Un hombre en apuros parece querer explotar el filón abierto por Amigos intocables: ésta también es una historia basada en el caso real de un rico que sufrió un inconveniente físico grave y cambió su perspectiva de la vida a partir de su relación con un paramédico. Pero, a diferencia de sus compatriotas Olivier Nakache y Éric Toledano, Hervé Mimran se queda a mitad de camino: la suya no es una comedia ni un drama emotivo. Su tibieza es tal que hasta los golpes bajos son apenas amagues. Alain Wapler es un tipo desagradable, brusco, maleducado; un workaholic sin tiempo para los afectos, un poderoso que hace sentir el rigor de su status a los demás. Hasta que un ACV lo baja del pedestal: al salir del hospital no es capaz de decir una frase coherente. Confunde las palabras, mezcla sus significados o las dice al vesre. Una joven fonoaudióloga lo ayudará a mejorar, mientras que su nueva vulnerabilidad le hará ver el mundo con otros ojos y lo volverá amable y cariñoso. Se supone que la mayor parte del humor de la película pasa por las constantes equivocaciones lingüísticas del protagonista. Pero para reírse -si es que hay alguna gracia en este recurso repetido hasta el hartazgo- hay que entender francés, porque en el subtitulado se pierden los juegos de palabras. A la vez, a los vínculos afectivos de este hombre -con su hija, con la fonoaudióloga- no tienen la suficiente profundidad como para conmover. La trama se apoya en conflictos nimios para ir avanzando, pero sin consistencia ni empatía alguna. Mimran se ve obligado a recurrir a constantes clips musicales -todo empieza con la versión original de Me olvidé de vivir, para que el mensaje vaya quedando claro de entrada- para generar algún clima emotivo. Entre canción y canción, lo único que consigue es que Un hombre en apurossea tan balbuceante como su protagonista.
El llanto no tiene grandes pretensiones ni otorga concesiones al espectador. En la primera secuencia vemos a un hombre joven con el bolso al hombro andando por un camino rural; a continuación, una mujer desolada, recién amanecida en una cama semivacía. La historia ínfima que nos contarán es la de esa separación: no sus causas, sino su transcurrir desde el punto de vista de la mujer que, mientras transita un embarazo, aguarda noticias de su pareja. La economía narrativa es el sello de esta película de espera. No hay casi diálogos y la mayor parte de las escenas son largas tomas con cámara fija. Un largo viaje en una camioneta que transporta a tres mujeres que no se dirigen la palabra; una mujer lavando la ropa; un hombre mirando una pelea de boxeo por televisión. Hernán Fernández no teme aburrirnos; es más, se diría que se lo propone. Cuenta a través de las sensaciones que provoca: tedio, monotonía, apatía. Así transmite los interminables días que vive la protagonista mientras espera la llegada de su bebé tanto como novedades de ese hombre que se fue a otra parte a buscar un futuro mejor para los tres. Sola en su precario rancho en el medio de la nada -la película fue filmada en Primer Ingenio Correntino, un pueblo a veinte kilómetros de la capital provincial- habita un mundo quedado en el tiempo, abandonado por el progreso, carente de electricidad, agua corriente, telefonía. Para comunicarse con su pareja debe esperar su llamado en el teléfono público del almacén. O tenerle paciencia al correo tradicional. La religión es su único refugio. Los no-actores que integran el elenco no deben hacer grandes esfuerzos por parecer naturales: en esta ficción de observación, donde cada detalle dice más que los personajes, la frontera con el documental está borroneada y el drama casi no tiene disfraces.
El de Alejandro del Prado es, tal vez, uno de los casos más misteriosos de la música argentina. Entre el final de la dictadura y los albores democráticos editó dos discos, Dejo constancia (1982) y Los locos de Buenos Aires (1984), que lo pusieron entre las figuras sobresalientes de la efervescente década del ’80. Pero después Del Prado se fue desvaneciendo. Este documental viene a rescatarlo del olvido y a hacer justicia con uno de los grandes cantautores nacionales. Para contar su vida, Mariano del Mazo, periodista especializado en música popular y fanático de Del Prado, unió su conocimiento del sujeto a la experiencia cinematográfica del realizador Marcelo Schapces. La película está estructurada en torno a los testimonios de gente vinculada a Del Prado: su hermano, Horacio, y su hija, Malena, abordan la parte afectiva y familiar; el poeta Jorge Boccanera cuenta el período mexicano; los músicos Rodolfo García y Dani Ferrón, compañeros de un trío trunco, y el productor Diego Zapico, algunos de sus años fuera del escrutinio público. Imágenes de archivo, como alguna aparición en Badía y compañía, sirven para ilustrar los relatos. Y está también la palabra del propio Del Prado, que a los 64 años sigue componiendo y asegura tener unas 300 canciones inéditas (su tercer y hasta ahora último disco solista, Yo vengo de otro siglo, data de 2008). La suya es una historia melancólica, secreta, marcada por las tempranas muertes de su padre, el gran dibujante Calé, y su mujer y compañera de ruta artística, Susana. La historia de un hombre que pudo subirse al tren del éxito y decidió tomar un camino diferente. El carácter del documental es análogo a la música de Del Prado: desprolijo, sinuoso, vital, emotivo. Y seguramente tocará una fibra sensible en quienes vivieron aquellos años de la primavera democrática, cuando todo parecía posible y Los locos de Buenos Aires y Aquella murguita de Villa Real eran parte de la banda de sonido de la esperanza.
