Paterson es el nombre del protagonista, un chofer de colectivos que vive con su novia y un perro muy particular, y también del pueblo que habitan en New Jersey, exponente de la América profunda. Su vida transcurre entre la rutina laboral, hogareña y los intersticios que le sirven para anotar poemas en una libreta. Con estos escasos elementos Jarmusch narra una historia cuyo tono homenajea a una tierra de escritores inspirados. Cuando las imágenes muestran la monotonía de la ciudad se ve que no puede haber otra cosa que enfrentarla con literatura y con esas imperdibles conversaciones que los personajes mantienen en un espíritu de camaradería que no da lugar a la clásica mirada de buenos y de malos. Si hay algo que poseen las criaturas de Jarmusch es humanidad, nobleza y sensibilidad. De allí que el ritmo de la película siga una especie de cadencia poética y conserve una sobriedad que no da lugar a exabruptos emocionales. Todo aparece en su justa medida. Paterson trabaja y desea que las horas pasen para poder escribir y estar con su novia, anclada en pequeños sueños de grandeza gastronómicos y musicales. Es un sujeto perceptivo, capaz de asombrarse por las constantes duplicidades que la realidad del lugar le ofrece (nótese la galería de personajes idénticos, una influencia acaso de la fotógrafa Diane Arbus) y de crear sus versos mientras maneja. Al mismo tiempo, cada aporte sonoro de los pasajeros en el colectivo favorecerá su propio universo de interpretación. Por otro lado, la lógica minimalista de la repetición de los días y de los actos siempre agrega casi imperceptiblemente signos que se suman para dar paso a variaciones dentro de una misma melodía narrativa. Pero hay algo más: la visibilidad del mundo del trabajo y la posibilidad de conectarlo con la poesía. Hay allí una relación interesante entre poseer conciencia de una situación social y un amplio margen de inseguridad en torno a la creación. Paterson no quiere dar a conocer sus poemas a pesar de la insistencia de su novia. En un momento, pierde todo lo escrito en la libreta y, lejos de dramatizar el hecho, continúa con su carácter melancólico y sus lacónicas frases. Un encuentro lo motivará a empezar de nuevo. Justamente, empezar de nuevo es el leitmotiv del filme. Cada episodio arranca con la misma escena y reitera el itinerario: el levantarse, iniciar el día, intercambiar algunas palabras con un compañero de trabajo al que siempre le va mal, permanecer en el ómnibus, observar, regresar, pasear al perro y estar con su mujer. En esa rutina las variaciones pasan por la escritura, por esos versos que se van sumando a medida que transcurre el tiempo, y por pequeños hechos que no son significativos en apariencia pero funcionan como leves cambios existenciales. Con parsimonia y mucho cuidado en el manejo de la cámara, la película fluye cómodamente adormecida, al igual que los soñolientos personajes. Y se vive como tal. Por guillermo colantonio @guillermocolant
EL AMOR COMO ADICCIÓN “No hay cura para el amor” cantaba Leonard Cohen (una pérdida irreparable para el mundo de las canciones) y ciertamente podría aplicarse a la protagonista de esta ópera prima israelí, una joven que busca desesperadamente volver con su ex novio mientras vive los días en su departamento y sale a ver qué pasa con otros hombres, entre ellos, un joven intelectual sardónico cuya destreza en el habla no se condice con el plano sexual. Especie de ensayo fílmico, descentrado, con la recurrente problemática de jóvenes que confiesan su desorden emocional, tiene garra como para ser una buena carta de presentación, a pesar de los altibajos. La película, como ocurre con gran parte del cine contemporáneo, parece partida en dos. Joy transita