Epidemia en alta mar La primera Rec, de 2007, fue una grata sorpresa: explotaba con maestría el recurso de la cámara en mano puesto de moda por El proyecto Blair Witch. El éxito hizo que se filmaran secuelas y ahora, siete años después de la original, la saga se cierra con esta Rec 4: Apocalipsis. El mismo número ya nos anticipa que buscar innovación aquí es estéril. En todo caso, lo que hay que esperar es entretenimiento y eficacia a la hora del susto, algo logrado a medias. A diferencia de lo que ocurre con otras sagas de terror -o franquicias, ese término más comercial y sincero que se les aplica en Hollywood- que repiten sus recursos ad infinitum, Jaume Balagueró (codirector, junto a Paco Plaza, de la 1 y la 2) tuvo la astucia de abstenerse de filmar con cámara en mano. La narración es convencional; sólo se repite el espacio cerrado. La acción transcurre en un barco que funciona como laboratorio móvil. Hasta allí han sido llevados los sobrevivientes de las tres películas anteriores, para ser sometidos a estudios que permitan encontrar la cura a la infección. Pero algo saldrá mal. Quedó dicho: aquí no hay originalidad. En la delgada línea entre el homenaje y el plagio, Rec 4: Apocalipsis les hace guiños a clásicos del género -Alien, sobre todo- y a las entregas anteriores, y consigue que pasemos un buen rato... siempre y cuando dejemos las grandes pretensiones de lado.
En busca del pene perdido Tenemos un problema, Ernesto parte de una muy buena idea: el hombre del título se despierta en medio de la noche para ir al baño y una vez ahí descubre lo inaudito: su pene desapareció como por arte de magia. A partir de entonces, su desafío será recuperar al compañero. Y el de la película, sostener ese sorprendente comienzo. Diego Recalde, el director y protagonista, es un guionista de humor con una larga trayectoria, caracterizada por este tipo de ideas delirantes. Alguna vez, por ejemplo, consiguió trabajo en CQC esperando a Pergolini en la puerta de la Rock&Pop disfrazado de pantalón. También trabajó con Pettinato y Tinelli, filmó otras cuatro películas -la mejor de ellas, Sidra, hecha a modo de fotonovela-, escribió una decena de libros -en uno de los cuales se basa este largometraje- y tiene un grupo, el Trío Ibáñez, que le puso música a esta película. Tenemos un problema, Ernesto muestra muchas de las insólitas ocurrencias de su creador, con una efectividad despareja. Como ya hizo en otros filmes, Recalde aprovecha para satirizar a los medios. Especialmente a la televisión: a esos programas de cable apenas encubiertamente publicitarios y a la fórmula imperante, conductor + panel + entrevistado = gritos y polémicas vacías. También, a los productores y el trato que les dan a los guionistas. En el camino hay buenos momentos, pero la película va de mayor a menor y no consigue sostener el ritmo. Como en una sucesión de sketches, Ernesto le presenta su problema a una galería de personajes bizarros, y esta dinámica termina siendo repetitiva. Por momentos el guión sucumbe a la tentación del chiste fácil (como las mil y una formas de denominar al pene), y aquel comienzo prometedor se evapora como el miembro de Ernesto.
El placer de estar contigo Un gran Michael Caine para un filme sobre el amor de un hombre en la tercera edad, que ha perdido a su esposa. Por la temática, El último amor podría ser la continuación de Amor, de Michael Haneke. La cuestión es: cuáles son las razones para seguir viviendo cuando el gran amor de la vida, el que le daba sentido a todo, ya no está, y no hay perspectivas -ni tiempo- de que aparezca otra persona que llene ese vacío. Cómo escapar a la soledad en la tercera edad, cuando, aun sin una extraordinaria decadencia física o mental, se sabe que las puertas que se fueron cerrando a lo largo del camino ya no van a volver a abrirse. La película muestra una rara lucha entre la obviedad del peor cine de Hollywood y la profundidad del buen cine europeo. Una tensión que quizá se explique a partir de que su directora, Sandra Nettelbeck, es alemana pero se formó como cineasta en los Estados Unidos, y escribió el guión basándose en una novela francesa -La douceur assassine-, de Françoise Doner. Como el personaje de Jean-Louis Trintignant en Amor, el Mr. Morgan de Michael Caine queda viudo luego de haber acompañado a su mujer durante su larga agonía. Y hasta ahí llegan las comparaciones con la película de Haneke, porque en el panorama de este estadounidense perdido en París -la ciudad que su esposa eligió para pasar la vejez- aparecerá Pauline, una joven tan encantadora como irritante, que viene a endulzar un poco la amargura de la trama, y a arruinarla otro tanto. La (trillada) idea -sugerencia: ver El placer de estar contigo, de Claude Sautet- es mostrar la confluencia de dos personajes opuestos, tanto en edad y formación como en vitalidad, pero algo no funciona. Los actores y sus criaturas sintonizan frecuencias demasiado diferentes: los exasperantes mohínes de la bella Clémence Poésy contrastan con la sólida presencia del gran Michael Caine; Pauline nunca termina de ser creíble, y le quita desarrollo a Mr. Morgan. La película vuelve a remontar cierto vuelo cuando aborda el vínculo del profesor jubilado con sus hijos; entonces, entre muchos diálogos obvios, es posible rescatar algo de verdad.
