El 15 de junio de 1940, durante la Segunda Guerra Mundial, el submarino Macallè, de la armada italiana, chocó contra un arrecife de coral en el Mar Rojo y se hundió frente a la costa de Sudán. Sus 45 tripulantes fueron a parar a una isla desierta, Barra Musa Kebir, pero una vez allí uno de ellos murió y fue enterrado en el lugar. El cineasta argentino Ricardo Preve se propuso encontrar los restos del suboficial Carlo Acefalo y repatriarlos a Italia, proceso que registró en Volviendo a casa. El documental intercala la investigación de Preve -entrevistas a familiares, la búsqueda del cuerpo, gestiones ante autoridades para la repatriación- con la dramatización de lo que les sucedió a los marineros antes, durante y después del naufragio. Mientras el grueso de los hombres permanecía en la isla, tres de ellos partieron en un bote a buscar ayuda, y todo ese periplo novelesco quedó registrado a partir de escritos y testimonios de los sobrevivientes. Lo más atractivo de la película es ese relato coral, que una voz en off narra mientras suceden las escenas mudas interpretadas por actores. La teatralización gana en verosimilitud con la lograda reconstrucción a escala real de partes del Macallè: la torreta, la sala de lanzamiento de torpedos, la sala de comandos y el radiotelégrafo. De lo que sucede en el presente, se destaca el proceso de recuperación de los restos de Acefalo, a cargo de un antropólogo forense, para que finalmente descansen en una tumba en Castiglione Falletto, en la región de Piamonte. En cambio, las entrevistas a los parientes de los tripulantes, realizadas por el propio Preve -de un protagonismo excesivo a lo largo de todo el documental-, no aportan demasiado a una historia que deja interrogantes sin explorar, como los motivos del hundimiento o cómo se las arreglaron los marineros durante su estancia en la isla.
Jonah Hill se hizo un nombre en Hollywood como el gordito nerd y torpe de comedias pochocleras como Super cool, Un niñero sinvergüenza o Comando especial 1 y 2. Luego fue virando hacia proyectos más “prestigiosos” -El lobo de Wall Street, No te preocupes, no irá lejos o la miniserie Maniac- pero siempre desde el corazón de la industria. Por eso sorprende que este actor dos veces nominado al Oscar debute como director con una sensible película independiente que bien podría haber pasado por el Bafici. Si En los 90 está íntegramente filmada en 16 milímetros no es por cuestiones de esnobismo, sino porque ese formato le da textura de época a este relato de iniciación que muestra a un chico de unos doce años en el pasaje de la infancia a la adolescencia. Sin amigos de su edad a la vista, con su joven madre soltera ausente o desbordada y sin comunicación posible con su irascible hermano de 18 años, Stevie encuentra refugio en un grupo de skaters. Enseguida se convierte en la mascota de esa heterogénea pandilla de chicos mayores que él, suerte de guías en los rituales de hacerse grande, que incluyen la tríada de alcohol, drogas y sexo como ingredientes esenciales. Con un par de escenas y atención a los detalles, Hill consigue pintar -con ternura y sin juzgar- la personalidad de cada uno de los adolescentes. Y retratar la dinámica grupal, con el líder positivo, el líder negativo, los miembros que se limitan a acompañar las decisiones de los jefes, y el aspirante a ganarse un lugar. Además de camaradería y complicidad, lo que exuda esa banda son altas dosis de lo que hoy -bienvenidos efectos colaterales de la ola feminista- se conoce como masculinidad tóxica. La necesidad de mostrarse siempre duro, fuerte y valiente para lograr aceptación; el desprecio a las mujeres salvo a la hora de llevarlas a la cama; la violencia como única posibilidad de expresar sentimientos; la acusación de maricón siempre latente ante la menor muestra de “debilidad”. Es decir, aplastar sensibilidades como la que Hill lleva a la pantalla.