lo cotidiano de manera bipolar y el comienzo lo muestra: una habitación, una laptop y un llamado desesperado; luego del encierro, la música y un paseo luminoso por las calles para encontrar amigos, gente del mismo palo. En esa contraposición topográfica y anímica se desarrolla el primer tramo, sin prejuicios ni moralina. La directora defiende con garra ciertas ideas tales como quitarle trascendencia a hablar de amor o de cualquier tema y ponerlos si se quiere en un nivel de profundidad tan básico como portar un celular o una computadora de mano. Se puede hablar de Hannah Arendt y sexo anal al mismo tiempo sin restricciones ni complejos. Es un signo saludable porque muere con su personaje en ese gesto discursivo. No sabemos nada de ella, más allá de su relación frustrada. En este sentido, el foco se concentra en un presente donde la exploración de las conductas masculinas y femeninas no se caracteriza por una bajada de línea sino por detalles sutilmente trabajados. Hay una línea de diálogo genial al respecto cuando Joy le cuenta a su amigo que posiblemente tenga gonorrea y él le responde “pero no tuvimos sexo”, a lo que ella refuerza “pero puede que yo tenga gonorrea”. Son apenas esas palabras las que marcan el egoísmo del joven. Mientras tanto, la joven padecerá los efectos de la indiferencia y de la ausencia como si se tratara de una adicción: olvido del entorno, pérdida de la independencia, enfrentamiento con situaciones límites y obsesión. Ahora bien, la inteligencia desplegada en la primera parte se desbarranca narrativamente y entonces se advierte un mecanismo repetitivo, que genera un desbalance y que apunta a llegar lo más rápido posible a una última secuencia que seguro dará que hablar, pero que no compensa estos defectos necesariamente. La película se llevó el premio mayor en la última edición del Festival de Cine de Mar del Plata: eso sí que fue un exceso. A veces, y como suele ocurrir también en gran parte del cine actual, las buenas ideas se quedan a mitad de camino.
RIDICULE El título original de la película es Souvenir, ese particular objeto que a uno le enchufan después de algún evento y que en poco tiempo desaparece. Son tan fugaces los festejos inolvidables como la preservación de estos recordatorios. Pues bien, hay que decir que Defurne hace honor con su historia al carácter transitorio y olvidable de los souvenirs. Más allá de la enorme presencia de Huppert, el resto es un colador, un depósito de lugares comunes que, encima, carece de garra, de emoción y de credibilidad. La consagrada francesa hace de una ex cantante que estuvo a punto de ser famosa pero por un romance trunco con su productor la cosa se desmoronó. Ahora trabaja en una fábrica de patés e intenta pasar desapercibida por la vida. La primera media hora (la más interesante) se encarga de marcar la rutina a base de repeticiones que trazan el automatismo laboral, hasta que aparece un joven boxeador a trabajar temporalmente e inicia un vínculo (siempre al borde del ridículo) con la protagonista. A partir de allí se sucede una cadena de situaciones recurrentes tales como la resurrección profesional, la posibilidad de un nuevo amor, los celos y las nuevas frustraciones y alguna secuencia edulcorada como moño. Todas ellas desplazan otros recursos que habrían hecho del film algo rescatable. De todos modos, lo imperdonable es la carencia de actitud para narrar la historia y el esquematismo visual. No hay un solo plano que se destaque dentro de una maraña kitsch que nunca levanta vuelo. Si el cine a lo largo de su historia ha sido, entre otras cosas, un refugio para soñar, hacer catarsis y disfrutar, una película insulsa como esta no merece más que ir al tacho, como un souvenir.
