En asuntos de terror más o menos independiente las ideas no abundan, así que la fórmula es siempre la misma: crear un personaje implacable y siniestro que homenajee — o aunque sea honre — a los grandes monstruos del slasher ochentoso. El problema viene después, cuando no se sabe qué hacer con él. Esta fue la premisa que inició la saga Terrifier en 2016, con un payaso capaz de aterrorizar al más valiente; de pasado misterioso, presente truculento e inmortalidad asegurada por cualidades sobrenaturales que el guion nunca se molestó en justificar. Así, con más pena que gloria pasó una película menor que, sin embargo, tuvo una entusiasta y bien plantada masa crítica que llevó a sus responsables a realizar esta secuela. En los seis años que pasaron entre una película y la otra parece que su director y guionista, Damien Leone, aprendió lo suficiente como para darle un poco más de personalidad a su protagonista, y de paso trabajar mejor el guion y la puesta en escena. No vale la pena detenerse mucho en la trama: el payaso (que se llama Art) continúa deambulando por la noche de Halloween, asesinando brutalmente a personajes sin nombre que no se lo toman en serio. Y aunque lo anterior no suene auspicioso, vale decir que Terrifier 2 ha sumado humor negro, algo de ironía, unas pinceladas de delirios oníricos y un tono menos solemne, que al final le han jugado a favor. Aunque esta película está muy lejos de la edad de oro de los Freddy, Jason o Michael Myers; si no los dignifica, por lo menos cumple. Lo que, en el desalentador panorama que ofrece hoy el género, ya es bastante.
En 2001 se estrenaba Jeepers Creepers, película que actualizaba la fórmula del asesino serial de origen sobrenatural, con pocas ideas pero bastante frescura. Luego de dos secuelas -una peor que la otra- cuando parecía que el psicópata había quedado envuelto en un justiciero manto de olvido, a alguien se le ocurrió revivirlo. Y de eso se trata Jeepers Creepers: la reencarnación del demonio. Los primeros minutos de la película dirigida por Timo Vuorensola parecen ser un reboot de aquella, con dos ancianos atravesando los mismos avatares que la pareja de la original. Sin embargo, enseguida se devela que estas imágenes son parte de un documental que miran los verdaderos protagonistas: Laine (Sydney Craven) y Chase (Imran Adams). El recurso de la película dentro de la película -que ya estaba agotado incluso antes del estreno de la primera entrega- desemboca en una historia sin pies ni cabeza que incluye cultos satánicos, secundarios que mueren antes de que el espectador aprenda sus nombres, y una casa que funciona a modo de cuarto de escape. El espacio reducido hace que los personajes se la pasen subiendo y bajando escaleras, o entrando y saliendo de habitaciones que parecen ser siempre la misma. El “Creeper”, por su parte, despliega sus poderes caprichosamente, mostrándose por momentos invencible, y en otros como una copia de sí mismo a lo Scary Movie. Algo parecido pasa con los efectos digitales. Todo vale y da más o menos lo mismo.
