Un padre soltero en apuros No se aceptan devoluciones llega con los antecedentes de ser la película mexicana más taquillera de la historia, y la película hablada en español que más recaudó en Estados Unidos: unos 45 millones de dólares. Si alguien considera que estos datos son alentadores, puede ir reconsiderándolo. A la opera prima del actor y guionista mexicano Eugenio Derbez -una estrella televisiva en su país- podría definírsela como el resultado de la suma entre Tres hombres y un biberón -en este caso sería un solo hombre- y Kramer vs. Kramer, pero sin la gracia de la primera ni la densidad dramática de la segunda. Valentín -interpretado por el propio Derbez- es un playboy que vive en Acapulco muy entretenido en conquistar turistas. Por su cama pasan mujeres de todas las nacionalidades y etnias, hasta que una de ellas, estadounidense, se le aparece con una beba, le dice que es su hija, se la deja y huye a Los Angeles. Y hacia allí parte Valentín, junto con la beba, a la búsqueda de la madre abandónica. Las peripecias de este Don Juan antiheroico y su hija -que crece y se transforma en una rubiecita bilingüe insoportablemente encantadora- intentan hacernos reír sin apartarse demasiado de fórmulas conocidas. Lo peor viene cuando la película da un giro y, sin dejar de lado el humor, se convierte en un melodrama que busca arrancar lágrimas a fuerza de un repetitivo repertorio de golpes bajos. Hay, en el fondo, un intento de reflexión sobre la paternidad, los límites entre mimar y maleducar, las formas de demostrar y transmitir el amor paternal. Pero es fallido. Por suerte, hay intercaladas unas bellas animaciones que hacen más llevadero el asunto y terminan siendo el único justificativo para pagar el precio de la entrada.
La guerra de los sexos Difícil cargar con el apellido Cas-savetes y ser director de cine. Hipótesis de psicología barata: si bien eligió la misma profesión de su padre, Nick -el hijo de John y Gena Rowlands- parece haber buscado la forma de desmarcarse dirigiendo películas que no tengan ni punto de comparación con las de su venerado progenitor. Por lo menos en este caso: Mujeres al ataque es una comedia liviana, que en algunos momentos logra arrancar alguna que otra sonrisa, pero está mayormente cargada de chistes fáciles, incluyendo algo de escatología y bastante infantilismo (en el mal sentido de la palabra). La película puede inscribirse en el subgénero “guerra de los sexos”, con algún parentesco con Sex & The City por el retrato de cierta camadería femenina, sus personajes protagónicos y el ambiente en que se mueven. Son tres mujeres exitosas en términos capitalistas: es decir, tienen plata y belleza. Sólo les falta un amor verdadero para completar los mandatos sociales. Cameron Diaz es una abogada que descubre que el hombre con el que lleva saliendo dos meses está casado. Termina aliándose con la mujer engañada (Leslie Mann) y otra amante decepcionada (Kate Upton) para hacerle la vida imposible al Don Juan (Nikolaj Coster Waldau, conocido por ser Jaime Lannister en Game of Thrones). Hay una frase que podría haber transformado a Mujeres al ataque en algo más interesante de lo que es: “La monogamia no es natural. Podés hacer como los franceses y vivir con eso”, le dice -palabras más, palabras menos- el personaje de Diaz al de Mann. Pero no le pidamos peras al olmo: a la esposa la embarga la “furia norteamericana” y entonces la película sigue los carriles convencionales de una comedia hollywoodense. Por suerte Diaz es una buena comediante, aunque la verdadera protagonista es Mann, que cuando no sobreactúa también es eficaz. En cambio, Coster Waldau parece más hecho para la acción: le sientan mejor las peleas a espada limpia y las intrigas palaciegas de Game of Thrones que los gags. El hallazgo de la película son las curvas de Upton, una bomba sexy con destino de estrella siempre y cuando profundice ese acelerado curso de actuación que declaró haber tomado con Cameron Diaz durante el rodaje.
