A pesar de que en la Argentina no ha tenido la repercusión que sí ostenta en otras partes del mundo, la creación infantil de Norman Bridwell sobre un perro rojo gigante es conocida aquí a partir de una serie de producciones animadas para televisión que han poblado los canales temáticos durante más de veinte años. De ahí que en esta adaptación cinematográfica, la primera con personajes reales, el cúmulo de personajes alrededor de Clifford, así como también su historia, sean rápidamente asimilables. De esta manera, el film dirigido por Walt Becker se convierte en un apéndice que respeta y potencia, cada uno de los tópicos que marcaron la trayectoria del personaje. Los días de la pequeña Emily Elizabeth (Darby Camp) están muy lejos de ser ideales. Víctima de bullying en el colegio, con apremios económicos en la casa que comparte con su mamá (Sienna Guillory), y la sensación de que no encaja en ninguna parte, la chica hace lo que puede para sobrellevar el día a día. Un intempestivo viaje de trabajo de su madre, la deja al cuidado de Casey (Jack Whitehall), su simpático pero bohemio e irresponsable tío. El destino cruza a ambos con un misterioso rescatador de animales llamado Bridwell (John Cleese) que le regala a Emily un diminuto cachorro rojo. “¿Cuánto va a crecer?”, le pregunta la pequeña, a lo que el hombre le replica: “Depende de lo mucho que lo ames”. Dicho y hecho: de un día para otro Clifford se transforma en un perro de más de tres metros de alto. Las historias de Clifford, desde su nacimiento como libro infantil en adelante, siempre se destacaron por apuntar al universo infantil con espíritu educativo y de impartir una lección de vida. La película va por los mismos carriles, poniendo el acento en lo que significa para un chico ser diferente a los demás, no “encajar” en el mundo actual. A favor del guion hay que remarcar que la problemática está muy bien enmascarada en una trama aventurera, en la que Clifford y su “familia” deben escapar de un científico inescrupuloso (Tony Hale) que se quiere quedar con el animal para hacer experimentos genéticos. Hay en el film una dualidad, entre su estructura tradicional al estilo del viejo Disney y una construcción de personajes totalmente aggiornada. Emily es una preadolescente decidida, de rápida respuesta y dispuesta a la acción, mientras que Casey ostenta una ironía siglo XXI que de ninguna manera habría pasado el filtro del viejo Walt. El resto lo hacen los efectos visuales, responsables de corporizar al protagonista. Y aunque en los primeros minutos cuesta acostumbrar el ojo a un Clifford digital interactuando en el mundo real, el efecto pasa y el resto es puro disfrute. Con muchos guiños para los seguidores del personaje, y una historia muy bien construida en su simpleza, Clifford, el gran perro rojo es una propuesta muy atractiva para los más chicos, que a la vez podrá sacarle más de una sonrisa a quienes estén junto a ellos en la sala. Un plan pensado para no dejar a nadie afuera, y disfrutar en familia.
En un futuro no muy lejano, el cambio climático, la pandemia, el uso y abuso de recursos naturales y varios otros males del estilo llevaron a la civilización “bienpensante” a abandonar la Tierra e instalarse en un planeta cercano llamado Kepler 209. Lo que parecía ser la gran solución para una elite se transformó en preocupación cuando descubrieron que, con los años, la nueva atmósfera dejaba estériles tanto a hombres como a mujeres. La solución fue mandar una misión exploradora de regreso a la Tierra como avanzada de un posible regreso. La súbita desaparición de ese primer grupo llevó, dos generaciones más tarde, a enviar una segunda expedición que pudiera recabar datos concretos sobre la posibilidad de procrear. Con la llegada de esta al planeta comienza Éxodo, la última marea. Blake (Nora Arnezeder) y Tucker (Sope Dirisu) son los únicos sobrevivientes de un aterrizaje complicado, y muy pronto descubren que el planeta no está deshabitado, sino que todavía quedan los hijos de aquellos que su gente abandonó años atrás convertidos, a sus ojos, en salvajes. La película de Tim Fehlbaum acierta en estética y fotografía, especialmente en su primer tercio. La falta de mayor presupuesto lleva al realizador a resolver a partir de una puesta en escena precisa, que va del plano claustrofóbico a tomas panorámicas que representan la inmensidad convertida en sorpresa para aquellos astronautas que solo conocen la Tierra a través del relato de sus mayores. Un arranque climático, con buenas dosis de suspenso, se torna con el correr de los