La muerte entre rejas Al fin se realizó un documental sobre el histórico penal de Ushuahia, espacio de reclusión de presos de diversa procedencia: comunes, asesinos, ladrones y políticos enviados por el poder. Al fin se realizó un documental sobre el histórico penal de Ushuahia, espacio de reclusión de presos de diversa procedencia: comunes, asesinos, ladrones y políticos enviados por el poder. Por fin, entonces, en algo más de una hora, La cárcel del fin del mundo documentaliza imágenes donde se reúnen el pasado y el presente en una narración que fluye de manera placentera. La directora Lucía Vasallo, en su opera prima, articula un discurso original para semejante tema, sin necesidad de recurrir en exceso a las cabezas parlantes sino confiando en la intensidad que provoca la lectura en off de algunos de los presos del penal, un lugar del espanto que abrió sus puertas a fines del siglo XIX para cerrar esas páginas del horror en 1947. La película empieza con una lograda puesta en escena de una obra sobre el tema, donde la fiereza de los guardiacárceles alerta, atemoriza y reprime a los reclusos. Pasado este momento de ficción, surgen las imágenes de archivo en logrado contrapunto con la actualidad del ex presidio (desde 1947 Base Naval Argentina), entremezcladas con las cartas de presos comunes. Pero también hay espacio para referentes importantes que pasaron por el lugar: el Petiso Orejudo, el anarco Radowitzky (el asesino del asesino Ramón Falcón) y el criminal Mateo Bank. Cada uno de ellos tiene su propio espacio en el documental pero el trabajo de la realizadora vuelve a hacer hincapié en esos pasillos y rejas desde no había posibilidad de fuga. Es que La cárcel del fin del mundo es un documental sobre un lugar que fue ocupado por personas, algunas conocidas y otras anónimas, viviendo un temporada en el infierno donde solo existía el pasaje de ida.
Un elogio de la contemplación La mirada de la joven realizadora Franca González muestra un documental exigente, contemplativo y luminoso . En cualquier película, entre otras cuestiones, interesa el lugar que ocupa el director desde la cámara, es decir, su mirada en relación a aquello que muestra. Se trate de un documental, de una ficción, o de una simbiosis entre ambos términos, los dos films de Franca González respetan esa condición indispensable para que se aborde un tema determinado. En Al fin del mundo se describe una rutina pueblerina bien al sur argentino donde el paisaje cobra protagonismo desde las primeras imágenes. Ocurre que en Tolhuin, a puro invierno, nieve, viento y frío atroz, vive un hombre que desea alterar el contexto al preparar un carnaval que altere la parsimonia y las ganas por irse de los habitantes del lugar. González contempla con su cámara las mínimas acciones y palabras de un sitio que parece detenido en el tiempo, donde el audio procedente de la radio cobra mayor énfasis que las voces de los lugareños. Por su parte, Tótem trabaja sobre los mismos tempos narrativos, inclinando sus propósitos en la descripción de otro pueblo, ubicado en la isla de Vancouver, cerca de Alaska. Allí se destaca Stan Hunt, un tallador de cedros que trabaja de manera obstinada en la conformación de un figura de piedra que deberá viajar en barco para arribar a estas playas. La mirada de la cineasta, otra vez, profundiza el rigor de la puesta en escena, dejando que el relato fluya desde lo mínimo para llegar a lo trascendente, en este caso, fusionando la labor de Hunt a las referencias milenarias de su objeto en construcción. Como sucede en algunos de los mejores exponentes del documental de las últimas décadas (por ejemplo, El sol del membrillo de Víctor Erice y En construcción de José Luis Guerín), las dos películas de Franca González reúnen en un mismo punto la obsecuencia de un personaje por llegar al final de su objetivo con su triunfo personal, al fin y al cabo, una victoria democrática que a través de las imágenes se pone al alcance de todos. Cine exigente y contemplativo, pero también luminoso.
