Adorables criaturas Tiene momentos graciosos y delirantes. Y sí: los pingüinos son animalitos encantadores. Si los animalitos que hablan siempre fueron los “actores” preferidos de los dibujitos y las películas animadas, los pingüinos están en campaña para pelearles el primer puesto en el ránking histórico de protagónicos a perros, gatos y conejos. Chilly Willy -de la escudería Lantz/Universal- hizo lo suyo entre los años ‘50 y ‘70, y en los 2000 llegaron Skipper, Kowalski, Rico y Cabo. Ellos formaron el cuarteto más popular de la saga Madagascar (de la que ya se hicieron tres largometrajes y hay planes de un cuarto) y, gracias a eso, se ganaron su propio espacio. Que consiste en nada menos que: una serie, que se vio entre 2008 y 2013 por Nickelodeon; un cortometraje; dos programas especiales de TV -uno de Navidad, otro de San Valentín-; y, ahora, una película propia, titulada, sin muchas vueltas ni imaginación, Los pingüinos de Madagascar. Como para que nadie se confunda sobre lo que va a ver. Las adorables criaturitas están en buenas manos: uno de los dos directores es Eric Darnell, creador y responsable de toda la saga Madagascar. Y la película funciona: es vertiginosa -los pingüinos no paran un segundo, y el 3D suma la sensación de estar en una montaña rusa- y bastante graciosa, con algunos chistes dirigidos a los padres -como la burla a los documentales sobre pingüinos- y muchos a los chicos (seguramente la disfrutarán más los que tengan entre 4 y 9 años). Hay, como en Madagascar, viajes por el mundo, desde la Antártida a Venecia, pasando por Shangai, con escala final en Nueva York. Lo mejor es el delirio: acá, como en los mejores dibujitos de la vieja Warner Bros., puede pasar cualquier cosa, sin ninguna clase de respeto por las leyes de la lógica. Los que la vean subtitulada podrán escuchar, entre otras, las voces de John Malkovich como el malvado pulpo Dave, y la de Benedict Cumberbatch como el lobo Clasificado. En la versión en castellano, este papel es dignamente interpretado por la irreconocible voz de Jey Mammon, único argentino en un elenco con predominio mexicano, en el que también figura el querido Edgar Vivar como Corporal, un oso casi tan grandote como Ñoño o el Señor Barriga.
¿Quién quiere ser millonario? Elliot le está saliendo todo mal: a punto de ser padre, debe meses de alquiler, lo acaban de echar del trabajo y se está por quedar sin el seguro médico que le brinda cobertura a su hermano, que tiene problemas mentales. Más: su insoportable padre no puede seguir pagando el geriátrico y se va a ir a vivir con él. Peor, imposible. Hasta que una misteriosa voz en el celular le dice que ha sido seleccionado para participar de un juego: si cumple trece prendas, irá ganando dinero hasta sumar 6.200.000 dólares. Las primeras consignas son fáciles de realizar, pero la cuestión se va poniendo más macabra a medida que el juego avanza. 13 pecados es una remake de 13 Game Sayawng, una película tailandesa de Chukiat Sakveerakul estrenada en 2006, que a su vez es la adaptación de una novela gráfica. Y el argumento tiene puntos de contacto con Apuestas perversas, estrenada en Navidad. La pregunta es la misma: ¿hasta dónde es capaz de llegar el ser humano con tal de cumplir con la premisa básica del capitalismo: acumular riqueza? La película atrapa desde el principio y, aunque ya por el título se sabe que Elliot va a llegar hasta el último "pecado", la cuestión es saber cómo, y en qué condiciones estará cuando tenga que enfrentar el desafío final. En este sentido, es convincente la actuación de Mark Webber (conocido por su trabajo en Storytelling, de Todd Solondz), que se va transformando en otra persona a medida que van pasando las pruebas. Y está muy bien acompañado por el gran Ron Perlman. Aunque al final se deshilacha un poco, otro punto a favor es que, a diferencia de títulos que parten de premisas parecidas -como la saga de El juego del miedo-, la película no ahonda en torturas (sólo hay un par de momentos no aptos para impresionables), y tiene algunas bienvenidas dosis de humor. Siempre negro, por supuesto.