En diciembre se cumple una década del lanzamiento del videojuego finlandés para iPhones Angry Birds, que en 2012 alcanzó un pico 200 millones de usuarios, el año pasado aún figuraba en el séptimo puesto entre las diez aplicaciones de juegos más descargadas en la historia de Apple y todavía mantiene el récord de permanencia -275 días- como la app paga más descargada de Apple. Semejante éxito dio lugar a todo tipo de productos derivados: merchandising, juegos de mesa, dibujitos animados, versiones especiales y una secuela del videojuego y, por supuesto, una película. Que se estrenó en 2016 y en general fue maltratada por la crítica, pero repitió el éxito del jueguito -recaudó 352 millones de dólares y había costado 73 millones- y entonces ahora tiene su segunda parte. Todo empieza en el mismo lugar donde transcurría la primera. Los pájaros que no pueden volar están felices en su isla, con Red como su gran héroe por haber encabezado la resistencia a los cerdos verdes. Pero Leonard y sus secuaces siguen haciendo de las suyas no muy lejos de ahí, en su propia isla. La guerra continúa, hasta que el bando porcino pide una tregua: desde una tercera isla, alguien amenaza con bombas de hielo tanto a la Isla de los Pájaros como a la Isla de los Cerdos. Así que chanchos y plumíferos deberán aliarse para vencer al enemigo en común. Este argumento simplón va acompañado por una subtrama aún más básica: tres de los pájaros bebé pierden a los futuros hermanitos de uno de ellos (tres huevos) y se pasan toda la película tratando de recuperarlos. Los chistes de esta aventura destinada a niños sub-10 también son, en su mayoría, muy pavos. Pero eso no quita que muchos gags sean eficaces y que la película -que también incluye el mensaje feminista, al parecer obligatorio para la época- cumpla con su misión de entretener. Una nota al pie es que la única versión que llega a los cines argentinos es la doblada (Darío Barassi hace la voz de Garry, el cerdito experto en tecnología). Algo tal vez lógico -hay que tener en cuenta que apunta a un público aún no escolarizado-, pero insoportable: se trata de un doblaje plagado de mexicanismos, algunos de ellos incomprensibles.
Cara Sucia, con la magia de la naturaleza es una película ambiciosa e infrecuente para el cine nacional: filmada en Misiones, en coproducción con España y Suiza, combina animación con actores y escenarios naturales para contar la lucha de los niños de un pueblo selvático contra una empresa que viene a deforestar la zona. Rodada en 2011, los efectos visuales de posproducción hicieron que su estreno se demorara hasta ahora. De un lado está la heroína, Mariel, conocida por todos como Cara Sucia, que pasa sus días con su hermanito jugando con la flora y la fauna de la selva misionera. Hasta que un día llega la bruja Melany (Laura Novoa), dueña de poderes mágicos y económicos: capaz de hipnotizar a los adultos con su mirada, es además la dueña de una compañía que se propone vender al extranjero la madera del lugar. Esta fábula ecologista dedicada a los chicos habla, con trazos gruesos, del poder corruptor del dinero: la bruja seduce a los adultos con regalos costosos y sólo los más pequeños, aún puros, son quienes se dan cuenta de sus verdaderas intenciones. La jungla se defiende dándoles a Cara Sucia y sus amigos la capacidad de transformarse en criaturas con superpoderes para combatir a la invasora. El exuberante paisaje misionero es la escenografía ideal para una película de aventuras. Pero si bien las tomas de las cataratas del Iguazú, la tierra colorada y la tupida vegetación cumplen con creces los propósitos de promocionar turísticamente la provincia, no son suficientes para que la ficción funcione. Es destacable el esfuerzo del misionero Gastón Gularte por disimular las carencias tecnológicas y presupuestarias: las animaciones y su combinación con actores están, dentro de todo, bastante logradas. Pero no hay nada que compense la falta ritmo y las flojas actuaciones, por lo que Cara Sucia, con la magia de la naturaleza no cumple con su función primaria: entretener.
