Recovecos argumentales Desde Los guantes mágicos (2003) Martín Rejtman, uno de los fundadores de esa irrepetible entelequia llamada Nuevo Cine Argentino, siempre estuvo activo a través de libros y films exhibidos con una limitada difusión (el documental Copacabana; el maravilloso mediometraje para televisión Entrenamiento elemental para actores). Hecha la aclaración, el también autor de Rapado y Silvia Prieto, un realizador más que influyente en buena parte del cine argentino de las últimas dos décadas, retorna con Dos disparos, una puesta al día y una reformulación a su cine anterior. El comienzo, un intento de suicidio de un joven, con dos tiros en su cuerpo, resulta ya la síntesis de un estilo particular y único, con el habitual despojamiento y austeridad de la puesta en escena y diálogos y determinadas situaciones que bordean un específico humor. Pero entre pliegues y repliegues de la historia, Dos disparos elige el camino de la dispersión narrativa, donde Rejtman elabora una trama para que esta sea abandonada y comience otra. El personaje de Mariano, quien motoriza el relato, deja lugar a otros: su madre, un cuarteto de música antigua que integra el protagonista, su hermano Ezequiel, un perro ausente. De allí en más cobrará protagonismo Ezequiel y más tarde será el turno de un viaje a la costa atlántica de otros personajes aledaños a los centrales, como si estos tomaran la posta de una película que no necesita un único centro de interés, sino la acumulación de situaciones –dramáticas y graciosas– donde Rejtman corrobora que Dos disparos es una película de recovecos argumentales, descentrados uno del otro, misteriosos y bellos, comprendidos dentro de un tonalidad lírica similar a la música barroca que interpreta el cuarteto de flauta dulce. En ese entramado argumental que hasta puede confundirse como el de un film de tres episodios conectados entre sí, Dos disparos triunfa por su geométrica estructura narrativa, por el humor de determinadas situaciones y por una atmósfera particular que requiere del interés del espectador. Un film único en su especie concebido por un realizador que jamás traiciona sus objetivos desde la puesta en escena. Un mundo intransferible, el de Rejtman, quien nunca se fue, pero que por fin retornó para estrenar comercialmente su última y personal película.
Woody de salón, leve y eficaz El último opus del director neoyorquino pone de manifiesto la coalisión de dos mundos en una historia de amor: el pragmatismo nihilista de uno y los poderes ocultos de la otra. Woody Allen le dio un año de licencia a su mirada misantrópa para contar una historia leve, atractiva y de un perfil bajo que no necesita de sus dardos envenenados sobre el mundo y los individuos. Por allí transcurre el comienzo de Magia a la luz de la luna, con el falso ilusionista chino que en realidad esconde al cáustico Stanley (Colin Firth, descargando todo su flematismo ultrabritánico), en un cabaret berlinés pre-nazi de los años 20. Pero esto no es Sombras y niebla, con el huevo de la serpiente a punto de romper la cáscara, sino una comedia romántica que viaja de aquella Alemania a la Costa Azul francesa, momentos en que la acción se ubica en una familia de aristócratas donde mora la médium Sophie (Emma Stone, gran trabajo), un universo en que se conjuga la elegancia de las costumbres y el afán por contactarse con el más allá. En la última década Allen ya había experimentado con la magia y la ilusión en las tontas fábulas de Scoop y La maldición del escorpión de Jade, además de la anterior Alice, tres puntos flacos de su extensísima y anual filmografía. El peligro estaba al acecho, pero Allen, desde la verborragia pesimista de su protagonista, desplaza la historia del incipiente amor entre Sophie y Stanley hacia otras zonas, más relevantes y transparentes en su obra. Ocurre que dos mundos entran en colisión: el pragmatismo al borde del nihilismo de Stanley frente los poderes ocultos de Sophie quien, por supuesto, irrita al recién llegado. Como si pretendiera resucitar el tono melancólico de aquella Comedia sexual en una noche de verano, otro de sus olvidados films de los 80, en su último opus Allen deja lugar a discusiones filosóficas sobre el amanecer del nuevo siglo, la incidencia del psicoanálisis y las citas a Nietzsche, todo ello en un paisaje bucólico que atempera el histerismo habitual de sus mejores películas. Magia a la luz de la luna no lo es porque no va más allá de su parsimonia narrativa, con un sólido reparto actoral (notable Eileen Atkins como la tía del protagonista) y una historia de amor que poco a poco les gana la partida a las irónicas discusiones sobre temas de alto prestigio cultural. En ese punto se percibe la astucia del guión, ya que el director se siente cómodo al describir a un marco social que parece detenido en el tiempo, sin reparar en un contexto político y social a punto de explotar. Por esa razón hasta puede considerarse a Magia a la luz de la luna como un recreo menor, o acaso, se trate de una película de descanso que hace olvidar por un rato a la humillada Cate Blanchett de Blue Jasmine para elegir un happy end, con beso incluido y Cole Porter como fondo musical.
