RETORNO AL PASADO Un film sensorial, de escasas afirmaciones y de extremos silencios, dubitativo desde el punto de vista dramático pero original debido a su puesta al abismo, por momentos desconcertante, termina resultando Perros del viento del rosarino Hugo Grosso. Esa apuesta a una zona intangible y de inestabilidad permanente ya se presenta en la escena-prólogo: el suicidio sin explicación alguna de una perra siberiana, en el Parque de España de Rosario, ante la sorpresa de Laura, su dueña (Gilda Scarpetta). Desde allí la narración se ubica en un ciclo transmedia, en España, en un programa sobre comportamiento animal, donde trabaja Ariel (Luis Machín), un exiliado. El relato conectará esos dos mundos a través de un retorno al pasado, una vuelta de Ariel a su lugar de origen, una travesía donde el hecho ocurrido con el can sirve como pretexto: un MacGuffin que oficia como disparador argumental para darle lugar a la interioridad de un personaje y sus afectos (una ex pareja, su mejor amigo, una tía) junto a un paisaje que adquiere un significado distinto a propósito de los diversos reencuentros. En esa planicie narrativa, donde el sonido cobra protagonismo, Perros del viento presenta sus mejores momentos. Las referencias aluden a un affaire anterior entre Ariel y Laura, ahora casada con José María (Roberto Suárez) aquel mejor amigo (y con un hijo en la pareja), junto a la suma de interrogantes que la película plantea y que el personaje central deberá desovillar en su retorno al lugar natal. Ocurre que esa extraña y sugerente atmósfera que el director transmite a determinadas escenas condice con el comportamiento de los personajes. En ese sentido, el tono elegido es serio y ceremonioso, sin atisbos de felicidad alguna desde Ariel pese a sus reencuentros y afectos perdidos y pendientes. Acaso los diálogos que establece con la tía (Marta Lubos) y con el hijo de la pareja (Lorenzo Machín) actúan como pequeños oasis entre tanta solemnidad expositiva. Son los riesgos que elige el director desde su puesta de cámara y de una escritura fílmica que, en algunas zonas, se dirige a una peligrosa impostación. En otras palabras: Perros del viento es una película que escamotea los lugares comunes y los tips de una historia donde un personaje se reencuentra con afectos de antaño pero en determinadas elecciones temáticas y en el marcado tono grave al que recurre en más de una ocasión trastabilla en su propósito narrativo, ingresando en una zona de inválida de identificación hacia un supuesto espectador. En ese bienvenido riesgo, aun dentro de sus indecisiones dramáticas, la película encuentra un plus de calidad en el trío actoral protagónico (Machín, Scarpetta, Suárez) componiendo dificultosos personajes que también se alejan de la medianía y del carácter superficial en esta clase de historias.
LA TRASTIENDA Quince, veinte jerarcas nazis de diversos rangos y cargos, militares y civiles, decidiendo la Solución Final en la conferencia de Wannsee, en 1942, mientras la guerra seguía sucediéndose en diversos frentes y aquel poder empezaba a tambalear. Un grupo que se respeta y espía, que tiene cuentas pendientes, que conversará y opinará desde diferentes puntos de vista sobre temas relacionados a “lo judío”, pero también, a cuestiones internas que describan a algo no tan homogéneo como se preveía. Envidias, celos, miradas de reojo, frases y palabras cortantes, explicaciones y datos, números y cifras, espacios geográficos por resolver, qué les tocará a cada uno, lo protocolar en su máxima expansión. Todos hombres adustos, pocas risas y alguna ironía, solo una mujer dejando constancia del encuentro que tendrá un par de interrupciones para dirimir en fuera de campo o en campo qué hacer en ese instante y así remitir toda la información a los superiores, a los que no están, a quienes articularon a esas piezas desparramadas en una sala de reuniones y de ese modo concretar el definitivo Holocausto. La película del prolífico director alemán Matt Geschonnek (un puñado de películas para cine y un montón para televisión) se aferra a la palabra escrita, al guion y a las actuaciones, a la convención formal del plano y contraplano, para transmitir un discurso aterrador, que no esconde nada, que se comunica al espectador como si se tratara de una reunión de hombres de negocios o del directorio de una empresa que debe decidir el destino de