minutos en una película de acción, con Blake y su compañero capturados por los pobladores, y el descubrimiento de que nada es lo que parece. El guion avanza a buen ritmo, mientras desarrolla varios tópicos remanidos, que igualmente se dejan ver sin molestar demasiado. Una clase dominante que se cree superior al resto, el adoctrinamiento de mentes jóvenes y, especialmente, el concepto de maternidad como sinónimo de futuro, que está presente en todo momento, tanto en las acciones de los personajes como en objetos. Todo esto sumado a algún otro tópico ya visto y leído profusamente en múltiples obras de ciencia ficción. En cuanto a las actuaciones, solo vale rescatar la de Nora Arnezeder, por ser el único motor del film. Su interpretación contenida va a la perfección con el tono de la película y la creación de climas, aunque permanentemente sobrevuela la duda de si se trata de un trabajo pensado o de limitaciones propias de la actriz para ofrecer mayores matices. A pesar de no elevarse más allá de su planteo y de alguna que otra idea, Éxodo… funciona. Especialmente cuando desarrolla esta hipótesis de un futuro posible, donde la naturaleza, a pesar de haber dado todo de sí, quedó devastada por la acción del hombre. Ese mensaje, sumado a un atractivo estilo visual, dan como resultado algo más que un mero entretenimiento. Y eso siempre es de agradecer.
Dicen por ahí que todas las historias ya fueron contadas, que no queda nada por descubrir. Por eso, más allá de los aspectos técnicos lo que hace mejor o peor, en este caso una película, es la forma en la que está narrada. Y algo de eso debe haber, porque a pesar de que la trama en la que se asienta Asalto a la Casa de Moneda, la hemos visto en infinidad de ocasiones, su desarrollo no deja de ser placentero, y hasta por momentos entusiasta. Y en eso tiene que ver directamente la mano del director Jaume Balagueró, que ha volcado su habitual solvencia a un divertimento que no intenta reinventar nada, solamente ser lo más honesto posible para con el género que representa. La fama de inviolable de la cámara acorazada del Banco de España (objetivo también en La casa de papel) es lo que desvela a Walter (Liam Cunningham), un cazador de tesoros al que el gobierno le sacó de las manos un cofre con tres monedas que tienen escritas las coordenadas para hallar el tesoro perdido del pirata británico Francis Drake. Las piezas fueron puestas a resguardo en el mencionado banco, por lo que el plan es vulnerar el lugar y conseguir lo imposible. Para ello Walter convence a Thom (Freddie Highmore), un chico con una habilidad única para encontrar la solución a cualquier contingencia, a que se una a su equipo, que se completa con Lorraine (Astrid Bergés-Frisbey), James (Sam Riley), Klaus (Axel Stein) y Simón (Luis Tosar). La idea es usar como distracción la actuación local en la Copa del Mundo de Sudáfrica (la acción transcurre en 2010), por lo que el robo deberá cumplimentarse dentro de los 90 minutos que dure el encuentro final entre España y Holanda. A partir de ahí todo lo que se puede esperar de una película a lo Ocean’s Eleven está: los cambios de planes, la desazón por un problema clave que se resuelve de casualidad, las diferentes personalidades del equipo que terminan chocando, el histeriqueo con la única chica del grupo y un jefe de seguridad que no se ríe nunca (el español José Coronado) como antagonista. Igualmente, a diferencia de propuestas similares, Asalto a la Casa de Moneda tiene un sabor local que hace la diferencia. Que los acontecimientos estén estrictamente vinculados al devenir del equipo español en el mundial no deja de ser un rasgo localista que, al menos de este lado del globo, despierta empatía. En esa misma línea, pero sumergiéndose más profundo, está el MacGuffin (Alfred Hitchcock dixit) de las tres monedas y el tesoro de Drake, un corsario inglés que existió y fue un dolor de cabeza para España y sus riquezas. También está el hecho de que la verdadera bóveda tiene un sistema de seguridad de similares características al presentado en el film, valor agregado que aporta su cuota de verosimilitud al relato. Estarán, por supuesto, quienes pondrán el grito en el cielo al ver cómo un artesano del terror ibérico de la talla de Balagueró (la saga de REC, Mientras duermes, Musa) abraza un cine comercial escapándole a la impronta que lo hizo famoso. Pero quienes caigan en tamaña superficialidad se perderán de disfrutar una historia bien contada, bien filmada, y con la única pretensión de alcanzar el más puro disfrute. Más que suficiente.