En 2018, la aparición de Pantera Negra despertó un verdadero frenesí de entusiasmo, sobre todo en Estados Unidos. La primera película de Marvel con un superhéroe negro dejaba a la vista inéditos pronunciamentos de tono político dentro de ese universo y, a la vez, una afirmación explícita y casi celebratoria del legado cultural afroamericano muy en sintonía con este tiempo de afirmación de la diversidad. Wakanda por siempre vuelve a elevar esos mismos ánimos junto a un condicionamiento casi determinante: la inesperada muerte de Chadwick Boseman en agosto de 2020. Toda la película está atravesada por ese duelo. Como T’Challa, el enérgico y patriarcal monarca de un desconocido (y poderoso) reino africano que se suma a los Avengers con su disfraz oscuro de rasgos felinos, Boseman había logrado convertirse en guía y referente carismático de toda una corriente de pensamiento y acción que encontraba a través de Marvel espacio para afirmarse y llegar a todas partes. La sucesión de T’Challa es el disparador de una aventura en la que el talentoso Ryan Coogler (que había dirigido Pantera Negra) consolida las señas de identidad de la película original. El resultado es un relato de 161 minutos que nunca aburre (aunque tenga alguna explicación de más), con personajes muy convencidos de lo que hacen y extraordinarias escenas de acción, sobre todo las que se desarrollan hacia el final en alta mar sobre la cubierta de un barco futurista. El agua es un elemento clave en la historia. El antagonista de los habitantes de Wakanda es el mutante Namor (Tenoch Huerta), que apareció por primera vez en 1939 como personaje de los cómics de Marvel y lidera una especie de Atlántida (un mundo subacuático de formidable diseño visual habitado por seres de piel azul y habla precolombina llamado Talokan) que busca una alianza con Wakanda para evitar que el resto del mundo desarrollado y sobre todo Estados Unidos (la “superficie”) se apropie del vibranio. El control de este codiciado material, del que está hecho el escudo del Capitán América y en el que se funda la riqueza de Wakanda, orienta en un momento la trama hacia un costado geopolítico en el que Coogler prefiere no profundizar, aunque se vale de él para construir una escena impactante en plena Asamblea General de las Naciones Unidas y también para darle sentido a la aparición de una jefa de la CIA (Julia-Louis Dreyfus), cuya conexión con Edward Ross (Martin Freeman) queda a la vista de la manera más inesperada. Al realizador le interesa mucho más construir los lazos familiares y comunitarios, visibles o simbólicos que irán configurando la sucesión de T’Challa. En ese camino vuelven a tallar fuerte aquí los grandes personajes femeninos que ya se lucieron en Pantera Negra. Un conjunto preciso y muy bien desarrollado, tan capaz de sostener la historia en términos dramáticos como de liderar con enérgica disposición las grandes escenas de acción: la valerosa Shuri (Letitia Wright), la teatral Ramonda (Angela Bassett), la aguerrida Okoye (Danai Gurira) y la astuta Nakia (Lupita Nyong’o), a la que se suma una joven prodigio surgida del MIT llamada Riri Williams (Dominique Thorne). Marvel Studios A ellos, sobre todo a los decisivos personajes de Wright y Nyong’o, les tocará preguntarse en más de una secuencia clave sobre el sentido de sus decisiones y la influencia que ejerció T’Challa en ellas. En la superficie hay una tensión constante entre Wakanda y Talokan, y sus respectivos líderes se pondrán varias veces frente a frente para ver quién es capaz de ser más intransigente en la afirmación de sus propósitos (al fin y al cabo parecen tener un enemigo común), pero por debajo representan a sendos pueblos que ponen en juego cuestiones tan importantes como la identidad, el legado, el vínculo entre padres e hijos y el liderazgo comunitario. Desde el prólogo hasta el final, Wakanda por siempre asume de lleno el dolor por la pérdida de Boseman y justifica desde la trama cómo y por qué Marvel tomó la decisión correcta al no reemplazarlo por otro actor. De entrada también queda clara otra cosa que por suerte el estudio hizo muy bien: liberar a esta película del forzado compromiso de sumarse al “multiverso”, una idea que trajo muchas más complicaciones que beneficios en los últimos tiempos. Enérgica y vibrante a escala masiva y humana, la película se concentra en un solo mundo (en todo caso en dos si sumamos a Talokan, que funciona como un espejo de Wakanda) y esta vez ni siquiera parece tener demasiado contacto con el resto del universo Marvel. Así funciona mucho mejor.
