Entramado con nula tensión Detectives, pistas, sospechas, espionaje se cruzan en la adaptación cinematográfica de esta novela de John Le Carré cuyo máximo acierto es la actuación de Seymour Hoffman. A más de medio siglo de la edición de su primera novela (Llamada para el muerto), la pluma de John le Carré sigue interesando al mundo del cine. En esos años '60 surgirían las adaptaciones de El espía que vino del frío y también de su obra inicial, pero desde los '90 hasta hoy el interés crecería en número pero no tanto en calidad: La casa Rusia, El sastre de Panamá y El jardinero fiel dejaron resultados desiguales, confusos en su narración y desequilibrados en su concreción final debido a las discutibles decisiones por no traicionar a los relatos originales. Hasta que hace dos años llegaría El topo de Thomas Alfredson y las múltiples identidades del gran personaje del autor (George Smiley) en una historia con 1000 vueltas de tuerca y maniobras del guión para conformar a los fanáticos del escritor y a un gran público. No es fácil, por lo tanto, adaptar una novela de espionaje y mucho más si se trata de la pluma de Le Carré, nacida para la lectura y bastante reacia a una puesta en escena cinematográfica. Semejante desafío decidió encarar Anton Corbijn al trasladar la novela El hombre más buscado (publicada en 2008), que cuenta sobre el seguimiento a un sospechoso de origen checheno por parte del jefe de una agencia antiterrorista alemana y las posibles vinculaciones con el grupo Al Qaeda. Pero esto sólo es el inicio de una serie de investigaciones donde confluyen otras agencias de inteligencia, abogados, reuniones de escritorio, más sospechas y personajes que se manejan desde la certeza o la incertidumbre. En ese entramado narrativo donde la información crece de escena a escena, la película no consigue un mínimo de tensión entre diálogos superficiales (muchos) y disparadores argumentales que se manifiestan desde la acumulación de supuestos y algún paseo de la cámara por las calles de la fría Hamburgo. En ese sentido, la puesta en escena pierde terreno y no obtiene momentos inquietantes, como sí lo hacía El topo aun en medio de tanto palabrerío, sumergiéndose en una medianía que más de una vez roza el aburrimiento. Sorprende, por lo tanto, que Corbijn, excelente fotógrafo, gran creador de videoclips y director de Control sobre la corta vida de Ian Curtis (voz de Joy Division), no pudiera inculcarle un poco de humanidad a los personajes. Salvo cuando Philip Seymour Hoffman se pone en los hombros la película y le entrega un montón de matices y complejidades a Günther Bachmann, el líder de la organización dedicada a espiar el mundo musulmán. Un buen actor que se fue rápido y dejó un gran trabajo dentro de una película menor.
Sexo, música estridente y desbordes en todos los matices Ya en Pompeya, película anterior de Tamae Garateguy, se presentaba un importante grado de sofisticación visual para narrar una historia policial con personajes sórdidos y desagradables. Ahora le toca al terror en blanco y negro con tres protagonistas en una misma piel sufrida de mujeres lobos sedientas de sexo y sangre. La película trabaja desde la exhibición de colmillos afilados y semen eyaculado con la misma placidez con la que se muestran locaciones no demasiado exploradas en nuestro cine (por ejemplo, estaciones de subte) donde las mujeres lobo conocen a algunas de sus futuras víctimas. En ese sentido, Tamae Garateguy no esconde información (salvo en la primera muerte, filmada con una austera cámara fija). Se trate de sexo, música estridente, personajes desbordados en cualquiera de sus matices, cámara en mano por la calles de la ciudad y erotismo soft con tinte publicitario, todo en Mujer lobo resuena apabullante, invasivo, cool y berreta al mismo tiempo. Los cuerpos desnudos de Mónica Lairana, Guadalupe Docampo y Luján Ariza complacen al machismo voyeurístico de los personajes, y también, al espectador mirón que espía al sexo desde el ojo de una cerradura en forma de pantalla. Curioso film, explícito y explicativo, redundante y seductor, como si tratara de un policial de aquellos de HBO de fines de los 80 e inicios de los 90, Mujer lobo invade al género desde los márgenes, propiciando una relectura sobre el terror que no oculta su toque fashion entremezclado con el film explotation de bajo presupuesto y costosa posproducción. En ese punto están sus ostensibles virtudes, pero también, sus visibles defectos.