En su opera prima, la española Celia Rico Clavellino explora ese momento inexorable en que la relación entre padres e hijos se parece más a una convivencia forzada que a un vínculo natural. Leonor está en un pasaje clave: con su adolescencia apenas concluida, está intentando convertirse en adulta, pero no tiene claros los caminos hacia la madurez. Su madre, Estrella, lidia con sus propios proyectos truncos e ignora cómo acompañarla en ese proceso de crecimiento. Casi todo transcurre dentro del departamento que comparten; cuatro paredes desangeladas a las que tratan de darle el carácter de hogar, pero que más se parece a una cárcel o una pensión impersonal. En esa cotidianidad obligada, el vehículo de contacto entre estas mujeres es la tecnología: las junta el televisor, o el teléfono, o una máquina de coser, o una plancha, o una cafetera. Pero lo que verdaderamente las une es lo no dicho: ambas están elaborando el duelo por la muerte del hombre de la casa, marido de una y padre de la otra. Que casi nunca mencionen explícitamente el tema -no sabemos cuándo ni en qué circunstancias murió- le da más fuerza a ese fantasma omnipresente. La tristeza las carcome a las dos, pero mientras una parece resignada a un inexorable marchitamiento, la otra lucha como puede contra el desasosiego. La primera mitad de la película está dominada por el punto de vista de Leonor (Anna Castillo) y sus vaivenes: tiene la vida por delante y desconoce por dónde empezar a adentrarse en esa inmensidad. Necesita independizarse, pero es un combate sin un enemigo claro. La segunda parte tiene el eje puesto en Estrella (Lola Dueñas) y su tenue búsqueda de reconstrucción vital. Hecha de silencios, gestos y mínimas anécdotas cotidianas, Viaje al cuarto de una madre es una película introspectiva que tiene la virtud de no recurrir al conflicto grueso para marcar la complejidad de las relaciones materno-filiales. Pese al amor que se tienen, los caminos de esta madre y esta hija -de todo padre y todo hijo, podríamos decir- deben separarse por una cuestión de salud mental.
A esta altura, Marco Berger es un referente del cine nacional de temática gay, y en su sexto largometraje vuelve a incursionar en los recovecos del homoerotismo, con la historia de dos compañeros de trabajo que se enamoran en un contexto adverso. El ámbito en el que se desarrolla Un rubio es suburbano, barrial, proletario, homofóbico. Un lugar anacrónico, en el que las palabras deconstrucción y diversidad todavía no se incorporaron al vocabulario cotidiano, y hasta los conceptos de respeto y tolerancia son desconocidos. Los pibes se juntan a tomar cerveza, mirar partidos de fútbol y hablar de minas: ser "puto" o "torta" es inadmisible. Como en una Secreto en la montaña ambientada en Burzaco, esa represión marca las vidas de estos dos jóvenes. Juan (Alfonso Barón) oculta sus deseos por otros hombres bajo su reputación de mujeriego, pero esa fachada tambaleará cuando le alquile un cuarto a Gabriel (Gastón Re), su colega en un aserradero. Que, a su vez, también esconde su homosexualidad detrás de una noviecita y su condición de padre soltero. La película trabaja con dos grandes focos de tensión. Por un lado, el que hay entre Juan y Gabriel y ese entorno hostil. Pero, sobre todo, con la tirantez sexual existente entre ellos. En dos instancias: hasta que se animan a concretar la atracción y, luego, una vez que la complicidad erótica está establecida. Porque lo que se establece en esta pareja asimétrica es una dinámica del que ama y el que es amado, del que espera y el que hace esperar. Berger ensaya numerosas tomas que sugieren una intimidad física que no es tal. Son juegos logrados en su intención de crear ambigüedad y suspenso, pero que en su reiteración pierden sorpresa y terminan dándoles a las situaciones una excesiva rigidez. Las acartonadas actuaciones le agregan a la historia otra capa más de un hielo que no se derrite ni con las explícitas escenas sexuales. El director se anima a romper el tabú de los desnudos frontales masculinos, pero esa audacia no tiene un correlato en la narración, que parece contagiarse de la apatía y la imposibilidad expresiva de sus personajes.
