CULEBRÓN POLÍTICO ¿Política y cine a través de un rodaje? No. ¿Política y televisión? Sí o más que eso: una película sobre el eterno conflicto entre israelíes y palestinos desde la óptica de un culebrón televisivo, en tono mordaz, apuntando a la comedia en vertiente pasatista y sin demasiadas complicaciones. Explico el término “complicación” de manera eficaz. Me refiero a las idas y vueltas que ostenta el guión, a los quiebres narrativos, a la simpatía y carisma de un par de personajes, al hecho puntual de tomarse en solfa – acaso con una sutil sublectura – un tema tan ríspido y espinoso. En efecto, la historia empieza como si se tratara de una película de espionaje de hace décadas o tamizada por la cultura televisiva y desde allí se sitúa a la época y a un par de personajes sin dobleces ni matices, de una sola faz pese a sus identidades falsas. De ahí en más se descubre el truco: se trata de un estudio de televisión donde se rueda una telenovela “política” pero en donde la trastienda (los egos actorales, el dinero de los productores, el aspecto público que se entromete en la trama a través de consejos y convivencias con “el producto”) provoca aquellas idas y vueltas que propone la historia. Pero hay un conflicto central que refiere a la particular relación entre el pakistaní Salam (Kais Nashif), guionista por casualidad o descarte, que trabaja para “Todo sucede en Tel Aviv”, y el capitán Assi Tzur (Yaniv Biton), que tiene una esposa fanática del culebrón. La novedad argumental no deja lugar a la sorpresa: todos los días el guionista debe pasar por la zona militar controlada por Tzur, y desde allí, surge el intercambio de opiniones, las sugerencias y consejos sobre qué hacer en el set, cómo modificar las páginas del libro, qué respetar de la historia original y qué espacio se le podría dar a la improvisación. En ese combate dialéctico de los dos personajes, con la Historia como telón de fondo (se está ante la cercanía de la Guerra de los Seis Días), la película del director Sameh Zoavi encuentra su zona interés, aun con el escaso vuelo de una puesta en escena aferrada a la palabra escrita. Claro, el parentesco es casi obvio: Todo sucede en Tel Aviv es la historia de un insólito guionista que escucha con atención qué le sugiere un militar para el mejor resultado de una telenovela de alto impacto en el rating. Sin embargo, esas carencias de puesta en escena que trasluce la película refieren a su falta de ritmo interno, base sustancial de una comedia, en este caso a años luz de una screenwall comedy. En este punto encontré un objeto referencial en la historia de Todo sucede en Tel Aviv, o tal vez, un película que hace eco en determinadas situaciones. En esa década del 90 con más bajas que punto altos, Woody Allen concibió Disparos sobre Broadway donde se establecía una especial relación entre un dramaturgo teatral y el guardespaldas de un gangster, protector de la ingenua y con voz chillona coprotagonista de la obra. En ese cruce dialéctico entre aquellos personajes caracterizados por John Cusack y Chazz Palminteri, la película de Zoavi tiene una zona de referencia, un sector de la trama que termina resultando lo más relevante en su totalidad. Es bastante poco pero cada encuentro entre Salam y Tzur termina siendo bienvenido en una película discreta y de sabor explícitamente dietético.