otro, de alguien considerado inferior, de un supuesto empleado molesto que ya no merece ocupar un lugar laboral. De ahí que el horror de la guerra y el destino de quienes estaban en los campos de concentración del nazismo, según la propuesta de La conferencia, se manifiesta con elocuencia y al detalle alrededor de una gran mesa y con veinte sillas en dónde sentarse. En ese punto, en el trayecto del film, se produce cierto encono de algunos de los participantes, los roces entre el mundo civil (ministerial) y militar, destacándose las siniestras palabras y la seguridad con la que comunica su discurso Adolf Eichmann y las miradas y los silencios que se corporizan en Reinhard Heydrich, el enviado de su superior Hermann Göring. En esos dos personajes y, en un tercero, el doctor Wilhelm Stuckart, se sintetizan los otros y los objetivos de la película: tres opiniones diametralmente opuestas sobre los temas a tratar, desde lo protocolar y analizado de antemano (Eichmann), desde la pausa y el oído atento (Heydrich) y desde el reclamo y las preguntas por hacer (Stuckart). Tres visiones diferentes que acordarán, luego de mutuas desconfianzas, la terrorífica “solución final al problema judío” Por eso los últimos planos corroboran la decisión. La despedida y algún brindis dejarán espacio a otras reuniones que no pueden esperar demasiado. El horror se ha presentado desde las bambalinas, detrás del telón, desde el marco teórico. La última toma con la sala de conferencia vacía antecede a la praxis, a esa ejecución final que fue decidida en un paisaje bucólico pero entre cuatro paredes, una mesa de trabajo y algunos cómodos asientos.
UNA FIESTA, UN DISCURSO Y UNA PAREJA Película basada en un creador de cómics, actor principal procedente de la Comédie Francaise y director acostumbrado a un cine industrial donde se dan cita la ligereza de la comedia y, en más de una ocasión, el universo de las historietas vía Asterix y Óbelix. El coctel no se presume demasiado original pero sí tiene su base inicial y su sinceridad estética: El brindis es un film de guión, de palabras justas y ritmo interno que puede alentar al elogio en un principio y luego convertirse en declarada fórmula y en donde, vaya riesgos, se fusionan el lenguaje del cine con la caja cerrada que identifica al teatro (espacios, tiempos narrativos, actuaciones). Es que la película de Laurent Tirard presenta a un personaje inquieto que desde el comienzo se entera que su pareja no va más y que ella se va en plan de descanso. En medio de la tristeza, el particular conjunto familiar que rodea a Adrien (Benjamin Lavehrne, con momentos divertidos y otros agotadores debido a su excesivo protagonismo) que, por si fuera poco, aprueba que la hermana, a punto de casarse, le proponga que se encargue del discurso al momento del brindis festivo. Esa es la historia y punto y desde esa acotada propuesta El brindis dispara su arsenal estético constituido por flashbacks, rupturas narrativas, artificios dentro del plano (por ejemplo, esa cuarta pared que se hace añicos y que convence y luego llega al mero abuso formal) y saltos en el tiempo que tratan de darle fluidez y sustancia al relato. En efecto, los recursos estéticos de El brindis se reflejan con elocuencia en el mejor Woody Allen de los años 70 y 80 (Annie Hall, entre otras maravillas) o en la batería de palabras del bienvenido cine ombliguista de Nanni Moretti pero con las diferencias de cada caso. Si aquello de hace casi medio siglo las decisiones de Allen provocaban sorpresa y trasuntaban originalidad, ahora en El brindis (o El discurso) se recae en una fórmula que se agota en sí misma. Sin embargo, las idas y vueltas del personaje central, recordando el pasado y planificando mentalmente el discurso casamentero, cierta delicada ironía en relación a la particular familia que lo rodea (los padres, por ejemplo) y algunos buenos instantes en la fiesta, rutinaria y plagada de clisés (¡el baile del conga!) elevan un tanto la meseta de calidad en la que descansa la película. Curiosidades o no tanto: lo mejor de El brindis no se encuentra en su vetusta apuesta formal sino en la aplicación temática de algunos lugares comunes ya vistos y digeridos en muchos films parecidos. Rarezas del cine industrial francés que hasta sirven para disimular su conservador final en relación al matrimonio y al lógico desgaste debido a la convivencia.