Una experiencia sensorial Es difícil lograr darle atributos poéticos a una película: a menudo, esos intentos pecan por pretenciosos y terminan hundidos en el fango del tedio o la cursilería. Diamante resulta una agradable sorpresa porque consigue transmitir magia sin aburrir ni caer en subrayados edulcorados. Aquí no hay narración ni entrevistas: sólo un registro contemplativo de la vida de un chico de una zona rural de Entre Ríos, a orillas del Paraná. A lo largo de tres años, Emiliano Grieco filmó retazos de la vida de Ezequiel, que va pasando de la infancia a la adolescencia delante de la cámara. El documental nos transporta a un mundo donde los seres humanos todavía conviven en armonía con la naturaleza. Todo tipo de animales se pasean por la humilde casa de la familia de Ezequiel: perros, gatos, lagartos, pollitos, patos. A él le gustaría ser pescador, como su padre, que le está enseñando los rudimentos del oficio, pero la mamá quiere que -a diferencia de ella- estudie, “para que llegue a ser alguien”. En la vida cotidiana y cada una de las excursiones pesqueras de Ezequiel y su familia descubrimos un entorno semisalvaje que está en tensión con la modernidad. En una frontera difusa, se termina la gama de verdes y empieza la artificialidad de los plásticos; el sonido de la lluvia es tragado por el de la cumbia villera. Con una gran fotografía, Grieco capta esas luchas sordas y la belleza de pequeños detalles: una mora violeta sobre el suelo de tierra, moscas de colores atacando un tallo, la preparación de una torta de cumpleaños. Podría plantearse que hay una estetización o una idealización de la pobreza, pero cualquier objeción sucumbe si uno se deja llevar por esta experiencia sensorial.
Un héroe solitario contra la mafia rusa Los héroes silenciosos, fantasmales, casi anónimos, tienen un atractivo irresistible. Esos hombres capaces de no alzar la voz y de jugarse la vida, a la manera de los compadritos borgeanos, con raíces cinematográficas en los samuráis japoneses y los cowboys de los westerns estadounidenses, que no son superhéroes pero casi: solitarios, dicen las palabras justas en el momento justo, tienen un inquebrantable sentido del honor y la justicia, una tendencia natural a defender a los más débiles y, sobre todo, una habilidad insuperable a la hora de ejercer la violencia. El Robert McCall de Denzel Washington es uno de ellos. Lleva una vida monástica en un barrio de clase media baja de Boston; insomne, de día trabaja en una especie de Easy y de noche se sienta en un bar a leer clásicos de una lista de “los cien libros que no podés dejar de leer”. De ahí que la película tenga unas cuantas referencias literarias -bastante burdas, por cierto- para resumir al protagonista: abre con un epígrafe de Mark Twain, y después establece paralelismos al pasar con El viejo y el mar, Don Quijote y El hombre invisible. La primera hora de la película -dura dos largas horas y cuarto- logra atrapar con la descripción de este veterano triste, resignado a pasar los años que le quedan alejado del mundanal ruido. Incluso consigue provocar cierta ternura con uno de sus tantos clichés: la relación, casi paterno-filial, entre Robert y una prostituta rusa. Pero todo empieza a desbarrancar cuando las injusticias que padece la chica despiertan al héroe dormido que hay en él. McCall decide enfrentarse solo al crimen organizado ruso, y empieza la acción. El problema es que fracasa aquel intento literario de darles cierta corporeidad a los personajes: todos están tan poco desarrollados que la trama termina resultando una sucesión de tiros, piñas y patadas sin mayor interés. Es lo que diferencia a El justiciero de joyas del cine de acción como la saga de Bourne, y a Robert McCall de grandes héroes silenciosos como el Léon de El perfecto asesino.