AQUELLA OCUPACIÓN. ¿AQUELLA RESISTENCIA? Explorar las fuertes diferencias entre el lenguaje cinematográfico y teatral no implica novedad alguna suponiendo de manera apriorística sus particulares códigos de reconocimiento. Basta elegir, por ejemplo, la obra de Tennessee Williams en imágenes y confirmar que, desde allí, se concreta de forma trasparente qué caracteriza a una puesta en escena cinematográfica de otro procedente del lenguaje teatral. El caso de El dilema de Mr. Haffmann corrobora los supuestos: se trata de una obra teatral trasladada al cine con ejes de interés en el texto, la temática abordada, la potencia actoral y un trabajo “de cámara” dedicado a ilustrar la exposición de hechos y conflictos. No estaría mal pero sí lejos de una propuesta desafiante del director Fred Cavayé en interesarse por algún matiz que vaya más allá de la ilustración de la obra original de Jean-Philippe Daguerre, ubicada en ese período donde Francia fue ocupada por el poder nazi. La historia es particular e intimista, o en todo caso, lejos de temas grandilocuentes de la Segunda Guerra Mundial. El conflicto presenta a dos personajes de peso (Joseph Haffmann y Francois Mercier), a la esposa del segundo (Blanche) y a las ocasionales y luego reiteradas visitas de un jerarca nazi a la joyería donde trabaja el dúo, patrón y empleado del lugar. Los acontecimientos, claro está, refieren a aquel período denso de la Francia ocupada, constituida en definitiva por héroes, resistentes y colaboracionistas. Pero el argumento de El dilema de Mr. Haffmann repara en tres espacios referenciales y en ambientes irrespirables, donde el contexto político descansa en el fuera de campo como breve detalle de los sucesos que transcurren en la joyería y en la casa propia y al mismo tiempo refugio donde se esconde uno de los personajes. Acá el recuerdo cinéfilo se dirige a una de las últimas películas de Francois Truffaut. Me refiero a El último subte (1980) y la historia de tres personajes durante la ocupación, uno de ellos oculto de la persecución nazi que, por si fuera poco, describe en su trama a mundo germinado por el teatro y a una obra a concebirse en ese período de la historia. Pero Cavayé ni ahí es Truffaut en cuanto a su pasión por el cine, ya que la historia de Haffmann, su mujer y su empleado, repleta de vicisitudes y novedades que no amerita revelar, conforman un corpus perfecto pero elocuente solo desde las idas y vueltas del guión y de un elenco actoral de renombre encabezado por el notable Daniel Auteuil (en la piel del joyero). Eso sí: la historia revela las miserias de aquel entonces, los miserables comportamientos humanos frente a situaciones límite y la toma de decisiones ante un contexto que corroe y oprime. Es decir, una serie de “grandes temas” que invaden las dos horas de película. Dos datos adyacentes de cuño cinéfilo. En el rol de Blanche aparece Sarah Giraudeau, hija de Bernard Giraudeau, prolífico actor que trabajó en películas de Leconte, Claude Miller, Granier-Deferre, Assayas, Nicole Garcia, Diane Kurys, entre otros y otras. Y si se sigue con anexiones entre padres e hijos el papel del oficial nazi lo personifica Nikolai Kinski. No necesito informar quien fue su particular progenitor.
LOS RECUERDOS, EL RECUERDO Imágenes borrosas que dispara una videocámara (digital) de los 90, “cuadraditos” y pixelados por doquier para ubicar la época, una niña filma a un señor, una pequeña hija a su padre, diálogos entrecortantes que validan aquella técnica de entonces. Una película sobe un padre y su hija, Calum y Frankie, acaso una historia más por un tema transitado o más que eso en el cine. Pero no: la opera prima de la cineasta escocesa Charlotte Wells es un aluvión de ideas originales, de bordear los lugares comunes y saltar con elegancia el clisé y el estereotipo y la confirmación harto suficiente de que el tratamiento que se le da a una historia interesa más que el argumento, que la mera ilustración de un guion a través de las imágenes. Ocurre que aquello que representa Aftersun puede describirse en no más de veinte, treinta palabras. No más que eso y más que transparentes para contar una relación particular, un estado de ánimo, una serie de encuentros, complicidad y camaradería entre una niña de 12 y su atribulado progenitor. El paisaje es burgués pero no incomoda, acá no se trata de exhibir otro ejemplo de vulgaridad y exotismo turístico con los personajes (con)viviendo en un resort turco. Interesan los cruces de miradas entre ambos, el lógico crecimiento de ella, los movimientos de él donde se combinan ternura y torpeza, o acaso una forma de detener el paso del tiempo. Se habla de la madre ausente, de la separación, pero solo lo necesario: la cámara de la directora disecciona con elegancia a un par de personajes viviendo una etapa de reconocimiento mutuo. Esa empatía y ese descubrimiento del otro se manifiesta a través de pequeños trazos, de supuestas escenas sin trascendencia pero en donde se infiere mucho más que aquello que se exhibe. Un escena de karakoe con la nena cantando (mal) “Losing My Religion” de R.E.M., o por ahí otra donde suena un tema de Blur, también una partida de pool, una travesía en micro, un llanto catártico del padre, un par de miradas de la niña que dicen bastante en relación a ese encuentro que acaso sea el primero, y al mismo tiempo, el último. Pero el sujeto narrador de Aftersun es la Sophie adulta aquella que registró las imágenes y que aparece de manera fragmentada pero necesaria en el relato. Es ella la que filmó a ese padre cuarentón, quien lo observó a través del lente, quien vivió su crecimiento en pocos días, acaso el tránsito de la niñez a la adolescencia o la instancia inicial en la que se rompe o empieza a romperse la relación con un progenitor. Pero aclaro: sin nada de psicología de café y de descubrimiento edípico ni de otras variables procedentes del diván. A puro sentimiento veraz entre una niña y un padre, interpretados por un dupla inolvidable (Frankie Corio, Paul Mescal), como ese pasillo final de aeropuerto bien blanco que las imágenes del presente ya no pueden contener a esas otras que registró la cámara digital de los años 90 con sus respectivos “cuadraditos”.