Una óptica muy personal La última película de David Fincher ya se posiciona como uno de los grandes estrenos del año con una cínica mirada sobre el matrimonio y una contundente crítica hacia los medios. En sus mejores y peores películas a David Fincher siempre le interesaron las historias convencionales. Pero, a través de una mirada personal, recorrida por enigmas, opuestos puntos de vista, flashbacks y una exacerbada manipulación al espectador, esas convenciones narrativas (genéricas o no) se transforman en tramas extraordinarias y complejas de encontrar en el cine mainstream. El caso de Perdida, partiendo del best seller Gone Girl de Gillian Flynn, es uno de sus puntos más altos de su obra, siempre excedida en metraje pero seductora en las idas y vueltas del argumento y en la convivencia placentera del thriller policial con una feroz visión del matrimonio, junto a una contundente crítica a los medios de comunicación, sutiles aportes de humor negro y un macabro asesinato. Como casi siempre sucede con el cine de Fincher sería un atentado contar demasiado de la enroscada trama de Perdida, un film que empieza como otros policiales pero que a través de un estilo de capas superpuestas se erige en un relato único, donde el espectador es llevado de las solapas tal como hiciera el maestro Hitchcock en su (casi) perfecta filmografía. Algunas puntas del ovillo a desenredar: Amy y Nick cumplen su quinto aniversario como pareja, ella desaparece, se sospecha de él, la policía investiga, el caso toma dominio público. Pero nada es lo que parecía ser, razón por la que cobrarán importancia, entre otros personajes, un abogado de mujeres asesinadas, la hermana de Nick que al inicio lo protege sin dudar y las parejas anteriores de ella que retornan para complejizar el asunto. Y dos sujetos narradores que reflexionan sobre el caso: Nick y su necesidad de inocencia y el diario íntimo de Amy, que construirá otra opinión sobre el hecho. Pero, ¿ella no había desaparecido? La acumulación de situaciones sobre tan particular pareja y de quienes la rodean jamás estrangula a un relato contado con placer e interpretado por un elenco notable, desde los protagónicos (Affleck en el mejor papel hasta hoy; Pike, revelación impensada luego de varios roles menores) hasta los secundarios, tal como ocurría en los clásicos del viejo Hollywood. El secreto de la pareja de Perdida, en todo caso, tiene el mismo sustento que aquella caja que llegaba al desierto en el final de Pecados capitales. Fincher, por lo tanto, un creador que parte de historias ordinarias convertidas en extraordinarias, ostenta hasta hoy una filmografía con altos y bajos. Sin llegar a las alturas de Zodíaco y Seven, pero a años luz de la horrible Benjamin Button, su último film ya se instala entre lo mejor del año y en lo más arriesgado que puede ofrecer el cine proveniente de Hollywood.
Aprendizaje de vida Aun cuando se trate de una coproducción con nuestro país y más allá del marco de los festivales, poco y nada se conoce del cine ecuatoriano, que hace una década tuviera su primera resurrección con la violenta Ratas, ratones y rateros, exhibida en una edición de Mar del Plata. Feriado, a diferencia de aquella, narra hechos particulares con un contexto político y social inestable como fue el de la bancarrota bancaria de 1999 y la correspondiente alza del dólar. Pero el director debutante Diego Araujo estimula mucho más un paisaje privado, un rito de iniciación, un descubrimiento sexual, que tiene como centro al adolescente Juampi, perteneciente a una familia de clase social acomodada en lo económico y corrupta debido a sus decisiones al margen de la ley. En oposición, otro sector social, encarnado por Juano, primitivo y de rostros cetrinos y aindiados, con la imponencia del paisaje bucólico y realista, dilema que asombra y fortalece al tímido Juampi, un joven de pocas palabras y de andar balbuceante. Feriado describe esos dos estratos sociales contrastantes, recurriendo a un tono leve y sin demasiado vuelo, donde el choque de clases se impone a la trama central, ya vista en muchas películas donde se narra la iniciación sexual de un adolescente. La decisión del director por oponer la aridez de un territorio a la corrupción de una familia de clase alta, deja ver las entrelíneas de un argumento aferrado a la contemplación del paisaje y a la mirada de Juampi, para quien todo aquello que lo rodea será nuevo y original, tanto el descubrimiento de un nuevo mundo como el de su propia sexualidad, que poco a poco lo acercará definitivamente a su objeto de deseo.
El viento sopla fuerte Ya pasaron más de cuatro décadas de las iniciales películas del cine catástrofe y, con mínimas variantes, las recetas siguen siendo las mismas. Desde la lejana Terremoto (1974) y aquella tontería del sonido "sensurround", esta clase de films apela a una receta habitual, construyendo personajes y situaciones estereotipadas en medio de una hecatombe producida por la naturaleza. Claro que desde los efectos especiales a pura artesanía, con maquetas incluidas, hasta las imágenes digitales de hoy, se ha crecido de manera desmesurada. Pero, tales avances de la tecnología solo actúan de manera encubierta para disimular la pobreza de las historias. Por esos caminos anda En el tornado, otra debacle de la naturaleza que soporta un pueblo que pronto volará por las aires en más de una ocasión. Un padre y sus dos hijos, una especialista en el tema (Sarah Wayne Callies de Prison Break y The Walking Dead), un demente que construyó un automóvil-fortaleza para parar la cosa y un par de idiotas que parecen parientes de los idiotas de Jackass son algunos de los remiendos de personajes que fluctúan en la hora y media de En el tornado. Por supuesto que las escenas donde los vientos soplan fuerte producen impacto y sorpresa, pero la receta deja de funcionar cuando la película describe situaciones de manual y personajes menos que esquemáticos. En los 90, cuando surgió Twister de Jan De Bont, sin tratarse de una obra maestra, había un apego al clasicismo de la narración y una historia que buceaba entre la tradición y la modernidad. Con En el tornado sólo se espera que aparezca el próximo ventarrón y se lleve a todos de una buena vez.
Secretos tras las puertas Natalia Smirnoff concibe un cine de márgenes ya que sitúa sus historias entre un realismo no explícito y un minimalismo sin regodeos. Rompecabezas, su opera prima, ubicaba el tema de la maternidad en esa problemática zona intermedia, construyendo un relato que navegaba entre esos dos propósitos, junto a sus aspectos temáticos y formales. Lo mismo ocurre con El cerrajero y el treintañero Sebastián (Lamothe), especialista en lo suyo y encerrado en su micromundo o, en todo caso, con temor a comprometerse en otros objetivos. Pero su vida se altera cuando Mónica (Rivas), su ex pareja, le cuenta que está esperando un hijo. Desde allí, las cosas parecen cambiar: descubre que tiene cierto poder para describir el lado oscuro de sus clientes, aparece Daisy (Huaripata), una chica peruana a la que protege en su casa, se reencuentra con su padre (Goetz) y trata de convencer a Mónica de que recapacite y no llegue al parto. En realidad, la complejidad del personaje central, atribulado e indeciso, pero también jugado a una extrema soledad que bordea el egoísmo, lo convierte en una criatura particular dentro del cine argentino. Pero no se trata, ni ahí, de alguien enclavado en los tópicos del realismo, ya que Smirnoff, ubica la acción en una Buenos Aires perturbada por una extraña humareda que incomoda a propios y extraños. Allí, el relato se desplaza definitivamente hacia una zona intangible, más cercana al género fantástico en el que, además, se plantea la responsabilidad de Sebastián frente al tema de la paternidad. El cerrajero es un film que muestra sus virtudes desde varios flancos: las palabras justas y necesarias, las visiones del personaje, los momentos de cálida amistad entre Sebastián y Daisy, los tres encuentros que tiene con su ex pareja. En este punto, la película es un triunfo de la ambigüedad y la honestidad, por ejemplo, como se observa en el último encuentro de la pareja, estupendamente interpretado por Lamothe, y como siempre ocurre, con una Érica Rivas entregando una lección inacabable de matices a un personaje secundario, pero gigante al tratarse de tan notable actriz.
Crimen en la comunidad A la manera de una investigación policial transcurre Malka, un documental que reúne información sobre Malka Abraham, una joven prostituida por la organización Zwi Migdal en la provincia de Tucumán durante la década del 30. Años después, Malka siguió en la prostitución, juntó un montón de dinero y fue asesinada en 1957, en un hecho aun no resuelto por la justicia. El trabajo de investigación del director Walter Tejblum, como si fuera una especie de periodista de policiales de la actualidad, resulta encomiable como así también su afanosa búsqueda de la verdad, entrevistando personas, visitando el archivo del diario La Gaceta, hablando con herederos del personaje central. En ese punto, Malka traza un manto de permanente sospecha sobre el caso: declarantes que niegan a testimoniar o retrasan la cita, omisiones y olvidos, sorpresas varias ante el periodista-director que sabe mucho más que otros, o en todo caso, que no recibe las respuestas adecuadas para resolver el enigma. Si Malka, una chica de la Zwi Migdal presenta un cuadro de sospechas sobre un asesinato no resuelto aún, haciendo énfasis en el mutis por el foro de algunos integrantes de la comunidad judía, las elecciones formales del documental no superan una leve medianía que puede observarse en trabajos similares. Las respuestas al caso, las pocos que se visualizan en el film, son presentadas a través de las palabras, dejando a las imágenes en un segundo lugar. Mientras tanto, los cuatro millones de la herencia de Malka Abraham comprueban que todavía subsisten puntos oscuros en tan particular vida y en las de otros más.
Una mula convertida en superpoderosa Scarlett Johansson interpreta a la heroína de este film de Luc Besson que sufre la violenta transformación en una joven con varias aptitudes sobrenaturales. Morgan Freeman será el especialista encargado de este curioso caso. Hace 20 años Luc Besson estuvo por Argentina difundiendo El perfecto asesino, aquel policial con el imperturbable Jean Reno y la adolescente Natalie Portman. En sus expresiones, el director deseaba conocer el mundo Hollywood, sus películas de acción y las superproducciones de ese entonces. De más está decir que lo copió muy bien si se recuerda la pirotecnia visual hinchada de presuntuosidad temática que rondaban las imágenes de Juana de Arco y El quinto elemento, dos obras del realizador ya metidas de lleno en un sistema de producción de millones de dólares invertidos. Luego vendrían otros títulos –uno peor que el otro– hasta que se llega a Lucy, con una estrella internacional como intérprete principal, que se convirtió en un éxito de taquilla y hasta inauguró el Festival de Cannes en mayo último. Algo debe andar mal, por lo tanto, si Luc Besson es tomado como referente de un cine industrial que complace las arcas de su país y las boleterías de todo el mundo. La historia de Lucy (Scarlett Johansson, claro), cuenta sobre el violento cambio de una chica utilizada como mula que, por múltiples motivos, se convierte en una superheroína con aptitudes varias que van de la telepatía a la telequinesis y del amplio dominio sobre la tecnología hasta un auntocontrol sensorial que sorprende a propios y extraños. La primera sorprendida es ella misma, ya que una poderosa droga sintética se expande por su cuerpo, en tanto, otro de los azorados por tal cambio resulta ser el personaje que encarna Morgan Freeman, un experto en el tema, que profiere una serie de conferencias expresando cuestiones (de manera seria) que provocan el efecto contrario. En realidad, Lucy vampiriza el cine de John Woo, a los referentes del cine oriental que aun no pasó por Hollywood, lo mejor de Tarantino y hasta a la heroína del videojuego cinematográfico Tomb Raider. Más aun, la presencia de Choi Min-sik, el actor de Old Boy y Sympathy for Lady Vengeance corrobora los guiños cinéfilos de Besson, un adolescente de más de 50 años imposiblitado de hacer otra cosa que no sea una versión nueva siglo de su Nikita (1990) apelando a intertítulos redundantes, efectos CGI de última generación y fragmentos documentales. En cuanto a la vampirización de referentes anteriores, no está mal que Lucy recurra a ellos con exceso y delectación. El problema es que su acotada trama siempre pierde en la comparación, agregando un plus que caracteriza a la obra del director: su manía por ubicarse en una zona difusa entre la levedad y la solemnidad que termina siendo perjudicial para las historias. Eso es Lucy y el cine de Besson: un triunfo rotundo de la hibridez.
Unos paisajes efectivos y repetidos Desde la leyenda del mito hasta la reconstrucción histórica, del inicio de la adolescencia a la sátira por animación, este grupo de cortometrajes seleccionados y financiados por el INCAA ofrece un conjunto de propuestas temáticas. Luego de algunos intervalos en el tiempo, desde 2012 se tiene la posibilidad de conocer una vez por año al nuevo grupo de cortometrajes seleccionados y financiados por el INCAA. Si bien ya quedó muy lejos aquel sólido paquete inicial de 1995 donde se presentaron trabajos de Lucrecia Martel, Bruno Stagnaro, Adrián Caetano y Daniel Burman, entre otros directores, las subas y bajas de "las historias breves" continúan siendo la plataforma de lanzamiento de futuros cineastas, en este caso, a través de imágenes que no exceden los 20 minutos. Los relatos de Historias breves 9 certifican un par de cuestiones y abren algunos interrogantes a futuro. Por un lado, el auge de la animación –impensado allá por los años '90– con El gran Vairitosky de Matías Carrizo, un corto donde la Muerte se presenta en un espectáculo circense, acosando a un personaje que elude con constancia el viaje sin retorno. El abanico temático se amplía con En crítica de Luz Orlando Brennan, que a través de una minuciosa reconstrucción de época, ubica la historia en el diario de Natalio Botana con un Roberto Arlt de ficción reparando en las cartas que llegaban a la redacción sobre personas anunciando sus suicidios. La última etapa de la niñez y la inicial adolescencia se presentan en tres trabajos de directoras –Videojuegos de Cecilia Kang; El paso de Victoria Mammoliti y El pez ha muerto de Judith Battaglia– donde, desde diferentes ópticas, se muestran el dolor, la tristeza, la alegría, la cercanía de la muerte (otra vez) y la religión como tránsito feliz o cruel hacia la adultez. Más enrolado en el género, la ficción de El desafío de Andrés Arduin describe una historia policial entremezclada con una leyenda donde no se ahorran momentos efectivos y algunos gratuitos. En tanto, anclada en un único espacio y limitada a sólo dos personajes, Estacionamiento de Luis Bernardez propone más que un momento pleno de misterio con un logrado trabajo del fuera de campo. Indiscutibles desde el punto de vista técnico y con virtudes y defectos en cada uno de los siete cortos, Historias breves 9 también manifiesta cierta reiteración en el aspecto temático (la niñez, la adolescencia, la muerte), determinadas interpretaciones que hacen demasiado "ruido" y una apelación a símbolismos de trazo grueso que eluden cualquier sutileza. Además, la ausencia de comedia o de algo que se le parezca, por momentos, convierte al grupo de cortos en un todo monolítico de carácterísticas graves y solemnes. El futuro de cada uno de los directores, como siempre ocurre, se escribirá en la siguiente página.
Un llamado a la realidad Córtenla… es una película de denuncia pero un panfleto de barricada. Más aun, las decisiones estéticas del documental de Ale Cohen siguen el camino iniciado por Los inundados (1962) de Fernando Birri y la Escuela del Litoral de Santa Fe: se puede hacer un cine contestatario y militante con cierta dosis de ironía y humor. El aspecto temático ancla en el espantoso trabajo en los call center, ese refugio de jóvenes que desean ganarse un mango y que son obligados a una labor precaria y tercerizada donde la explotación gana la partida. La narración cruza diferentes registros: algún testimonio, una puesta en escena donde las cabezas parlantes transmiten sus reflexiones por teléfono, fragmentos de animación pletóricos de crítica algarabía y una cámara que se entromete en reuniones empresariales. Allí se muestra el rostro más cruel de los call center, en esas conferencias donde se habla del futuro laboral y de los emprendimientos económicos donde sólo se necesita un rostro feliz que no atente contra el poder del dinero. Por si no bastara, la película agrega un par de logradas ficcionalizaciones donde un excitado jefe explica a una jubilada cómo manejarse en el trabajo. El secreto del documental, por lo tanto, está en la alternancia de los materiales y en el eficaz montaje que actúa como contrapunto de diferentes voces y puntos de vista que hablan de un mismo tema. En ese choque ideológico entre trabajadores tercerizados y empleadores supuestamente benefactores, el documental encuentra su centro y su crítica mirada para denunciar, sin olvidar el humor, un paisaje actual que aún no tiene solución.