Recordando al maestro Luego de los documentales Intervista (1989), del mismo director, y Fellini: soy un gran mentiroso (2002) parecía difícil decir algo nuevo sobre el creador de La dolce vita y Amarcord. Pero su octogenario amigo Ettore Scola reparó en algunos segmentos de la vida del maestro, mezclando escenas de archivo con reconstrucciones de época, entrevistas y secuencias de películas. El resultado no llega a ser extraordinario, ya que el homenaje ofrece un corto vuelo en varios momentos, pero sí, en cada una de sus imágenes se hace hincapie en una mirada desde la nostalgia, zona frecuente en el cine italiano de los últimos años. Scola reconstruye durante la media hora inicial una parte de la vida de Fellini no demasiado conocida: su trabajo como dibujante en una revista cuando el fascismo estaba a un paso de participar en la Segunda Guerra. Allí la recreación de época narra la amistad del joven Fellini con el adolescente Scola, momentos en que éste cuenta su propia vida cuando era niño y los motivos de la admiración al maestro. Luego, entre material de archivo y escenas de sus clásicos (Casanova; Amarcord; La Strada; 8 1/2), el documental entrega un par de momentos originales. Por un lado, los paseos en auto de Scola y Fellini por las calles de Roma donde ambos conocen a personajes típicamente italianos. Por el otro, el casting de Casanova, donde fueron dejados de lado aquellos imborrables divos (Gassman, Tognazzi, Sordi), olvidado el gran Mastroianni y elegido el canadiense Donald Sutherland para el complejo rol. En esos instantes, matizados con chistes e ironías, reflexiones de Fellini sobre la vida y la escena donde él trabajara como actor en Nos habíamos amado tanto (1974) de Scola, la película aclara sus intenciones: lejos de tratarse de un gran film, pero también a años luz del bronce y de la emoción fácil, se está frente a una obra nostálgica sobre un creador (lamentablente) hoy olvidado. Eso sí, los fanáticos de Fellini, a veinte años de su muerte, preparen los pañuelos para moquear durante los últimos diez minutos de este sentido homenaje de un director a otro.
Cambio de gemelos Los últimos estrenos que vienen de Italia apelan a dos temas: la melancolía sobre un mundo perdido (La grande bellezza) y la mirada crítica a la política (Il divo), en tanto, de vez en cuando, surge algún film de autor como Bella addormentata de Marco Bellocchio. No casualmente Toni Servillo, actor de moda, fue protagonista en las tres, y también de Viva la libertá, donde se conjugan la política actual, la nostalgia por un tiempo que no vuelve y una visión sobre la Italia contemporánea nada sutil de acuerdo a un guión efectista y de esquema más que grueso. Si Servillo encarnó a una especie de Giulio Andreotti en Il divo, ahora interpreta a gemelos: por un lado Enrico, un político de izquierda repudiado por los suyos en vísperas eleccionarias, y por el otro Giovanni, un filósofo que carga con su bipolaridad teñida de frases hechas que caerán bien en el electorado. La historia, entonces, es la clásica sustitución de uno por el otro y los cambios que pueden producirse frente a la inminencia de los votos. El director Andó narra en montaje paralelo la nueva vida del político, ahora más terrenal y con reminiscencias del pasado, en tanto, su hermano gemelo se convierte en un curioso sujeto para sus seguidores y adversarios dando clases sobre democracia y filosofía de segunda mano. El principal problema de Viva la libertá es haber pasado por alto la oportunidad de meter el bisturí en la izquierda italiana, especialmente desde que pactaran la democracia cristiana y el socialismo, omitiendo al maravilloso partido comunista de la posguerra. La película bordea este tema, pero lo deja ahí, en una tibia sonrisa, muy parecida a la del protagonista en el último plano del film.