La tensión en Riesgo bajo cero se derrite muy rápidamente Liam Neeson protagoniza este thriller centrado en una caravana de camiones que deben proveer el equipamiento para rescatar a unos mineros atrapados en el Ártico cuyo nervio inicial deja paso a lugares comunes y una trama con más especulaciones emotivas que aciertos narrativos Con mucha amabilidad y de entrada nomás, Riesgo bajo cero le brinda al espectador un marco de situación de lo que está a punto de suceder merced una oportuna explicación por escrito: en las regiones más frías de los Estados Unidos y Canadá existen caminos formados a partir de ríos y lagos congelados que pesados camiones recorren con el consiguiente riesgo a que se desmoronen de un segundo para otro. Un arranque muy prometedor. Pero el entusiasmo dura poco, porque este preámbulo inmediatamente se convierte en apenas una anécdota para lo que vendrá. Enseguida el interés de la trama vira a la sospechosa explosión en una mina, y a la suerte de un grupo de mineros atrapados que morirán si los camiones en cuestión no llegan a tiempo con el equipo necesario para el rescate. Mike (Liam Neeson) es un chofer de profesión que trabaja junto a su hermano Gurty (Marcus Thomas), veterano de guerra cuyo servicio en Irak le dejó un cuadro de afasia. Una sucesión de circunstancias fortuitas lo lleva a aceptar el trabajo que le propone Jim Goldenrod (Laurence Fishburne), trasladar el gigantesco equipamiento para rescatar a la gente atrapada por la explosión. Se suman al equipo Tantoo (Amber Midthunder), cuyo hermano es una de las víctimas y Tom Varnay (Benjamin Walker), representante de la compañía aseguradora que está a cargo del rescate. Los cinco parten en tres camiones por las carreteras de hielo, con la intención de que, al menos, llegue uno en la ventana de 30 horas que tienen antes de que a los mineros se les termine el oxígeno. Después lo mismo de siempre: el malo que parece bueno, el bueno que parece malo y el suspenso construido a partir de una carrera contrarreloj repleta de complicaciones. Y es una lástima, porque quedan en el camino a modo de bosquejo algunos tópicos que habrían llevado la narración a lugares un poco más interesantes: la relación entre los hermanos, el contrapunto entre los intereses corporativos y las vidas humanas o el compañerismo entre desconocidos frente a una situación límite. Todos temas que están esbozados, pero pasan rápidamente de largo sin mayor interés por parte de la trama. Por ahí emergen reminiscencias a El salario del miedo (salvando las distancias, que son tan grandes como las que tiene que recorrer el grupo), y la mano firme del director y guionista Jonathan Hensleigh, que a juicio de trabajos previos como Duro de matar: La venganza y Jumanji, sabe bastante de cómo generar tensión en base a correr de un lado para otro. Pero más allá de las referencias mencionadas, este thriller protagonizado por un bastante oxidado Liam Neeson es de esos que uno tiene la sensación de haber visto hace más de veinte años. Y más de una vez. Una película de acción de esperable devenir, y tan matemática en la construcción de su intriga que elude cualquier atisbo de originalidad. Tal vez entusiasme a los más jóvenes, pero para el resto el interés por los acontecimientos se derrite tan rápido como el hielo del camino.