LOS RITUALES DE LA RESISTENCIA Una secuencia de diez minutos aproximadamente inaugura la película hasta que el título aparece. Se trata de una danza ritual filmada a base de planos cerrados, como si la cámara fuese uno más. La edición de sonido es notable y el efecto, por momentos, hipnótico. Se trata de un comienzo potente que asume valientemente los riesgos del caso, pero que pone en claro que lo que vamos a ver elude la visión panorámica televisiva o la exposición lineal de un conflicto. Hay que estar ahí, escuchar las voces y sentir los cuerpos, porque es la manera en que una comunidad se hace visible más allá de las convenciones. Concebido como parte de una trilogía, el documental se sostiene a partir de un agudo poder de observación en el que se alternan los rituales colectivos y los testimonios individuales de personas sobrevivientes a la guerra. La música y las palabras son las formas posibles para exorcizar el dolor aunque sea momentáneamente. El acercamiento que propone Solá -y que en principio podría ser juzgado de esteticista- es funcional al espíritu sagrado y devocional de los personajes, ya sea en la iluminación de claustro en los interiores, como en la claridad que le confiere a los rostros en exteriores. Sin embargo, las escenas excluyentes son las correspondientes a los tres momentos donde se muestra la danza corporal, a través del vínculo íntimo que construye la cámara con el objeto retratado. No se trata de congelar una imagen sino de plasmar una vivencia y compartirla en toda su intensidad. La sensación de atemporalidad predominante hace que uno pueda ingresar a la película por cualquiera de sus tramos. La ausencia de un esquema narrativo apunta a una experiencia sensorial que invita a la paciencia, a prestar ojos y oídos durante una hora. Eso sí, si somos capaces de olvidar el frenesí mundanal y ombliguista en el que nos sumergimos cotidianamente. El universo también son los otros.
¿Un relato salvaje búlgaro? Sí, pero a diferencia del autóctono filmado por Szifrón, acá sabemos quiénes son los buenos y los malos. No hay lugar para la confusión. Se puede estar en desacuerdo sobre el trazo grueso en la descripción de los personajes y en el carácter determinista de ciertas situaciones, no obstante, es bueno que una película nos recuerde el estado de podredumbre moral que recorre gran parte del mundo, de explotación, de garcas que se regodean entre banquetes y ágapes mientras generan miles de pobres por minutos. Ese universo dividido en dos es el que muestra Un minuto de gloria. El disparador de la trama es el que tantas veces hemos visto en filmes de suspenso. Tsanko Petrov es guardavías, vive solo en un lugar humilde con sus conejos y encuentra una enorme suma de dinero. De entrada queda de manifiesto la capacidad de los directores para manejar las elipsis como la voluntad por dejar en claro que la moral de un trabajador es la antítesis de la de los funcionarios inescrupulosos que dirimen los asuntos en escritorios y sin despegarse un minuto del celular. La honestidad de Petrov vale mucho como gesto en el imaginario del espectador, sin embargo, lo conduce a un camino donde la corrupción (obrera y política) alterará su destino. En esa polaridad, la otra punta es una mujer que rinde pleitesía al ministro. Se llama Julia Staijova y es capaz de vender a su madre con tal de que no se desarme su estructura burocrática. Vive para el trabajo y atiende los reclamos aún en los momentos en que se somete a un tratamiento de fertilización. Es la cara visible del castillo kafkiano que utilizará a Petrov mediáticamente, que lo despojará de su bien más preciado, un reloj familiar heredado, que se reirá de su tartamudez y que, finalmente, querrá sacárselo de encima. Hay una gestualidad con pocas palabras, que contrasta con la histeria verbal de gente encerrada en la burbuja política dispuesta a someter a los otros al espectáculo más humillante. En este sentido, el protagonista queda atrapado en una maraña manipuladora (como el Sr. K del escritor checo) cuya lógica es la del reality: un minuto de gloria deviene necesariamente en una pesadilla. El recorrido de ambos personajes es seguido por una cámara nerviosa que oscila entre un registro documental de los espacios y los planos cerrados. Seguramente se discutirá sobre el final, no obstante ¿qué se puede esperar cuando el poder es corrupto, ejerce una violencia capaz de provocar indigencia, explotación y degrada a las personas hasta llevarlas a límites insospechados con la complicidad de una justicia ausente, en todos sus órdenes, para los más necesitados? Lo que se puede esperar es la otra justicia, la del ojo por ojo y diente por diente. A los que le perturbe la moraleja de la película, deberían reparar en ello. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