Una de guerra que atrasa Con Brad Pitt como protagonista y productor, la película es correcta, pero con argumento remanido. Bastardos sin gloria parecía haberles puesto un punto final a las películas bélicas ambientadas en la Segunda Guerra Mundial. En el humor, Tarantino había encontrado la única vuelta de tuerca posible para volver sobre un tema tan remanido. Y, por si todavía quedaba alguna duda, Brad Pitt había demostrado una vez más que no es sólo una cara bonita (y que la comedia es su fuerte). Por eso sorprende que haya aceptado ponerse a la cabeza, como protagonista y productor ejecutivo, de Corazones de hierro, que atrasa 60 años. Que se entienda: es una de esas películas de las que puede decirse con tranquilidad eso de que "está bien hecha". Correctamente filmada, tiene escenas de combate impresionantes y una recreación de época resulta creíble; en suma, se notan los 68 millones de dólares del presupuesto. La disfrutarán aquellos que vayan en busca de una bélica como las de antes, bien clásica, con un grupo de heroicos muchachos enfrentándose a los malvados nazis y a las duras condiciones de los campos de batalla. Quienes esperen algo que se corra un milímetro de las convenciones, no lo encontrarán (salvo por un detalle: los disparos parecen salidos de armas de La guerra de las galaxias, en una curiosa elección de efectos especiales). Los cinco personajes principales responden a arquetipos: el severo pero justo sargento al mando; el novato, un jovencito que al principio parece un blando que no está a la altura de las circunstancias pero con el correr de las batallas demostrará su coraje; el religioso, solidario y querible; y los otros dos soldados, un tanto brutos y desagradables, pero tan nobles y buenos compañeros como los demás. Este quinteto convive a bordo de un tanque que surca el territorio alemán. Estamos en abril de 1945: la guerra está a punto de terminar, pero los nazis todavía ofrecen una feroz resistencia. Y la división de tanques, según nos explican al principio, era el punto débil de los aliados. Quedó dicho: Corazones de hierro no tiene la ironía de Bastardos sin gloria. Tampoco, el planteo filosófico de La delgada línea roja. Ni el original punto de vista de Líbano, la película del israelí Samuel Maoz que transcurría casi en su totalidad adentro de un tanque, con la mirilla como único punto de vista hacia el exterior. Aquí hay diálogos solemnes, cargados de frases pretendidamente profundas (del tipo "Los ideales son pacíficos; la Historia es violenta"). Aquí hay que soportar a tipos gritando "¡fucking nazis!" mientras acribillan alemanes. Aquí hay un espíritu yanqui recalcitrante, a tal punto que el objetivo final parece ser reivindicar al ejército estadounidense, rescatando aquellas lejanísimas épocas en las que peleaba por causas justas.
Con el espíritu del potrero El fútbol, abordado con una mirada cómica, grotesca y exagerada, pero que consigue entusiasmar a la platea. La poca cantidad de películas que existen sobre fútbol es un indicio de que el deporte más popular no se lleva del todo bien con el cine. Quizás uno de los motivos de esta mala relación sea la dificultad de filmar un partido ficticio y hacerlo lucir creíble. Ahí está uno de los aciertos de El árbitro: el fútbol está abordado con un mirada cómica, grotesca, exagerada, que no admite comparaciones con la realidad pero, de todos modos, consigue captar cierto espíritu del juego. Como para acentuar ese efecto de distancia del fútbol nuestro de cada día, la película está filmada en blanco y negro. Y tiene el aire de algunos buenos cuentos de Osvaldo Soriano o Roberto Fontanarrosa, protagonizados por hermosos perdedores, nacidos y criados en pueblitos olvidados que viven los más intensos momentos de sus vidas corriendo detrás de una pelota. El italiano Paolo Zucca filmó su opera prima a partir de su premiado cortometraje homónimo, que mostraba un partido de fútbol demencial. Para convertirlo en largometraje sin diluirlo, Zucca decidió hacer una precuela, contando el pasado reciente de algunos de los protagonistas y cómo habían llegado hasta esa final decisiva. Así, hay dos historias en paralelo que en algún momento se unen: la de un árbitro en ascenso que se encamina a dirigir la final de una importante copa europea, y la de dos equipos que compiten en la remota liga de Cerdeña. La película es despareja, y se queda a medio camino cuando intenta hacer reflexiones serias -como la comparación del árbitro con un mártir cristiano-, pero tiene unos cuantos momentos y personajes muy logrados. El director técnico casi ciego, siempre con su amenazante bastón en la mano; la anciana tifosa de pañuelo negro, típicamente italiana; el flaco habilidoso y goleador lookeado como un jugador del Brasil del ‘70; el árbitro bombero y el narcisista, que se siente más estrella que cualquier jugador. Todos conviven día a día en esos bellísimos pueblitos italianos -o argentinos, o de donde fuera-, y los fines de semana se matan a patadas en esos partidos disputados en el medio de la nada, con más futbolistas en el campo de juego que hinchas en los tablones. Trazos que hacen de El árbitro un cariñoso homenaje al fútbol amateur, ése que no mueve millones pero mantiene viva el alma del deporte.