Cuando en 2019 se estrenó la serie de HBO Chernobyl, la audiencia cayó rendida ante un producto de factura impecable, que describió con rigor histórico y profunda investigación las causas y consecuencias de la explosión del reactor ruso en 1986. Sin embargo, desde Rusia comenzaron a escucharse voces disidentes, que cuestionaron lo que mostró la ficción, llegando incluso a sentirse ofendidos por las inexactitudes presentadas. Esta respuesta tiene su correlato cinematográfico en Chernóbil: La película, la respuesta rusa en clave de melodrama con algo de cine catástrofe que se estrena este jueves. El director Danila Kozlovsky hace las veces de protagonista, poniéndose en la piel de Alexey Karpushin, bombero de la zona, que justo cuando está a punto de ser trasladado a Kiev se encuentra envuelto en el desastre. El encuentro de un viejo amor y el descubrimiento que es padre de un nene de diez años, serán los motores para entregarse por completo a la solución del desastre nuclear. Aunque falta tensión, hay momentos del film en el que la cámara en mano colabora para construir un clima asfixiante y opresivo, pero no llegan a cortar el aliento. Más bien parecen interludios en cuanto a la historia de amor del bombero, que termina siendo todavía más importante que el hecho histórico en sí. La “respuesta oficial” a la miniserie de HBO se queda en la épica heroica, pasando por alto cualquier responsabilidad política o coyuntural. Aun cuando con esfuerzo y mucha buena voluntad puede llegar a entreverse un interlineado crítico, enseguida se diluye frente a las acciones y motivaciones individuales del protagonista, y quienes lo acompañan. Todos unidos por una causa mayor, sin cuestionarse los cómo ni los porqué.
Una mujer casada inventa un viaje de trabajo para poder encontrarse con su amante, también casado. La cita furtiva es en un hotel de lujo con el imponente paisaje de Aspen como marco; y de yapa, un juego erótico de bienvenida que incluye esposas, una venda en los ojos y mucha sensualidad. El fin de semana se complica cuando la pareja descubre que es controlada por el marido engañado, que ha puesto cámaras en la habitación y los somete a un juego de gato y ratón, donde no se puede confiar en nadie. La aventura prohibida se vuelve una lucha de vida o muerte. De planteo modesto y remanido, la trama de este film de suspenso dirigido por el ignoto Víctor García seguramente podría funcionar bien en el papel -más específicamente en esas novelas de aeropuertos, de tapas provocadoras y título sugerente-, pero en pantalla se nota tanto el esfuerzo por sostenerle el engaño al espectador que la curiosidad inicial rápidamente se convierte en apatía. Los caminos se cruzan, quien puede ser no es, o sí, o tal vez... mientras uno mira de reojo el reloj para saber si todavía falta mucho. Entre un reparto que cumple hasta por ahí nomás, Claire Forlani (¿Conoces a Joe Black?, CSI: New York) se corre del estereotipo de este tipo de propuestas, por edad y dotes actorales aportándole a la protagonista un destello de credibilidad ausente en el resto del elenco. Tanto en lo explícito de su título, como en su planteo casi teatral y sus magros resultados, Infidelidad mortal es absolutamente honesta. Lo que en sí mismo no significa que sea bueno.
La premisa no es original, y menos tratándose de una segunda parte. Escape Room 2: Reto mortal encuentra a Zoey (Taylor Russell) y Ben (Logan Miller) -sobrevivientes de la primera entrega- decididos a exponer a la corporación Minos, responsable de crear las habitaciones de la muerte. Convencidos de lo que están haciendo, los amigos abrazan el sinsentido de enfrentase sin estrategias, armas o entusiasmo a una organización anónima todopoderosa y, como es de esperarse, a los pocos minutos se encuentran encerrados en un vagón de subte, primero de una nueva serie de cuartos letales. A partir de ahí queda claro que todo será más o menos igual al film de 2019: llamativo desde lo visual, repetitivo desde lo argumental. Con el agravante de haber perdido la sorpresa, y por ende cualquier atisbo de sobresalto. Como para disimular se suman a los protagonistas otros sobrevivientes, que describen su nuevo predicamento como un “torneo de campeones”, en una poco sutil referencia al título original de la película, por si no había quedado claro. La lucidez y experiencia del grupo a la hora de sortear cada obstáculo redunda en la apatía de la platea. Hacen todo tan rápido e inverosímil que cuesta involucrarse, tomarles cariño o lamentar sus sucesivas y originales muertes. Hay también una subtrama en torno al cerebro detrás del macabro divertimento y a su historia familiar. Más que nada un recurso que busca perpetuar una saga agotada antes de empezar.