Curuzú Cuatiá, “la Liverpool del chamamé”, también dio a luz a una de las bandas más insólitas y desconocidas de la escena under nacional: Los Síquicos Litoraleños. Disfrazados con túnicas, sombreros, pelucas y barbas postizas, estos desacatados tocan algo que podría definirse como chamamé psicodélico y que Encandilan luces intenta desentrañar. Alejandro Gallo Bermúdez reconstruye la historia de la banda a través de viejas grabaciones caseras, el registro audiovisual que él mismo hizo de una gira del grupo por Europa, y el testimonio de diversos expertos en el tema, como los periodistas Humphrey Inzillo o Jorge Fernández, los músicos Dick El Demasiado o Alan Courtis y hasta un supuesto biógrafo de la agrupación. Como para mantener el aura de misterio, los propios involucrados no hablan, y eso hace que nunca dejemos de preguntarnos cuánto de falso y cuánto de real tiene este documental. Porque lo que se ve -y se escucha- es tan delirante que cuesta admitir su veracidad. “Ni ellos saben lo que tocan”, dice alguien. “Llevan al chamamé a un lugar extremo, de psicodelia y ruidismo”, arriesga otro. Se habla de un “sonido chipadélico” y alguien da una definición destinada a volverse leit motiv: “Son el Pink Floyd de los pobres”. Mientras, vemos presentaciones del grupo en diversos antros, una aparición en Peter Capusotto y sus videos, y el repaso por algunas anécdotas más o menos graciosas, como la vez que perdieron sus instrumentos y encontraron hongos alucinógenos, o su enfrentamiento con otro músico curuzucuateño, Cristian Osorio. Su originalidad y desparpajo hacen de Encandilan luces toda una experiencia, aunque llega un punto en que la sorpresa desaparece y el chiste empieza a repetirse hasta el punto de gastarse, dejándonos con la sensación de que vimos una humorada que llegó demasiado lejos.
Las reuniones familiares conforman un subgénero en sí mismo, con fiestas como el Día de Acción de Gracias o Navidad como disparadores más frecuentes. En este caso la excusa convocante es una enfermedad: un episodio que marca el agravamiento del cuadro de Alzheimer de una madre hace que la hija cruce los Estados Unidos para tratar de ayudar a sus padres y su hermano. El conflicto visible es el choque entre el hermano (otro buen trabajo de Michael Shannon, el mejor de un sólido elenco) y el patriarca: uno quiere internar a su madre en un geriátrico y que el padre se mude a una residencia cercana, mientras que el otro se niega a separarse de su mujer e insiste en seguir cuidándola en la casa. Pero más allá de este contrapunto, el comienzo de disolución de la familia expone la dinámica que guió el funcionamiento de este grupo durante toda la vida. Por su insistencia en mostrar cómo los padres son capaces de marcar a fuego la vida de sus hijos, el guion de Lo que fuimos -escrito por la actriz Elizabeth Chomko, que hace su debut como directora- es un banquete para psicoanalistas. Pero, a pesar del dramatismo de los temas que aborda, la película se cuida de caer en la solemnidad: la fina línea que separa tragedia de comedia está hábilmente trazada. Casi todo está observado desde el punto de vista del personaje de Hilary Swank, esa mujer que ante la emergencia viaja a la casa paterna junto a su propia hija. El reencuentro con sus padres detona en ella la crisis de la mediana edad, con las consabidas preguntas de ocasión sobre su matrimonio, el vínculo con su hija, la vida que se forjó. En fin: cuestionamientos que llegan cuando se vislumbra que por delante queda menos tiempo que el ya transcurrido. A medida de que la memoria de la madre va desvaneciéndose, la hija parece por fin madurar, conectarse con su deseo y tomar las riendas de sus días. Como si la conciencia de que llegó ese momento en que debe ser madre de sus propios padres tuviera, al contrario de lo que podría esperarse, un efecto liberador.