Un elogio de la contemplación La mirada de la joven realizadora Franca González muestra un documental exigente, contemplativo y luminoso . En cualquier película, entre otras cuestiones, interesa el lugar que ocupa el director desde la cámara, es decir, su mirada en relación a aquello que muestra. Se trate de un documental, de una ficción, o de una simbiosis entre ambos términos, los dos films de Franca González respetan esa condición indispensable para que se aborde un tema determinado. En Al fin del mundo se describe una rutina pueblerina bien al sur argentino donde el paisaje cobra protagonismo desde las primeras imágenes. Ocurre que en Tolhuin, a puro invierno, nieve, viento y frío atroz, vive un hombre que desea alterar el contexto al preparar un carnaval que altere la parsimonia y las ganas por irse de los habitantes del lugar. González contempla con su cámara las mínimas acciones y palabras de un sitio que parece detenido en el tiempo, donde el audio procedente de la radio cobra mayor énfasis que las voces de los lugareños. Por su parte, Tótem trabaja sobre los mismos tempos narrativos, inclinando sus propósitos en la descripción de otro pueblo, ubicado en la isla de Vancouver, cerca de Alaska. Allí se destaca Stan Hunt, un tallador de cedros que trabaja de manera obstinada en la conformación de un figura de piedra que deberá viajar en barco para arribar a estas playas. La mirada de la cineasta, otra vez, profundiza el rigor de la puesta en escena, dejando que el relato fluya desde lo mínimo para llegar a lo trascendente, en este caso, fusionando la labor de Hunt a las referencias milenarias de su objeto en construcción. Como sucede en algunos de los mejores exponentes del documental de las últimas décadas (por ejemplo, El sol del membrillo de Víctor Erice y En construcción de José Luis Guerín), las dos películas de Franca González reúnen en un mismo punto la obsecuencia de un personaje por llegar al final de su objetivo con su triunfo personal, al fin y al cabo, una victoria democrática que a través de las imágenes se pone al alcance de todos. Cine exigente y contemplativo, pero también luminoso.
Horas contadas para liberar el odio La secuela de La noche de la expiación, de DeMonaco, plantea qué pasaría en 2023 en un lugar tranquilo si el gobierno decide durante 12 horas dar vía libre a la actividad criminal. Cinco personajes deben resistir al caos. En septiembre de 2013 se estrenó La noche de la expiación, un éxito económico del cine independiente made in Hollywood que buceaba en la ciencia ficción de tono realista junto con el afán por la supervivencia de un grupo de personajes. Menos de un año y ya se tiene la secuela, dirigida por el mismo cineasta y, en un principio, con pretensiones parecidas al relato original. 12 horas para sobrevivir, sin embargo, con sus espacios abiertos y un sistema de corte efímero entre plano y plano, toma distancia de la obra anterior, que se ubicaba en pocos interiores que transmitían climas inquietantes y, por qué no, una lectura de ciencia ficción política con mensaje clasista de acuerdo con el devenir de la historia. Ocurre que el nuevo opus de James DeMonaco engorda sus intenciones al declararse como una película donde se cruzan sin culpas la ciencia ficción, el terror y una relectura apocalíptica donde el mensaje político queda demasiado expuesto y al servicio de la acción por encima de la hipótesis. Desde el inicio se conoce el misterio: en 2023 el gobierno estadounidense decide que durante una noche estará permitida cualquier actividad criminal durante 12 horas. Esto merece una explicación, también obvia: no hay delincuentes en el país y por ese motivo nada más extremo que la población libere su odio –en especial, contra los desplazados por la sociedad– dentro de esa acotada franja horaria. De allí surgen cinco personajes (un matrimonio en crisis, una madre y su hija, y un individuo solitario construido para el heroísmo) escapando y resistiendo frente al caos y la violencia del contexto. En la primera mitad, cuando la película presenta a los personajes que resistirán frente a la anarquía del entorno, 12 horas para sobrevivir ofrece sus mejores momentos, nunca demasiado originales, pero sí plausibles a un clasicismo que recuerda a Fuga de Nueva York y Sobreviven del gran John Carpenter. Efectivamente, el culto a la resistencia reinterpretado por el director de Halloween tiene sus ecos en los minutos iniciales cuando DeMonaco se dedica a narrar la intimidación y el acoso al grupo que pelea por vivir. Además, la lectura política cobra importancia, tal como sucedía en la filmografía de ideología anarco-izquierda del creador de La niebla. Lamentablemente, luego se cae en estereotipos y en una avalancha de acción sin pausa que hace olvidar los logros narrativos de la primera parte. De allí en adelante, sólo se está frente a una película más, parecida a tantas otras de los últimos años, donde la batalla final interesa más que una historia de ciencia ficción política donde se anuncia un mundo violento y sin salida alguna.
