La originalidad es una cualidad que quizás esté sobrevalorada, pero la verdad es que resulta reconfortante encontrarse con una película sorprendente. Ese es uno de los atributos de El color que cayó del cielo, que nos sumerge en un mundo insospechado: el de los meteoritos, más precisamente los caídos en la frontera entre Chaco y Santiago del Estero, en una localidad llamada Campo del cielo. El documental empieza contando la historia de la búsqueda de un mítico meteorito gigante por parte de un militar español del siglo XVIII, y las leyendas que los mocovíes tejieron alrededor de esa piedra, el Mesón de Fierro. Cuando parece que la película tomará un tinte del estilo National Geographic, da un viraje y nos presenta a dos personajes increíbles que funcionarán como antagonistas. Uno es William Cassidy, profesor de la Universidad de Pittsburgh que en los ‘60 se instaló durante un tiempo en Campo del cielo para estudiar los meteoritos caídos en la zona. El otro es Robert Haag, un personaje que merece un documental propio: se trata de un cazameteoritos que amasó una fortuna a partir del tráfico de estas piedras, y que a principios de los ‘90 trató de robarse un gran meteorito de Campo del cielo. El color que cayó del cielo toma entonces un tinte policial, con el catedrático honesto y estimado por los lugareños contrapuesto a ese pillo soberbio, tan irritante como fascinante. Esta galería de personajes se completa con riquísimo material de archivo. Hay imágenes de las excavaciones de Cassidy, la reconstrucción de las andanzas de Haag, y fragmentos de esa rareza llamada La nación oculta en el meteorito, película del cineasta mocoví Juan Carlos Martínez. Todo suma para contagiar la fascinación por esas piedras venidas del más allá.
Publicada en la edición impresa.
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Nunca te vi, siempre te amé En ese país mágico y misterioso llamado India, existe desde hace 120 años un increíble oficio llamado dabbawallah . Cada mediodía, en la laberíntica Bombay, cinco mil repartidores pasan por casas particulares a recoger la vianda caliente que las esposas de los oficinistas les mandan a sus maridos para el almuerzo. Viajan en bicicleta y tren, entregan el pedido y a la tarde llevan las bolsas y ollitas vacías de nuevo a las esposas. Los dabbawallahs heredan el oficio y, pese a que son analfabetos, son prácticamente infalibles. Un estudio de la Universidad de Harvard determinó que, gracias a un sistema de colores y símbolos, sólo se equivocan de destinatario una vez en un millón. El director Ritesh Batra pensaba hacer un documental sobre estos repartidores, pero prefirió filmar una ficción sobre lo impensable: el error de un dabbawallah . Así es como un mediodía, el almuerzo que Ila preparó con toda dedicación para tratar de reavivar la llama de su matrimonio llega a manos de Saajan Fernandes, un viudo que está acostumbrado a comer los mediocres platos que le manda, vía los dabbawallahs , un restaurante. Cuando la mujer se da cuenta de su error, comienza un intercambio epistolar con el empleado público. Carta va, carta viene, nace una historia de amor a distancia tan cautivante como regada de lugares comunes. Ella está atrapada en un matrimonio desapasionado, con un marido que ya no la valora ni le presta la más mínima atención; él, sumido en la melancolía por su difunta esposa, está amargado y lleva una vida de gris burócrata. Queda claro que los personajes son bastante esquemáticos, pero esto no alcanza para borrar el encanto de la película, que siempre parece estar a punto de empalagar pero logra mantener el equilibrio entre la dulzura y la amargura. Una de sus virtudes es que no todo está dicho; quedan bastantes aspectos de la historia que el espectador debe completar, algo refrescante entre tanto cine de Hollywood. Pero lo mejor, además de la minuciosa descripción visual del funcionamiento de los dabbawallahs , y las imágenes de ese hormiguero humano que es Bombay, es la relación que Ila mantiene con su tía. A esta señora nunca se la ve: vive en el piso de arriba de su sobrina y se comunica con ella a los gritos, por el hueco de aire y luz; se pasan especias y mensajes con una canasta pendiente de un hilo. Casi tan fino como el hilo del que pende el romance entre Ila y Saajan.