Como todo género (o subgénero), las comedias románticas tienen sus propias reglas. En general no se apartan demasiado del esquema de mujer conoce a hombre, tienen afinidad, superan algún obstáculo y, cuando parece que vivirán un idilio incomparable, algo los vuelve a separar -suele ocurrir que alguno de los dos haya mentido y ese engaño quede al descubierto- hasta que se reconcilian. No soy tu mami sigue este manual, pero es una comedia romántica escrita a pantalla partida, con un ojo en el Word y el otro en redes sociales, blogs y portales de noticias. Es decir, con la preocupación de reflejar la “actualidad”: los vínculos no tradicionales, el reverdecer feminista, la deconstrucción masculina, las nuevas familias. El famoso "cambio de paradigma”, como dice sin mucha sutileza la protagonista, Paula (Julieta Díaz). Ella es una periodista que logra salvar del cierre a la revista femenina en la que trabaja gracias a una columna de “antimaternidad” donde se burla de los flagelos de tener hijos. Lo que escribe es consecuente con su elección vital: no ser madre ni tener pareja estable. Una decisión que tambaleará cuando al departamento de al lado se mude Rafael (Pablo Echarri), padre soltero de una adorable niña de preescolar. Al estilo de Según Roxi y con un lenguaje visual cercano al de una tira televisiva -además de haber dirigido Elsa & Fredy Corazón de León, entre otras películas, Marcos Carnevale es director de contenidos de Pol-ka-, la idea es que madres (y tal vez padres) se rían del aspecto tortuoso de la crianza. Con todas sus inesperadas obligaciones (organización de cumpleaños, participación en eventos escolares, intervención en grupos de mamis de Whatsapp, etcétera) y sus efectos colaterales (falta de sueño, de intimidad, de tiempo). Por momentos, esta búsqueda de empatía (al estilo del standapero que pregunta “¿No les pasa que…?”) es desesperada y la enumeración -tácita o explícita- de situaciones típicas se torna agobiante. Y, de a ratos, poco eficaz, en tanto y en cuanto se establece una distancia mediante escenas que se ven muy importadas de yanquilandia -el ascensor de la oficina, el acto en la escuela- o parecen suceder en un mundo socioeconómico ideal, cuasi publicitario, de departamentos recién estrenados y autos cero kilómetro. La película gana en gracia cuando el costumbrismo se siente cercano y genuino, algo que viene de la mano de los personajes secundarios más reos, a cargo de Daniela Pal y Christian Sancho. El oficio de Díaz y Echarri hacen el resto.
Heredero de una de las dinastías más influyentes del folclore argentino, Camilo Carabajal intenta unir tradición y vanguardia. Lo hace desde sus grupos musicales, Tremor o Metabombo, pero también con proyectos como el ecobombo. Su propósito es fabricar bombos a partir del reciclaje de bidones de agua, de manera de evitar la tala de ceibos, el árbol cuya madera es la más frecuentemente usada para la fabricación del instrumento. El proceso de desarrollo del ecobombo -pergeñado por Carabajal junto con su mujer, Ingrid Schönenberg- es la excusa que Andrea Krujoski encontró para mostrar el diálogo entre las viejas y las nuevas generaciones de músicos, así como la cocina de la manufactura del instrumento característico de Santiago del Estero. Con la excusa de presentar en sociedad a este extraño bombo legüero -que combina plástico, madera y cuero-, Carabajal se va entrevistando con grandes personajes vinculados al instrumento -videographs indicando de quiénes se trataba habrían sido útiles- de una u otra manera, como Egle Martin, Vitillo Ábalos (“Te van a criticar: vos sonreíte. Yo, al revés, te felicito”, le dice el sobreviviente de los Hermanos Ábalos) o su propio padre, Cuti Carabajal. También dialoga con los artesanos santiagueños que se dedican a la elaboración del bombo legüero, que explican paso a paso cómo los hacen o destacan la revalorización del instrumento a partir de su incorporación a otros géneros, como el rock y al jazz. De ahí el título -el bombo nació como medio de comunicación capaz de ser oído a una legua de distancia- de un documental que encuentra en estos tramos sus momentos más cautivantes. En cambio, pierde un poco el rumbo cuando se aparta del pretexto aglutinante del ecobombo y se adentra en aspectos de la vida de Carabajal que son curiosos pero no terminan de cuajar con el resto de la narración. Como su trabajo con Tremor, su incursión en la biotecnología (y la increíble inserción de un tema del grupo en el adn de una bacteria) o el repaso de parte de su historia familiar que, cargada de sobreentendidos, no queda clara.