DE PUERTA A PUERTA Dolorosa, intimista y de una calidez infrecuente es la propuesta de Filippo Meneghetti, su opera prima, que cuenta con un plus notable: la potencia actoral de su dupla protagónica. Nina (Barbara Sukowa) y Madeleine (Martine Chevallier) viven ese amor de vecinas, de puerta a puerta, en secreto y a espalda de todos. El inicio de Nosotras es un encuentro de pieles, de intimidad entre penumbras, de baile y música adheridas a dos cuerpos que se desean, se tocan, aman y necesitan. Esos silencios transmiten felicidad y ocultamiento al otro. Pero esa felicidad verá trastocada por lo inesperado, el corte abrupto a propósito de la declinación de salud de Madeleine. Ese quiebre se produce a los veinte minutos del inicio de una trama que, desde allí, acumulará otros riesgos y nuevas zonas de conflictos, también la aparición de personajes secundarios de peso (la hija y parentela cercana a una de las mujeres; la enfermera presta a ayudar a Madeleine). Nosotras es una película de perfil bajo, de construcción de personajes y de climas atenuados que no necesitan de subrayados y escenas de alto impacto. En las miradas y decisiones de Nina frente a la inmovilidad casi total de Madeleine están los detalles que sintetizan el dolor, la casi resignación por ese presente que se fue de manera inesperada, el temor a la soledad, el secreto de la felicidad de una pareja que debería revelarse, la sensación de impotencia ante la fatalidad. El director Meneghetti explora con su cámara un par de ambientes, solo eso, esos espacios íntimos en donde dos mujeres de setenta años fueron felices y ahora las separa el dolor. En ese escaso tránsito entre un departamento y otro se sintetiza la débil frontera entre la felicidad y la desazón, esos bellos momentos íntimos y un presente difuso e inestable por circunstancias inesperadas. Desde allí, el personaje de Nina toma la posta del relato y se convierte en el punto de vista de la película. En las decisiones que deberá afrontar para no perder al gran amor de su vida y en las complejas peripecias que tendrá con la hija de Madeleine. Nosotras en un film de cámara, refugiado en dos o tres espacios, que no reclama del espectador un sentimiento más exigente que el de una caricia, una insinuación, un instante efímero de felicidad. Para comunicar ese bajo perfil desde su propuesta argumental, como ya comenté, el film cuenta con dos notables actrices. Por un lado, la francesa Martine Chevallier, quien en un par de planos al inicio de la historia transita el oscuro camino a la enfermedad. Y Nina, en la piel de la bella madurez de la gran Barbara Sukowa, actriz de Fassbinder (Lola; la miniserie Berlín Alexanderplatz) y Margareth Von Trotta (Rosa Luxemburgo; Las hermanas alemanas; Hannah Arendt), quien a través de sus silencios y pequeños gestos se resume una historia de amor. Eso es Nosotras y resulta más que suficiente.