Película amable, de fácil visionado y disfrute, que va contracorriente de la actualidad cinematográfica donde la grandilocuencia manda, La Señora Harris va a París recoge el testigo de un cine que peina canas, pero cuando vuelve siempre resulta una experiencia regocijante. La historia de Ada Harris (la deliciosa Lesley Manville) se desarrolla en 1957. La dama vive suspendida en el tiempo, a la espera de noticias de un marido que se fue a la guerra, y repitiendo una y otra vez cada día como una letanía. Su trabajo es limpiar casas, su vocación es dar una mano siempre que sea posible; y su cable a tierra, una amiga y vecina llamada Violet (Ellen Thomas). La señora Harris es una persona simple y optimista a toda prueba por eso, cuando se enamora de los diseños exclusivos de Christian Dior y una serie de golpes de suerte le permiten soñar con viajar a Francia a comprarse uno, no duda en que será una tarea sencilla. Y a la vez, por una vez en su vida concretar un deseo que cree inalcanzable para su realidad cotidiana: dejar de ser invisible. Su llegada a París, así como también su interacción con personajes tan disímiles como la antipática señora Colbert (soberbia Isabelle Huppert), el marqués de Chassagne (Lambert Wilson), la modelo con aspiraciones Natasha (Alba Baptista) y el invisible contador André Fauvel (Lucas Bravo, cara conocida para los fans de Emily in Paris), ponen a la señora Harris nuevamente en el dilema de intervenir en cada una de sus vidas, o fracasar en el intento. El director y guionista Anthony Fabian se toma algunas licencias, tanto en relación al libro original de Paul Gallico (conocido en español como Flores para la señora Harris) así como también en relación al telefilm que filmó en la década del 90 Ángela Lansbury, programa habitual en los fines de semana de la televisión local de la época. Aunque el esqueleto argumental es el mismo en todos los casos, esta versión reafirma el concepto de cuento de hadas, tanto en la construcción de la protagonista como en el actuación de algunos secundarios, y especialmente en el suavizado del agridulce final que tiene el texto original. Nada en La Señora Harris va a París funcionaría tan bien de no ser por su protagonista. Lesley Manville le aporta una dulzura al personaje que resulta clave para que el resto de sus pares fluya a su alrededor de manera orgánica. Por momentos decidida, por momentos tímida, tanto en su fragilidad como en su fuerza a la hora de convertirse en una especie de líder. Ada Harris cree en los valores y la decencia, tanto suyos como los del resto. Y no habrá adversidad que la haga pensar lo contrario. Con mirada sensible, y sin estridencias ni golpes de efecto (más allá de los necesarios) en la narración, La señora Harris va a París pinta un mundo sencillo y a la vez poderoso, donde las buenas acciones tienen recompensa y cualquiera puede alcanzar sus sueños si es honesto consigo mismo y con sus pares. Un mensaje que para el cine al que estamos acostumbrados podría considerarse revolucionario. O lo que es peor, subversivo.
El gerente es una amable excursión por la idiosincrasia argentina La historia de la promoción de los televisores de Noblex atada a la clasificación de la selección nacional en 2018 apuesta a una mirada reconfortante ante las segundas oportunidades, con una notable actuación de Leonardo Sbaraglia Cada cuatro años, la llegada de un nuevo mundial de fútbol alumbra las mejores piezas publicitarias que pueden ofrecer las marcas relacionadas a tal acontecimiento deportivo. No importa si son bebidas, indumentaria o electrodomésticos, la ciudad se tiñe de celeste y blanco, apuntando arteramente y en repetición a lo más patriótico, sentimental, emotivo y sensiblero de nuestro ser nacional. El gerente cuenta la historia de la madre de estos ejemplos, una promoción que nació como manotazo de ahogado, y fue a la vez el infierno y el paraíso para su protagonista. El hecho real no sucedió hace tanto, pero vale a modo de contexto. En 2018, y en el umbral de las eliminatorias para el mundial de Rusia, la empresa Noblex buscaba la idea salvadora, que le permitiera “salir del banco de suplentes” -como reza el guion del film- y mejorar las alicaídas ventas de televisores. El gerente de marketing (en la ficción, Leonardo Sbaraglia) acuña una idea salvadora