Uruguayos en pie de lucha Con valioso material de archivo, este documental argentino de Nicolás Méndez Casariego es una clase de historia uruguaya reciente. Las ficciones y documentales sobre las atrocidades cometidas durante la última dictadura militar en la Argentina abundan, casi hasta alcanzar un punto de saturación. Pero, aunque cueste creerlo, muy poco es lo que se ha visto sobre lo sucedido en el Uruguay. La noche de 12 años vino a saldar esa deuda desde la ficción basada en hechos reales, y ahora Kollontai, apuntes de resistencia lo hace desde el punto de vista documental. Nicolás Méndez Casariego se propuso contar la formación del Partido por la Victoria del Pueblo (PVP) y el lanzamiento de la Campaña Alejandra por parte de exiliados uruguayos en Buenos Aires que tenían el propósito de combatir la dictadura cívico-militar de Juan María Bordaberry. Pero para darle un contexto histórico a congreso clandestino que tuvo lugar en Valentín Alsina en 1975, la película arranca a fines de los ’60, cuando toma el poder Jorge Pacheco Areco y el Uruguay empieza a dejar de ser un modelo de democracia a imitar. NEWSLETTERS CLARÍN En primera fila del rock | Te acercamos historias de artistas y canciones que tenés que conocer. En primera fila del rock | Te acercamos historias de artistas y canciones que tenés que conocer. TODOS LOS JUEVES. Recibir newsletter Con valioso material de archivo -que incluye noticieros extranjeros de la época-, el lúcido testimonio de numerosos militantes sobrevivientes a la dictadura, grabaciones inéditas de dirigentes desaparecidos, como Gerardo Gatti, y algunas dramatizaciones, el documental resulta una clase de historia uruguaya reciente. A pesar de la proliferación de siglas (FER, FAU, ROE, OPR-33) que pueden marear a quien no esté familiarizado con el tema, la película logra mantener la claridad. Está montada de tal manera de no perder nunca el dinamismo, y no sólo muestra la lucha del pueblo uruguayo contra la dictadura, sino que establece relaciones con lo que sucedía en aquella convulsionada época en otros países del cono sur, como la Argentina y Chile. Es así que avanza hacia el entramado político-económico del Plan Cóndor, que llevó a que cientos de militantes uruguayos desaparecieran en el centro clandestino porteño Automotores Orletti. De este modo, Kollontai, apuntes de resistencia (por la dirigente comunista rusa Aleksandra Kollontai, que dio nombre a la Campaña Alejandra) resulta didáctica sin ser simplista.
Carta de amor al cine italiano En esta comedia de Paolo Virzì, tres jóvenes aspirantes a guionistas se sumergen en la industria cinematográfica italiana, con el Mundial de Italia '90 de fondo. Los primeros instantes de Notti magiche van directo al corazón: el relato, en italiano, del penal que Goycochea le ataja a Donadoni, seguido -ya con imágenes- por el que Maradona convierte y el segundo que ataja Goyco para que la Argentina elimine a los italianos y se clasifique a la final de Italia ’90. Después suena Un'estate italiana, la mejor canción de la historia de los mundiales: difícil conseguir un comienzo más emotivo para los argentinos. Del estribillo de ese gran himno fue tomado el título de la película, que alude menos al fútbol que a las aventuras de los tres protagonistas durante ese verano en Roma, con la Copa del Mundo apenas como telón de fondo. Antonino, Irene y Luciano son tres los finalistas del tradicional Premio Solinas, destinado a guionistas: los jóvenes -uno del norte, otro del sur y ella, romana- se conocen en la ceremonia de entrega y se hacen inseparables durante un mes. Juntos, ellos se ven inmersos en el mundillo del cine italiano de aquellos años. Notti magiche es una carta de amor de Paolo Virzì a una época de la industria en la que todavía reinaba la bohemia, las tertulias en bodegones y una informalidad que hacía sentir que todo era posible. Al menos, según el recuerdo del director de La prima cosa bella y El capital humano, que empezó su carrera como guionista en 1989. NEWSLETTERS CLARÍN En primera fila del rock | Te acercamos historias de artistas y canciones que tenés que conocer. En primera fila del rock | Te acercamos historias de artistas y canciones que tenés que conocer. TODOS LOS JUEVES. Recibir newsletter Esas noches mágicas tienen un ritmo vertiginoso y, por momentos, confuso a propósito. Los tres aspirantes a ser parte de los engranajes de la maquinaria cinematográfica viven sus aventuras como sumergidos en una ensoñación donde se multiplican las reuniones -cenas, fiestas, asados- con personalidades legendarias de Cinecittà. Abundan las menciones a leyendas del cine italiano y los personajes inspirados en ellas. En ese infinito name-dropping hay alusiones -abiertas o veladas- a Ettore Scola, Federico Fellini, Mario Monicelli, Dino Risi, Lina Wertmüller y siguen las firmas. Hay dos próceres que incluso forman parte del elenco: Giancarlo Giannini se destaca como un productor chanta, y Ornella Mutti participa con un cameo. Dentro de una historia con altibajos, con algunos pasos de comedia fallidos, Virzì logra recrear el espíritu de un universo extinto. Hay algunas escenas encantadoras, como la de una oficina con decenas de ghost writers tipeando desenfrenadamente en sus Olivetti, como una orquesta tocando la música de un pasado que no volverá.
Si en sus tres novelas -¿Vos me querés a mí?, Agosto y Acá todavía- Romina Paula entremezclaba la ficción y la literatura del yo, en su debut como cineasta ahonda el procedimiento. De nuevo otra vez utiliza elementos de ficción, pero es cine del yo en tanto y en cuanto Paula es la protagonista y dos de los coprotagonistas son su madre y su hijo, los tres haciendo de sí mismos, y lo que se analiza, en primera persona, son experiencias autobiográficas: la maternidad y la crisis de los 40. La situación planteada es el regreso de una mujer, con su hijo de tres años, a la casa de su madre. Ella, que vive con el padre del niño en las sierras de Córdoba, duda entre tomarse esta estadía en Buenos Aires como unas vacaciones o como el primer paso de una separación definitiva y el principio de una nueva vida. Es un momento de zozobra: desde que fue madre, su imagen de sí misma se fue desdibujando hasta entrar en crisis. A partir de ese resquebrajamiento, todos sus deseos tambalean. Las situaciones que atraviesa Romina (los personajes tienen el nombre de sus intérpretes) muestran su búsqueda por reencontrarse con quien alguna vez fue y ya no volverá a ser: alguien casi sin obligaciones y con pocas preocupaciones más que pasarla bien con sus amigos. Pero el tanto el nacimiento de Ramón como el paso del tiempo (la adultez) cambiaron todo para siempre. Esas escenas costumbristas alternan pasajes de intrascendencia con algunos diálogos ricos. O monólogos, como ese mensaje de audio en el que Romina describe crudamente la desesperación que le produce la existencia de un ser que depende de ella: la idealización de la maternidad se hace añicos en un minuto. Entre las escenas hay intercalados monólogos de los personajes, y también se proyectan diapositivas de la familia de Paula mientras la voz en off de la directora repasa la historia de sus raíces. Estos textos -sobre la maternidad, el miedo y el deseo, la crisis de los 40- son los que contienen la carga ensayística de la película. Y que en definitiva la emparentan mucho más con la literatura que con el cine, como si De nuevo otra vez se tratara de la cuarta novela de Romina Paula, pero en un soporte audiovisual.
Laura (Florencia Torrente) creyó durante toda su vida que su padre las había abandonado a ella y a su madre, hasta que un día se entera de que en el País Vasco se encontraron los restos del hombre. Su desaparición no se había debido a la huida con otra mujer, sino a que había sido asesinado de un tiro en la cabeza. Este es el punto de partida de Cuando dejes de quererme, que utiliza la estructura clásica de un policial para contar el drama de una mujer que busca saber la verdad sobre su propia historia familiar. Esa búsqueda la lleva de Buenos Aires a España, la tierra de sus padres. Ahí emprende una investigación que a medida que avanza va teniendo nuevas pistas y sospechosos, con permanentes giros que pretenden -y no siempre lo logran- sorprender al espectador. No se puede decir que la opera prima del vasco Igor Legarreta tenga entre sus virtudes el riesgo o la innovación. Al contrario, el director eligió caminar sobre el transitado sendero del whodunit, donde la intriga es quién fue el asesino. La diferencia con la aventura detectivesca tradicional es que aquí el crimen sucedió 35 años antes del 2002, año en que sucede la acción. Por ese motivo, hay permanentes flashbacks hacia ese hipotético pasado, construido a medida que el trío de investigadores hace sus conjeturas. Para agregar un poco de confusión, en realidad todo transcurre en un pasado cercano: en el presente, Laura está recordando esa pesquisa luego de la muerte de su padrastro (Eduardo Blanco). La dupla que forman Torrente y Blanco son el hallazgo de la película. La hija de Araceli González sorprende con su naturalidad; él, rara mezcla de Darín y Capusotto, es el encargado de dar el alivio cómico a lo que de otro modo se habría convertido en un canto a la solemnidad (porque también entra en juego, de refilón, la ETA y la dictadura de Franco). Hay química entre los dos, y sobre esa columna vertebral se sostiene Cuando dejes de quererme.