EL ARTE DE LA ARROGANCIA Hay cineastas chantas con talento con los cuales uno va y viene (Lars Von Trier), otros chantas sin talento con los que uno no se amiga nunca (González Iñarritu) y una tercera clase de chantas que calificarían como arrogantes. Darren Aronofsky es uno de ellos, un tipo que más allá de un par de títulos rescatables como Pi o El luchador, se cree siempre por encima de todo lo que filma. ¡Mother! es una ensalada de, por lo menos, diez clásicos de terror con unos bocadillos buñuelescos mal horneados. La asfixiante historia, especie de materialización de esas pesadillas donde uno padece la intrusión de personas a la propia intimidad, se sostiene solo por breves lapsos ante la desmedida voluntad del director por llevar el argumento a terrenos carentes de verosimilitud y someter a una mujer a la tortura infinita. Seguimiento con cámara pegada a la protagonista como para que sepamos que el tipo está presente siempre y una serie de recursos efectistas que saturan a la media hora, son algunos de los adornos ofrecidos. Toda la primera mitad ya confirma la intención de acumular tópicos recurrentes. El primero que se manifiesta es el del síndrome del escritor ante la página en blanco. El personaje de Bardem (qué feos le sientan estos papeles) parece abrumado pese al idílico lugar que habita junto a su joven mujer (Jennifer Lawrence) dado que no logra plasmar una línea creativa. Luego, el tema de la invasión a la privacidad domina la atención a partir de la llegada de Ed Harris y Michelle Pfeiffer, una excéntrica pareja, dos viejitos simpáticos ante nuestros ojos que encarnan todo lo reprimido en el matrimonio anfitrión. Una vez que se exhibe el juego dramático, el resto es una progresiva cadena de elementos disparatados cuya resolución confirma que Aronofsky nunca supo cerrar la historia y se regodea en el sufrimiento ajeno (señal que había que captar en El cisne negro, otro cocoliche tortuoso) sin un ápice de autenticidad. Lo suyo es la pose capaz de encuadrar con parsimoniosa belleza la situación más desagradable que pueda haber pero desde un lugar falaz. Como si fuera poco, como si no bastara desperdiciar un ejercicio de género bañado de ampulosidad, incurre en el terreno de la alegoría de manera tan arbitraria que hay un momento en que uno no sabe si reír o putear. La última media hora utiliza la acumulación sin asco, con la mayor dosis de sensacionalismo. Allí surge el otro tópico, caído como un aerolito: el precio de la fama y sus consecuencias. La casa tomada del matrimonio deviene en un infierno dantesco que no tiene retorno del disparate (aclaremos: una cosa es un festival cinéfilo, libre, desprejuiciado, atrevido, políticamente incorrecto y otra cosa esta mediocre fotocopia mal hecha; la diferencia entre Aronofsky y los otros es que éste invita todo el tiempo a las metáforas). A esta altura, la exasperación se cura levantándose o con un calmante. Pocas veces preferí la luz del día antes que la oscuridad de la sala. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
COPIA CERTIFICADA Queremos tanto al Giallo que, en principio, la propuesta de los hermanos Luciano y Nicolás Onetti cae como un saludable respiro, una especie de aerolito en el cine argentino actual. Francesca es claramente un homenaje a una estética que nos enseñó con devoción y libertad que el crimen podía ser un arte capaz de cuestionar los buenos modales y las conciencias tranquilizadoras. Y así lo entiende el realizador a partir de un ejercicio de estilo que nunca reniega de su condición de copia y que asume las consecuencias del caso, sobre todo porque repite anacrónicamente cada uno de los postulados del género sin correrse un centímetro. Desde ese fundido en negro que se diluye lentamente mientras se escucha al viento, se advierte la voluntad mimética: la tipografía, la música y un montaje fragmentado que sostiene caóticamente la secuencia inicial donde se narra el prólogo de la historia. El asesinato como herencia, el artificio puesto en un primer plano con la paleta de colores reconocible en la modalidad homenajeada, los mitos de la maternidad subvertidos y la pesadilla de una niña que ha desaparecido durante quince años y parece ser quien perturba la realidad