que bautiza Súper Promo Noblex: “Si la Selección no clasifica, te quedás con el televisor y te devolvemos el dinero”. Estadísticamente las chances eran mínimas, los rivales no daban miedo y desde 1970 que Argentina no estaba en riesgo de quedar afuera de un mundial. Es más, ganando solo dos de los cuatro partidos por jugar, la selección estaba adentro y la empresa se salvaba, de la bancarrota y de la mufa. Pero llegó un empate, después otro, y con cada marcha atrás todo un país hablaba de dos personas: Lionel Messi, y del “gerente de Noblex”. AD A nivel local, la película de Ariel Winograd partía con la desventaja de que lo anterior es historia reciente y conocida, muy conocida, por lo que cualquier intento de apelar al suspenso sobre lo que sucedería con este hombre gris y anacrónico, que se jugaba la última ficha de su carrera a todo o nada, vendría con spoiler y final feliz incluido. Y precisamente esto es lo que resiente el primer tercio del film, donde la ineludible presentación del conflicto resta en entusiasmo e interés. El personaje de Sbaraglia sufre, mientras el espectador se relaja sabiendo el desenlace. En El gerente, el personaje de Leo Sbaraglia lidia con la decisión más difícil de su vida. En El gerente, el personaje de Leo Sbaraglia lidia con la decisión más difícil de su vida. Afortunadamente, promediando el metraje, la narración equipara las arenas movedizas profesionales en las que se mueve el protagonista con un vistazo a su vida personal: la relación con su hijo adolescente (Valentín Wein), que se vuelve su alter ego en redes y lo apuntala cuando se cae, el interés romántico con una compañera de trabajo (la siempre sorprendente Marina Bellati) y una sucesión de personajes secundarios que hacen lo necesario y cumplen, sin pretensiones de posteridad. Y lo mismo se podría decir de la película, que transcurre amable, sosteniéndose casi exclusivamente en la notable actuación de Sbaraglia, que en postura y gestos aparenta por lo menos diez años más de los que tiene. En la columna del debe está el personaje de Carla Peterson, que nunca termina de delinearse, y la presencia del Tano Passman haciendo de… el Tano Passman, en un chiste recurrente que pasa de simpático a tedioso. A diferencia de su contraparte de la vida real, este “gerente” cinematográfico no arriesga, prefiriendo pisar terreno firme. Tal vez por eso, y amparado por su recorrido en plataformas, llame más la atención de extraños que de propios. Una decisión más conservadora, pero en estos tiempos, también más segura.
Aunque apenas conocida por estas latitudes, en 2017 la película surcoreana The Outlaws obtuvo el acompañamiento de crítica y público donde fuera que se estrenara. Tanto como para generar una secuela, que es la que ahora llega a los cines argentinos. La buena noticia es que no hace falta haber visto aquel film para disfrutar este, y la aún mejor noticia es que esa sensación de disfrute se mantiene constante de principio a fin. El teniente Ma Seok-do (Ma Dong-seok, una cara conocida gracias a su trabajo en Invasión Zombie y en Eternals) y el capitán Jeon Il-man (Choi Gwi-hwa) viajan a Vietnam para extraditar a un hombre que se entregó en la embajada de Corea en ese país. Sin embargo, a poco de llegar se encuentran inmersos en la búsqueda de un implacable asesino (Son Seok-koo, el detective Mun de Sense8), que a la vez está en la mira de un millonario que busca venganza por su hijo. Sin alejarse demasiado de la biblia que rige al subgénero de “pareja de policías”, Fuerza bruta cumple con un guion correcto, que se potencia gracias a una sucesión de escenas de acción minuciosamente coreografiadas que le hacen honor al título en español, al sentido del humor siempre necesario en este tipo de propuestas, y a un protagonista que está más cerca de Bud Spencer que de Clint Eastwood. Aunque su planteo no incorpore ningún elemento innovador más allá de la curiosidad de su procedencia, lo que ofrece el film está muy bien hecho, no solo al nivel de su predecesora sino también de aquellos títulos que a lo largo de los años han mantenido vivo el género (hay más de una referencia dando vueltas). Y parece ser que la aventura no termina acá, porque en estos momentos se está rodando la tercera entrega de la saga, por lo que habrá “fuerza bruta” para rato. Que así sea.