VADE RETRO Puede parecer poco gratificante como resultado final pero una película como Bienvenidos al infierno, con sus subas y bajas en la captación de climas y en la reiteración de tips genéricos acaso se convierta, con el paso del tiempo, en un antes y un después dentro del terror vernáculo. Se parte de una premisa poco original pero que a medida que se desarrolla el relato interesa cada vez menos: el embarazo de una chica, el supuesto padre de la criatura, el personaje de El Monje (junto a su grupo de música heavy metal o como se quiera denominar), cancerbero de cultos satánicos y rituales varios, y la explosión – en la última media hora – de una estética slasher explícita (bah, eso es el slasher…) que no deja lugar a ocultamientos o búsqueda del fuera de campo. Con esas zonas argumentales, la directora Jimena Monteoliva (Toda la noche; Clementina; Matar al dragón) construye una película más dentro del género; sin embargo, un par de variables la distinguen de otras producciones ad hoc que terminan convirtiéndose en una fiesta de egresados de tinte amateur. Ocurre que los mejores momentos de Bienvenidos al infierno transcurren en un paisaje primitivo, temible, acondicionado al género, pero donde la sutileza le gana espacio a la exhibición de sangre, truculencias varias y a esa estética demostrativa que caracteriza al slasher. En esa cabaña-casucha con-viven la joven (Costanza Cardilla) y su embarazo y su abuela muda (excelente Marta Lubos). En esa particular confianza de una con la otra se anuncia aquello que está por venir: la resistencia de dos mujeres frente a la invasión de un grupo fanático de rituales demoníacos. En la particular forma de comunicarse entre ambas y en la utilización de ese espacio como lugar de oposición y contraste frente a los otros (los hombres), la película de Monteliva se ubica en la periferia del género, en una zona intangible donde se propone renovar ciertos códigos y marcas ya estereotipadas en docenas de títulos. Esa amistad de nieta y abuela (¿custodias del bien o del mal?) deja aflorar otra lectura plausible dentro de la trama: una mirada feminista sobre el asunto, sin discurso estentóreo, donde la mujer ocupa el centro de la acción no como víctima sino desde dos cuerpos, ¿o tal vez… tres?, dispuestos a todo, a ubicarse en un lugar donde el hombre es rechazado, en este caso, por su adoración a Satanás. En esa disyuntiva por elevar el nivel de una película de género más allá de sus constantes y claves, Bienvenidos al infierno flaquea en la construcción del mundo masculino a través de El Monje junto a su cortejo-banda musical: un grupo de personajes que parecen salidos de torpes parodias de Kiss, Alice Cooper y Ozzy Osbourne. Y es una pena porque en el vínculo entre las dos mujeres la película logra inusitados momentos de placer e interés al alejarse del terror más obvio y convencional.