En su opera prima, Ignacio Rogers (actor en películas como Como un avión estrellado o Excursiones, de Ezequiel Acuña) parte de la premisa favorita del cine slasher: cuatro amigos se van de vacaciones y se alojan en una cabaña en el medio del monte, donde son acosados por un personaje siniestro de quien no se sabe casi nada, salvo que tiene intenciones asesinas. Pero no estamos ante una Martes 13 argentina. Es decir: no contemplaremos la tradicional secuencia de cómo estos jóvenes van encontrando, uno a uno, una muerte horrible. La historia tiene (intenta tener) más misterio que sangre, más suspenso que terror. Y cuenta con algunos ingredientes vernáculos: con el paisaje tucumano como bella escenografía natural, la localidad donde caen estos veinteañeros/treintañeros está bajo el influjo de una leyenda forjada en la época de la conquista de América y en el enfrentamiento entre aborígenes y españoles. Pero ahí se terminan las diferencias de El diablo blanco con tantas producciones yanquis -de mayor o menor presupuesto, más o menos cercanas a la clase B- vistas infinidad de veces. No alcanza con que los personajes interpretados por Violeta Urtizberea, Ezequiel Díaz, Julián Tello y Martina Juncadella nos resulten más cercanos y empáticos, por lenguaje verbal y corporal, que algún universitario de Wisconsin. Tampoco basta con que tomen las mismas decisiones que -al contrario de lo que suele pasar en las películas de terror- tomaría el espectador en su situación. Ni que se abstenga de caer en el gore. Porque, al fin y al cabo, no se crea una atmósfera de tensión, ni de miedo: el villano no asusta, tampoco los pobladores pretendidamente amenazantes, y también fallan las escenas clave, con ataques y persecuciones carentes de adrenalina. Por eso, películas como esta vuelven a plantear la duda de hasta qué punto es fructífero homenajear a un género si el resultado termina siendo convencional, apenas una copia borroneada de originales que, en su mayoría, tampoco tienen mucho valor más que el sentimental.
La sinopsis de Astrogauchos es prometedora, porque escapa a lo que suele ofrecer el cine argentino: es una comedia ambientada en los años ’60, sobre un científico que se propone convertir a la Argentina en una potencia aeroespacial y tiene como primer objetivo llegar a la Luna antes que estadounidenses y soviéticos. No se puede decir que Matías Szulanski (Pendeja, payasa y gorda, En peligro) no tome riesgos. Lo mejor es la ambientación. La dirección de arte se las rebuscó para exprimir el acotado presupuesto de modo de cumplir con el objetivo que Szulanski expresa en la gacetilla: mostrar “una Argentina pop y colorida, cercana a la Nouvelle Vague y a los Swinging Sixties de Londres”. Entonces, si hay algo para elogiar son las locaciones, la escenografía, el vestuario, los peinados y el maquillaje, rubros que le dan a la película un aspecto vibrante, juguetón, moderno. También es un acierto la elección de la banda de sonido -The Mamas & the Papas, Herbie Hancock, Vinicius de Moraes- para completar un panorama con perfume al Instituto Di Tella. La mesa de época está servida con mantel, cubertería y vajilla de buena calidad, pero lo que falla es lo más importante: la comida. La historia de Emilio Castillo, este porteño que asegura que los rusos le robaron la idea del satélite Sputnik, nunca termina de arrancar. Algo parecido a lo que le ocurre al personaje, que se encuentra atrapado en una típica telaraña burocrática argentina. Szulanski citó entre sus referencias a Barton Fink, y sembró su guión de personajes en la frecuencia absurda de los hermanos Coen. Pero además de que las situaciones no logran tener ni un poco de esa gracia, el prolífico director -éste es su quinto largometraje en tres años- no dio con el tono de las actuaciones. Son interpretaciones no naturalistas, que en su mayoría apuestan a la inexpresividad para generar un humor seco, sin subrayados. Pero el efecto, a lo sumo, es algo de irritación e incomodidad, porque lo cierto es que en Astrogauchos hay poco de qué reírse.