Un relato honesto, con humor y sin fisuras, de un juicio que cambió el país El film de Santiago Mitre evade el trazo grueso y también la glorificación de los protagonistas, ensalzando el trabajo colectivo del equipo encabezado por los fiscales Strassera y Moreno Ocampo, así como la violencia, las tensiones y la incredulidad que acompañaron el desarrollo de la investigación Qué difícil es para una persona que entiende al cine, principalmente, como un vehículo de entretenimiento decir que una película es “necesaria”. Y sin embargo sí, Argentina, 1985 es una película necesaria. Por su historia, por el momento en el que se estrena, por su repercusión a nivel mundial; y hasta necesaria para los que vendrán, aquellos a los que les es imposible imaginar una vida por fuera del marco democrático. Pero la hubo, y late en las imágenes concebidas por Santiago Mitre y elevadas por Ricardo Darín y Peter Lanzani; sin trazo grueso pero con la fuerza de un pasado que todavía golpea duro. El Juicio a las Juntas, que se llevó adelante para condenar a los responsables de la dictadura militar que gobernó la Argentina entre 1976 y 1983, nació envuelto en un manto de incredulidad. Con los años de represión todavía en carne viva, ¿cabía en la cabeza de alguien la idea de que se podía llevar a juicio a quienes habían ostentado el poder represivo durante tanto tiempo? Sí, en la del fiscal Julio César Strassera, el “loco” como lo apodaban sus colegas, el que al principio quería mantenerse al margen de una situación que lo sobrepasaba. Y con esa convicción del “por las dudas no te metás”, Argentina, 1985 presenta a su protagonista. El Strassera que compone Ricardo Darín en el cénit de su carrera profesional es un hombre con dudas, pero entregado a un ideal de justicia por sobre todas las cosas. Incluso por sobre sí mismo. Aunque de entrada está claro que el fiscal va a ser el hilo conductor y motor de la historia, Strassera (como sucedió en la vida real) no podría haber llegado tan lejos si no fuera por quienes lo acompañaron. El primero es Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani) por entonces un joven fiscal adjunto con más entusiasmo e intuición que estrategia. Presentados ambos personajes, el guion de Mitre y Mariano Llinás podría haber caído en el lugar común del maestro y el discípulo; y la verdad es que no habría estado mal. Pero no, porque el propósito detrás de Argentina, 1985 no es el de sucumbir a los cánones de un género. La intención que se adivina desde el principio y se confirma hacia el final es la de conectar con una realidad histórica, contundente y tácita. Si entonces no hubo un héroe, sino el trabajo de mucha gente en pos de un único objetivo, ¿por qué la ficción iba a ser distinta? Y de esta pregunta retórica surge la idea de un protagonista omnipresente. El film se toma su tiempo para destacar el trabajo de Moreno Ocampo, y su entrega total aun por sobre el resentimiento de su propia familia. También el de un grupo de jóvenes abogados (entre los que se destaca la debutante Almudena González) que abrazan la causa ante el miedo o la connivencia de aquellos de mayor experiencia- en una certera metáfora sobre el rol decisivo de las nuevas generaciones frente a cualquier utopía posible que se intente llevar adelante. Estas y otras ideas se instalan en la historia, sin la presencia de ese protagonista conductor. Pero igualmente Strassera está, siempre está. El resto es historia conocida: la crudeza de los testimonios, los aprietes, las miserias, y aquel cierre de alegato: “Señores jueces, nunca más”. Uno desde la platea sabe lo que va a pasar, pero la solidez de la película en todos sus rubros lleva a que vuelva a doler, a que vuelva a emocionar, a que se complete un viaje al pasado de palabras, imágenes y objetos. Y como contracara el humor, que también está presente atravesando al que mira; aunque claro, ni en forma de gag ni como alivio de un momento previo de tensión dramática, sino como componente orgánico de la realidad que atraviesa a los personajes y a la sociedad. Un mecanismo inconsciente para hacer más llevadera la cotidianidad, la de entonces y la de ahora. No hay fisuras en el relato de Argentina, 1985, tampoco una pretensión de posteridad a pesar del excelente recorrido que tiene y seguramente tendrá a nivel internacional. Sí, lo que devuelve la pantalla es un relato honesto, lo suficientemente fiel a la realidad para convertirse en un testimonio de época, y lo suficientemente infiel como para funcionar a nivel dramático y creativo. En el medio, el ejercicio de la memoria como disparador del debate para hijos, para nietos, para aquellos que nacieron en una Argentina democrática y, por ende, necesitan reconstruir su pasado. Para saber de dónde vienen, y también a dónde no volver nunca más.
