Un trío en tensión Salta como geografía, zona rural, un matrimonio sin hijos y el primo de la mujer como nuevo habitante, recién salido de un instituto de rehabilitación. Sensaciones y tensiones tenues y luego extremas, describe Sarasola-Day en su opera prima, tomando como centro a Helena y Ernesto, dos vidas que oscilan entre el hijo que no llega, la rutina sexual, el trabajo de él, cacerías ocasionales y alguna riña de gallo utilizada como metáfora visual. Pero el pariente intruso es distinto, bastante desinhibido, de pocas palabras, misterioso en su andar nocturno. Deshora –adecuado título– converge hacia un triángulo a punto de estallar debido a sus carencias: afectivas, sexuales, laborales. La realizadora salteña elige los cruces de miradas y silencios prolongados para explorar a un trío de personajes que sólo necesitan de un par de trazos y de pocos textos, siempre eficaces, con la intención de comprender el conflicto. Por suerte, el cine argentino que vale la pena ver se está alejando un poco de los jóvenes palermitanos que andan con su tristeza a cuestas. Deshora es todo lo contrario: un film de cámara, una especie de à huis clos sensorial, donde se coquetea con el misterio, la piel que necesita sexo, el deseo frustrado de la pareja que pretende modificarse con la llegada del primo Joaquín, cuestión que disparará un giro bastante inesperado en la última parte. Con referencias a El cuchillo bajo el agua de Polanski o invocando cualquier otro film donde se presenta un esqueleto argumental similar, Deshora cuenta con los estupendos trabajos de Luis Ziembrowski y María Ucedo (una actriz que el cine requiere con urgencia), personificando a un matrimonio que parece decirse te amo, te odio, pero dame más.
Un delirio a mitad de camino Es el nuevo film de Néstor Montalbano, el mismo de Soy tu aventura y Pájaros volando. Cuando se concibe una historia como la de Por un puñado de pelos, el camino más acertado es el del disparate sin retorno y sin culpas. Soy tu aventura y Pájaros volando, combo del director Montalbano con Capusotto de protagonista, daban sin reparos en la tecla del absurdo propiciando escenas que bordeaban el delirio y el guiño cómplice. Sin embargo, el tono bizarro de los dos films anteriores, autosuficientes y plagados de momentos que fusionaban a Ionesco junto con las marcas del programa de televisión de Capusotto, no encuentra su mejor centro en Por un puñado de pelos, convirtiendo a la película en una acumulación de gags y situaciones de relativa eficacia. Que Tuti Turman (Nicolás Vázquez) junto con el portero de su casa deban viajar a un pueblo porque supuestamente existe una cascada que recuperaría el pelo del protagonista resulta una buena idea como disparador argumental, tal como se presenta en los primeros minutos de la cinta. Allí surgen los otros personajes: el alcalde (Valderrama), el custodio del lugar (Rada), la bruja (Norma Argentina) y hasta un santo regidor de la Buena Vida y el Cabello. En esas escenas, Por un puñado de pelos vira a la parodia del western spaghetti –tal como ocurriera en 800 balas de Alex de la Iglesia, uno de los puntos más bajos de su obra– no sólo desde la tipología de los personajes sino también por el uso de la música y la concreción de determinadas situaciones genéricas. Pero la película, sin derrapar al abismo, no resulta contundente ni aun en sus momentos teñidos de mayor delirio. Es que Por un puñado de pelos observa a sus materiales con demasiado respeto, acaso con cierta timidez, sin revolverse en el barro del absurdo hacia donde se dirigían los otros títulos del director y de su guionista Damián Dreizik. Las escenas se acumulan en un torbellino imparable –otra vez la cita al cine del español de De la Iglesia no es casual–, pero no siempre sumar y sumar implica ser original y eficaz en los resultados finales. En cuanto a los actores, Vázquez carga con un peso importante dentro de la trama y gana la partida, y Rada pone cara de malo simpático, en tanto, al pibe Valderrama siempre se lo recordará por haber jugado en aquella gran selección de fútbol de su país en los años '90.