Una chica atormentada Una mansión semiabandonada, desconectada del mundo. Muchas tomas hechas con cámara en mano, simulando ser parte de material documental. Una adolescente pálida, de pelo largo, con conductas extrañas y presuntos poderes. Ruidos misteriosos, cortes súbitos de luz, gritos. Un ático oscuro. Es increíble que todos estos lugares comunes de las películas de terror puedan todavía asustar a alguien. Pero Silencio del más allá se nutre de todos estos elementos -algunos clásicos, otros hiperexplotados desde El proyecto Blair Witch (1999) y The Ring (2002) en adelante- y logra que funcionen. El toque de originalidad, si lo hay, está dado por la atractiva ambientación espacio-temporal: todo transcurre en 1974, en Oxford (Inglaterra). Un profesor de esa universidad (Jared Harris, el inglés de Mad Men) está obsesionado por estudiar y curar a una atormentada chica que, según él, creó una presencia fantasmagórica mediante poderes telekinéticos. Para realizar sus experimentos, se recluye en una casona de la campiña con la problemática paciente, dos de sus estudiantes y un joven camarógrafo. La cuestión es si la hipótesis del catedrático es acertada, o si en realidad está ocurriendo algo que escapa a la comprensión científica. El argumento se ve enriquecido por los vínculos entre los cinco ocupantes de la casa, que a la tensión de la experiencia (sobrenatural o no) le suman la de la convivencia forzada. Es una pena que, después de un comienzo prometedor, las situaciones empiecen a repetirse y todo desemboque en un desenlace trillado y berretón.
La bella y el muñeco El secreto de Lucía (breve digresión: después de la Campanella , ¿no habría que evitar el título El secreto de...por unos cuantos años?) transcurre en una atmósfera siempre atractiva: la de los charlatanes de feria, estafadores de poca monta, esos personajes que pueden ser más o menos simpáticos pero siempre son fascinantes. En este caso, el pillo es Juan (Carlos Belloso), un falso ventrílocuo que se presenta con su muñeco Juanito, que en realidad es un enano disfrazado. Al modo de los antiguos artistas trashumantes, recorren juntos los pueblos de la provincia de Buenos Aires a bordo de su propio colectivo, embaucando a los escasos espectadores que se dignan a asistir a sus funciones. En una de sus andanzas conocen a Lucía (Emilia Attias), una cantora tan hermosa como desamparada, dueña de un misterioso pasado, y la suman como una atracción más de su pobre espectáculo. Lo mejor de la película son las actuaciones del dúo protagónico masculino. No es una sorpresa que Belloso sea solvente en su papel, el de un villano que inspira más lástima que odio o temor. Sí resulta toda una revelación Tomás Pozzi, un actor argentino que desarrolló la mayor parte de su carrera en España, país al que emigró en 2001. No sólo es creíble dramáticamente, sino que cumple a la perfección, con gran plasticidad, el papel de muñeco. A Emilia Attias también le caben elogios, pero por su voz: la ex Casi ángeles sorprende al interpretar con gran encanto y destreza las bellas canciones originales de la película, escritas por el director, Becky Garello, con música del talentoso Iván Wyszogrod (uno de los compositores más requeridos del cine nacional). Y hasta ahí llegan los puntos altos de El secreto de Lucía. Porque el guión de Graciela Maglie y el propio Garello -ésta es su opera prima- da giros forzados; los personajes toman decisiones inexplicables y, como resultado, todo carece de verosimilitud.