En 2009, La huérfana sorprendió con una historia bien llevada, de inesperado giro final y hábil construcción del suspenso, que dejó un buen sabor de boca a los pocos que la vieron entonces. Con menos aspiraciones, menos imaginación y más problemas llega la continuación, ataviada de poco creíble precuela. La acción de La huérfana: el origen se sitúa tres años antes de la original develando un poco más de la historia de Esther (nuevamente Isabelle Fuhrman), sus problemas mentales y su propensión a ir por la vida asesinando gente. Luego de esta introducción -que se toma casi un tercio de la película-, la chica es adoptada por una nueva familia y la trama deambula sin rumbo por los mismos carriles que su predecesora salvo, eso sí, por una vuelta de tuerca promediando el metraje que será prácticamente la única sorpresa de la película. Hay inconsistencias en relación a la historia que se contaba en el primer film, un esfuerzo infructuoso para hacer ver a Fuhrman (hoy de 25 años) como una nena de 10 merced a efectos especiales, dobles de cuerpo y encuadres convenientemente recortados, y una serie de situaciones imposibles de ser tomadas en serio incluso por la platea más indulgente. Para aquel espectador poco exigente, que cree que ver una película de terror es un plan ideal de salida lúdica entre amigos puede ser una opción. Si en cambio lo que se busca es una propuesta que toque alguna fibra angustiante, como sí pasaba con la primera entrega que se engrandece a la luz de este estreno, mejor seguir de largo.
En el cine -tal vez por su tendencia a las sagas o por ser en muchos casos una instancia posterior al soporte original de la obra-, alcanza un título para que se produzca una suerte de “memoria emotiva” que tiende al preconcepto de lo que se va a ver. En el caso de Más respeto que soy tu madre, la tarea se complejiza porque ¿de qué se va a hablar en la película? ¿Del blog que alimentó Hernán Casciari luego de la crisis de 2001, de la novela que surgió después como compendio de aquello, de la exitosa obra de teatro protagonizada por Antonio Gasalla, o de cualquier otra cosa? La respuesta podría ser de todo y nada al mismo tiempo. Porque el guion de la película protagonizada por Florencia Peña y Diego Peretti -firmado por el mismo Casciari junto a Christian Basilis- recoge situaciones, momentos y personajes de la historia original, les baja un poco el tono mordaz y los licua en función de un cuento al uso y costumbre de un posible espectador que llegue a la sala motivado por el título. La acción comienza a fines de 1999 con Mirta Bertotti (Florencia Peña), una mujer de carácter, ama de casa y líder autoconvocada de su disfuncional familia. Con estoicismo y la virtud de sacar agua de las piedras, Mirta va de acá para allá lidiando con su marido Zacarías (Guillermo Arengo), sus tres hijos (Agustín Battioni, Bruno Giganti y Ángela Torres) y especialmente por su suegro Don Américo (Diego Peretti). A la suma de estas individualidades se agrega que Américo, un hippie de honestidad brutal y pasión por la marihuana, quiere honrar el deseo de su padre: que la pizzería familiar, hoy venida abajo, reverdezca en el comienzo del nuevo siglo. Este será el eje del conflicto, aunque profusamente ornamentado por apuntes y momentos extractados del original de Casciari. Y ahí es donde empiezan los problemas, porque no hace falta haber leído el texto original para darse cuenta que algo no encaja (y si se leyó, es todavía más obvio). Los recortes argumentales se conectan unos con otros sin demasiada cohesión. Personajes como la novia de Caito (Loren Acuña), los vecinos “nuevos ricos” o “el novio de la nena” pasan de largo, sin llegar nunca a tener la suficiente entidad para quedar en la memoria. Algo parecido, aunque en menor medida, sucede con algunos principales, que tampoco terminan de delinearse más allá del trazo grueso que requiere la narración en momentos puntuales. La excepción probablemente sea la de Guillermo Arengo, actor diestro en eso de exprimir el material y darle siempre una vuelta de tuerca más. De esta manera, el elenco se vuelve funcional al devenir de Peña y Peretti, quienes llevan sobre sus hombros la responsabilidad de que la maquinaria funcione, aunque lográndolo a medias. Peña ha perfeccionado de tal manera su personaje público, que por momentos cuesta detectar cuándo es Mirta y cuándo es Florencia: los tonos, la apostura, incluso algunas frases, son prácticamente iguales. Lo de Peretti hablando en italiano es simpático, pero pierde credibilidad en el exceso de maquillaje utilizado para multiplicarle la edad; por qué no convocar a un actor más cercano generacionalmente al personaje es una duda que sobrevuela cada una de sus apariciones. Voces entusiastas la comparan con Esperando la carroza, y puede ser si uno las entiende como dos exponentes del subgénero del grotesco. Pero la falta de fuerza en su propuesta deja a Más respeto que soy tu madre muy lejos de dicha meta. Algunas ideas y unos pocos momentos logrados no alcanzan en la suma final para continuar la huella dejada por su ilustre predecesora.