Hacer cine entre cuatro paredes Jafar Panahi, director iraní con prisión domiciliaria, y su colega Mojtaba Mirtahmasb llevan adelante este proyecto experimental y documental que muestra al cineasta intentando pensar la posibilidad de hacer cine desde el encierro. El director Jafar Panahi sigue cumpliendo la condena impuesta por la teocracia iraní: encerrado en su casa y sin posibilidad de salir a la calle y seguir haciendo cine, el realizador recurrió a la tecnología valiéndose de un pendrive y desde allí mostrar esta película que recorrió festivales internacionales y provocó el repudio de la familia cinematográfica del mundo al gobierno de su país. Aclaradas estas cuestiones, de público conocimiento, con un poco de atraso se exhibe Esto no es un film, película con bastante de monólogo y catarsis simbólica del mismo Panahi registrada por su colega Mirtahmasb. Jafar Panahi es el director de El espejo, Offside y El círculo, cálidos relatos sobre la infancia y la adolescencia que se oponen a la mayoría de las historias adultas del gran Abbas Kiarostami; pero Esto no es un film, debido a sus condiciones de producción. apunta a otro lado. Ver al director encerrado en su casa, hablando al teléfono y relatando un guión, hipótesis de una supuesta futura película, ya de por sí, manifiestan una particular construcción del espacio cinematográfico. Un espacio que deja entrever el fuera de campo –sonidos de sirenas, ruidos extraños– que vigila y controla al acusado por el régimen, pero que también permite sospechar cierta incomodidad externa que nunca se observa con detenimiento. Un espacio que el mismo director elabora en sus reflexiones sobre el cine, mostrando escenas de sus otras películas, opinando sobre ellas en una transparente comparación con su situación de preso de entrecasa. Un espacio lentificado y necesario, donde además de la mínima presencia de su colega-cámara, adquiere una semejanza por medio de la aparición de una iguana, temible por sus uñas pero cariñosa y bella debido a su caminar en ralentí. Así transcurre la breve duración de Esto no es un film, una proeza única, una película ombliguista de matices políticos, una sutil reflexión del cine y sus posibilidades frente a circunstancias límite. Mientras tanto, cerca del final, la calle parece a punto de estallar por medio de decenas de lenguas de fuego. Pero eso no se ve con claridad, el fuera de campo es el que está prohibido.
El Holocausto, visto desde la niñez El segundo film de Brian Percival, el director de la exitosa y bien lograda serie británica Downton Abbey, eligió llevar al cine un best-seller de Markus Zusak sobre una joven que vive en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. El tema del Holocausto puede tratarse desde diferentes ángulos y miradas: documental, ficción, mezcla de ambos, didactismo, historicismo, puntos de vista, corrección política, etcétera. Cuando se narra el hecho tomando en cuenta el aprendizaje y la visión desde la infancia, el desafío es mayor, ya que se está ante la posibilidad de caer en la superficie de las cosas y de los esquemas del caso. Parece ser que el best seller de Markus Zusak no esconde ninguna culpa al jugarse por tal elección, cuestión que se manifiesta al ver las imágenes de Ladrona de libros, segundo film de Brian Percival, tal vez más conocido por dirigir la serie Downton Abbey. Una película que utiliza la voz en off de la Muerte (a cargo de Roger Allam) –como sucede en el texto original– ya marca terreno en sus alcances y pretensiones. Pues bien, la historia es la de Liesel (Sophie Nélisse), el paisaje el del nazismo, y su fanfarria y el contexto familiar el de un matrimonio que adopta a la niña de vástagos de pensamiento comunista. La manipulación al espectador, por lo tanto, los lugares comunes y esa imperiosa necesidad de mostrar el sufrimiento (el film arranca casi con la muerte de un niño), exhibiendo el golpe bajo más cruel, actúan como sustento dramático del film. Como si La lista de Schindler –del productor y director, en ese orden, Steven Spielberg– se multiplicara por diez, Ladrona de libros, estimula esta clase de empatía: historia contada desde la niñez, banda de sonido apabullante en sus violines, contacto permanente con el dolor, aprendizaje en medio del horror. Claro que también hay lugar para la poesía de segunda mano en medio del desastre, ya que los padres adoptivos de la criatura (Geoffrey Rush y Emily Watson, puntos a favor del film) ocultan a un soldado que se convertirá en el bautismo de la niña con las letras. "La memoria es la bitácora del alma", expresa el soldado en el sótano familiar. En oposición a semejantes desmadres estéticos, la historia de Liesel y su amigo y vecino deportista adquiere cierta dosis de honestidad. En esos paseos de los niños, Ladrona de libros –más allá de no poder evadirse de algunos clisés– construye sus momentos de interés, sin necesidad de apelar a la voz en off de la Parca ni de emplear planos con intenciones de pegar en el estómago. El bombardeo de los aliados se produce cerca del final y las tropas norteamericanas llegan para la liberación. De los rusos, ni noticias. El fuego invade el lugar y los cadáveres son extraídos entre los escombros, salvo el de la niña Liesel. La banda de sonido sigue atronando con sus violines lacrimógenos. El músico John Williams, habitual en las cintas de Spielberg, subraya otra vez las intenciones de la película.