Violencia y asfixia en el mercado El film de los directores paraguayos Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori plantea una historia cruda y eficaz, en una propuesta que se ubica entre el cine independiente y el industrial. El desafío de no dispersar la búsqueda. Con el suficiente prestigio y valiéndose de los numerosos premios obtenidos en festivales, la película de Maneglia y Schémbori derrumbó puertas en el mundo del cine para que se pudiera hablar de un "thriller paraguayo". Está bien y se hizo justicia: 7 cajas es una buena película, asfixiante en su construcción del espacio, con personajes verosímiles y una historia cruda y eficaz que se ubica en esa zona fronteriza entre cine independiente e industrial con amplias posibilidades de ser exportado a Hollywood. Ojalá que no ocurra como sí sucedió con varios cineastas latinoamericanos ya domesticados (el brasileño Meirelles y el mexicano Iñarritu encabezan la lista) por el dinero y un discurso legitimado y aceptado por el gran sistema. El film transita en pocas horas la vida de Víctor, que maneja una carretilla en un inabarcable mercado y que, de un día para el otro, deberá transportar siete cajas sin saber su contenido. A su alrededor, surgirá un crisol heterogéneo de personajes: la hermana y la pretendida del protagonista, policías preocupados por la compra de celulares, secuestradores extorsivos, asiáticos de buen corazón, gente temible que pretende las cajas y hasta un sujeto que necesita dinero por la salud de su hijo. La puesta en escena es frenética, con su cámara que recorre las instalaciones del lugar y también por aquello que propicia un montaje seco y cortante. Más aun, la tensión y el crescendo dramático enfatiza cada uno de los encuentros de los personajes, donde la violencia se prevé y no demorará en estallar en momentos impensados. Por lo tanto, el desafío a futuro es ambiguo: se verá si la dupla de directores continúa expresando una mirada crítica pero no miserable del contexto, o en todo caso, el recuerdo de la execrable Ciudad de dios (o cómo vender pobreza con estética videoclipera), hace olvidar las virtudes de 7 cajas, al fin y el cabo, el renacimiento de una cinematografía casi inexistente.
Pareja despareja, otra vez En Socios por accidente se establece una puja estética y temática entre dos visiones sobre el cine. Por un lado, la propuesta en sí misma, elaborada desde la estrategia de la producción, que agrupa gente proveniente de la televisión prime time junto a un guión al que se le notan los esfuerzos por arribar al objetivo de "entretenimiento para toda la familia". En el otro rincón, los directores de la cinta, procedentes de un independentismo de culto que realizó un par de películas interesantes como Diablo (de Nicanor Loreti) y La corporación (de Fabián Forte). En Socios por accidente se establece una puja estética y temática entre dos visiones sobre el cine. Por un lado, la propuesta en sí misma, elaborada desde la estrategia de la producción, que agrupa gente proveniente de la televisión prime time junto a un guión al que se le notan los esfuerzos por arribar al objetivo de "entretenimiento para toda la familia". En el otro rincón, los directores de la cinta, procedentes de un independentismo de culto que realizó un par de películas interesantes como Diablo (de Nicanor Loreti) y La corporación (de Fabián Forte). En medio de este matrimonio por conveniencia surge la historia de Socios por accidente, una buddy-movie policial que toma como centro a Matías (Listorti), experto traductor del ruso y esposo separado con hija que debe ayudar a la pareja actual de su mujer (Alfonso) en una misión de espionaje asignada por Interpol. En algún punto, semejante híbrido fílmico transmite cierta curiosidad para reflexionar sobre qué se entiende cuando se habla de un cine argentino procedente de un departamento de marketing que contrata a dos cineastas del "otro palo" con intenciones de elevar la calidad de sus productos. De allí que durante la hora y media con estos socios desparejos de protagonistas –uno torpe, el otro hábil; uno simpático, el otro con cara de piedra– se produce más de una colisión entre esas dos miradas sobre el cine. Por ejemplo, las escenas de despliegue de producción, movimientos de cámara y edición final se perciben como válidas dentro de las pretensiones –siempre limitadas– de la cinta. En contraste, el show actoral (o algo parecido) de los intérpretes (incluyendo a una sobrecargada Anita Martínez) manifiestacierta originalidad que al poco rato vira a una incomodidad narrativa que llega a la intimidación. Socios por accidente, que no es un film bochornoso debido a los esfuerzos de Loreti y Forte detrás de cámaras, trasluce como un Frankenstein con demasiados remiendos, donde sobresalen las costuras de una criatura híbrida creada en un laboratorio con recursos e ideasde corto alcance.