Dios nos libre Otra película con Nicolas Cage en la que el actor no da pie con bola. Alguna vez habría que estudiar seriamente el caso Nicolas Cage. ¿En qué preciso momento la carrera del actor de Educando a Arizona (de los hermanos Coen, 1987) y Corazón salvaje (David Lynch, 1990) se fue al descenso? ¿Habrá sido cuando empezó a preocuparse más por sus padecimientos capilares que por su trabajo? Si en los últimos años el sobrino de Francis Ford Coppola venía haciendo películas de la B Metropolitana -a excepción de El ladrón de orquídeas, de 2002-, ahora directamente se fue a la D con El apocalipsis. Propaganda cristiana de mala calidad, esta película está basada en una serie de exitosos libros que empiezan con un episodio surgido de una interpretación del Nuevo Testamento: la repentina desaparición de millones de personas en todo el mundo. En un segundo, los cuerpos se desvanecen y lo único que queda de esas personas es la ropa que tenían puesta. Se supone que esto desata un caos mundial, y decimos “se supone” porque la película se ahorra de mostrárnoslo: sólo vemos gente corriendo de acá para allá, un par de choques, un avioneta que cae, y punto. Lo demás tenemos que suponerlo, y eso que la acción transcurre en las afueras de Nueva York. Quizá sea para mejor, porque lo que sí vemos son algunos efectos especiales berretas. Y actuaciones flojísimas, empezando por la de Cage (¿seguirá habiendo un buen actor bajo ese quincho?), un piloto sorprendido en pleno vuelo por el episodio sobrenatural. Todo es poco creíble, artificial, forzado, colmado de moralina. Y es un mal remedo de viejas películas de desastres aéreos, como Aeropuerto. Igual, lo peor está por venir: hay doce libros, y los productores ya anunciaron que habrá dos secuelas. Dios nos libre y nos guarde.
Todo previsible y correcto Se supone que Buongiorno, papá es italiana, pero parece la remake de una comedia estadounidense, del estilo de alguna de esas pavadas que en sus malas época protagonizaba Matthew McConaughey. Todo está fríamente calculado para que riamos, nos emocionemos, riamos otra vez y nos vayamos a casa reconciliados con la vida. Pero no ocurre nada de eso, y nos vamos a casa peleados con el cine. Hay un carilindo (Raoul Bova, el McConaughey tano) que anda por los 40 pero se niega a asumir las responsabilidades que supuestamente acarrea la edad y sigue viviendo como un playboy veinteañero, seduciendo y abandonando a toda mujer que le pasa cerca. Es frívolo, superficial, egocéntrico. Hasta que un día le toca el timbre una adolescente de 17 años que jura ser su hija: una lección que la vida le manda para redimirse. Esta fábula moral está adornada por una serie de personajes que intentan ser encantadores pero son irritantes. Está el estereotipo del rockero viejo, bohemio y adorable, y está el amigo tierno y perdedor del galán, que es interpretado por el propio director, Edoardo Leo, un actor de larga y reconocida trayectoria que en Buongiorno, papá hizo su segunda experiencia detrás de cámara en largometrajes. A favor de la película hay que decir que pueden rescatarse un par de gags pasables. Pero todo es tan previsible y políticamente correcto que cualquier atisbo de humor queda ahogado. Parece haber una búsqueda deliberada por no inquietar al espectador, y se lo termina subestimando: no puede ocurrir nada que trasgreda la moral y las buenas costumbres, y todo tiene que cerrar, resolverse sin fisuras y ser redondo. Demagogia pura.