¿EL PRECIO DE LA FELICIDAD? Quienes deseen sumergirse en el témpano estético y temático que transmiten las imágenes de Little Joe: el negocio de la felicidad serán más que bienvenidos. Por su parte, aquellos que no resistan la gelidez de puesta escena, las actuaciones dignas de un congreso de esquimales y el diseño de producción invadiendo cada plano, en contrapartida, abandonarán la propuesta a los pocos minutos. La nueva película de la directora austríaca Jessica Hausner (Amour fou; Lourdes), la primera en inglés, ancla su interés en un grupo de especialistas que desarrolla un planta para inculcarle felicidad a la gente. En medio de experimentos y pruebas varias y un arsenal de guardapolvos médicos, el inicio describe un cuadro de situación, la planificación previa a dar luz a un experimento que tendrá derivaciones insospechadas. Hausner presenta a Alicia (Emily Beecham), responsable de la creación de la planta, y a su hijo Joe (Kit Connor), algo nerd el muchacho, y a un tercer personaje, el inquieto (dentro la estética freezer que impera en el film), Chris (Ben Whishaw), quien trabaja en la oficina-laboratorio y está enamorado de la doctora separada de su esposo. Algunas cuestiones extrañas comienzan a suceder y a ocurrirles a algunos personajes debido a que huelen el polen de la susodicha plantita: modificación de comportamientos, un perrito medio alterado, preguntas sin responder, planteos en la oficina laboral repleta de especialistas y Alicia como centro operativo del relato sospechando que algo hizo mal y que ella es la responsable. Para colmo, la planta (que no es carnívora, aclaro) ahora está en su casa y Joe anda por ahí y el joven también se sentirá atraído por la novedad. Es innegable que Little Joe: el precio de la felicidad escarba en clásicos de los viejos tiempos adheridos a la ciencia ficción paranoica o no (Usurpadores de cuerpos y El pueblo de los malditos y sus correspondientes remakes a cargo de Philip Kaufman, John Carpenter y Abel Ferrara) transmitiendo esa bienvenida incomodidad de que algo extraño ocurre en determinados ambientes legitimados y reglamentados por la sociedad. En contraste a esas invocaciones cinéfilas, la puesta en escena remite a la gelidez expositiva de los títulos más extremos (Alps; Kinetta; Canino) del cineasta griego Yorgos Lanthimos. En esa combinación de cita cinéfila y puesta al día de un cineasta prestigioso como es el responsable de Langosta y El sacrificio del ciervo sagrado, la propuesta de Jessica Hausner pierde interés o, todo caso, resuelve su trama a través de la imposición del diseño de producción y de la construcción de ambientes (el laboratorio, la casa de Alicia y Joe) que transmiten poco y nada al espectador. En Little Joe: el precio de la felicidad el envoltorio visual prevalece por encima de la puesta en escena. Y desde ahí la película se convierte en una visita inestable por un frigorífico de primer nivel. Y solo eso que es bastante poco.
DEL ODIO AL PERDÓN Suerte de fábula moral matizada con su correspondiente lectura política coyuntural, el primer largo para cine de Mauro Mancini descansa en aquello tan re-conocido de “film con temática importante” Efectivamente, No odiarás presenta a Simone (Alessandro Gassman, hijo del signore Vittorio), un cirujano que carga con el pasado de su padre que sobrevivió en un campo de concentración y que, en plena faena deportiva y de descanso, se alerta por un accidente de tránsito y descubre que un herido exhibe tatuajes en su cuerpo relacionados a la prédica nazi. De allí surgirá su decisión de abandonar ese cuerpo y dejarlo morir pero, al poco tiempo, arremete la culpa en él, motivo por el que investigará y descubrirá a la familia del muerto: justamente él, hijo de un sobreviviente del Holocausto escarbando en las vidas de tres personas, los tres hijos de aquel sujeto tatuado con svásticas varias. No odiarás es eso, desde su entramado argumental: una película sobre la responsabilidad y la culpa, la hipótesis de redención del personaje central, el perdón rondando por la cómoda vida burguesa (y solitaria) del experto y rutinario cirujano, la descripción de las vidas de los tres hijos del muerto en el accidente de tránsito, la confrontación ideológica entre dos mundos contrastantes, la lectura actual a la que