EL ESCÉPTICO Baraja va y viene. Se snifa cada dos por tres, lee, escribe, es escritor, su madre se está muriendo, intenta retornar con su pareja, se encontrará con un amigo, trabaja en una revista como free lance, un turbio vecino le propone un toco y me voy (y todo lo que se pueda imaginar) sexual y sin contemplaciones, su casa está iluminada tenuemente, se encontrará con la hermana que le informa de la enfermedad de la madre de ambos, saldrá a andar con el auto, cenará o algo parecido con un ex compañero de militancia al que encuentra paseando a su perro en una plaza. Corte. La extensa frase anterior condice con un estado de ánimo, un cuerpo y una mente que funciona a mil, la de Baraja (Gerardo Otero), cuarentón, sumergido en un montón de depresiones, embebido de escepticismo y desazón, por su trabajo, por los afectos, por la política, por la autoabandonada militancia en el peronismo. Y se snifa una y otra vez. Baraja es un personaje que duerme con los ojos abiertos y es la apuesta del director Juan Baldana (Los del suelo; Soy Huao; Arrieros) sobre la novela de Gonzalo Unamuno. Es el tipo que se mira al espejo y es una sombra, un fantasma de aquello que fue, el que se corrió de todo aquello que le interesaba, el que ahora intenta sin suerte armar un rompecabezas desde una nueva vida… donde aparece el pasado. Ese pasado en Que todo se detenga está mostrado a través de flashbacks, con otro tipo de luz y decoración, con una madre protagonista, un padre pusilánime o algo parecido a eso, un pariente familiar digno de temer. Y ese chico silencioso, Baraja niño, en ese hogar particular. Acá la película se hace bastante obvia, en esos retornos al pasado donde se subraya el presente del Baraja escritor, el del transparente escepticismo, el de la frustración cotidiana, el del actual apoliticismo. El que, por si fuera poco, acaso tengo una paternidad que resolver. Este descenso a los infiernos de un personaje como el de Baraja tiene dos escenas clave que manifiestan los objetivos de la película, y por extensión, de la psiquis descontrolada de su personaje central. Una de ellas refiere al encuentro con su hermana (María Canale, excelente actriz), instante breve pero contundente con Baraja disertando sobre cualquier tema y su hermana ubicándolo en el contexto de la madre de ambos. El otro es más extenso, con Baraja en silencio, sin comer y escuchando a su compañero de militancia (Alan Sabbagh), ahora en pareja con la mujer del escritor. Baraja interrumpe los monólogos del otro para ir al baño y darle otra vez a las fosas nasales. En esas dos escenas se encuentran los polos opuestos pero complementarios de Que todo se detenga. En una, el afecto familiar que se perdió, y en la otra, la declinación del personaje por seguir participando en la política. Dos escenas que suceden en ese presente sin control y no en aquellas que transcurren en el pasado que, por momentos, neutralizan las zonas rescatables que ofrece la película.
LAS MANOS DE ZHENIA Siempre da un prestigio más allá de lo habitual introducir a un personaje acompañado de una composición clásica. Es lo que ocurre con Zhenia y el telón musical vía Shostakóvich para el principio de Nunca volverá a nevar. En efecto, la errabundia inicial del personaje central, un masajista de origen ucraniano, sirve como presentación no solo de la criatura unívoca de la trama sino también de su inmediato contrapunto: un paisaje artificial y los residentes de una comunidad de importante pasar económico. Con ese prólogo, la película de Malgorzata Szumowska y Michal Englert despliega su inicial interés no solo por la novedad de su argumento sino por una serie de decisiones estéticas que luego del carácter sorpresivo del comienzo, con el devenir del relato, terminará convirtiéndose en la aplicación de una fórmula de mero tinte preciosista. La dupla detrás de cámara, una directora y su habitual director de fotografía, aclararían los resultados finales de la película de origen polaco-alemán. Por un lado está el citado Zhenia como sostén dramático de la historia junto a un grupo de personajes secundarios que descansan en las manos del personaje y escuchan sus consejos y sugerencias. También en el magnetismo de su mirada. Por su parte, esa particular clientela, en estado de permanente inestabilidad, que se muestra insatisfecha aun en medio de su confort económico. En esos personajes satelitales Nunca volverá a nevar corrobora sus intenciones: una exploración estética y temática donde se entremezcla realismo con escenas oníricas o, en todo caso, donde ese realismo ingresa en una peligrosa zona donde confluye una atmósfera misteriosa junto a cierta caricaturización de situaciones. En ese cóctel estético fluye con sutileza el personaje de una mujer rodeada de sus perros como si se tratara en clan familiar. Pero lo más ostentoso y al mismo tiempo problemático que la película ofrece en su plausible interpretación ideológica. El personaje del masajista es un inmigrante ilegal procedente de Chernobyl y los moradores de la comunidad, una zona urbana de economía alta, residen en las afueras de Varsovia. Por ese trance de alto riesgo también ronda Nunca volverá a nevar: el peligro de la alegoría y la conformación de un discurso pretencioso con el fin de edificar un par de conclusiones importantes que vayan más allá de aquello que se observa en las imágenes. Y es por terreno pantanoso donde se acumulan las virtudes y zonas grises de la película de Szumowska y Englert. Justamente, de la directora polaca, hace unos años se estrenó Elles con Juliette Binoche, un film también desigual en sus resultados debido a los mismos trances narrativos de la historia del masajista ucraniano: un sugestivo envoltorio estético y un par de alegorías políticas y económicas que terminaban desequilibrando una historia que al principio resaltaba por su originalidad.