La vida por un automóvil Hace tres décadas y algo más el cine australiano era pura novedad, originalidad, violencia física, escenarios naturales, mito o revelación, supervivencia. Películas como La última ola, Largo fin de semana o las dos primeras Mad Max, por nombrar sólo cuatro, reflejaban un mundo devastador, apocalíptico o un tanto posterior, con el desierto como geografía protagónica junto a personajes que sobrevivián en medio de un río de violencia. Lo bueno terminó cuando algunos de sus mejores directores (Peter Weir, George Miller) emigraron a Hollywood y se olvidaron de las carreteras y de los cruces culturales entre el progreso y el pasado ancestral. El cazador de David Michôd (Reino animal) intenta retornar a ese paisaje característico de aquel cine australiano con sus personajes demenciales, roñosos y dignos de temer, al contar una historia post apocalíptica que toma como eje al vagabundo Eric (Guy Pearce), un sujeto obesionado por recuperar su auto, robado en la primera secuencia de la película. En ese mundo sin canguros pero con la muerte entre ceja y ceja, Eric es un tipo de pocas palabras, desconfiado del otro, ajeno al altruísmo y a la ayuda humanitaria. En la primera mitad de El cazador aquel Mad Max de fines de los '70 resucita desde el minimalismo de la puesta en escena: seca, cortante, bien lejos de artilugios visuales que vayan más allá de una acción física y sin contemplaciones. Esos silencios de Eric y esa apuesta a sustraer en lugar de acumular información, comienza a modicarse desde la aparición de Rey (Pattinson), uno de los sujetos que le robó el auto al impávido y violento Eric. Allí la película tuerce hacia una zona difusa, Michôd le quita protagonismo a Pearce y se lo cede a Pattinson (quien hace todo lo posible para llegar a la sobreactuación) y el polvo del desierto, la carretera y los autos destartalados, viran a un discurso demasiado exterior, plausible al riesgo que implica aferrarse por vía de la metáfora y el simbolismo. Allí la violencia física le deja lugar a la violencia verbal y el film no es el mismo.
En un mundo intransferible Adaptación de diez de los textos del clásico libro de Cortázar, con la dirección de Julio Ludueña y la participación de importantes artistas plásticos. Sentido homenaje al maestro. Titánica tarea adaptar diez de los textos de Historias de cronopios y de famas, aquel libro de Cortázar (editado en 1962) de relatos breves que oscilan entre zonas lúdicas y oníricas. Si el emprendimiento al construir imágenes sobre el autor de Rayuela y El libro de Manuel siempre fue riesgoso (con resultados válidos e inválidos), recurrir a los cronopios y a los famas y trasladarlos al cine conforman una tarea más que compleja. La película de animación de Julio Ludueña y su equipo de trabajo apostó a todo o nada al contar con diez artistas plásticos, con sus correspondientes estéticas, para lograr un verosímil que convenciera a los conocedores de la obra original, pero también, con el propósito de convocar a quienes nunca se dieron una vuelta por el mundo de los cronopios y los famas. La empresa sale airosa, pese a sus lógicos desniveles, ya que Ludueña y su dream team de artistas plásticos se apropian de Cortázar pero, en más de una ocasión, transgreden los propios lineamientos de la propuesta original. El amplio abanico temático va de lo particular ("Propiedades de un sillón" por Luciana Sáez; "Las líneas de la mano" por Ricardo Espósito) hasta lo general ("Tema para un tapiz por Crist") pasando por el peronismo reversionado por la niñez ("Comercio" por Daniel Santoro) y un capítulo inicial que sirve de prólogo al tema ("Fama y eucalipto" por Antonio Seguí). La riqueza literaria de Cortázar cae en manos de estos artistas heterogéneos, abocados a la construcción de un mundo donde resuenan ecos formales y estéticos de diversa procedencia (el pop de Submarino amarillo, por ejemplo), bien lejos, por suerte, de la animación legitimada en los últimos años. Los bastiones del film, por lo tanto, son más que un puñado de artistas y un director: la música popular de Ezequiel Ludueña y la edición de Juan Pablo Bouza, constituyen aportes esenciales para la elaboración final de una película que rinde un más que sentido homenaje a los cien años del nacimiento de un escritor y una personalidad única e irrepetible de la cultura argentina.