se anima una película al referirse a grupos nazifascistas que representan parte de la Europa contemporánea. En ese punto, la forma que en Mancini ausculta la psicología de los tres hermanos tiene sus virtudes y defectos en cuanto a decisiones de puesta en escena y tipologías de personajes. Por un lado, la inocencia del hermano menor, puente entre sus mayores. En segunda instancia, el violento Marcello (Luka Zunic), exhibido en la película sin demasiados matices desde su repudiable ideología. Sin embargo, la hermana del trío, la bella Marica (Sara Serraioco), será el puente entre ese hogar ahora sin padre y la vida del cirujano, quien contrata a la joven como empleada doméstica. En esa cálida y problemática relación la película encuentro su zona de interés: una relación donde ella desconoce el motivo por el que está trabajando con ese personaje que dejó morir a su padre. No odiarás transcurre placenteramente dentro de un territorio reconocible que en alguna ocasión se excede en símbolos y metáforas. Sin embargo, su gravedad y solemnidad expositiva (en este punto el hieratismo de Gassmann Jr. refuerza esta tesitura) no incomodan demasiado, en tanto, su propósito argumental se inclina únicamente a contar una (buena) historia sin recurrir a la trascendencia y al formulario habitual en esta clase “de relatos importantes sobre la condición humana”
EL AMOR DURANTE EL TIEMPO DE LAS PALABRAS En la hora cuarenta del décimo segundo largometraje de Emmanuel Mouret los personajes (en especial, la pareja central) no paran de hablar, de relacionase a través de las palabras, de interiorizarse en las idas y vueltas de una historia de amor acotada en el tiempo, pautada a través de carteles con fechas y días y sometida a la felicidad inicial, al disfrute posterior y al final abierto en cuanto a una segunda oportunidad. La palabra impera en el desarrollo narrativo de Crónicas de un affair y no está mal que así sea pero, al mismo tiempo, ese esqueleto argumental que describe la relación (¿infiel?) de Charlotte y Simon (ella más liberal, él introvertido y algo insoportable; ella madre soltera, él casado y con hijos) queda supeditada al guion, al texto declamatorio, importante o banal (o las dos cosas al mismo tiempo), a la elección de una puesta en escena en donde la imagen en sí misma y los silencios poco importan. El fantasma de Eric Rohmer sobrevuela en los tonos y climas de Crónicas de un affair, con especial énfasis en esas parejas de los 60 y 70 que hablaban sobre y desde el amor citando a Pascal mientras comían una ensalada dentro de un paisaje bucólico. Acá no hay mañanas campestres para disertar sobre filosofía y menos preguntarse por ese rayo verde sino el recorrido de una relación afectiva con sus momentos de intimidad pero, eso sí, construido a través de la palabra. Interesa el cigarrillo posterior (bueno, perdón, ya casi no se fuma…) más que el placer en la intimidad y los encuentros “teóricos” de Charlotte y Simon más que la exhibición de la piel y de un par de cuerpos. En la película de Mouret se manifiesta abiertamente el hecho de planificar un posterior encuentro casual o no de la pareja en el futuro que la exhibición de dos cuerpos felices entre cuatro paredes. Hace unos años se estrenó otro film francés (de 1999), Una relación privada (Une liason pornographique) de Frédéric Fonteyne, que de porno no tenía nada, pero sí una potencia afectiva que anclaba en la intimidad de la pareja (Nathalie Baye y Sergi López) y no en los aspectos teóricos de esa relación, un poco en la vereda opuesta de aquello que propone Mouret a través de la flacucha Sandrine Kiberlain y del verborrágico que tartamudea cada dos por tres interpretado por Vincent Macaigne. Cabría plantearse, por lo tanto, si el cine de Mouret (con su película anterior, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos ocurría algo similar) tiene vida propia o siempre necesitará verse reflejado en el espejo rohmeriano de décadas atrás. Y también, vale preguntarse, si este prolífico director francés de la última década (también actor) descansa en una cómoda zona narrativa donde ese cine anterior al que refiere de manera transparente lo inclina a someterse a la mera copia, a la cercanía del plagio, a la imposibilidad de construir un universo propio y personal.