Una muñeca en el país de las maravillas La receta es infalible. Dos princesas por acá, unas cuantas hadas por allá, varias sirenas por ahí, más cuatro unicornios símil Mi Pequeño Pony y unos monstruos parientes del Sulley de Monsters, Inc., y el resultado es una película atractiva para toda nena de entre tres y diez años. El marco, además, es una historia con las características de un cuento de hadas clásico, con reminiscencias de Alicia en el País de las maravillas. Esta vez, Barbie “interpreta” a la princesa Alexa, una chica tímida, con poca confianza en sí misma y reticente a asumir los compromisos protocolares que implica pertenecer a la realeza, hasta que en el jardín del palacio encuentra una puerta secreta que la conduce a un mundo mágico. Allí descubrirá todo lo que es capaz de hacer, y de ahí la moraleja de la película: “Nunca sabrás lo que puedes lograr, hasta que lo intentes”. Porque Barbie y la puerta secreta deja varios mensajes edificantes. Y, para que no queden dudas de que es aptísima para todo público, no contiene ninguna escena que pueda asustar a las nenas. La villana, Malucia, da más risa que miedo, y sus secuaces son criaturas queribles. Que le dan vida a la película después de un comienzo desalentador, poblado por seres humanos que -técnica de captura de movimiento mediante- tienen tanta gracia como la muñeca Barbie. Hasta que la acción se traslada al mundo de fantasía, con colores, paisajes y personajes cautivantes. Consejo para los padres: llevar tapones para los oídos para las partes musicales, una muestra del teen pop más chillón. Y rezar para que no se edite el CD.
Crónica de un niño (no tan) solo Al holandés Boudewijn Koole le importó un pepino el consejo de Alfred Hitchcock (“Nunca se te ocurra hacer una película con animales, ni con niños, ni con Charles Laughton”) y en su primer largometraje de ficción, que se estrena comercialmente dos años después de haber pasado por el BAFICI, cuenta una historia protagonizada por un chico de unos diez años y un pájaro (por suerte para él, Laughton ya no está disponible). Una decisión que, además de las dificultades técnicas que implica, es todo un riesgo narrativo, porque conlleva el peligro de hacer una película edulcorada y/o lacrimógena. Sobre todo si se tiene en cuenta que Jojo, el chico en cuestión, padece a una madre ausente y un padre deprimido y furioso por esa ausencia, y encuentra en el ave a la compañera perfecta para mitigar tanta soledad. Pero según contó en entrevistas, el amor de Koole por el cine empezó por el documental y es, además, un admirador de Ken Loach y de los hermanos Dardenne. Consecuente, aplica el arte del británico y los belgas para filmar ficción con un registro documental. Y entonces Aprendiendo a volar (una cursilería que nada tiene que ver con Kauwboy, el título original; kauw es grajilla en holandés) no tiene golpes bajos ni emociones subrayadas. Las acciones del nene y la grajilla (un pájaro de la familia del cuervo, que puede ser domesticado) hablan por sí solas. La maestría de Koole se nota también en la dirección de actores. Y en este punto hay que destacar la actuación de Rick Lens, un chico que, como el director, también participaba de un largo de ficción por primera vez. Después de un exhaustivo casting que duró seis meses, fue elegido entre 300 nenes, y se nota por qué: es sencillamente extraordinario. Aunque está en todas las escenas, nunca sobreactúa ni queda fuera de registro, y combina con una naturalidad asombrosa salvajismo, inocencia y ternura. Su coequiper, la grajilla, lo acompaña a la par: ver para creer lo expresivo y compañero que puede resultar un pájaro.
Ricardo Bär tiene dos protagonistas: el joven que le da el título a la película, y el rodaje de la película en sí mismo. Por un lado, en un registro documental, se muestra a Ricardo en un momento decisivo de su vida: debe decidir si acepta una beca para estudiar teología en Buenos Aires, como un paso más en su camino hacia su objetivo de convertirse en pastor bautista. Por el otro, se cuentan las reacciones que tiene la comunidad de Colonia Aurora (Misiones) ante la presencia de las cámaras y el equipo de filmación. Las dos situaciones están imbricadas y son indivisibles: a medida de que se va mostrando la cotidianidad de Ricardo, también van apareciendo las barreras para filmarla. No vemos estos obstáculos, sino que son relatados por las voces en off de los directores, la alemana Nele Wohlatz y Gerardo Naumann -de familia alemana-, que cuentan en primera persona las objeciones que la pequeña comunidad les va presentando. De hecho, la propia beca, que se termina transformando en el conflicto central de la película, fue gestionada por ellos para poder seguir filmando. Wohlatz y Naumann se interesaron en retratar este lugar de la Mesopotamia argentina porque está poblado por descendientes de alemanes que mantienen algunas costumbres europeas -como entonar cánticos religiosos en alemán- dentro de un modo de vida misionero que incluye, por su cercanía con la frontera con Brasil, hablar en portuñol. Por azar ligieron a Ricardo como protagonista. El problema es que no logran contagiar ese interés personal que les despertó la zona y el personaje. Ni la vida cotidiana de Ricardo -su trabajo en la chacra, su relación con su familia, sus estudios religiosos- ni los accidentes que debe enfrentar el equipo cinematográfico tienen un peso dramático que justifique la película. No alcanzan la curiosidad o la gracia que provocan algunas escenas aisladas -muchas de ellas son dramatizaciones-, ni que se ponga en cuestión el siempre complejo vínculo del documentalista con el sujeto documentado: el tedio termina imponiéndose.