del lugar con sus crímenes. Todos los ingredientes están puestos de modo calculado, sumados al gusto por el detalle fetichista hacia las armas blancas y los objetos inertes (los muñecos en el podio). Pese a que la película nunca logra despegar de su intencionalidad -la copia certificada- sin ruborizarse, recurso que aparece enfatizado por la graciosa manera en que se dobló al italiano cada diálogo que sostienen los personajes (disimulados muchas veces por el montaje), cabe destacar ciertos aspectos de la puesta en escena cuyo resultado da alguna magistral secuencia como la que muestra desde un ángulo subjetivo, la excitación del asesino ante unas fotos de carácter sexual. Como en los Giallos de Bava, Argento o Martino, por citar referentes, Onetti nos regalará cuadros psicotrónicos donde el horror y la belleza, con las visibles manipulaciones del digital, conviven sin problema. De allí esos parajes otoñales desolados con personajes que caminan y que son observados como parte de un juego de focalizaciones que parten de la premisa de que nadie está a salvo en esta sociedad de locos en la que La Divina Comedia de Dante, además de un clásico, es una inspiración para matar. Y si el azar es un elemento clave, el nervio que determina que no es el argumento lo más importante, entonces quedan esos retazos donde el placer se conjuga con la muerte, y los cuchillazos, planchazos o navajazos son estocadas que ingresan al cuerpo como si fueran eyaculaciones, para dejarlos con los ojos abiertos, ya en su condición de muñecos. Leemos allí el rostro del miedo. El hecho de cortar se enmarca en la misma lógica del film, es decir, una forma de fragmentar que revitaliza los mejores momentos de los clásicos aludidos. Pero hay un espíritu festivo en todo este ejercicio, no exento de ribetes paródicos, fundamentalmente en la elección de los detectives y policías. Se sabe: son figuras que aparecen ridiculizadas por naturaleza. Siempre llegan tarde y pocas veces se enteran de la verdad. Aquí no es la excepción, sin embargo, hay un par de situaciones que los enaltecen y que provocan una mueca risueña. Ver al detective fumando porro reflexivamente y tomarse un J&B ya suma; escucharlo decir “me parece que el caso se nos está yendo de las manos” mientras juegan al billar es un atisbo de locura que incita al aplauso en el cine. Lo anterior es parte de una libertad celebratoria que recorre a Francesca y que, pese a su marcado ejercicio de estilo, es impecable en lo que se propone. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
RESCATE EMOTIVO Crol pertenece a un amplio conjunto de documentales que, sin necesidad de ostentar una sofisticada puesta en escena ni de regodearse en formalismos estéticos, apuestan por un tono didáctico y se sostienen en base a testimonios capaces de construir una mitología en torno a un tema. En este caso, la natación. El objeto en cuestión es una famosa maratón en el Río Coronda que se organiza desde 1961, por donde han pasado notables nadadores. El rescate de las voces que se suman es un modo de conservar la memoria regional, actitud ética que se desprende en el modo en que la directora afronta y sostiene el proyecto. El registro alterna el pasado con el presente y se utilizan archivos, grabados y fundamentalmente se escuchan las voces de los protagonistas en primera persona, quienes le otorgan al discurso un carácter tan intimista como afectivo (entre ellos, el dramaturgo Eduardo “Tato” Pavlosky). El enfoque de Scheck apunta a destacar la faceta colectiva y popular de este deporte, un gesto noble si se tiene en cuenta que muchas veces es apropiado desde sectores elitistas o enfatizado en su costado más individualista de culto al físico perfecto. En este sentido, uno de los pocos hallazgos visuales se da a partir de un simpático contrapunto en el que se escuchan instrucciones por un megáfono sobre la maratón a realizarse mientras una fila de hombres panzones aguarda expectante u otros se toman unos vinos y comen una picada. Hay una voluntad por confiar en ciertas imágenes que puedan contrarrestar la épica de los relatos. Dentro de esa naturalidad y espontaneidad captada por la cámara se juegan los mejores momentos de la película, sobre todo cuando prescinde del tono didáctico o del tufillo a “qué tiempos aquellos”. Demasiado pegado a un estilo de divulgación televisiva, solo algunos tramos se caracterizan por la belleza fotográfica. El resto parece supeditado al interés que el espectador pueda guardar con respecto al tema escogido.