SOBRE PADRES E HIJAS Primero y principal: se agradece el estreno de una película de origen griego (sí, los franceses metieron plata, ya lo sé) en una cartelera escuálida y con pocas variantes y que sus exhibiciones, a partir de hoy vayan más allá del prestigio (bien ganado o no) de Yorgos Lathimos detrás de cámaras. En efecto, el director de Canino y La favorita es el número uno del cine de su país pero desde hace tiempo (¿o acaso siempre fue así?) pertenece al mundo de los festivales clase A, a la alfombra roja importante, a los 50 / 60 realizadores que visitan con frecuencia Cannes, Berlín, Venecia, San Sebastián. Con 66 preguntas a la luna (que también tuvo su recorrido en eventos cinematográficos, aunque en menor escala) ocurre lo contrario: cuenta una historia local con objetivos universales, pero con una estética particular, que oscila entre tonos y atmósferas de distinta intensidad, alejándose de los lugares comunes de su propuesta argumental. Conflictiva relación entre padre e hija, él con fuertes síntomas que disminuyen su salud con prontitud, en tanto, ella que retorna a Atenas, en apariencia, para cuidar de su progenitor enfermo. Otros personajes secundarios visitan al semipostrado padre por momentos “ausente” y con declinaciones corporales muy fuertes, pero esto poco parece importarle al resto. Salvo a la hija, que se refugia en recuerdos y en el uso del tarot, acaso como escape, o como olvido de la situación o, quien sabe, como resolución de un conflicto que pertenecería al pasado. La propuesta de la directora debutante Jacqueline Lentzon, en cuanto a los materiales temáticos, es más que desafiante: alejarse de los clichés de una relación donde un cuerpo enfermo cobra protagonismo en imágenes, más aún, si ese cuerpo se reencuentra con un familiar luego de una etapa de distanciamiento. “Distanciamiento” podría ser la palabra exacta para calificar 66 preguntas a la luna, pero no por la calidez que transmite la relación divagante de padre e hija, sino por la forma en que la directora opera para que la película no descarrile hacía la lágrima fácil y el golpe bajo. En ese sentido, la elección del punto de vista y del sujeto narrador en manos de Artemis (la hija) desplazando narrativamente la figura de Paris (el padre) esquiva cualquier explosión emotiva o eje desde el cual el espectador se sienta identificado a través de la enfermedad. En segunda instancia, el anclaje hacia el pasado de ella se manifiesta desde viejos VHS y de juegos deportivos de ambos personajes, momentos en los que Artemis y Paris parecen fusionarse en una sola criatura. Pero el aporte esencial de la trama, aunque parezca paradójico, trasluce por aquello que no se exhibe, es decir, a raíz de la ausencia de crueldad (ay, el espectador de cine “petite bourgeoisie”) que manifiestan las imágenes. En un cine que en más de una ocasión se regodea en la gratuidad de golpes bajos y excesos de toda índole, Lentzon busca y encuentra un equilibrio casi perfecto entre un argumento convencional y bastante remanido y una forma diferente en transmitir el estado de las cosas. En esas decisiones que elige la realizadora, 66 preguntas a la luna se convierte en un pequeño pero bienvenido acontecimiento cinematográfico.
¿ELOGIO DEL PLANO SECUENCIA? La pregunta necesitaría una respuesta, claro está, pero en medio de los signos de interrogación resplandece ese término que hace ruido: plano secuencia o una decisión formal sostenida por recursos técnicos en donde el director exhibe su protagonismo (¿narcisismo?) a través de la cámara. Cineastas reconocidos por construir una estética determinada valiéndose de una única toma: Welles, De Palma, Tarkovski, Kubrick, Berlanga, la lista sería interminable. Y la técnica con el uso de la steadycam que permite tal grado de exhibicionismo. Y el recuerdo de El arca rusa, de Aleksandr Sokurov, y una película enteramente concebida desde un plano secuencia para contar el fin del zarismo y el preludio (al final, en off) de la revolución bolchevique. Y así se llega a El chef (Boiling Point, el original, más adecuado), de Philip Barantini (dos largos para cine y series de televisión) y su historia que transcurre en un restaurante, filmada en una sola toma, y por lo que se sugiere en la información de prensa, decidida de esa manera debido a la aparición la pandemia… Es decir, un plano secuencia que gobierna en todo un film a propósito de un hecho ajeno al lenguaje