Por un espacio libre El documental sobre el arquitecto Amancio Williams (1913/1989), dirigido por Gerardo Panero, sin sobresalir como pieza indispensable dentro del género, ostenta algunas aristas estéticas que pretenden (y convencen) no sólo a un espectador experto en el tema. El documental sobre el arquitecto Amancio Williams (1913/1989), dirigido por Gerardo Panero, sin sobresalir como pieza indispensable dentro del género, ostenta algunas aristas estéticas que pretenden (y convencen) no sólo a un espectador experto en el tema. Eligiendo testimonios privados (esposa, hijos) y públicos (colegas del pasado y del presente), el trabajo de Panero se estructura desde la "Casa sobre el arroyo" o la "Casa del puente", obra representativa de Williams concebida en Mar del Plata siete décadas atrás. Pero esta elección del realizador funciona como un pretexto para que el documental desoville una historia donde confluyen los primeros años de actividad del personaje, la amistad con Le Corbusier y su "Casa Curutchet" de La Plata, fragmentos de archivo en blanco y negro y referencias privadas sobre Williams, junto a opiniones certeras y contundentes sobre sus propósitos dentro de la arquitectura. El material no es abundante pero sí valioso para armar un rompecabezas sobre una vida artística que pensaba en el futuro y que no ha perdido un ápice de vigencia. "Las nuevas ciudades no destruirán ni tampoco aplastarán la naturaleza, la pondrán en valor", expresaba Williams, acaso fijando la atención en este ciclotímico siglo XXI. Y allí está como ejemplo su "Casa sobre el arroyo", a la que se vuelve una y otra vez, registrada en plena construcción, filmada en blanco y negro y color, antes y después del incendio. Una obra única que resplandece como un Mac Guffin al estilo Hitchcock, recurso narrativo más que valioso para contar la vida de un artista moderno del siglo pasado mirando al presente.
Cada uno en su propia película El disparador argumental es la muerte de una profesora de catequesis en un colegio de religiosos franciscanos durante los tiempos del Punto Final y la Obediencia Debida. El disparador argumental es la muerte de una profesora de catequesis en un colegio de religiosos franciscanos durante los tiempos del Punto Final y la Obediencia Debida. De allí surge el trabajo del supervisor Morgan (Urtizberea), un detective que extrae a escondidas la petaca de su saco. Por otra parte, hay dos mellizas (las Marull), una tía y la otra madre de la niña Ariadna (Cardoso), curas sospechosos que hablan con voz grave y otro de acento castizo. Y, como personajes periféricos, entre otros, un monaguillo de pelo rubio con corte un tanto glamoroso, un portero medio roñoso y un vendedor gay de golosinas. Ah, la nena dibuja cosas raras y tiene un comportamiento extraño cada dos por tres. En realidad, cada actor hace su propia película o su show interpretativo dentro de una supuesta seriedad que sin peaje previo llega al disparate sin sentido. Se podrá echarle la culpa al guión –solemne y demencial al mismo tiempo–, a un trabajo de cámara rutinario o a una historia donde se conjuga –sin suerte alguna– el thriller detectivesco, el tema de los desaparecidos, la incidencia y el silencio de la iglesia y otros desvíos argumentales que sólo provocan confusión y desconcierto. Cuesta, por lo tanto, comprender a un film como El día fuera del tiempo, donde las preguntas del detective suenan como el momento posterior a una catarsis de un intérprete del Actor's Studio, mucho más ruidosas frente a los tonos graves de las voces de los clérigos. También, resulta bastante incomprensible (mal narrada, digamos), la historia de la niña extraña y conflictiva frente a su mamá y tía. Por si fuera poco, el relato avanza a golpes de efecto dignos de una película de terror de bajísimo presupuesto. En tanto, el trío de personajes secundarios parece provenir de una estudiantina con mucho alcohol encima. Al respecto, sucede una memorable pelea entre los susodichos y el impávido detective. Pero, además, el aspecto más tenebroso es cómo pudo concebirse semejante cinta donde se recuerdan aquellos años de terror y catacumbas.