FIGURAS EN UN PAISAJE Un extenso y minucioso dron sirve como herramienta para la presentación del personaje, acaso principal, de la historia a contarse en menos de hora y media. La selva, interminable, corrobora el enigma a desentrañar: un sugerente espacio de convivencia de un hombre, ermitaño por decisión propia, alejado de su familia, de los servicios elementales para la supervivencia, como un Crusoe formoseño que no necesita nada, solo eso, fusionarse con el paisaje. Y el tercer protagonista, el hijo de ese hombre, que viene a descubrir que su progenitor está en ese mundo muy aferrado a lo elemental y sin ninguna urgencia de pegarse la vuelta a un territorio menos inhóspito, tal vez amable. Con esos tres personajes el director Sebastián Caulier construye su tercera película luego de las citadinas y adscriptas al crecimiento adolescente La inocencia de la araña y El corral. Acá el espacio se amplía y no necesita idas y vueltas argumentales en la narración ya que los pliegues y repliegues de aquello que se cuenta es mínimo, pero también, trascendental y misterioso. La relación padre e hijo se describe a través de breves y escuetos parlamentos, miradas de reojo, silencios y escasos afectos, Es una relación donde el presente del progenitor no encuentra respuesta en la necesidad de ese hijo, presto a escuchar el porqué del extraño comportamiento del padre. En ese punto, El monte ya transmite un interés poco frecuente en una historia particular de vínculos inestables: en esas conversaciones se sugiere más de lo que se expresa, se esconden secretos más que el hecho de apurar ciertas revelaciones que podrían llegar a la confrontación entre ambos personajes. Pero será ese espacio verde interminable, primitivo e intimidatorio, el que se erigirá en el sustento dramático de la historia. La naturaleza en su aspecto más primitivo y acorde al género fantástico cobra vida luego de la primera media hora de iniciada la película. El sonido invade al personaje del padre, a su cuerpo y mente, como una posesión intangible sin señales claras, acomodada al estupendo uso del fuera de campo que elige el cineasta Caulier. Cuando el padre mira hacia ese espacio y el hijo, en tanto, observa esos mínimos movimientos, la cámara nos ubica en el lugar de quien desea ver más. Pero no. Es más que suficiente por aquello que El monte escamotea que debido a la necesidad de mostrar enigmas arraigados a hechos que no requieren explicaciones. En esos encuentros, más de uno, entre el personaje del padre y la naturaleza, la película se convierte en un sugestivo cruce de relato sobre exorcismo con una puesta en escena, por momentos, deudora de mejor cine del tailandés Apichatopong Weerasethakul. Pero más allá de invocaciones e influencias, el film de Caulier tiene su vida propia, sostenida en una química actoral de primer nivel entre los dos personajes familiares. A propósito: la notable composición actoral de Gustavo Garzón y su fluctuante criatura recuerda a la de Alan Bates en El grito / El alarido de Jerzy Skolimovski, otra película con ciertas afinidades a esta que transcurren en la vegetación formoseña. Y el principal protagonista, ese que se presentó en la primera toma, que también expresa su vitalidad a través de sonidos y silencios. Ese espacio sin fin que en El monte incomoda, abruma, molesta. Pero al que más que verlo desde su inmensidad se lo intuye a través de sus misterios nunca definitivamente revelados.