El papá de Bourne Jason Bourne marcó el género de espionaje/acción de tal forma que es imposible ver una película por el estilo sin tener en la cabeza al agente encarnado por Matt Damon. Y, por lo visto, también es difícil filmar algo del género sin tratar de imitarlo. Pero la vara quedó demasiado alta. El propio Tony Gilroy, guionista de las tres Bourne, fracasó al dirigir ese intento de emulación que fue El legado Bourne (con Jeremy Renner). Y ahora el que se choca contra la pared es el veterano Roger Donaldson (Cocktail, Especies, El robo del siglo). Pierce Brosnan vuelve a su traje de James Bond, pero sin tanto glamour y con un poco más de roña: el toque Bourne. Es Deveraux, un agente de la CIA retirado que es convocado nuevamente a la acción para una misión que él solo puede resolver. Algo saldrá mal y se desencadenará una persecución por bellas ciudades de Europa. Deveraux es, por edad, como el papá de Bourne: pelea como un campeón, tiene clarísimo cómo evadir a otros agentes de inteligencia, es un gran tirador, conoce soprendentes trucos tecnológicos. Brosnan lo hace bastante bien. Y Olga Kurylenko suple con su belleza cualquier traba actoral. El problema de la película no está en sus protagonistas, sino en el guión. La saga Bourne tenía un mecanismo perfecto: cada acción tenía su causa y su consecuencia (y si no, iba todo tan rápido que no nos dábamos cuenta). Acá se llega a situaciones similares, pero faltan explicaciones, como si algún apurado se las hubiera salteado para poder pasar más rápido a las escenas de acción. Por suerte, en 2016 vuelve Bourne de la mano de Damon y Paul Greengrass, los mejores.
Experimental y sensitiva Adiós al lenguaje es un desafío a la paciencia, un recordatorio de que ante toda expresión artística, lo mejor que puede hacerse es relajarse y gozar. O relajarse y sufrir, pero siempre dejarse llevar y nunca intentar buscarle el sentido, la explicación, a lo que se está viendo, porque por ese camino se marcha directo a la frustración. Película experimental, ensayo audiovisual, collage sensorial: cualquiera de estas definiciones -sin segundas intenciones peyorativas- le caben a la nueva película de Jean-Luc Godard, que a los 84 años sigue filmando con el mismo espíritu de su juventud. Es decir: buscando romper con el lenguaje cinematográfico convencional. En este caso es un intento con doble efecto, tan refrescante -ante la superpoblación de películas de fórmula entre los estrenos comerciales- como, de a ratos, tedioso. Podría decirse que los protagonistas son una pareja y su perra, pero aquí no hay historia, sino imágenes y sonidos entrecortados, yuxtapuestos, diálogos en voz alta o susurrados, que en sus momentos más bellos recuerdan a Koyaanisqatsi o Powaqqatsi, con el valor agregado del 3D para realzar la poesía de las imágenes. Hay, también, abundantes referencias a películas clásicas y numerosas citas a célebres artistas y pensadores: Darwin, Solzhenitsyn, Monet, A. E. Van Vogt, Sartre y un largo etcétera. Este bombardeo de frases de autoridad es lo que vuelve todo un tanto pretencioso, abrumador y, por momentos, desconcertante. Sin necesidad de recurrir a un tratado de semiología, se pueden sacar en limpio un par de ideas claras, como las críticas a la sociedad del espectáculo y a la dictadura de la imagen, y la ironización sobre las nuevas tecnologías. Si en su faceta intelectual la película puede llegar a minar la autoestima de cualquier espectador, el resarcimiento, quedó dicho, está en su aspecto sensorial. "El hombre, cegado por la conciencia, es incapaz de ver el mundo. El mundo sólo puede ser conocido por la mirada del animal", se cita a Rilke. Y esa frase, que contradice en gran medida la esencia cerebral de la propia película, parece ser la clave para verla sin padecerla. Como si nos dijeran que hay que entregarse, sin intelectualizar, a contemplar las hojas amarillas de un árbol otoñal, la puesta del sol sobre un lago, a la perrita retozando en la nieve o caminando por el sendero de un bosque. Y que las interpretaciones queden para después.