Tango que me hiciste mal El regreso de Héctor Alterio al cine nacional, entre comedia y drama. Ya desde su título, Fermín trae reminiscencias de música argentina. Pero, más allá de que el personaje que le da su nombre a la película está internado en un hospicio como el de la canción homónima de Almendra, el filme no está vinculado al rock nacional, sino al tango. A tal punto, que podría decirse que la trama es una excusa para mostrar milongas, orquestas y bailarines en acción. Oliver Kolker, guionista y codirector de la película, es un actor, bailarín y profesor de tango radicado en Nueva York, que con Fermín se propuso difundir el género porteño por excelencia. El problema es que el abordaje es for export. Se ve, sobre todo, baile de escenario, con toda la artificialidad que sus acrobacias implican, y en escenas que no están fluidamente ensambladas con la ficción: parecen videoclips insertados a la fuerza en medio de la historia. Otro inconveniente es que el espíritu pedagógico conspira contra la película: la cuestión tanguera está exageradamente subrayada desde lo visual -por ejemplo, se ve la imagen de Carlos Gardel, o su nombre, hasta en la sopa- y, por supuesto, también desde lo narrativo. Porque Fermín (Héctor Alterio, que volvió a filmar en la Argentina después de diez años de ausencia) sólo habla en tangos: es decir, se expresa con fragmentos de letras de tangos famosos; lo que no se entiende es por qué lo hace con acento español. Está semiabandonado en un neuropsiquiátrico donde reina la desidia, hasta que -un clásico- llega un psiquiatra joven (Gastón Pauls) que se enfrenta al sistema y, con ímpetu, rebeldía y nuevas ideas, intenta rescatarlo. La historia transcurre entre ese presente y el pasado: hay permanentes flashbacks que muestran a Fermín en su juventud y madurez (interpretado por Luciano Cáceres), entre los años ‘40 y ‘70. Las actuaciones son en general bastante flojas (una de las excepciones es Alterio, más allá de algunos problemas de dicción). Y no ayudan a un filme que oscila entre la comedia y el drama, pero a medida que transcurre se va inclinando cada vez más hacia lo melanco, hasta transformarse en una de esas películas que buscan hacer llorar al espectador, cueste lo que cueste.
Western gauchesco Horacio Guarany no “desentona” en este filme con tinte fantástico. Confesión de parte: no le teníamos fe a una película protagonizada y escrita por Horacio Guarany, con producción de San Luis Cine, que había sido filmada seis años atrás y se estrenaba recién ahora. Por eso la vimos cargados de prejuicios. Pero El grito en la sangre sorprende: este western gauchesco con tintes fantásticos está hábilmente narrado y, además, cuenta con una bella fotografía y destacadas actuaciones, incluyendo la del Potro. El cuento es simple y clásico: a mediados del siglo pasado, en un pueblito perdido de la Argentina, un hombre es asesinado. Su hijo debe cumplir con el ancestral mandato de vengar la muerte de su padre y parte a caballo en busca de pistas que le permitan encontrar -y matar- al asesino. Ese joven, Cali, cobra vida a partir de la creíble interpretación de Abel Ayala, cabeza de un sólido elenco en el que también figuran pesos pesado como Ulises Dumont y Carmen Vallejo, que aquí hicieron sus últimas apariciones en cine. Y hablando de leyendas, volvamos a Guarany. Este es su cuarto trabajo cinematográfico: pasaron 40 años desde su última vez, en La vuelta de Martín Fierro, de Enrique Dawi. Pero es muy natural ante las cámaras, como si fuera un veterano actor en vez de cantor. Es inevitable hablar de su caso sin caer en el lugar común del carisma (e imposible no mencionar su increíble rostro: es extraño que nunca lo hayan convocado para hacer de Mandinga). Aquí, además, fue coguionista junto al director, Fernando Musa: la historia está basada en una de las tres novelas que escribió, Sapucay (de 1993). También presta su voz como narrador y, como si todo esto fuera poco, ya octogenario -el año próximo cumple 90- se animó a montar a caballo. Estamos ante una tragedia rural a la que no le falta sentido del humor. Musa incluyó un par de guiños para que nos riamos todos, como cuando al pasar el personaje de Guarany, Don Chusco, menciona su afición por el canto, y, sobre todo, cuando hace un alegato en contra del excesivo consumo de alcohol. Otro protagonista es el paisaje puntano: a diferencia de tantas películas filmadas en San Luis, ésta aprovecha las bellezas de la provincia, con impactantes planos de escenarios naturales como Sierra de las Quijadas, realzados por tomas hechas en momentos clave como el amanecer y el ocaso.