Falta una vuelta de llave Un detalle fantástico salva a El cerrajero de ser una más de tantas películas argentinas que muestran el devaneo sin rumbo de un joven apático: este joven tiene un oficio, y mientras destraba cerraduras ajenas, a él se le abren las puertas de la percepción. En el preciso momento en que está luchando con algún mecanismo rebelde, salen de su boca certeras sentencias sobre la gente que lo contrató o sus allegados. Algo así como un oráculo auspiciado por Trabex. Este giro sobrenatural viene a romper la atmósfera de costumbrismo barrial y dota de un aura especial a una película que trata básicamente sobre la incomunicación. Sebastián (Esteban Lamothe) tiene una barrita de amigos, pero, como suele suceder, con ellos no habla de los temas que realmente lo preocupan. Tiene una amigovia, pero no logra decirle -ni, quizá, decirse a sí mismo- qué es lo que quiere de/con ella. Y tampoco logra conectarse genuinamente con su hermana y su padre. En este desierto de vínculos truncos, incompletos, aparece Daisy, el otro detalle luminoso de El cerrajero. La conexión que establece con Sebastián va más allá de las palabras: ella es la única que toma con naturalidad ese don que para él es una maldición. Y también es la única que parece entender al cerrajero. Los dos forman una encantadora pareja dispareja que trasciende las diferencias sociales y culturales. Si bien el protagonista es un hombre, los pilares de la película son los personajes femeninos y las actrices que los encarnan. Por un lado, la peruana Yosiria Huaripata, toda una revelación, que construye una criatura creíble, cálida, tierna. Por el otro, Erica Rivas, la actriz del momento, que da muestras de su versatilidad con un registro alejado del de la novia desquiciada de Relatos salvajes, pero igualmente eficaz. Natalia Smirnoff ubicó temporalmente a su segundo largometraje como directora (el anterior fue Rompecabezas) en 2008, cuando Buenos Aires se volvió irrespirable por el humo. Una buena idea, surgida a raíz de una anécdota personal que le ocurrió en ese momento -se quedó encerrada en su casa-, pero que no se justifica dramáticamente: más allá de que los personajes se quejan constantemente del olor, el fenómeno atmosférico no le agrega nada a la trama. (Y no resultó un hecho tan misterioso como rezan los títulos del principio: fue provocado por la quema de pastizales en el Delta, en pleno tironeo entre el Gobierno nacional y sectores rurales en torno a la resolución 125). Esta no es la única idea desaprovechada o subexplotada de una película que tiene muchos buenos momentos y personajes, pero no termina de ir a fondo. Para expresarlo en términos del oficio: pese a la habilidad con las que maneja las ganzúas, a El cerrajero le falta dar una vuelta de tuerca.
Este documental sobre la confitería del Molino sorprende desde el vamos: su director, el chileno Daniel Espinoza García, lo narra en primera persona porque él mismo fue un habitante del edificio del que es parte el histórico local gastronómico. Esa es la gran revelación de la película: contra lo que muchos porteños creemos, la esquina de Rivadavia y Callao, en apariencia clausurada desde 1997, está habitada. Espinoza García no sólo repasa, con imágenes de archivo, el pasado esplendoroso de la confitería, sino que también retrata -y ahí está el gran acierto de su película- a los inquilinos y ocupas del lugar, en su mayoría estudiantes latinoamericanos que no consiguen garantías para alquilar legalmente. Y muestra el deplorable estado del edificio por dentro. En el camino se encuentra con todo tipo de personajes, como la señora que tiene un departamento impecable en medio de la decrepitud, o los vecinos que reclaman la reapertura de la confitería con bizarras performances callejeras. Las aspas del Molino también cuenta con ricas entrevistas a diversos especialistas (un filósofo, un historiador, un legislador) que dan cuenta del valor simbólico de la confitería, y repasan la situación legal de ese Monumento Histórico Nacional abandonado, esa metáfora edilicia de Buenos Aires que sigue a la espera de que se concrete de una buena vez el tan meneado proyecto de expropiación.