vivió aquí durante los primeros años del alfonsinismo. Pero la perspectiva histórica es inequívoca: ya se sabe que lo que pasó, en Brasil y en el mundo, tras ese periodo de optimismo. Por eso, aunque sobrevuelan las ganas de cambiar todo, flota la sospecha de que no va a cambiar nada.
Artilugios gastados Seis jóvenes recorren los tíneles secretos bajo París. Los hermanos Dowdle, John Erick y Drew, son una suerte de especialistas en ese subgénero de terror conocido como “filmación encontrada” (que tiene como título emblemático a El proyecto Blair Witch). La dupla de hermanos -John dirige, Drex produce y ambos escriben- se anotó en la misma lista con The Poughkeepsie Tapes (2007) y Cuarentena (2008), la remake hollywoodense de la española REC. Sin tener en cuenta que el recurso ya fue sobreexplotado durante todos estos años, ahora van por la tercera experiencia con Así en la Tierra como en el infierno. Con una mezcla del espíritu de Indiana Jones, Los Goonies y la mencionada El proyecto Blair Witch, aquí el toque original es la ambientación: las catacumbas de París, esa increíble red de túneles bajo la capital francesa donde descansan los huesos de seis millones de personas. Allí baja un equipo de seis aventureros en busca de la legendaria piedra filosofal que obsesionaba a los alquimistas. Entre los exploradores hay un camarógrafo que registra todo para un documental, pero no será el único punto de vista subjetivo: el casco de cada uno de ellos cuenta con una camarita GoPro, que por lo visto sirve para escrachar tanto a motochorros boquenses como a monstruos subterráneos. La novedad se termina en lo geográfico. Los demás ingredientes son los que pueblan este tipo de películas: ritmo frenético, gritos, respiraciones entrecortadas, pantalla en negro, corridas, apariciones pretendidamente espeluznantes. En fin: artilugios gastados. Pero lo peor del caso es que, además, resultan poco efectivos y por momentos llegan a causar gracia involuntariamente. La película termina pareciéndose a un recorrido por el querido Laberinto del Terror del Italpark de los ‘80: un monstruo por aquí, un fantasma unos metros más allá... y más risa que miedo a lo largo de todo el recorrido.
Criminales y perversos Liam Neson es un detective en la Nueva York de 1999, en este filme noir. A partir de la saga Búsqueda implacable, Liam Neeson se transformó en un héroe de acción. Y todo hacía suponer que en Caminando entre tumbas seguiría por ese rumbo, pero aquí baja un cambio para encarnar a un clásico detective de policial negro, en la línea de Philip Marlowe o Sam Spade (no casualmente mencionados en uno de los diálogos). Es Matt Scudder, un ex policía solitario, escéptico, atormentado por un error que cometió en el pasado y que ahora intenta redimirse. Un personaje que tiene su origen en una serie de novelas escritas desde 1976 a la fecha por el autor de best-sellers Lawrence Block. Los casos que investiga Scudder tienen como telón de fondo a la ciudad de Nueva York. Caminando entre tumbas transcurre durante 1999, cuando los teléfonos públicos todavía eran más comunes que los celulares y el gran miedo de los estadounidenses era el efecto Y2K (“la gente siempre tiene temores equivocados”, dice uno de los asesinos). Alguien está secuestrando a las mujeres de narcotraficantes, aprovechando que no pueden recurrir a la policía para hacer la denuncia. El problema es que, después de cobrar el rescate, las matan. Y de las formas más horribles. Scott Frank, el director, tiene más experiencia en Hollywood como guionista -trabajó en Minority Report, entre otras- que como director. Quizá por eso, como si Frank quisiera evitar cualquier paso en falso, la película sigue en exceso los carriles convencionales del género. Tan convencionales que por momentos se hace tediosa. Hay que decirlo: Neeson tiene presencia y carisma, pero carece totalmente de sentido del humor. Lo que la rescata del aburrimiento es la perversión de los criminales. Y un par de personajes secundarios que aportan la dosis de gracia que le falta al protagonista.
Un choque de culturas Un sesentón en decadencia, que fue un pionero del rock en Latinoamérica, viaja desde la Argentina hacia Perú para completar un viaje de ayahuasca que estaba por hacer su hermano, justo antes de morir. Gianfranco Quattrini nació en Perú, se crió en los Estados Unidos y está radicado en la Argentina, donde se formó cinematográficamente. No hace falta ser Freud para sospechar que una de sus obsesiones es el choque de culturas. Ese es el tema principal de Planta madre, y ahí está su faceta más interesante. Diamond, un sesentón en decadencia que alguna vez fue un pionero del rock en Latinoamérica, viaja desde la Argentina hacia Perú para completar un viaje de ayahuasca que estaba por hacer su hermano cuarenta años atrás, justo antes de morir. Hay varios niveles de choque en esa travesía en busca de un chamán: el porteño cambia la ciudad por el Iquitos de Fitzcarraldo; el ex rockero se reencuentra con la música y se topa con la cumbia amazónica; el hombre que perdió a su hermano recupera elementos de ese pasado, y a la vez se enfrenta con los remordimientos que desde entonces no lo dejan vivir. La acción transcurre en dos planos: el presente, con la búsqueda de Diamond por la amazonía peruana, y el pasado, donde se lo ve viviendo a pleno, junto con su hermano, la santísima trinidad sexo-drogas-rocanrol de fines de los ‘60 y principios de los ‘70. Con todas sus desprolijidades, la película logra crear una atmósfera por momentos cautivante, sobre todo en las escenas de hippismo psicodélico. El espíritu de esa época está logrado: en ese sentido, la música aportada por Ariel Minimal cumple un rol clave, y también parece haber sido importante el asesoramiento de Pipo Lernoud. En cuanto al presente, tiene como punto fuerte a la selva, un ámbito siempre atractivo para el cine. Tampoco es un dato menor que los protagonistas sean Robertino Granados y Camila Perissé, dos sobrevivientes, portadores de un antiguo curriculum de excesos, que calzan justo para la historia. Una historia que en algunos tramos resulta un tanto confusa, y que tiene una subtrama policial que resta más de lo que aporta, pero no llega a arruinar del todo la película.