Astilla del mismo palo Pocos personajes más antipáticos que los críticos, esos seres capaces de dañar, en pocas líneas y con un par de clarincitos -o estrellitas, deditos, etc.-, el trabajo de años. Esa cualidad los hace ideales para saltar de la platea a la pantalla y convertirse en los villanos protagonistas de una serie (como Jay Sherman en The Critic) o una película. Y qué mejor que un crítico para filmarla. Hernán Guerschuny sabe bien de lo que habla: realizador egresado del Centro de Investigación Cinematográfica, hace casi veinte años que dirige -junto a Pablo Udenio, productor del filme - la revista Haciendo cine. Así que conoce perfectamente el mundillo de los diseccionadores de películas, y lo retrata con tanta ironía como cariño. Porque El crítico se ríe del oficio, pero sobre todo se ríe de sí misma. Y así el despiadado Víctor Téllez (Rafael Spregelburd), que jueves a jueves denosta películas y no tiembla a la hora de calificarlas con una sola butaquita, termina despertando más pena que desprecio. El tipo está enfrascado en su microplaneta -de las funciones privadas a las charlas cinéfilas de café con colegas, de ahí a la redacción- hasta que conoce a una chica (Dolores Fonzi) y queda atrapado en una de las comedias románticas que tanto detesta. La película está plagada de cameos de personajes de la cinefilia local y de citas cinematográficas -a Woody Allen, la nouvelle vague, el Hollywood meloso, etc.- explícitas, de manera tal que todos los homenajes y plagios quedan justificados y son un arma a su favor. Transcurre en una atemporalidad en la que coinciden las computadoras con los teléfonos públicos; quizás en los ‘90, en la era pre-Internet, cuando la crítica gráfica todavía tenía mucho más poder que ahora y un cineasta podía sentirse con derecho a creer que su película había sido un fracaso de público por culpa de una mala reseña. Hay un recurso clave para darle ritmo y gracia a la película: la voz en off. Ese elemento, que muchas veces resulta irritante, artificial o pomposo, esta vez funciona a la perfección porque Téllez, que odia las voces en off, padece la “maladie du cinéma” y es tan snob y francófilo que piensa en francés. (A propósito: no podría haber nadie mejor que Spregelburd para darle vida a tan patético personaje). En un momento, uno de sus colegas le da a Téllez un programa que escribe críticas automáticamente, según si el texto es a favor o en contra. Si ese software existiera, arrojaría las siguientes frases para El crítico: un logrado filme, que hace gala de un humor inteligente, despojado de clichés. Una película que hay que ver.
La vejez, ese problema Como Amigos intocables, la taquillera película de Olivier Nakache, Una dama en París es una de esas películas que fuerzan la convivencia de personajes incompatibles con la excusa de que uno debe cuidar al otro. Lo que suele ocurrir en este subgénero “de opuestos” es que al principio las cosas no marchan muy bien, pero de a poco todo se acomoda y tanto un personaje como el otro reciben una lección de vida. Y en este caso, esa regla se cumple: la estonia (el director, Ilmar Raag, es de esa nacionalidad) Anne viaja desde su país a París para cuidar a Frida, una anciana compatriota que pasó la mayor parte de su vida en Francia. Por supuesto, además de depresiva, la vieja es ácida, cascarrabias, cruel. Pero, en contacto con Anne, se suavizará e incluso llegará a sonreír. Lo que salva a Una dama en París son las actuaciones y el tono. A pesar de estar detrás de una máscara de colágeno, Jeanne Moreau muestra que, a los ochentipico, está a la altura de su leyenda. Con su sufrido rostro báltico, Laine Mägi, la cuidadora, es su perfecta contraparte (entre ambas consiguen eso que suele definirse como “química”). El director acertó al no cargar las tintas sobre la emotividad: esquiva los golpes bajos y no intenta que sintamos pena por sus criaturas. Y, de refilón, se mete con al menos dos temas tabú. Uno, el deseo sexual en la tercera edad. Otro, los sentimientos encontrados que experimentan quienes quedan con un anciano a su cargo: el amor y la abnegación mezclados con el hartazgo y la necesidad de liberación. “Yo deseé que mi madre se muriese”, confiesa Anne, y abre la puerta a la reflexión sobre una problemática cada vez más acuciante.