Marlon Wayans encontró una veta parodiando películas. El problema es que repite gags hasta el hartazgo. Y harta. El negocio es redondo: primero hacemos las franquicias, y después hacemos las parodias de las franquicias, que a su vez se convierten en franquicias. Hay parte 1, parte 2, parte 3 y así hasta que el limón no da más jugo, y entonces empieza la parte 1, parte 2 y parte 3 de la parodia. El pillín que está aprovechando esta veta a más no poder es Marlon Wayans, una especie de Will Smith clase B. Primero, junto a su hermano Shawn, escribió las dos primeras entregas de Una película de miedo-dirigidas por un tercer hermano, Kennen Ivory Wayans-, versión humorística de Scream y otras del género. Y ahora escribió -esta vez con Rick Alvarez- y también protagonizó las dos primeras de In-actividad paranormal, burla de, claro está, Actividad paranormal. El problema de todo esto está en el origen: si la materia prima a tomar en broma no es demasiado buena que digamos, ¿qué se puede esperar de la parodia? No seamos tan duros: hay algún que otro chiste que puede llegar a hacernos esbozar algo parecido a una sonrisa. Como los comentarios racialmente incorrectos acerca de negros, mexicanos y blancos. El tema es que Wayans se entusiasmó tanto con esta línea que la repite hasta el hartazgo. En realidad, la repetición es un recurso que utiliza para casi todos los gags. Algo así como humor por cansancio: si no te reíste la primera vez, por ahí te logre causarte gracia en la segunda o la tercera. Así, hay continuamente bromas sexualmente explícitas, que sólo podrían divertir a algún que otro adolescente borracho. Como las secuencias en las que Wayans tiene sexo con una de esas muñecas siniestras típicas de las películas de terror. O los chistes de doble sentido: él está hablando de una caja, pero parece que estuviera refiriéndose a la vagina de su hijastra. Desopilante. Otra veta hiperexplotada es la del enmascarado siniestro al que le sale todo mal. Es puro humor físico, y una vez es efectivo, pero termina cansando. O la de los poseídos onda Linda Blair: ¿cuántas veces se puede parodiar a El exorcista? En fin. Wayans tiene algo lejanamente parecido al carisma y la simpatía de Will Smith, pero está tan pasado de revoluciones, sin parar de vociferar ni un minuto, que se vuelve insoportable. Quizá, si se calmara un poco...
La vida fuera del convento Magnífica película, en blanco y negro, sobre los coletazos del Holocausto. Es difícil que a esta altura una película de temática vinculada a los horrores del Holocausto aporte algo diferente, pero Ida lo consigue. “Quería hacer una película sobre la historia que no pareciera una película histórica; que fuera moral, pero sin lecciones que dar; quería contar una historia en la que ‘todos tengan sus razones’; una historia más cercana a la poesía que al argumento”. Pawel Pawlikowski -un cineasta polaco residente en Gran Bretaña, formado en Oxford en literatura y filosofía- cumplió todos los objetivos que se propuso con esta película, tan sutil como dura. La acción transcurre en la Polonia comunista de principios de los años ‘60. Antes de ordenarse monja, una novicia sale del convento en el que se crió para conocer a una tía que es su única pariente viva. Una pasó toda su vida entre muros y es virgen en todos los aspectos de la vida; una suerte de tabula rasa. La otra, ya curtida, trata de paliar la amargura de su experiencia vital entregándose casi compulsivamente a los placeres mundanos. Las dos mujeres tienen caracteres antagónicos y plantean cosmovisiones contrapuestas. Ellas encarnan dos posibles respuestas a la famosa frase sartreana acerca de que “lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros”. Tía y sobrina están atravesadas por la Historia con mayúsculas. A partir de sus vivencias, Ida reflexiona sobre las heridas sin cicatrizar que dejó la Segunda Guerra Mundial; las actitudes de colaboracionismo o resistencia que tomó la población civil ante la invasión nazi; las miserias personales que no dejan de aflorar, aun en las circunstancias más terribles. También, sobre las persecuciones ideológicas en el comunismo. Pero con la virtud de no caer en la santificación de las víctimas ni la demonización de los victimarios. Además de agregar belleza visual, la filmación en blanco y negro sirve para retratar la melancolía, la chatura, la opresión de la Polonia que estaba detrás de la Cortina de Hierro. Un recurso que no por remanido -en el cine, casi siempre el comunismo es gris burócrata- deja de ser efectivo. Y que se condice con el tono y la economía narrativa de una película que deja repicando mucho más que lo que se ve en la pantalla.
Algo está por explotar En su debut como director, el actor Luis Ziembrowski logró crear una atmósfera espesa, que hace de Lumpen una película difícil, incómoda, agobiante. La acción está ambientada en algún rincón perdido de Capital o el Gran Buenos Aires, en un clima de descomposición social que recuerda al de diciembre de 2001. Todo transcurre entre los habitantes de una casa de clase media venida a menos, los ocupantes del galpón de enfrente y los remiseros de una agencia vecina. Paranoico o no, el protagonista, Bruno (Sergio Boris), no tiene un minuto de paz: en su percepción, todos le ocultan cosas o estan tramando algo contra él. Es un burgués asustado por una realidad que parece caerle encima. Con un director y un elenco con vasta trayectoria teatral, integrado por varios actores que se formaron con Ricardo Bartís o pasaron por su taller, el tono de la película recuerda al de varias obras del director del Sportivo Teatral, tan a menudo interesado por personajes marginales que se mueven en ámbitos opacos. O sea: lúmpenes. Si la fortaleza de la película está en su tono inquietante, ominoso, la debilidad se encuentra en la falta de concreción de todo lo que se insinúa. Algo está por explotar y, cuando finalmente explota, ese estallido no está a la altura de las expectativas creadas. Lumpen -con guión del propio Ziembrowski y el escritor Iosi Havilio- termina cayendo en la misma falencia de tantas películas argentinas de los últimos años: una situación bien planteada, sostenida por buenas actuaciones, pero que se queda ahí, sin tomar la altura dramática que sus virtudes merecían.