Con un grupo de fieles seguidores atentos a sus estrenos pero siempre lejos de las luces del centro, José Celestino Campusano es, en silencio, uno de los cineastas argentinos más prolíficos. Su“cine bruto”, protagonizado por actores desconocidos o no actores, suele mostrar a personajes marginales en historias crudas, jamás suavizadas para favorecer la digestión del espectador. Una constante que se repite en Hombres de piel dura, donde el despertar sexual de un adolescente se entrelaza con los devaneos morales de un cura pedófilo. Lejos del Gran Buenos Aires donde transcurre la mayoría de sus películas, aquí todo sucede en el campo. Al verse rechazado por el cura católico que lo inició, el hijo de un patrón de estancia (interpretado por Wall Javier, popular en redes sociales y la escena del trap como la drag queen La Queen) se lanza a la exploración de su sexualidad con diversos hombres de la zona. Mientras tanto, el cura lucha contra sus deseos venéreos. La doble moral está a la orden del día. Tanto el padre del protagonista como sus peones y la mayoría de la comunidad rechazan la homosexualidad, pero hombres con mujer e hijos la practican a escondidas. Por su parte, las autoridades eclesiásticas no castigan sino que encubren la pedofilia (en beneficio de la película, el propio Campusano humaniza al cura y también se cuida de condenarlo). El estilo naturalista de la narración -aun en las escenas de sexo, que hacen caso omiso de los tabúes- tropieza con un obstáculo insalvable: las actuaciones. La poca experiencia de la mayor parte del elenco queda evidenciada en parlamentos dichos de memoria, de manera casi escolar, sin ningún tipo de entonación. Así, este drama rural pierde peso y credibilidad, y termina siendo una maqueta de lo que podría haber sido.
En las entrevistas de promoción de Mejor que nunca, Diane Keaton pidió que la industria cinematográfica deje de ignorar a las mujeres mayores de 60. Un reclamo justo por una situación que a ella la afecta personalmente: esa falta de oportunidades para las actrices de tercera edad tiene que ser una de las explicaciones de su participación en una película como ésta. Annie Hall también necesita pagar las expensas. Keaton lleva sus 73 años con una vitalidad envidiable y ese elegante aspecto de hippie de los ’60 devenida intelectual con onda. Sigue siendo tan juvenil, fresca y simpática como en las épocas de su sociedad artística con Woody Allen. Pero ahora ya no la dirige el genio neoyorquino sino Zara Hayes, que viene del documentalismo y debuta en el terreno de la ficción. Y entonces Keaton entrega una actuación tribunera, con mohínes constantes para los espectadores. Así y todo, Jacki Weaver y ella son lo más rescatable de esta comedia que se propone reivindicar a los viejos y no hace más que ser condescendiente con ellos. La historia se inscribe dentro del subgénero que tiene a The Full Monty como pináculo: personajes perdedores que se proponen competir en un deporte o montar un espectáculo para el que son inadecuados. Aquí hay una mezcla de ambos objetivos, porque las residentes de este condominio para mayores de 55 años quieren armar un equipo de porristas. Mejor que nunca no se aparta de la receta habitual para estos casos: las entrevistas de selección a las candidatas (cliché del que tan bien se burló Deadpool 2), el videoclip musical con los progresos que van haciendo, el par de contratiempos que consiguen superar. A todo esto se le añade unas dosis de eso que Hollywood entiende por feminismo, como para no apartarse de la corrección política imperante, y un trasfondo dramático rayano en el golpe bajo. Entre una infinidad de gags infantiles se cuela el contradictorio mensaje de que no se debe tratar a los ancianos como niños (aparentemente al público sí se lo puede subestimar). Apenas un par de chistes de humor negro elevan un poco el umbral de ingenio, pero no alcanzan para que pasar una hora y media en este geriátrico de lujo valga la pena.