Una familia psicoanalizada Hasta que la muerte los juntó -el título original es This is where I leave you, algo así como "Aquí los dejo"- se inscribe dentro de ese subgénero que podría denominarse "Familias que se reúnen por algún motivo -en general, funeral o casamiento- después de mucho tiempo sin verse". En general, este subgénero coincide con otro: "Regreso al pueblo de la infancia". En este caso, la excusa de la reunión de los Altman es la muerte del padre. La viuda y sus cuatro hijos con sus respectivas parejas convivirán durante una semana en la casa paterna intentando observar el Shivá, el período de duelo que establece el judaísmo para los grados de parentesco más cercanos. Durante esos siete días, los deudos se reúnen en un mismo hogar y reciben visitas.Lo que irrita de esta comedia de Shawn Levy -director de las tres entregas de Una noche en el museo- es que los personajes son profundamente autoconscientes. Es decir: hablan todo el tiempo como si estuvieran observando la historia desde afuera. Como si se hubieran sometido a décadas de psicoanálisis, cada uno conoce el rol que ocupa en la vida y en la familia -están el descarriado hijo menor, el responsable hijo mayor, etcétera- y lo expresan en voz alta. Acá no hay secretos: todos saben todo. Se suceden diálogos clarividentes, llenos de "verdades", que buscan tanto causar gracia como conmover. Y no consiguen ninguno de los dos objetivos.
Los chicos de la guerra Se conoce como "los chicos perdidos de Sudán" a los más de veinte mil chicos que quedaron huérfanos y fueron desplazados de sus aldeas durante la guerra civil sudanesa que se desarrolló entre 1983 y 2005. Basada en ese contexto histórico real, Una buena mentira cuenta la historia de cinco hermanos que logran sobrevivir a la matanza y, después de más de una década de espera en un campo de refugiados, consiguen emigrar a Estados Unidos. Pero ahí comienza una nueva odisea para ellos: la de insertarse en el corazón del Occidente capitalista e industrializado después de haber pasado toda la vida en la sabana africana. Este es el debut en Hollywood del canadiense Philippe Falardeau, considerado por los grandes estudios después de que su Profesor Lazhar fuera nominada al Oscar como mejor largo extranjero. Y en la película se nota la marca hollywoodense: al guión -de Margaret Nagle- le falta profundidad y echa mano de varios recursos facilistas para conseguir efectos lacrimógenos o cómicos. También cae en la idealización del "buen salvaje", al punto de que, ya adultos, los sudaneses siguen siendo tan inocentes y puros que ni siquiera manifiestan pulsiones sexuales. Y otro detalle inexplicable que ya es un clásico yanqui: ¿por qué los africanos hablan entre sí en inglés, si no es su lengua materna? Si se les tiene paciencia a estas fallas de origen, Una buena mentira se deja ver. Sobre todo la primera media hora, que transcurre en Africa y está protagonizada por los chicos que peregrinan por la sabana huyendo de las balas. La guerra está más sugerida que mostrada explícitamente, y esto es un acierto: no hacen falta escenas cruentas para comprender el desastre humanitario. La segunda parte, situada en Kansas City, abusa de los gags refrentes al choque de culturas, pero aún así plantea cuestiones interesantes, como las dificultades migratorias y las absurdas trabas burocráticas posteriores a los atentados a las Torres Gemelas.