Tras los pasos de una estrella del boxeo El sábado 7 de junio, Sergio Maravilla Martínez defenderá ante el puertorriqueño Miguel Angel Cotto el título de los medianos de la CMB en el Madison Square Garden de Nueva York. Casi a modo de promoción de esa pelea, llega a los cines este documental sobre el boxeador quilmeño, con eje en el momento cúlmine de su carrera: la pelea contra Julio César Chávez Jr., en la que consiguió el cinturón que ahora pondrá en juego. Juan Pablo Cadaveira es un argentino radicado en Nueva York con antecedentes como montajista; para su opera prima, filmó a Maravilla durante dos años en España, Estados Unidos, México y Argentina. Entre material propio y de archivo, reunió 150 horas de grabación. Ese exhaustivo trabajo se luce: la producción de la película es notable. El desafío, ante tanta materia prima, era encontrar un foco atractivo. En ese sentido, Cadaveira -admirador de esa joya del documental boxístico que es Cuando éramos reyes- acertó al apostar a contar principalmente los vaivenes organizativos de la pelea Martínez vs. Chávez Jr. De esa manera, le da un interés adicional a la película, que retrata los intrincados recovecos del negocio boxístico y a personajes increíbles de ese ambiente, como el fallecido José Sulaimán, el promotor Sampson Lewcowicz o el mismísimo Don King. En paralelo, se va contando la historia de vida de Maravilla, con testimonios de familiares e imágenes de archivo de sus primeras peleas. Y está bien que esa historia esté en segundo plano, porque no escapa del lugar común del boxeador que tuvo que abrirse camino a los golpes. Quizás ese sea el punto débil de la película: respeta demasiado la historia oficial y no muestra a un Martínez muy diferente del que hace dos años se vio hasta el hartazgo por televisión. El clímax es la pelea en sí misma: una prueba de que está bien narrada es que logra atrapar aunque uno conozca el desenlace. Se va mostrando lo mejor de cada round en paralelo con las reacciones de la familia de Maravilla, que la palpita desde la casa familiar de Quilmes. Se escuchan las instrucciones de los rincones, se sienten los golpes, se huele la sangre. Y se goza cuando el muchachito de la película levanta los brazos, triunfante.
Héroes que viajan en el tiempo En la nueva entrega de la saga, Wolverine y compañía deben volver a los años setenta. Los X-Men no fallan. Dejando entre paréntesis las dos películas de Wolverine en solitario, el resto de las aventuras de los mutantes compite con la trilogía Batman de Christopher Nolan por un hipotético título de Mejor Saga Fílmica de Superhéroes. Y Días del futuro pasado, la quinta de la serie, mantiene intacto el prestigio del Profesor Xavier y sus discípulos. El plan inicial era que Matthew Vaughn, director de X-Men: Primera generación, volviera a estar al frente. Pero Vaughn eligió otro proyecto, y entonces Bryan Singer, el padre cinematográfico de las criaturas, director de las dos primeras entregas de la saga, adoptó otra vez a sus queridos mutantes. Y si su presencia ya era garantía de calidad, el elenco a sus órdenes reforzaba las expectativas: Ian McKellen, Patrick Stewart, Michael Fassbender, James McAvoy... más Peter Dinklage, el enano de Game of Thrones, como villano. Es cierto que, para poder reunir a los mutantes originales con su versión más joven (los de aquella Primera generación) el guión da una cabriola un poco forzada, inspirada -según admitió Simon Kinberg, uno de los guionistas- en Terminator y otras películas de viajes en el tiempo, como La máquina del tiempo, Volver al futuro o Looper: asesinos del futuro. Aquí el viajero es Wolverine, enviado a la década del ‘70 para evitar un hecho que fue el desencadenante del dominio del mundo por esos exterminadores de mutantes llamados Centinelas. Así, todo transcurre en dos dimensiones temporales: los ‘70 y ese futuro postapocalíptico. El tema del viaje temporal da lugar a que la película plantee, de refilón, cuestiones filosóficas como el libre albedrío o el destino. Y, también, a que el espectador se plantee preguntas propias de la ciencia ficción, como ¿sería posible modificar un detalle puntual del pasado sin que todo lo demás también se alterara? (Singer declaró que se rigió por la Teoría de Cuerdas: a googlear se ha dicho). Tampoco exageremos: esta no deja de ser una película de acción. Con enormes méritos, como personajes sólidos y escenas de violencia justificadas y bien realizadas. Y con unos cuantos guiños para los fanáticos. El último llega durante los créditos: hay que quedarse -una vez más- hasta el final para ver un anticipo de X-Men: Apocalypse, anunciada para 2016. Así que, por suerte, hay X-Men para rato.