La viveza criolla al poder Tito Pereyra (Luciano Cáceres) es un Tony Montana de cabotaje, un self-made man a la argentina: se sobrepone a una infancia difícil -hogar pobre en Tucumán, fallida migración a Buenos Aires, internación en una suerte de reformatorio porteño, vida en la calle, changas en las azucareras- hasta convertirse, abriéndose camino por sus propios medios, en un poderoso empresario. En su ascenso social, va atravesando distintos períodos históricos -desde los años ‘50 y ‘60 hasta la primavera alfonsinista, pasando por el Proceso- y, como un gato, siempre cae bien parado. En su opera prima, Gastón Gallo -también autor del guión- eligió a este personaje individualista, ambicioso, a veces inescrupuloso, fiel exponente de la viveza criolla, para representar a una parte del empresariado nacional. Un objetivo que está muy subrayado: después de un comienzo prometedor, en el que la lenta e inexorable escalada de Pereyra consigue atrapar, la película cae en una bajada de línea demasiado evidente. Durante gran parte de las -excesivas- dos horas de duración, Gallo se cuida de mantener a su protagonista -que, por otra parte, es el único personaje bien desarrollado- en la ambigüedad: no es un héroe ni un villano, simplemente un hombre tratando de sobrevivir. Pero con el correr de los minutos, el trazo se va volviendo más grueso. A medida de que Pereyra se va hundiendo en el fango y la tragedia, la película cae con él. Aparecen diálogos obvios, gritos, puteadas, sobreactuaciones: elementos que recuerdan a un cine argentino del pasado que es mejor olvidar.
Psicópata americano Una rubia corriendo descalza por un bosque, a grito pelado. Pisa unos vidrios, se corta y aúlla más. Sigue corriendo y, cuando parece que va a salvarse, que va a llegar a esa ruta por la que pasa un camión, ¡zas! Pisa una trampa y queda colgada cabeza abajo. Más gritos. La secuencia inicial de Nadie vive anticipa lo que veremos a continuación: una típica película clase B -y esto no es un juicio de valor, sino mera descripción-, con las características fundamentales del cine gore. A saber: sangre a mares, cuerpos mutilados y excesos macabros que pueden causar asco o gracia, según el estómago del espectador (por suerte, aquí no hay torturas). Para completar el panorama de elementos clásicos del terror, casi todo transcurre de noche, en una cabaña en el bosque y en un motel, con un psicópata que va eliminando a sus víctimas una a una, en un intento por cumplir lo que anticipa el título de la película. Y también hay una suerte de homenaje a la escena de la ducha de Psicosis. Hay, sí, una sorpresa, que no adelantaremos demasiado: sólo diremos que en cierto momento nos enteramos de que el villano no es quien estábamos esperando. Este hombre es una suerte de súper asesino: cuenta con todo tipo de chiches para matar y hacer maldades, sabe pelear cuerpo a cuerpo como pocos y comparte con maestros de la achura como Jason y Michael Myers la cualidad de aparente indestructibilidad. Aunque en realidad está lejos de ellos, porque este tipo tiene sentimientos: es romántico y consciente de su psicopatía. Las actuaciones conspiran contra la película: son todas bastante flojas, incluyendo las de los protagonistas, el galés Luke Evans (un falso Orlando Bloom) y la australiana Adelaide Clemens (una falsa Michelle Williams). Eso, más que todos los lugares comunes, es lo que termina de tirar para abajo a Nadie vive, pero no sería extraño que hubiera una Nadie vive 2.