Dos para mirar el interior Es una idea más que acertada estrenar juntos dos films de Iván Fund, prolífico cineasta argentino, para visionar un mundo y un criterio de puesta en escena con ejes en común. Es una idea más que acertada estrenar juntos dos films de Iván Fund, prolífico cineasta argentino, para visionar un mundo y un criterio de puesta en escena con ejes en común. Codirector junto a Santiago Loza (Los labios) o a solas (La risa), frecuente partícipe de las últimas ediciones del Bafici y del Festival de Mar del Plata, el cine de Fund bucea en la interioridad de los personajes y en las combinaciones del documental con la ficción. Me perdí hace una semana, por un lado, es un relato coral donde se describen las vivencias de un tarotista, una pareja joven y una mujer policía, ubicados en una geografía de barrios carenciados donde la noche es muy oscura. En tanto, en la road-movie a pie que narra AB, Arita y Belencha, en un pueblo de provincia, planifican una hipotética ida de su lugar de origen. La calidez de ambas historias, breves en su duración, invade las vidas de estos personajes, lejos del peligroso miserabilismo en esta clase de relatos. Más aun, entre Arita y Belencha, amigas que se quieren desde el primer día que se conocieron, subyace una sutil historia de amor, que concluirá cuando una de ellas reflexione ante la posibilidad de recluirse en un monasterio. Si AB, por lo tanto, construye un relato en el que las dos amigas se fusionan en una sola, Me perdí hace una semana está más cerca de un film-confesionario con cámara en mano, donde se registran los relatos de Pepo y Yesu (la pareja joven), Michi (el tarotista) y Eva (la mujer policía, interpretada por Eva Bianco, estupenda actriz). Aparecen muchos perros en las dos películas: recién nacidos, encerrados, sueltos por calle, protegidos por los protagonistas. Pero, a diferencia de El perro de Carlos Sorín, la mirada de Fund presenta pedazos de vida, noches que parecen eternas, carencias afectivas que no se relamen en la miseria y una honestidad simple y concreta que convierte a uno grupo de personajes ordinarios en seres extraordinarios. Ambos films se exhiben desde hoy en el espacio INCAA cine Gaumont.
Dos para mirar el interior Es una idea más que acertada estrenar juntos dos films de Iván Fund, prolífico cineasta argentino, para visionar un mundo y un criterio de puesta en escena con ejes en común. Es una idea más que acertada estrenar juntos dos films de Iván Fund, prolífico cineasta argentino, para visionar un mundo y un criterio de puesta en escena con ejes en común. Codirector junto a Santiago Loza (Los labios) o a solas (La risa), frecuente partícipe de las últimas ediciones del Bafici y del Festival de Mar del Plata, el cine de Fund bucea en la interioridad de los personajes y en las combinaciones del documental con la ficción. Me perdí hace una semana, por un lado, es un relato coral donde se describen las vivencias de un tarotista, una pareja joven y una mujer policía, ubicados en una geografía de barrios carenciados donde la noche es muy oscura. En tanto, en la road-movie a pie que narra AB, Arita y Belencha, en un pueblo de provincia, planifican una hipotética ida de su lugar de origen. La calidez de ambas historias, breves en su duración, invade las vidas de estos personajes, lejos del peligroso miserabilismo en esta clase de relatos. Más aun, entre Arita y Belencha, amigas que se quieren desde el primer día que se conocieron, subyace una sutil historia de amor, que concluirá cuando una de ellas reflexione ante la posibilidad de recluirse en un monasterio. Si AB, por lo tanto, construye un relato en el que las dos amigas se fusionan en una sola, Me perdí hace una semana está más cerca de un film-confesionario con cámara en mano, donde se registran los relatos de Pepo y Yesu (la pareja joven), Michi (el tarotista) y Eva (la mujer policía, interpretada por Eva Bianco, estupenda actriz). Aparecen muchos perros en las dos películas: recién nacidos, encerrados, sueltos por calle, protegidos por los protagonistas. Pero, a diferencia de El perro de Carlos Sorín, la mirada de Fund presenta pedazos de vida, noches que parecen eternas, carencias afectivas que no se relamen en la miseria y una honestidad simple y concreta que convierte a uno grupo de personajes ordinarios en seres extraordinarios. Ambos films se exhiben desde hoy en el espacio INCAA cine Gaumont.