El ojo espía por la cámara Rodado con casi 20 cámaras GoPro, el film de Nicolás Lidijover reconstruye un asalto con toma de rehenes en una farmacia y gana al poner a los personajes en situaciones límite. Tiro de gracia empieza por el final o casi, dentro de una farmacia multirubro donde se observan personas tiradas en el piso, y entre otras, a alguien apuntando con un arma a un joven sangrando mientras el resto llora y grita. Pero quien observa la situación es una cámara de seguridad, una de las casi 20 GoPro que se utilizaron para el rodaje. De allí en más, el rompecabezas queda en manos de las cámaras, ubicadas dentro o fuera del local, narrando hacia atrás y adelante en el tiempo para comprender un asalto con toma de rehenes. Esta especie de Tarde de perros en versión "ojo que nadie escapa a una cámara de seguridad", construye la historia a través de personajes estereotipados de la clase media argentina: el encargado del lugar, la chica que escucha música en los auriculares para evadirse del mundo, el tachero medio facho, el abogado sin ética, la mujer embarazada (lugar común como pocos), la señora de buen corazón que ayudará a los heridos. En medio de ellos, el pibe chorro que necesita leche para su hijo y no tiene la plata suficiente para la compra. Nicolás Lidijover, a través de las múltiples cámaras, describe las motivaciones del joven ladrón y de su ilegal entorno, en tanto, expresa por medio de pequeños retazos las particulares personalidades de los rehenes. En este punto, Tiro de gracia manipula con pocas luces las emociones del espectador, llevando la trama a un punto muerto donde el maniqueísmo y las situaciones estereotipadas ganan la partida. En ese mundo asfixiante y a punto de estallar (como sucederá en el final en medio de un río de sangre), donde la tensión gana puntos cuando el delincuente habla con el jefe de policía (Arturo Bonín) o al momento en que cree salvar su vida gracias a la ayuda de la mujer embarazada, la película resulta válida como recorte de un contexto determinado, donde nada es lo que parece ser, mucho menos si las máscaras políticamente correctas de los personajes son arrastradas a una situación límite, peligrosa y al borde de la muerte.
Nueva visita a las puertas del infierno La película dirigida por Scott Derrickson presenta a un oficial que será el encargado de resolver las señales demoníacas. Durante el transcurso del film, la historia adquiere tantas ambigüedades que pierde seriedad. Los antecedentes eran alentadores ya que Scott Derrickson, a través de El exorcismo de Emily Rose (2005) y Sinister (2012) había encontrado algunas zonas originales al bastardeado género de terror de las últimas décadas. Se tratara de casas habitadas por ánimas o de una inquietante posesión diabólica en el cuerpo de una mujer, el combo anterior a Líbranos del mal preveía una vuelta de tuerca a un tema que desde El exorcista (1973), un clásico imbatible, trajo pocas novedades. No es que el último opus de Derrickson sea una acumulación de lugares comunes sobre el género pero, en el desarrollo de la trama, acumulativa y al mismo tiempo dispersa, algún engranaje quedó suelto en el camino. La nueva presencia del Mal se anuncia en Irak donde tres marines reciben una señal demoníaca.Más tarde ciertos acontecimientos límites prevén lo peor, y luego, la película presenta a un oficial (Eric Bana), confeso ateo, quien será el encargado de resolver los enigmas. Pero claro, para completar la planilla falta el Bien, o en todo caso, la palabra evangélica, ahora encarnada por un cura latinoamericano (Eric Ramírez), quien conformará una dupla desigual con el oficial de policía para pegarle una pegada en el trasero a los enviados de Satanás. Esta nueva visita al infierno no es más que otra película que trabaja sobre los efectos inmediatos: apariciones súbitas que provocan miedo, calles resbaladizas, noches de lluvia, música atronadora para causar pánico y algún que otro capricho de los rubros técnicos que sólo suman desde el énfasis descartando cualquier sutileza. Como no ocurría en Sinistery su trama que se manifestaba desde el fuera de campo, en Líbranos del mal cada movimiento de cámara anuncia un efecto y cada frase que expresan los personajes prevé una concreción efectista del asunto. Mientras tanto, la combinación de policial y terror tiene sus buenos momentos, sin llegar a la cáscara híbrida de otras películas sobre el tema del exorcismo. Pero se agrega un plus: las discusiones teológicas entre el oficial y el cura, a través de un debate dialéctico sobre el ateísmo y la religión que, en medio del horror que entregan ciertas secuencias intimidatorias, resuenan como simpáticas y hasta delirantes. En esas dos o tres escenas verbalizadas, la historia de Líbranos del mal adquiere cierta inesperada ambigüedad: uno no sabe si tomarse la película en serio o todo lo contrario.