Un amor de pocas horas, intimista y verborrágico Un fortuito encuentro en el tren, cruces de miradas, y dos personajes en conflicto que se manifiestan a través de cierta postura grave frente al mundo. Con esos pocos elementos se cuenta El tiempo de los amantes, un film que trae el recuerdo de Breve encuentro, aquella historia de amor de pocas horas que dirigiera el inglés David Lean en los años '50. El encuentro de Alix (estupenda Emmanuelle Devos) y Doug (Gabriel Byrne a un paso de parecer un vampiro famélico) está acotado en tiempo y espacio, razón por la que ambos no necesitan saber tanto del otro, ni de su profesión o por qué se encuentran en una ciudad como París, exhibida a años luz de la tarjeta postal. Por eso, El tiempo de los amantes muestra las idas y vueltas de la pareja –ella casada, él invadido por un aire tenebroso y fúnebre–, en actitud de espera y de aprovechar ese instante íntimo que los hará felices por un breve lapso. El director Bonnell confía en los ojos de Devos y en la lánguida flaqueza de Byrne para sostener una historia de pequeños trazos, gobernada por un asunto amoroso de características efímeras. En ese punto, la película gana la partida, en contraste con diálogos que parecen salidos de un manual de autoayuda y por otros que manifiestan una actitud pedante frente al mundo como sólo lo puede ofrecer un film francés. "Pienso en Pascal", dice un personaje secundario y allí la historia –pequeña y gratificante cuando la pareja central no abre la boca– exhibe su pose autosuficiente al describir un universo risqué protagonizado por gente culta. El tren está a punto de partir y los amantes ocasionales deben decidir si quedarse un rato más en ese París mortuorio. Los rostros de Devos y Byrne, otra vez, pelean contra una banda de sonido insoportable. Y así es el film, intimista, pero también, verborrágico.
Cambio de vida desde la ausencia La nueva película del director Daniel Burman (El abrazo partido) cuenta con Guillermo Francella e Inés Estévez en los roles protagónicos. Una historia de amistades y sinsabores. De un día al otro, la vida de Santiago (Francella) se derrumba por un abandono. Pero no es su mujer quien se va –él es soltero– sino el amigo de toda la vida, su otra mitad, el socio laboral, el de la química permanente, aquel de los gestos similares. Desaparece Eugenio (Arenillas), casado con Laura (Estévez), y desde allí Santiago se ve frustrado, traicionado, solo en este mundo. Difícil encasillar en un género determinado a El misterio de la felicidad, como tampoco es fácil situar en ciertos parámetros al cine de Daniel Burman. Aunque un punto está claro: las películas del director se ubican en un ambiguo sitial entre aquello que se considera cine industrial pero con una mirada comprometida, personal en relación a la forma en que presentan personajes y situaciones. Desde allí puede entenderse su ya amplia filmografía con puntos altos (El abrazo partido; Derecho de familia), bajos (La suerte en tus manos, El nido vacío) y otros conformados por una transparente puesta televisiva al servicio actoral (Dos hermanos). En ese sentido, la historia que narra El misterio de la felicidad, como el resto de la obra de Burman, navega entre logros y defectos, algunos más notorios que otros. Comienza como una comedia sofisticada pero popular, continúa dentro de los tópicos del drama en tono leve y termina ubicándose en una lección de vida con su correspondiente aprendizaje. Por suerte, en esos decibeles que el guión maniobra con elegante astucia, donde no se necesita de una historia de amor como sostén del relato, la aparición del personaje de Laura (buena composición de Estévez), hace girar la trama hacia un lugar impensado. Efectivamente, El misterio de la felicidad