MANUAL DEL ANTIHÉROE Un hombre, una botella, un barco. Y en la botella mucho alcohol y en ese barco la más completa soledad o la reciente viudez de Bigli, el personaje central. O, en todo caso, la soledad afectiva, el dolor de por quien ya no está a su lado, la compasión de algunos pocos y el rechazo de una buena parte de aquellos que lo rodean. Bigli es un personaje de Bukowski a la espera de la sudestada, de ese viento de cambio que modifique su comportamiento, de esa chance de servir para algo descreyendo de la mirada hosca de los otros. Tiene el apoyo de un pariente cercano pero será su sobrina el motivo por el que Bigli intente reencauzar su vida de perdedor y borrachín con deudas por todos lados. Será esa sobrina y un hecho de su privacidad aquello que a Bigli lo convierta en un antihéroe, alejándose por un rato del manual de perdedores y de las conversaciones con un amigo sobre los cadáveres exquisitos y prestigiosos del rock nacional, tal como empieza la película de Nicolás Tacconi. La geografía es la ideal para la construcción del personaje: lejos del mundanal ruido, cerca de la barra y de la botella y ahora desempleado como periodista. La apuesta de Tacconi, en cuanto a climas y atmósferas es más que arriesgada: jugar con distintos tonos y géneros sin contemplaciones, sorprendiendo al hipotético espectador que observa a Bigli triste y meditabundo en ocasiones, luego bailando solito como si estuviera improvisando una coreografía alcohólica, al borde del grotesco cuando tiene sexo interrumpido (“lávate la cara que tenés olor a concha”, le dice alguien), y finalmente, decidido a convertirse en ese antihéroe de fábula o de cuento corto, de literatura de pocas páginas, al rescate de su sobrina, o en todo caso, de la necesidad de protegerla de propios y extraños. En esa confluencia de géneros y tonos, Bigli gana y pierde la partida, ya que la narrativa desconcierta por momentos pero se aferra al impacto, a esa sorpresa con la que se apela al espectador. Allí están los decibeles mismos de la película, y al mismo tiempo, su intrínseca originalidad: la zona de riesgo que se impone en la historia que proponen Tacconi y los guionistas. El plantel actoral es de primer nivel aun en papeles menores (Celentano, Onetto, Katz, Bigliardi, Arenillas), con un destaque en la joven pareja encarnada por Laura Grandinetti y Rocco Posca. Pero está Luis Luque en la piel dolorida de Bigli y sería imposible omitir su presencia de la película. Él es Bigli (la película) y Bigli (el personaje): exuda tristeza y alcohol, respira melancolía y afán suicida, arrastra las palabras cuando habla y baila sin prejuicios, se lo ve con la mirada perdida, escarbando en ese pasado que no volverá y afrontando tal vez la última misión que puede cumplir en su vida. Es un personaje ético, peligroso, absorbente, declamatorio, border. Y el actor le ofrece todos los matices posibles para transformarlo en un auténtico antihéroe. Más allá de sus derrotas y de sus contadísimas victorias.
EL MISMO VIAJE, OTRA VEZ Un nuevo viaje sobre el mismo paisaje pero un siglo más tarde. Retomar esa travesía de hace cien años a la búsqueda de respuestas, acaso novedosas o no tanto para los nuevos responsables. Cristian Pauls transita ese terreno que frecuentó la expedición sueca a cargo de Emil Haeger en 1920 por parajes formoseños con la pretensión de trazar un puente entre aquel pasado y el presente. ¿Cómo observar hoy esos fragmentos de archivo en blanco y negro sobre un mundo casi desaparecido? ¿De qué manera pueden dialogar los recuerdos – papeles, imágenes – de la incursión nórdica con el director hoy conversando y escuchando a los últimos herederos de aquel mundo? La experiencia resulta abrumadora y gratificante durante las dos horas de El campo luminoso, documental ajeno a cualquier rutina del género y bien lejos de la meseta temática edificada desde la corrección política cuando se invoca a los pueblos originarios. Pauls se escapa de los lugares comunes confrontando las imágenes de archivo con la supervivencia en estos días de los últimos estertores de una población indígena y una región ya olvidados. No juzga en ningún momento sino que reflexiona y escucha con atención esos testimonios que remiten al pasado desde el presente. El director está en el plano junto a los indígenas pero jamás invade con su retórica, descartando el peligro del protagonismo, eligiendo