Los sentimientos en la piel Mecha y Ofelia, pareja estable desde hace siete años, viven su propia comezón en la escena inicial de Amar es bendito. Ocurre que desde hace tiempo Mecha le es infiel a Ofelia con otra mujer, razón más que suficiente para que surjan recriminaciones, discusiones, planteos, en fin, aquello que pasa siempre en una pareja donde aflora semejante crisis de sinceridad. Pero sucede que Mecha quiere a Ofelia, pero también a Ana Laura, motivo por el que la mujer traicionada propondrá una estrategia para no quedarse sola. O sí, tal vez conozca a un hombre para que Mecha muera de celos. O acaso más adelante los cuatro tengan oportunidad de conocerse. Liliana Paolinelli apuesta fuerte por la búsqueda de la felicidad y por bucear en los afectos, encontrados o desencontrados, donde la incertidumbre triunfa ante la certeza y la inestabilidad emocional desnuda a los personajes de manera honesta, explorando en cada una de sus virtudes y, también, en sus defectos. Paolinelli cruza ejes de un culebrón televisivo con tópicos de la comedia de situaciones, más los excesos válidos que constituyen el melodrama, todo ello con una puesta en escena realista que elige los planos medios como imperiosa necesidad formal. Por eso, Amar es bendito es una más que interesante película no sólo por lo que muestra sino también por eludir esquemas fagocitados en esta clase de historias. En ese collage estético y temático, donde la narración aparece des-centrada para causar sorpresa en el espectador, el film gana puntos: nada es lo que parece ser en la historia que se cuenta, y por esa razón, son bienvenidos los constantes cambios de tonos, géneros y climas que conforman a la pareja constituida por Mecha y Ofelia con sus dos ocasionales parejas. ¿O acaso se trate de un juego entre näif y perverso? Lengua materna y Con sus propios ojos –diferentes una de la otra– ya mostraban a una directora preocupada por escarbar en los géneros, confirmación más que alentadora en las idas y vueltas afectivas de Mecha y Ofelia, personajes interpretados por Claudia Cantero y Mara Santucho, ambas extraordinarias a través de sus frágiles y queribles criaturas.
Los habitantes del río La constancia de Gustavo Fontán por un cine abstracto, donde la fusión entre los personajes y el paisaje actúen como detonante dramático, alcanza su máxima expresión en El rostro, una nueva exploración por el río Paraná que el director ya visitara en La orilla que se abisma y su invocación al escritor Juan L. Ortiz. La constancia de Gustavo Fontán por un cine abstracto, donde la fusión entre los personajes y el paisaje actúen como detonante dramático, alcanza su máxima expresión en El rostro, una nueva exploración por el río Paraná que el director ya visitara en La orilla que se abisma y su invocación al escritor Juan L. Ortiz. La hora y poco más del nuevo opus de un realizador único y personal está trabajada en diferentes soportes –Súper 8 mm, 16 mm. y video– acondicionados a los propósitos de su principal responsable y de su equipo técnico. El río adquiere protagonismo, como también esas figuras borrosas, recortadas en un paisaje entre tinieblas, que el espectador deberá discernir en medio de sonidos ambientales que de a poco construyen una poética de la imagen sin equivalencias en el cine argentino de los últimos años. El rostro puede ser el de uno de los pescadores o el del río o el de la misma selva, desentrañados por la cámara estilográfica de Fontán, como si se tratara un pintor con su pincel o un escritor con su lapicera. El pasado y el presente vuelven a fundirse en las imágenes, tal como se presentaba en la extraordinaria trilogía del director (El árbol; Elegía de abril; La casa) donde el vacío era ocupado por los recuerdos y por una puesta fantasmal. Tan fantasmales como las imágenes de ese río interminable, hechizado por un extraordinario uso del sonido, que obliga a ver la película en una sala acorde para disfrutar de la excelencia técnica. Cuando finaliza El rostro, la sensación es extraña y placentera: el río y la selva, metáforas en ambos casos, se convierten en algo infinito, deseando que también la película continúe sin interrupción alguna.