es una película que cuenta una amistad masculina que se rompe de un día al otro, donde un personaje ausente sigue siendo el corazón de la historia. Laura y Santiago deberán conformar una pareja particular construida por cuestiones del azar y desde ese punto el aura misterioso del ausente Eugenio provocará más de una sorpresa, acaso un sinsabor, una cálida comprensión de los "nuevos amigos", tal como se observa en los minutos finales. Pero así como desde su segunda mitad en adelante la narración no requiere de ningún gesto reconocible de su intérprete principal, el contundente título de la película, justamente, ofrece más de un misterio. En esa travesía final por Brasil que emprende la nueva pareja de amigos, el film presenta más de una paradoja. Aunque la historia misma no preveía semejante definición, El misterio de la felicidad termina convirtiéndose en una comedia burguesa, donde parece ser que el paraíso deseado se ubica en las playas brasileñas, lejos de las obligaciones de pareja y más que lejos de la amistad masculina por la que tanto reclamaba el desconsolado Santiago.
La vida por las tres equis En su debut como director Gordon Levitt también protagoniza este film sobre un hombre adicto al porno que conoce a Barbara, una mujer que intentará modificar sus hábitos. Opera prima como cineasta del reconocido actor de cine y televisión Joseph Gordon Levitt, Entre las manos fluctúa entre la originalidad del argumento y la lección de vida que de a poco recibe el personaje central debido a sus viajes por Internet visitando páginas para adultos. Es que Jan Martello (el mismo Gordon Levitt) tiene plata, facha, auto, carisma y consigue a las chicas que quiere con un chasquido de dedos, un par de palabras o un mínimo gesto. Pero el tipo es feliz cuando se atrinchera en su privacidad hedonística y masturbatoria y viaja todas las noches por el mundo XXX, llenando los recipientes de papeles luego de la eyaculación diaria. La película, en este punto, describe de manera inteligente a un personaje particular, y también a sus padres, ítalomericanos ambos, donde se destaca Tony Danza como un progenitor que parece el Tony Manero en camiseta de Fiebre de sábado por la noche con treinta años más. En la vida de Martello se cruzará Barbara (Scarlett Johansson en piloto automático) y desde allí la película rumbeará para el lado del voyeurismo masculino, ya que no solo el hedonista Jan desea a su chica. En este punto, Entre las manos, como comedia liviana y sin demasiadas complejidades, funciona en el trazado de los personajes y en la felicidad personal del joven, aun cuando Barbara descubre sus gustos y amenace con abandonarlo. Por su parte, Gordon Levitt director y guionista, recurre a un montaje veloz, acorde con lo público y privado que caracteriza al personaje, en un tono medio y simpático, teñido de cierto costado misógino, ya que se atreve a criticar a la novia que encarna Scarlett, decidida a que su pareja abandone esos horribles hábitos. Pero la película, inesperadamente, o no tanto, se ubica a favor del inquieto Martello y no de la histérica Barbara. En la segunda mitad, en cambio, surge el aprendizaje de vida y el castigo moral al joven personaje. Aparece la viuda Esther (Julianne Moore), mirada triste y melancólica, con un pasado gris y cierta vitalidad fúnebre que intentará seducir al joven fanático del sexo por Internet. El montaje se aquieta, las palabras suenan más importantes y las acciones se remiten a mostrar que la vida es mucho más que el placer cotidiano que complace a Jan Martello. Desde allí la película derrapa hasta el final, como si al personaje central le hubieran interrumpido sus maniobras diarias en la mitad o cerca del final de sus rituales a solas y narcisistas.