DOLOR CONTENIDO Si hay algo que nos enseñó un maestro como John Cassavetes en el cine es que el maltrato también es una forma de amar. Parece tenerlo en claro Natalia Garagiola con la dupla protagónica de Temporada de caza, película que obtuvo recientemente el premio de la Semana de la Crítica en la última edición del Festival de Venecia. Nahuel es un joven cuya madre ha fallecido y, a pedido de ella, va al sur, a pasar un tiempo con su padre, un respetado cazador al que no ve hace una década, que ya tiene otra familia armada. Sin embargo, parece no haber forma de recomponer vínculo alguno, a causa de la naturaleza agresiva del adolescente, mostrada desde la primera secuencia de la película cuando sostiene una pelea con un compañero de rugby. La cámara en mano acompaña una exacerbada forma de nerviosismo e incomodidad que prepara un terreno nada condescendiente para hablar de emociones. Una vez armado el juego estético, la historia se centra en la relación de padre/hijo que, desde un principio, transcurre por carriles fríos como la nieve que circunda el hermoso paisaje patagónico. “Te estuve esperando tres horas” reprocha el muchacho; “Tenía que cosas que hacer” retruca lacónicamente Ernesto. Es solo la puntada inaugural de un intercambio que alterna entre la agresión y algún que otro gesto de solapado cariño. Ambos hacen lo que pueden y como pueden, de eso trata el film, mayormente circunscripto a reflejar la imposibilidad de forzar una reconciliación cuando se ha roto la cuerda paternal. Por eso, hay un momento donde se produce una saturación de hostilidad, sobre todo en la conducta de Nahuel, al borde de lo soportable, porque en definitiva es también un animal al que hay que domesticar. De allí el doble sentido de la palabra caza, no necesariamente referida solo a la actividad del padre. Bautista, el padrastro, también ha querido romper la coraza, pero sabe que la pérdida de su mujer es la otra herida que se suma fatalmente en Nahuel. En relación a lo anterior, hay un momento de quiebre en la historia cuando la mujer de Ernesto y las hijas desaparecen de escena (hacen un viaje) y este se ve en la obligación moral de refundar la crianza y de domar a su hijo. Es en ese lapso (la temporada en cuestión) donde el universo masculino parece recuperar las coordenadas y Nahuel es capaz de mantener un modo civilizado de comportamiento. El aprendizaje no es fácil y las recaídas son varias, pero ese es el camino que transitan ambos y no hay vuelta atrás. Cuando las cicatrices son gruesas y los golpes aparecen como la única salida, Garagiola acerca su cámara para otorgarle a la película la fisicidad suficiente como para que no quedemos afuera. Si hay una escena que concentra esta lógica de amor/odio es cuando padre/hijo se trenzan en una pelea durante una cena, en la que los golpes pueden ser tomados como abrazos y donde doblegar al otro implica transmitirle cariño inmediatamente, como si no existiese otro modo posible cuando hay dolor. Porque eso es lo que hay en estos personajes, dolor contenido. El tiempo está suspendido. La idea de temporada abarca un presente que se materializa en un espacio paralizado donde un grupo de pibes deambulan rapeando y los mayores cazan. La cuestión generacional es insalvable y los códigos distan claramente en los rituales que unos y otros sostienen como supervivencia en una tierra donde no hay mucho más que hacer. Lo bueno de la película es que no cae (más allá de alguna metáfora dudosa) en el lugar común de la reconciliación como resultado de premisas conductistas. Hay una puerta abierta pero no está claro qué encontraremos del otro lado. Es un saludable gesto de ambigüedad en un film sólido técnicamente y con actuaciones naturales. Y si algo nos enseñó también otro animal del cine como Fassbinder (también aplicable a Temporada de caza) es que el amor es más frío que la muerte.