Se supone que Dark Phoenix, duodécima película del universo mutante (contando las tres de Wolverine en solitario y las dos de Deadpool), es la cuarta y última de las precuelas protagonizadas por la “primera generación” de X-Men. Sabia decisión, pero tardía: bien podrían habernos ahorrado esta entrega, la más floja de las siete X-Men. Es el debut en la dirección de Simon Kinberg, que ya había participado como guionista y/o productor en siete aventuras previas de mutantes. La primera había sido X-Men: La batalla final (2006), en la que Wolverine mataba a Jean Grey/Dark Phoenix. Como se supone que los sucesos de X-Men: Días del futuro pasado (2014) alteraron la línea temporal y borraron lo ocurrido en esa batalla final, a Kinberg se le ocurrió volver a contar la historia del lado oscuro de Jean Grey. Una idea que calza justo en el contexto del #MeToo y la ola feminista. Jean Grey (Sophie Turner, Sansa en Game of Thrones) es una mujer empoderada, a quien “hombres pequeños” la hicieron sentir débil. El mal está a cargo de una villana (Jessica Chastain), también súper poderosa, que hace destrozos sin abandonar sus tacos altos. “Acá las mujeres siempre salvan a los hombres. Tal vez podrías cambiar el nombre a X-Women”, le dice Raven al profesor Xavier al principio, como para que el aggiornamiento a los tiempos que corren quede claro. Y, a fin de cuentas, el casillero de la corrección política es el único que termina cubierto. Todo lo demás falta, empezando por el entretenimiento. La historia tiene un tono solemne, con diálogos acartonados, por momentos telenovelescos. Las escenas de acción son previsibles y agregan tedio en el intento de que cada mutante luzca su propio poder. Y, en tren de no respetar la línea de tiempo, hay una decisión más que discutible sobre la suerte de uno de los personajes clave. Casi todo en esta X-Men parece una mueca de tiempos mejores. Hasta las mímicas de Magneto, Jean Grey y Xavier moviendo objetos se ven un poco ridículas, como parodias de sí mismas. Es lo que pasa cuando se le intenta seguir sacando jugo a una fruta que ya fue exprimida.
El regreso al pueblo natal es un punto de partida frecuente de innumerables historias, pero en El árbol de peras silvestre el turco Nuri Bilge Ceylan lo explora con notable maestría: a lo largo de tres horas, logra mostrarnos sin estridencias el cambio en la percepción que el protagonista tiene tanto de sí mismo como de su familia y del mundo que lo rodea. Sinan terminó la universidad y vuelve al hogar familiar en Can, una localidad ubicada en Turquía occidental. Va a rendir el examen para conseguir un puesto de maestro, pero en realidad tiene reservadas expectativas más altas para su futuro. Confía en conseguir financistas para la publicación de su primera novela y en que el libro le deparará un destino superior al de su padre, que dedicó toda su vida a la enseñanza primaria. Aunque no constituye su único tema, este contrapunto entre el joven y su progenitor (gran trabajo de Murat Cemcir) es el núcleo de este viaje de exploración interior. Idris es un ludópata acosado por las deudas, un simpático chanta que siempre intenta que su encanto le permita salirse con la suya. El altanero Sinan lo culpa de la ruina económica y el fracaso del supuesto porvenir venturoso al que podría haber aspirado la familia. En torno a este conflicto central, Ceylan va dando pinceladas literarias para pintar una aldea. En su deambular por el pueblo y alrededores, Sinan mantiene encuentros con diversos personajes: una mujer a la que alguna vez deseó, un funcionario municipal, un empresario, dos imanes, un escritor famoso, su propia madre. Estas conversaciones, en apariencia cotidianas, alcanzan un grado de profundidad que las eleva por sobre sus interlocutores hacia temas universales, pero sin caer en solemnidades. Son diálogos que aluden directa o indirectamente a la literatura y sus posibilidades como herramienta de cambio, la religión y su función como factor de opresión o consuelo, el lugar de mujer en la sociedad, el rol que cada familia les asigna a sus integrantes. Y entre tantas palabras, los actos de Sinan y su padre revelan que la naturaleza íntima no es declamable.
Michael Bay, director de la saga Transformers, recibió un neologismo en honor a su estilo: bayhem, un juego de palabras con mayhem (caos). Se define como “el concepto cinemático de explotar cosas por los aires a gran escala, en cámara lenta y (generalmente) en el ocaso”, y también como “una palabra compuesta que describe el inevitable caos incendiario usado por Michael Bay en lugar de personajes y guión”. Godzilla II: El rey de los monstruos es una muestra de que Bay hizo escuela. A grandes rasgos, aquí se alternan dos tipos de escenas. Por un lado, las que transcurren en interiores de bunkers, aviones y submarinos, protagonizadas por científicos y militares intentando explicarnos lo que ocurrió o lo que va a ocurrir. Por otro, las de “exteriores”, con gigantescos monstruos destruyendo a mansalva, masacrando humanos y peleándose entre sí. Gracias a sus diálogos reiterativos, las primeras marcan una tregua en el aturdimiento sonoro y visual que imponen las segundas. Hay una mínima historia que justifica la acción. Cinco años después de los hechos ocurridos en Godzilla (2014), la empresa Monarch está estudiando la presencia de unas dos decenas de “titanes” distribuidos en estado de hibernación por todo el mundo. A contramano de lo que suele ocurrir en la ficción (y la realidad), se trata de una corporación todopoderosa pero de naturaleza noble: protege a las criaturas cuando el gobierno estadounidense quiere aniquilarlas. En ese debate están cuando un terrorista ecológico se las ingenia para empezar a liberar a los monstruos, con la idea de barajar y dar de nuevo: el caos y la matanza producidos por los gigantes restablecería el equilibrio al planeta. Los humanos (entre ellos, Millie Bobby Brown, la estrella de Stranger Things, en su debut cinematográfico) son casi impotentes ante el poderío de los bichos, pero Godzilla está ahí para defenderlos. Así, se reiteran las situaciones en que todo parece a punto de terminar cuando, zas, aparece Godzilla al rescate. También se repiten las tomas de humanos mirando hacia arriba, boquiabiertos de asombro. Es cierto que los monstruos -extraídos de algunos de los 32 filmes de la saga japonesa- son impactantes, y en especial Ghidorah, el dragón de tres cabezas. Pero el recuerdo de los dragones de Game of Thrones está demasiado fresco: la comparación de escenas de acción de la serie con algunas de esta película es inevitable, y no favorece a Godzilla II.
Infierno grande empieza donde terminaba la primera Terminator (1984). Ese inolvidable final con Sarah Connor embarazada, manejando una camioneta destartalada, arrancando rumbo al desierto y pronosticando: “Viene una tormenta”. Aquí la que está a punto de parir es María (Guadalupe Docampo) que, harta de la violencia doméstica de su marido (Alberto Ajaka), toma un rifle, se sube a su vieja chata y parte rumbo a su pueblo natal. Ese es el punto de partida de esta mezcla de road movie y western que aprovecha el paisaje pampeano para tener un marco posapocalítico: pueblos caídos en el olvido por el abandono del ferrocarril, tierras desertificadas, clima seco e inhóspito. Ese es el escenario ideal para los cruces que esta heroína acorde a los tiempos del #Niunamenostiene con personajes espectrales, que parecen salidos de Pedro Páramo. Esos encuentros, cargados de advertencias místicas sobre el destino al que se dirige la mujer, van creando un suspenso creciente, alimentado también por la cacería humana emprendida por el marido violento. Es una lástima el efecto anticlimático que produce la decisión de incluir como narrador a un niño, el hijo que esta maestra de primaria lleva en la panza: si las voces en off son de por sí un recurso polémico, la de un chico potencia las contraindicaciones. De todos modos, la imagen de la embarazada del rifle es de una potencia notable. Aunque sabemos que su bebé nacerá, los enigmas acerca de lo que encontrará a su llegada al bendito -o maldito- Naicó y qué ocurrirá con el machirulo que la persigue son grandes.Pero la resolución desinfla el globo. Suele ocurrir: es más fácil formular ciertas preguntas narrativas que responderlas.