cinematográfico. Si esto es verdad o no, poco importa: aquello que queda en imágenes es lo fundamental, y El chef transmite en varias escenas una energía que parte desde lo formal para configurarse en aquello dramático, en lo que desea narrar, en ese punto de inflexión donde la destreza técnica se fusiona al relato en imágenes. ¿Qué cuenta la película? Las peripecias que se viven en la trastienda de ese restaurante en época de fiestas navideñas, las viñetas y pequeñas historias de los que trabajan en el lugar, las indicaciones de los / las chef (porque son más de uno), las alusiones a los afectos, las preguntas y respuestas relacionadas al rubro gastronómico. Y esa cámara que no para de moverse en muchas ocasiones y que conecta (sin corte, claro) el ámbito privado (la cocina) y el público (el local en sí mismo). Y desde allí surgen otras viñetas y aportes narrativos. En este caso, a cargo de los parroquianos en el prestigioso restaurante: tres imbéciles influencers que dicen algunas pavadas, un norteamericano de tinte racista, el enemigo del chef principal que concurre al lugar con una crítica en estos temas, una clienta que padece alergias varias. Y así transcurre la hora y media de la propuesta de Barantini, describiendo un micromundo sin corte entre toma y toma y gracias al uso de la steadycam. Y de esta manera se cuenta una historia a través de pequeñas historias o anécdotas) que, por suerte, no quedan inválidas frente a semejante apuesta formal. El chef es una película de perfil bajo que nunca traiciona sus intenciones.
PESADILLAS VARIAS Mete miedo elige un planteo inicial seductor, pero de propósito directo en cuanto a su alta dosis de terror: una figura femenina, un (auto)sacrificio, un ritual sangriento, un personaje en estado de coma casi irreversible. La genealogía del espectador adicto al género se verá pipón con esta escena-prólogo, eficaz y elocuente. De ahí en más empieza la construcción del rompecabezas narrativo. Tres personajes de peso: la fiscal Fátima (María Abadi), una oficial de policía (Melisa Garat) y un detective (Marco de la O, actor exportado), más otro, u otras, de marcado énfasis a través de sueños irresolutos, pesadillas y sustos varios. Sin necesidad de aclarar detalles puntuales de la trama, la película de Néstor Sánchez Sotelo presenta climas acordes a este tipo de relatos, un protagónico uso de la luz, los clásicos recorridos de la cámara por pasillos intimidatorios y el afán por desentrañar una historia que escarba en un pasado siniestro y de compleja resolución. Es aquello que le sucede a la joven en estado de coma, que impensadamente deja ese estado, ante la sorpresa de los otros personajes (la fiscal y el detective), relacionados ambos con ella desde diferentes motivaciones afectivas, y planteándose de ahí en más en cómo seguir ocultando un hecho del pasado a la paciente recién recuperada. Mete miedo encuentra sus mejores momentos cuando las dos mujeres se establecen en una casa llena de recuerdos, un supuesto ambiente ideal para que se inicie una nueva vida. En esos espacios la trama dispara su interés a desovillar ese pasado oculto, algunos secretos a revelar, una exploración catártica a resolver en un futuro cercano. Sin embargo, la película juega a dos puntas, a dos intereses estéticos que en más de una ocasión no se complementan sino que se chocan entre sí. Sucede que la historia decide ser efectista a través de esos numerosos sueños y pesadillas, de elocuencia gore y de tinte sangriento, en oposición a una zona más efectiva donde las dos mujeres protagonistas viven encerradas a propósito de la curación de una de ellas. Está bien y se entiende perfectamente que Mete miedo necesite describir la psiquis de un personaje que acaba de despertarse de un largo coma y de otro que oculta un hecho puntual con esos momentos que distinguen al género desde su lugar más reconocible (sangre a borbotones, fantasmas y ánimas, etc.) pero ocurre que en ese doble juego entre el efectismo y la eficacia la película pierde su sustancia como tal inclinada a convencer a un público adictivo y a otro no habituado a esta clase de historias. En esa zona indecisa de la narración, los minutos finales arman aquel rompecabezas inicial entre momentos sugerentes y otros donde retorna la obsesión por el efecto gratuito y el exhibicionismo sin vueltas. En definitiva, una película partida en dos desde la sutileza hasta la arbitrariedad sin anclajes intermedios.