un lugar secundario ante el relato de los otros. El peligro del pintoresquismo, habitual en esta clase de propuestas, es abandonado ya en los primeros minutos del documental a través de un sutil distanciamiento estético desde en el contrapunto del pasado con el presente donde no hay lugar para el subrayado y la bajada de línea. Se está ante un nuevo viaje sobre un territorio ya explorado: El camino luminoso, en ese sentido, es la película que completa un director, es un film iniciado hace cien años donde las preguntas pueden ser las mismas que se hicieron los nórdicos en 1920. Por eso la descripción de ese paisaje le gana la partida a la mirada paternalista y al detalle geográfico procedente de un manual enciclopédico. Ciertos ecos estéticos pueden remitir a las aventuras fílmicas del mejor cine de Werner Herzog (se trate de ficciones o documentales), pero también, se perciben señales de un maravilloso trabajo del director español José Luis Guerín. Me refiero a Tren de sombras (1997), homenaje al cine amateur desde las experiencias vividas – de manera casera – por un fotógrafo de origen francés durante la década del 20. Vaya casualidad, o no tanto. La expedición sueca transitó en esa misma década que la labor amateur de aquel fotógrafo. Allí Guerín continuaba el recorrido iniciado en la segunda década del siglo XX, y en El campo luminoso, en tanto, Pauls toma la posta iniciada por Emil Haeger. Con la misma intención que aquellos expedicionarios de hace cien años: que el viaje no solo trasunte el mero descubrimiento de algo novedoso sino el proceso interior, en este caso, de un director que completa una película iniciada tiempo atrás.
Como si se tratara de un deja vu no tan lejano, y de acuerdo a la crítica de Una receta perfecta publicada en A sala llena hace una semana, con el estreno de Una villa en la Toscana (Made in Italy, para que no queden dudas) se vuelve a idéntico paisaje en plan turístico. Pero, más allá de similitudes temáticas y formales, un par de apuntes diferencian a una película de la otra. Siempre, eso sí, con las precarias intenciones estéticas que ambas presentan desde los primeros minutos. Acá el conflicto, que lógicamente transcurre en Toscana (se recuerda que allí Abbas Kiarostami filmó la estupenda Copia certificada) viene entre galerías de arte, artistas autoborrados del mapa, herencias familiares, casas de antaño y cuentas pendientes entre padre e hijo. Al edén toscano se dirigen el progenitor (viudo) y su vástago con el fin de vender la casa de campo heredada de la difunta. Pero apremia la restauración del lugar que emprenderán ambos y que irá en paralelo con las idas y vueltas de los personajes principales (por ejemplo, más de una discusión sobre recuerdos acompañados por música empalagosa). En este punto la tirante relación entre Jack (el hijo) y Robert (el padre), aun con sus instantes que borden el golpe bajo, se convertirá en lo poco rescatable del film. El resto… y ahí viene el deja vu en relación a la película danesa de la semana pasada: paisajes mostrados desde una cámara turística, los clásicos lugares de comidas ad hoc, una hipótesis de que el hijo protagonista se enamore de una bella residente toscana, separada y con una niña (acá la película se anima hasta a rozar el tema del Edipo pero en plan manual para iniciados), diálogos que refieren a platos y bebidas (“lo menos que podemos hacer en Italia es ir a comer a un buen lugar”) y una escena que ejemplifica los limitados alcance de la cinta. Me refiero a aquella donde algunos comensales, en el consabido restaurante lugareño, degustan pastas con música operística de fondo… y con la imagen en ralentí. Pero fuera de la película la historia que describe Una villa en la Toscana entrega un ápice de emoción o, en todo caso, una fusión de aspectos públicos y privados. Padre e hijo son interpretados por Liam Neeson y Michael Richardson y el cruce con la vida real se expresa en relación a la temprana muerte de la actriz Natasha Richardson, hace trece años, motivo por el que en más de una ocasión, la propuesta de James D’Arcy (opera prima del actor de Dunkerque y Cloud Atlas) actúa como catarsis y sanación de los intérpretes centrales. Es decir: la auténtica emoción se expresa solamente desde algo ajeno a la película en sí misma y no por aquello que narra este otro viaje turístico por tierra italiana disfrazado de material cinematográfico.