Guste más o guste menos, Suar siempre ha hecho gala de un timing notable para la comedia, trajinado en su época televisiva y extrapolado más tarde al cine. Claro que, como aquel que sabe que juega de memoria, con el paso del tiempo sus películas fueron descansando cada vez más en ese histrionismo exaltado de réplica breve, sin parecer demasiado preocupadas por ofrecer un valor agregado. En otras palabras: un film protagonizado por el actor era, por un lado garantía de confianza, y por el otro la sospecha de que se iba a ver más de lo mismo. A priori, 30 noches con mi ex no parecía ser la excepción al preconcepto (porque es cierto que no se trata más que de eso) y sin embargo, apenas comienza queda claro que la propuesta va a ser otra, mucho más interesante, atractiva y seductora. Lo anterior no es una metáfora. Exactamente a los cinco minutos del inicio del film se produce el primer encuentro de la pareja protagonista: sensible, sincero y preciso; y de este lado de la pantalla, con la primera sonrisa, el descubrimiento de que se está ante algo que promete ser distinto y muy disfrutable. “Loba” (Pilar Gamboa) y “Turbo” (Adrián Suar) llevan seis años separados. La inestabilidad emocional de ella la llevó a terminar internada en un instituto psiquiátrico, quedando él a cargo de la hija que tienen en común (Rocío Hernández). Como un primer paso hacia su reinserción social, surge la idea de que la Loba pase un mes rodeada de sus afectos. Y aunque Turbo siente que ya no tiene nada que ver con esa mujer que en el pasado amó, el pedido de su hija hace que acepte: “30 días, ni uno más”. De ahí en adelante, la vida de esta familia se convierte en un sube y baja de emociones. Luego de ese punto de partida había dos caminos: potenciar los desequilibrios de ella en un crescendo de situaciones absurdas que fueran pretendidamente cómicas, o intentar tocar una fibra más sensible, más adulta. Afortunadamente prevaleció la segunda opción. Y que no se malentienda, porque 30 noches con mi ex tiene un generoso número de gags en la línea de lo descrito (la mejor, la escena del restaurant). Basta con mirar el tráiler donde se han empeñado en mostrar gran parte. Lo que sucede es que, confrontados con su condición de historia de amor y superación de dos adultos expuestos a una situación límite relacionada a la salud mental, cualquier situación humorística actúa como alivio cómico a la tensión dramática y nada más. Esto queda especialmente claro en el delineado de los personajes de los vecinos -lo más flojo de la película a pesar de la solvencia de sus intérpretes, Elisa Carricajo y Jorge Suárez- que remedan aquellas viejas fórmulas ya mencionadas, quedando anacrónicos en el planteo predominante. Si el Turbo de Adrián Suar está ahí para obturar, por contraposición, el mecanismo de la comedia, la exigencia mayor se la lleva Pilar Gamboa. Su Loba hace equilibrio entre el exabrupto y la fragilidad con tal destreza, que es digna de los mayores aplausos. En la construcción de ese personaje complejo que no tiene un control certero de sus emociones, la actriz juega en el límite sin caer nunca ni en la caricatura ni en el patetismo, logrando en el proceso una absoluta empatía con la platea. En cuanto a los roles secundarios, Campi retoma su conocido rol de ladero, Pichu Straneo baja los decibeles y demuestra que el humorista comienza a quedarle chico, y Elvira Onetto se “roba” todas las escenas en las que aparece. Hace rato que Suar no es un pibe, y su debut lo encuentra en un muy buen momento, maduro, sin necesidad de abusar del trazo grueso y las estridencias. Se nota en la elección del trasfondo de 30 noches con mi ex, como también en el tratamiento visual que le da a la narración. La cámara reposa en los momentos en que el diálogo lo requiere, y se activa cuando hay que descomprimir. Todo está en función del respeto a la historia que se quiere llevar adelante, con una puesta en escena siempre preocupada por no desentonar. A juzgar por los resultados, el futuro de Adrián Suar en su nuevo rol de director es auspicioso. Se tendrán que conjugar múltiples factores para que la balanza no se desequilibre y se sostenga este buen punto de partida en nuevas propuestas; pero en lo que respecta a 30 noches con mi ex, el objetivo fue alcanzado con creces.