ELOGIO DE LA PEQUEÑEZ “Es una película chiquita, está bien.” Se trata de una de las tantas sentencias lógicamente apresuradas que se escuchan en el contexto de un Festival de Cine y fue la que yo escuché de dos o tres amigos muy confiables. Por supuesto, siempre existe la bendita posibilidad de revisar un filme y poner a prueba en todo caso qué connotación adquiere la palabra chiquita y desde qué lugar la usamos. Para unos puede representar algo intrascendente; para otros (como se escribió en algunos sitios), un ejercicio sin premisa ni orientación narrativa. Bueno, se podría discutir largamente sobre los supuestos valores trascendentales y narrativos de un filme y si el cine debe remitirse a eso exclusivamente para asegurarse un certificado de aptitud. Pero afortunadamente existen películas que escapan a esas ataduras y que, aún en su imperfección contraria al título, contienen elementos que son más estimulantes y emocionales que varios productos salidos de la fábrica festivalera de ladrillos. El futuro perfecto goza de una libertad infrecuente, no se atribuye aires de importancia ni busca esa escena alterada que la ponga en la consideración del crítico ávido de audacias sexuales. Es ante todo la plasmación de una experiencia de desarraigo despojada de dramatismo y con un desarrollo tan azaroso como el destino de una joven china de 17 años anclada en Bs.As., abierto a múltiples caminos. No son grandes acontecimientos los que marquen el rumbo porque lo que importa principalmente son esas unidades que se acercan a la poesía y están logradas en la inteligente y cálida aproximación de la cámara a la protagonista, Xiaobin. En esa mirada y en ese cuerpo está la película, y detrás está Wohlatz para darle la materialidad necesaria. Hay miles de planos vacuos sobre rostros y personas paseando, pero son pocos los que han demostrado a través del tiempo la importancia de tales actos en pantalla. Cuando Xiaobin mirá a cámara, se pierde en el vacío de un café desolado o intenta comunicarse, no son simples actitudes. Hay una carga emotiva contenida que solo el silencio y sus ojos pueden comunicar, más efectivos que miles de palabras imposibles. La primera imagen es el río y un horizonte apenas distinguible. Será el único plano inconmensurable. Se puede caer en el facilismo interpretativo de la metáfora de la incomunicación hiperbolizada, pero la película propone otra cosa. En todo caso, será el único signo visible de un espacio abierto que pueda dar cuenta de la sensación de ser otro, una criatura foránea inserta en un contexto cultural y lingüístico a la manera de una alienígena. Y si bien esta dificultad con el idioma tiene al principio ribetes que rozan la tragedia (ya lo decía Dylan en Like a Rolling Stone, “How does it feel?/How does it feel?/To be without a home/Like a complete unknown/Like a rolling Stone”), luego derivan delicadamente en situaciones de comedia siempre vistas desde la naturalidad del aprendizaje y nunca desde la típica mirada narcisista del argentino medio tinellizado. El viaje urbano, la exploración de Xiaobin, la experiencia delirante con un hindú (que es en cierta medida su espejo), las clases que toma, son mostradas sin perder nunca al personaje ni a su fotogenia. Si la película se construye mediante retazos líricos, deja un lugar privilegiado para un segmento final más ligado (irónicamente) al título en el cual la joven imagina destinos posibles al mismo tiempo que vemos las historias. Es otra forma de apertura que se conecta con la imagen inicial pero desde lo verbal, donde la fantasía y el deseo se ponen en juego para apaciguar un presente que parece eterno pero que empieza a dar sus primeras luces (Xiaobin ya puede contar una historia). Y cuando el dominio de lo narrativo se impone, el filme se termina. Estaba claro que su terreno era el de la poesía y el de la pequeñez. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant