Noche llena de palabras Una cita nocturna, palabras que van y vienen, temores, miedos, (in)seguridades, atracción, seducción. Otra vez, palabras y palabras. Y de nuevo, más palabras y una fiesta de por medio, donde Leo va debido a la invitación de Luna y también porque allí cree que podrá seguir la larga charla-levante que conformarán pocos pero interminables minutos de metraje, casi pesadillescos. Pero no, Luna conoce a los anfitriones y habla con ellos, en tanto Leo soporta a la cumpleañera, insufrible ella. Leo escribe notas, nació en España y lo interpreta Ismael Serrano. Luna cumple horarios en su trabajo y la actriz cordobesa Carla Pandolfile otorga cierta seducción a su esquemático rol. Serrano, en cambio, ni ahí. Hablan del horóscopo, de los equilibrios y desequilibrios cósmicos (claro, se llaman Luna y Leo), de los argentinos y españoles, y de un par de cosas más. De política nada de nada: ella se niega pese a un discurso bienpensante de él. En un momento juegan al pool y toman cerveza hasta que parecen convertirse en una publicidad alusiva. La cámara los sigue, parece que se separan pero deciden ir a la fiesta de la amiga de ella, donde se sigue tomando cerveza y otros tragos. Algún ocasional mareíto, él que intenta dejar el cigarrillo pero no puede, ella tampoco y por eso, a fumar fuera del lugar festivo. Siguen la charla, las preguntas, la palabra dicha de acuerdo a las imposiciones del guión y alguna musiquita de fondo que resulta redundante. Parece que Leo y Luna se separan hasta que deciden reencontrarse. Él le pregunta desde su auto por dónde anda. "En Manso y Lynch", responde ella, ubicada en su respectivo autito. Cool, re-cool. ¿Habrá segunda parte? Ojalá que no.
No abras nunca esa puerta Nuevamente interesado en la época de la Segunda Guerra Mundial, aquí vuelve un director húngaro de gran predicamento entre el público local en los años '80. Allá por los años '80, al espectador argentino se le reveló el nombre de Itsván Szabó, un cineasta húngaro de prestigio que ya venía haciendo cine desde hacía dos décadas. Fueron suficientes tres films de su larga trayectoria para que se convirtiera en uno de los preferidos del público: el triunfalismo nazi durante la Segunda Guerra Mundial y el encubrimiento a través de las máscaras (Mephisto); el Imperio Austrohúngaro desde una perspectiva compleja (Coronel Redl), y la historia de un hipnotizador que prevé la llegada de Hitler (Hanussen), con el gran actor Klaus Maria Brandauer encarnando los roles centrales. Conformaron una trilogía donde el director desarrollaba su tema predilecto: la lucha del hombre viviendo situaciones límite frente a un poder políticoy social que oprime al máximo. Luego vendrían, entre otras, Encuentro en Venus, Conociendo a Julia y Sunshine, películas más globales en lo temático y bastante lejos del tenso maquillaje que corría por el rostro del sufrido y también poderoso Mephisto. Luego de una década, Szabó vuelve a interesarse por la Segunda Guerra, tomando como eje una novela ubicada a pocos años de terminado el conflicto bélico. La acción se ubica en Hungría y confronta dos mundos: el exitoso en ciernes que representa la escritora Magda (Martina Gedeck) y el universo personal de su casera, la silenciosa Emerenc (Helen Mirren). En esa particular no-amistad entre ambas mujeres, la película juega con el pasado oculto de Emerenc, una puerta cerrada y un secreto que se revelará en los últimos minutos. Sin ambigüedades de por medio y aferrada a un guión que se excede en sus supuestas maniobras inteligentes, la narración fluye desde las características de los personajes, omitiendo la posibilidad de que el marco de época actúe con fuerza dentro del relato. En ese punto, Tras la puerta es un ejemplo acabado de cinéma duqualité (como decía la crítica francesa en los años '50), donde una película avanza de acuerdo a la dictadura del guión, anulando todo intento de que se construya algo relacionado al lenguaje cinematográfico. Los flashbacks de manual, la música de Schumann que actúa como subrayado sonoro y la inserción de un par de historias paralelas sin sustento dramático, refuerzan las minusválidas ideas del film de Szabó. Si a todo esto se le opone un par de buenos momentos donde se establece un debate dialéctico y social entre las dos mujeres contrastantes en el plano ideológico, hasta que la puerta se abre de una vez por todas, la razón es simple y concreta y tiene relación con las esforzadas interpretaciones de Mirren y Gedeck. Pero resulta poco, casi nada para un cineasta de prestigio.
Una vida a medida Una fábula ¿futurista? inquietante es la que narra La corporación, sólida hora y media de cine que expresa una particular mirada sobre el mundo. La historia es la de Felipe Mentor (Osmar Nuñez), empresario de éxito y con una seductora mujer más joven junto a él, que conforman a un tipo rígido y concreto en sus decisiones laborales. Pero Mentor le debe bastante a una corporación y a respetar un contrato de por vida que se relaciona con su feliz vida privada junto a Luz (Moro Anghileri) por medio de un devenir cotidiano que trasluce guionado por otros. La corporación presenta un conflicto y lo desarrolla con suma elegancia sin necesidad de aferrarse a subrayados innecesarios. Mentor es un triunfador en su vida laboral y afectiva pero solo se trata de un simulacro, una engañosa apariencia que depende de un poder mayor al que le resulta imposible manejar. Los personajes secundarios, que oscilan entre el film de oficina naturalista y el fantástico realista como género, rodean a Mentor con su aire misterioso, sugiriendo y recomendando los pasos a seguir del personaje. Desde allí, las logradas y breves apariciones como secundarios de Federico Luppi y Juan Palomino, y más adelante de ese buen actor que es Sergio Boris, quienes convergen a desentrañar el conflicto que padece el atribulado Mentor. Ocurre que el áspero empresario desea tener un hijo con Luz y desde ese punto la película vuelve a confrontar los dos mundos en permanente colisión: el perfecto y aparente que señala el éxito y el más terrenal y deseado que desea alcanzar el personaje central. Película asfixiante y de bienvenidos climas que agobian la privacidad, La corporación profundiza las posibilidades de un mundo futuro que resultará imposible modificarlo. Un mundo que está muy cerca, tal vez demasiado, acaso a la vuelta de la esquina.
En busca de los robos del nazismo Con una historia poco conocida de la Segunda Guerra Mundial, George Clooney se ubicó atrás y adelante de las cámaras para su quinto opus, donde sumó a Bill Murray, Matt Damon, John Goodman y Jean Dujardin. Clooney director sigue apostando por una narración clásica, con personajes arquetípicos e historias que se ubican en una zona de interés popular, sin caer en complejidades temáticas ni virtuosismos en la planificación formal. Clooney cineasta, sin ser nada original, fue construyendo una aceptable carrera detrás de cámara con Confesiones de una mente peligrosa, Secretos de estado, Jugando sucio y Buenas noches y buena suerte, hasta ahora su mejor film. Pero con el quinto opus da la impresión que Clooney nunca vio una película donde se mixturan los géneros (bélico más aventuras), se trate de un pasado bastante lejano o de un ejemplo más reciente. Tal vez sea demasiado pedirle a Clooney director que conozca algunos títulos de los años '60 y '70 donde la Segunda Guerra Mundial actúa como paisaje de un pelotón de soldados protagonistas (Doce del patíbulo; El botín de los valientes), pero sí, por ejemplo, que trate de acercarse al mejor film hasta hoy de Tarantino (Bastardos sin gloria) y a uno de los grandes títulos de Eastwood como director (Jinetes del espacio). La cita al eterno Clint no es casual, porque Operación Monumento empieza con el reclutamiento de un grupo de especialistas en el mundo del arte, misión a cargo del personaje de Clooney, quienes deberán rescatar obras pictóricas robadas por los nazis. El pelotón, heterogéneo en lo singular pero sin demasiados matices, está integrado por estadoudinenses y dos europeos, uno francés y otro inglés. La ubicación temporal se presenta a pocos días del desembarco en Normandía y las obras a re-hurtar tienen nombres de prestigio como los de Vermeer, Rembrandt o Da Vinci. Una mujer (Cate Blanchett), metida en una parafernalia nazi en retirada, será el nexo ideal para que el grupo comandado por Clooney cumpla su cometido. Semejante aventura fílmica, basada en hechos reales, requería de una dosis de emoción y empatía con los personajes que la película aporta en mínimas dosis. Los integrantes del escuadrón, prestos al acto heroico, se dedican a contar algún hecho del pasado o a plantear una serie de interrogantes sobre el trabajo asignado, en lugar de convertirse en héroes del género como a gritos pedía la trama del film. Ocurre que Clooney confía más en las palabras que en las acciones, equívoco grosero para esta clase de películas donde el cuerpo y las relaciones internas del grupo importan más que la duda o certeza por cumplir los objetivos. Alguna ironía bien resuelta, algún gesto de Bill Murray, una muerte de cierta heroicidad y acotados minutos de tensión no son suficientes para salvar una película mediocre, una auténtica anti-aventura bélica donde es fácil adivinar quienes vivirán y morirán una vez terminada la misión.
Una ópera prima con varios aciertos En su debut, el director sub 23 Iván Vescovo armó una suerte de historia caleidoscópica, con abundantes flashbacks, un montaje audaz y ángulos de cámara de alto riesgo, aunque a veces se tornan algo mecánicos. Con los lógicos defectos y virtudes de una ópera prima, transcurre la historia caleidoscópica de Errata, del director sub 23 Iván Vescovo. Hay un fotógrafo a la usanza del David Hemmings de Blow Up de Antonioni, una ruptura, un encuentro casual con una chica, una nueva pareja, una desaparición, una tercera mujer, un libro y su edición única con la correspondiente errata, el blanco y negro del paisaje, las calles vacías, un profesor de literatura de por medio, y un secuestro. La lista de acontecimientos y personajes es más extensa, pero el texto de ocasión es "El jardín de senderos que se bifurcan" de Borges, publicado en Sur a principios de los años '40. Desde allí podían elaborarse un par de presunciones sobre Errata: se trataba de un film rutinario sobre las relaciones entre el cine y la literatura o, por el contrario, las apuestas formales virarían hacia una película poco convencional. La respuesta es la segunda, y en ese punto Vescovo trabaja sobre el flashback, el corte audaz del montaje, el diálogo excedido en su literalidad, el ángulo de cámara de alto riesgo que coquetea con el manierismo. En esa elección, la película agrupa historias y personajes, por un lado, sumamente atractivos, y por el otro, excesivamente descriptos como si fueran marionetas para la delectación exclusiva del joven cineasta. Como si se intentara rememorar a ciertos títulos de la Generación del '60, especialmente cuando Manuel Antín adaptó cuentos de Cortázar ("Circe"; "Cartas de mamá"; "El ídolo de las Cícladas"; "Intimidad de los parques"), la película fluctúa entre la originalidad de la puesta en escena y una serie de apuestas en lo formal que poco a poco la convierten en un material mecánico que termina asfixiado aun en sus propias virtudes. En ese punto, algunas interpretaciones también resuenan por su literalidad (en especial, el bibliotecario que encarna Göetz) en oposición a la naturalidad de la pareja central (Woller y Docampo, en el caso de ella, confirmado otra vez que se trata de una gran actriz). Pese a los reparos, una película como Errata siempre será bienvenida, y mucho más si fue concebida por un novel director.
Todo conduce a Fellini La nueva obra de Paolo Sorrentino es candidata al Oscar a mejor película "no hablada en inglés". Aun con el fantasma del gran Federico encima, consigue una mirada personal. O cómo ser Fellini y (no) morir en el intento. O La dolce vita en la era Berlusconi. Cualquier título encajaría a la perfección para la última película de Paolo Sorrentino, el director italiano mimado por los festivales que también integra la élite de cineastas bendecidos por los programadores. Candidata seria a llevarse el Oscar no hablado en inglés dentro de pocos días, La grande belleza no oculta jamás sus pretensiones, influencias, citas e invocaciones al cine de Fellini, la bienvenida (o no) sombra que ya acosaba a Sorrentino en El divo (2007), con su estructura dramática "abierta" al paisaje onírico y a la autoindulgencia sin culpa alguna. Como ocurre en varios títulos del gran Federico, hay una voz narradora, en este caso, la del críptico e irónico Jep Gambardella (Toni Servillo), periodista y escritor venido a menos que no puede frenar el paso del tiempo. La mirada de Gep, en cambio, bascula entre la ferocidad crítica y la frase sentenciosa ante el mundo que lo rodea, decadente, bullicioso, aparatoso en su constancia porque la fiesta no termine. Así es la primera parte de La grande bellezza, un festival de bailes donde se entremezclan aristócratas y millonarios con la música de mariachis y Raffaella Carrá, que colma de placer a cincuentonas y sesentonas que pasaron por el bisturí y a viejos a un paso del patetismo. En medio del jolgorio, el sarcástico Gep, opinando sobre ese paraíso de la decadencia donde lo moderno berreta y descartable, comienza a fusionarse con citas e imágenes de la historia de Italia desde la literatura, la arquitectura, la pintura, la cultura en general. Por supuesto que La grande bellezza –título también irónico– tiene varios momentos de interés donde Sorrentino –aun con el fantasma de Fellini respirándole en la nuca– consigue construir una mirada personal. Los largos recorridos por esas calles vacías, la relación de Gep con su amigo melancólico y frustrado por su actividad y la aparición de Ramona, personaje que funciona como punto de inflexión de las múltiples historias, son aquellos instantes donde la película respira una bienvenida personalidad. Sin embargo, el film no puede disimular cierto tufillo publicitario, de fiesta de fin de año de la RAI, de construcción de un imaginario social que necesita valerse de aquellas herramientas estéticas que abomina para convertirse en un espejo deforme pero de similares características. No está mal acercarse a Fellini, un moralista del siglo XX. El problema es que Sorrentino parece sentirse cómodo dentro del mundo que describe, como si fuera el principal anfitrión de esa fiesta melancólica, vacía e interminable.
El amor en tiempos de caballos alados La historia romántica entre un ocasional ladrón (Colin Farrell) y una joven que sufre una enfermedad (Jessica Frindlay) es acechada por un malvado encarnado por Russell Crowe, en un propuesta que incita a la risa. Un amor en tres tiempos diferentes, el diablo en persona, uno de sus súbditos y un caballo que vuela a plena imitación del logo de la productora Tri-Star. Un director (in)competente en su ópera prima –luego de producir algunas actividades paranormales y títulos con Will Smith y Russell Crowe, presentes en las imágenes de Un cuento de invierno– regresa con un nuevo film serio postulante a integrar el listado de bochornos del cine de este año. La narración empieza en 1915, luego retrocede algo más de una década, vuelve a inicios del siglo XX y, finalmente, se ubica en la actualidad, siempre en Nueva York, para contar la historia de amor entre el efímero y ocasional ladrón Peter Lake (Colin Farrell, en versión aburrida y culposa) y Beverly Penn (Findlay), quien padece una enfermedad. Hay un malo malísimo que interpreta Crowe, quien busca afanosamente romper con ese vínculo que, ante un par de dudas y cavilaciones, decide consultarle el asunto al diablo que encarna Will Smith, a esta altura un actor más que indigerible. Mucho dinero se invirtió en la producción y en los efectos especiales de Un cuento en invierno. Reconstrucción de época al mango, vestuario, escenografía, música atronadora durante casi todo el film, pero más que nada, un equino blanco que ayuda a Lake y emprende vuelo por la ciudad, en una lastimosa alegoría del mito de Perseo convertida en estética new age y transformada en publicidad de colchones de primera calidad. Pero no sólo eso: a la historia de amor aferrada a aforismos románticos que provocan vergüenza ajena, en la última parte se suman los personajes de Jennifer Connelly y su hija –también enfermita– que ocasionarán una imparable inflación de almíbar y cursilería. Eso sí, la propuesta es seria y solemne, pero el efecto es el contrario al buscado: más de una escena puede provocar la sonrisa, y por qué no, cierta estentórea carcajada. Mientras tanto, el caballito blanco y alado continuará su vuelo llevándose a los dos amantes desdichados, a pleno con su amor de más de un siglo, ahora sí, convertidos ambos en refulgentes estrellas. Sí, leyó bien.
Tibio academicismo inglés Nominada a cuatro premios Oscar (incluso mejor película y mejor actriz), la nueva obra del inglés Stephen Frears está basada en la historia real de la búsqueda de un hijo. Extraña trayectoria la del cineasta Stephen Frears, un buen director sin estilo. Allá lejos y hace tiempo, revolucionó ciertos cimientos apolillados del cine británico con Ropa limpia, negocios sucios y Susurros en tus oídos; más tarde exploró el policial en The Grifters, el terror académico con El secreto de Mary Reilly, la literatura pecaminosa en la excelente Relaciones peligrosas y los amores de una vida a través de la música en Alta fidelidad. En una carrera con más de treinta obras concebidas en cine y televisión, con subas y bajas, el inestable Frears presentó hace un par de años La reina para gloria y honor de su intérprete Helen Mirren, excelente en su composición de la emperatriz eterna. Por los mismos tópicos navega el relato de Philomena, una historia construida al servicio de la dupla actoral, con filosos diálogos, lectura directa o indirecta sobre la sociedad inglesa y algún que otro dardo envenenado que se le dispara a la iglesia como institución que mete miedo. Pero siempre, como suele suceder en los films británicos biempensantes, no corriéndose de ciertos límites, mirando al conflicto desde una posición presuntuosa, flemática, invadida por una pizca de arrogancia. Frears apela en más de una oportunidad al flashback de manera bastante pueril para narrar la odisea de Philomena Lee (Judi Dench), a quien en su juventud unas monjas le quitaron su bebé para luego ser vendido a ricachones estadoudinenses. Esta mujer creyente decide encarar el tema luego de medio siglo y para eso se necesita un personaje contrapunto, en este caso, el periodista que personifica Steve Coogan, por supuesto, ateo confeso, antisistema, defraudado con su profesión, en fin, el perfecto contraste ideológico con la inocente Philomena, ya entrada en años y que aún confía en dios y la santa biblia. Por esos parámetros poco novedosos ronda una película filmada con la prolijidad académica de un programa de la televisión inglesa donde el sustento mayor condice con las interpretaciones y el rigor de la escritura del guión. Sin embargo, en medio de esa perfección formal que no disimula ciertos síntomas de pereza, Frears se escapa de los lugares comunes y de la lágrima fácil con la astucia que caracteriza a buena parte de su obra. Como si nuevamente observara de costado a sus personajes, sin comprometerse demasiado con aquello que narra, Philomena resulta atendible por evadirse del maniqueísmo y del riesgo que reclamaba semejante debate dialéctico entre dos formas de contemplar al mundo. Para conseguirlo cuenta con Dench y el versátil Coogan (24 Hour Party People) a la cabeza del reparto de una película agradable, conservadora en su forma e ideal para ver a las cinco de la tarde luego de un suculento almuerzo neutralizado por un té de boldo.
Rituales de iniciación Como ocurría en las imágenes de Unidad 25 (2005), film carcelario no convencional, el director Alejo Hoijman observa a sus personajes y al paisaje sin caer en el pintoresquismo recurrente en el género. La geografía es protagonista en esa selva nicaragüense, en la zona de San Juan, tanto como Bryan y Maikol, jóvenes del lugar viviendo la etapa fronteriza entre la adolescencia y la adultez. Los detalles que capta Hoijman con su cámara son mínimos pero intensos para exhibir ese tránsito donde se terminan las charlas entre Bryan y Maykol y empiezan los compromisos a futuro. En ese sentido, el viaje al ojo y el cuerpo del tiburón confirmará el pasaje que deriva en nuevo ritual: allí los adolescentes, junto al padre de uno de ellos, comienzan una nueva vida, invadida por el riesgo y la situación límite, por la aventura original y la muerte mordiendo los tobillos. En ese mundo selvático y luego a la deriva de los personajes, donde la responsabilidad cobra protagonismo, Bryan y Maikol viven el aprendizaje que lleva a la búsqueda, al encuentro con algo inasible, al fin de la inocencia. Hoijman sabe dónde ubicar su cámara, explorando en los jóvenes moradores del lugar, articulando un discurso donde el paisaje se funde a Bryan y Maikol, tal como sucedía en el presidio particular de Unidad 25. Exponiéndose a la naturaleza, personajes y director, dejan entrever sutiles comentarios sobre un futuro invadido por los interrogantes. Un futuro que habla de un continente y del día después que les correspondería a Bryan y Maikol, una vez que la caza del tiburón se convierta en rutina y las exigencias de la vida reclamen un compromiso mayor. Pera ésa sería otra historia.
Ningún mundo supuestamente feliz Los creadores del film de animación Lluvia de hamburguesas dirigieron ahora sus esfuerzos creativos a la realización de una película ambientada en el universo de los ladrillos y piezas desarticuladas para chicos. El mundo Lego está en peligro debido al pegamento creado por el maléfico Sr. Negocios y, por esas razones del azar, el antihéroe será Emmet, un rutinario empleado feliz con su trabajo y por hacer lo mismo todos los días en ese universo perfecto. Pero claro, si se está ante un film de animación, tendiente a la acumulación antes que a la sustracción de personajes y situaciones, aparecerán otros legos que acompañen al falible y simpático obrero de la construcción: la impetuosa Estilo Salvaje, su secuaz compañera de aventuras, pero también Batman, Súperman, Gandalf, La Mujer Maravilla y varios más. La Gran Aventura Lego fue concebida por el dúo Lord y Miller, los mismos de Lluvia de hamburguesas, y por lo tanto, los propósitos de este film de animación están plenamente contemplados: provocar el mejor recuerdo a los más grandes por esas piezas desarticuladas que surcaron la infancia, y además convencer a los pequeños que se puede construir una película de estas características con cierta actitud reflexiva. Ojo, no es que se está ante una película donde el supuesto "mensaje" pega en la boca del estómago, al estilo de los peores ejemplos de la factoría Disney de inicios de la década del '90. Ocurre que La gran aventura Lego describe al comienzo a un "mundo feliz" donde sólo se ve un espacio televisivo como "Dónde están mis pantalones" y los personajes despiertan cantando "Todo es increíble". Un mundo gobernado por el Sr. Negocios y controlado por el Policía Malo, un secundario de peso en la historia. A ese mundo controlado se opondrán los buenos y los torpes, junto a los héroes ocasionales (acaso un exceso en número, de allí la acumulación que gusta tanto en el género), a través de un sinnúmero de batallas, donde la animación aplicada por Lord y Miller, otra vez, triunfa por vía del exceso. Sí, la película es entretenida y hasta permite más de una lectura sobre la construcción y/o destrucción de un mundo particular. Pero, acaso la reconciliación final entre poderosos y combatientes resulta un tanto forzada, tal vez inútil o hasta plausible a otra lectura que excede a la película misma. Si el espectador infantil y no tanto al que está dirigida la película, donde se encuentran más referencias de Pequeños soldados (1999) de Joe Dante que de la saga Toy Story, encontrará momentos de placer infinito con estos legos en movimiento, ningún espectador que concurra al cine merece que no se exhiban copias subtituladas. Aquellas voces originales de los legos, más la presencia cerca del final de Will Ferrell (insoportable como siempre, disculpas a los fanáticos), ameritaban un puñado de copias habladas en su idioma original. Si hasta parece una decisión proveniente del Sr. Negocios.