A medida que se acerca el día de su casamiento, Magdalena va entrando en un estado de conciencia que la lleva a percibir la cotidianidad de su pueblo de otra manera. Vive un proceso de extrañamiento que convierte a lo habitual en raro, incomprensible, ominoso. Siniestro. Con una sensorialidad deudora del cine de Lucrecia Martel, la opera prima del cordobés Luis María Mercado está construida a partir de este cambio en la percepción de la protagonista. La mayor parte de las escenas presenta varias capas visuales y sonoras: mientras algo sucede en la superficie, detrás también están ocurriendo cosas, tal vez más significativas. Una mirada, un gesto, un murmullo, una conversación: como si a Magda (buen trabajo de Rita Pauls) se le hubiera caído la venda que le bloqueaba los sentidos, todo puede tener un significado distinto al acostumbrado. A través del desconcierto de la protagonista, vemos una sutil descripción del clásico pueblo chico/infierno grande donde todos conocen la vida de todos y el chimento está a la orden del día. Sin necesidad de trazo grueso,Vigilia en agosto pinta el mundillo de una localidad cualquiera de la pampa gringa. La cámara desnuda el orden jerárquico social dominante, que no es patrimonio exclusivo del interior, pero en esos rincones provincianos queda más expuesto. Los dueños de la tierra están por encima de quienes la trabajan y los hombres por encima de las mujeres, con roles definidos a la vieja usanza patriarcal. En esa comarca sojera donde el rugido de las 4x4 convive con el silbido del afilador, el catolicismo y la curandería trabajan a la par para tender su manto de hipocresía y pacatería. Pero la proximidad de su boda hace que algo en Madga se quiebre y su sexualidad reprimida emerja a la superficie. Lo que todos a su alrededor creen embrujo o enfermedad no es más que un nuevo capítulo de la eterna lucha entre el deseo y las convenciones sociales.
A partir de la decisión de su hijo mayor de tomar el bar mitzvá, Poli Martínez Kaplun se replanteó su vínculo con el judaísmo. La pregunta era por qué el chico había decidido atravesar ese ritual de iniciación si había recibido una educación laica y ninguno de sus padres se identifica como judío. La respuesta es La casa de Wannsee, una investigación de la directora sobre sus raíces familiares. Con cierto suspenso, el documental va rastreando lo ocurrido con esa identidad judía que parecía borrada y reapareció inesperadamente. Si una buena pintura de la aldea propia puede ser un retrato del mundo, las historias familiares tienen el potencial de reflejar una época. Es lo que ocurre con esta saga, un ejemplo de la disgregación -tanto geográfica como cultural- causada por el racismo. En base a entrevistas a su madre y sus tías, Martínez Kaplun desanda las sucesivas migraciones de su familia, que en 1936 se vio obligada a abandonar Alemania por el nazismo y, luego de sucesivas estancias en Egipto y Suiza, terminó ingresando a la Argentina en 1949. Pero al entrar al país, sus abuelos declararon que ellos y sus hijas eran protestantes. La causa: la Circular 11, emitida en 1938 por el canciller Cantilo durante la presidencia de Ortiz, que en la práctica impedía el ingreso de judíos al país. Parte del entramado es el litigio por la propiedad que le da nombre al documental y es la casa que la familia abandonó al huir de Alemania y fue usurpada por un nazi. Que está a unas cuadras del lugar donde se produjo la Conferencia de Wannsee que, en 1942, garantizó la implementación de la “solución final” para los judíos europeos. Con el apoyo de un extraordinario material fotográfico y fílmico de archivo familiar –el registro audiovisual parece la religión más genuina de este clan-, la película no sólo muestra la peregrinación de los Kaplun, sino también las consecuencias que tuvo en las relaciones personales y el proceso selectivo que hace la memoria. Cada miembro tiene una versión diferente de los hechos, como piezas de un rompecabezas que no terminan de encastrar.
Esa película que llevo conmigo tiene puntos en común con otro estreno de esta semana, La casa de Wannsee. Se trata también de la indagación de la directora (Lucía Ruiz) en su pasado familiar, pero en este caso es la indagación sobre las vivencias del abuelo, que de niño debió huir de la España franquista rumbo a Francia, junto a su hermana pero separado de sus padres. El documental está narrado por la voz de la propia Ruiz como una carta de amor a ese abuelo que murió sin haberle contado todas sus vivencias. De todos modos, una vieja entrevista a él, así como charlas con el padre, la abuela y una tía abuela de la directora, forman parte de la columna vertebral de la película. Que por momentos pierde de vista al espectador y hace una tan pormenorizada como abrumadora reconstrucción del árbol genealógico: sin dudas un valioso trabajo para los Ruiz, pero sin mayor interés para quien no forme parte de la familia. Lo más atractivo llega cuando la endogamia queda atrás y se abordan sucesos históricos, como los ocurridos apenas triunfó el franquismo, y las vivencias de algunos “niños de la guerra”, como se conoció a los hijos de republicanos exiliados. O los testimonios sobre la vida de los inmigrantes apenas llegaban a Buenos Aires en los años '40.