Poco nos contó el cine de la vida en la Unión Soviética más allá de las andanzas de espías y disidentes políticos. Leto nos trae una novedad: en los ’80, detrás de la Cortina de Hierro también había una escena rockera, protagonizada por jóvenes que intentaban emular a las estrellas occidentales. Dos leyendas de la música popular rusa, Victor Tsoi y Mike Naumenko, son el foco de esta película que hizo ruido en Cannes 2018 porque su director, Kirill Serebrennikov, no pudo asistir por estar cumpliendo un arresto domiciliario aparentemente motivado por causas políticas. Con composiciones inspiradas en (o directamente plagiando a) Bob Dylan, Lou Reed o Marc Bolan, entre otras luminarias anglosajonas, Naumenko es considerado uno de los padres fundadores del rock ruso. Aquí se muestra cuando en el pico de su fama, al frente deZoopark, traba amistad con Tsoi, que entonces estaba dando sus primeros pasos en la música, y lo ayuda a convertirse en una figura con peso propio. En un obvio subrayado de la opresión, casi siempre lo que ocurre en los países del antiguo bloque socialista se filma en blanco y negro. En Leto también, pero la típica escala de grises que las películas suelen reservarle al comunismo estalla cuando en la historia irrumpen videoclips: la música libera. Clásicos como Psycho Killerde Talking Heads o The Passenger de Iggy Pop suenan en números musicales que incluyen coloridas animaciones y parecen integrarse a la narración, hasta que un cartel nos anuncia: “Esto no sucedió”. Es un condimento más para una película que transmite, con algo de melancolía, el espíritu de una época de efervescencia e ingenuidad. Las letras de las canciones eran supervisadas por censores y en los conciertos había celadores que impedían levantarse de las butacas. Y nadie olvidaba llamar a sus padres para avisar que pasaría la noche afuera. Pero al ritmo de una música poderosa, esos inconformistas románticos de Leningrado estaban gestando algo.
Llegó metadona francesa para aquellos que están sufriendo síndrome de abstinencia por la falta de su dosis anual de Woody Allen. Si bien Olivier Assayas declaró que su inspiración fue Éric Rohmer (más precisamente El árbol, el alcalde y la mediateca), lo cierto es que Doubles viestambién nos transporta al mundillo de las películas del neoyorquino. Es decir, un ecosistema pequeñoburgués, poblado por personajes instruidos e inteligentes, que habitan hermosos pisos y casas de campo, en el que la palabra tiene una centralidad absoluta: las conversaciones son la acción. Más que conflictos aquí hay situaciones, planteadas en una sucesión de cuadros dialógicos. Se trata de dos parejas: la formada por un editor literario y una actriz (una Juliette Binoche que cada día brilla más), y la de un escritor (el gran comediante Vincent Macaigne, que podría formar parte de la galería de alter ego de Allen) y la asesora de un político. Sus andanzas charladas se producen en almuerzos, cenas, reuniones de amigos o incluso conferencias y, tal como deseó Assayas, están imbuidas del espíritu de Rohmer en cuanto a su encanto y simpatía. Y su aparente liviandad. Porque son diálogos agudos, veloces, que exigen un alto grado de concentración y atención. La mayor parte gira alrededor de cómo las nuevas tecnologías afectan al consumo cultural y a las generaciones nacidas en las décadas del ‘60 o ’70, obligadas a adaptarse a la revolución digital para conservar sus posibilidades laborales. Literatura, mercado editorial, periodismo, cine, televisión, política son los tópicos que tocan estos personajes zumbones, a los que tal vez podría acusarse de ser meros instrumentos diseñados para reproducir, cual cabezas parlantes, las ideas de Assayas. Pero el director consigue darles vida y sentimientos propios. A esto contribuyen los romances cruzados. Y aquí está una de las tesis no verbalizadas de la película: así como la tecnología modificará el universo productivo, son tiempos en que se empiezan a sacudir otros contratos sociales, como la monogamia. En el mundo que propone Assayas, la infidelidad no es una falta grave sino uno de los bastones posibles para sostener la longevidad de una pareja.