Un buen muchacho en Wall Street La nueva propuesta de la dupla conformada por el director Martin Scorsese y el actor Leonardo DiCaprio es una mirada feroz y fascinante al mundo de las finanzas, con crecimientos vertiginosos, desfalcos y excesos. Jordan Belfort parece un pariente cercano de Henry Hill, el joven admirador de los mafiosos de Buenos muchachos. Tiene ganas de crecer y triunfar, va al frente sin mirar para atrás, es joven, carismático, seductor, ambicioso. Pero hay diferencias entre ambos: mientras Henry respeta a sus padrinos mayores hasta que decide traicionarlos, Jordan sólo necesita una lección de cinco minutos a cargo de su mentor (fantástico McConaughey) para conocer las verdades y mentiras en el mundo de las finanzas. También tiene ganas de triunfar lo antes posible, como Tony Montana en Scarface, y para eso se requieren gramos y gramos de cocaína, poder, dinero y estar despierto todo el día. Volvió Scorsese con toda la furia, y el cine lo agradece. Volvió el de Goodfellas y Casino, el que maneja un tren a toda velocidad y tampoco se detiene para mirar atrás. Retornó el gran Martin, el de los ríspidos cortes de montaje, el festivo y sin culpa católica de por medio, el que filma como si tuviera treinta años o menos. La potencia visual y narrativa de El lobo de Wall Street lo trae en su mejor forma, con una película políticamente incorrecta, donde despliega todo su talento en versión desbordada, orgíastica, a tono con la vida de su personaje. En efecto, Jordan forma un equipo de desquiciados parecidos a él para apropiarse de los negocios de la gran ciudad. Un grupo de trabajo donde Donnie (Jonah Hill) tiene la vitalidad y simpatía suficientes para comprender que El lobo de Wall Street es una tragicomedia sobre el poder, fiestera, snifada y sexual. Y en este punto aparece la mujer-hembra clásica de Scorsese, Naomi (Margot Robbie), la criatura deseada, el objeto perfecto para el inquieto Jordan. Entre varias escenas memorables, con un Leonardo DiCaprio sin red y entregando tal vez su mejor protagónico, el delirante momento en que Jordan padece los efectos de unas drogas vencidas, donde su cuerpo parece a punto de explotar, confirma al mejor Scorsese, aquel que filma sobre el exceso, valiéndose de su reconocido talento para contar una historia sobre la corrupción en el poder. Pero no hay lugar para la crítica bienpensante sobre los turbios manejos de Jordan con el dinero. Al contrario. Como sucedía con Henry en Buenos muchachos, el acoso del FBI aparecerá en la vida del personaje y allí Scorsese retomará los tópicos temáticos de su admirado Elia Kazan (Nido de ratas; Un tranvía llamado deseo), eligiendo a la delación como única salvación de su descontrolado personaje. Jordan, un buen muchacho de Wall Street, mirará sonriente a cámara más de una vez. Como Scorsese mismo, narrando una fábula sobre el sueño americano, mostrando sus miserias y excesos, tal vez imitando el gesto de Jordan por haber dejado una gran película para el disfrute sin culpas del espectador.
Sensible y creíble historia de amor Estreno local de la película ganadora del pasado Festival de Cannes, con un sorprendente trabajo del director Abdellatif Kechiche y una gran actuación de la bellísima Adèle Exarchopoulos en una historia de amor única. De vez en cuando en el cine se produce un milagro. Poco podía esperarse del director tunecino Abdellatif Kechiche, ya que sus antecedentes (Cus Cus; El amor esquivo) no eran alentadores, pero con La vida de Adèle concibió hasta ahora su película más relevante, su milagro en imágenes. Adele es una adolescente que aun no descubrió su cuerpo y que a través de un cruce de miradas se enamorará de Emma, artista plástica, chica de pelo azul, mirada misteriosa, sin dificultades por corroborar su sexualidad. De allí surgirá una gran historia de amor, dolor, pérdida, besos, caricias, orgasmos, llantos, mocos, peleas, reconciliaciones. Con semejante material, que pudo haber caído en la cómoda historia de iniciación sexual, Kechiche construye una película sobre la piel, piel turgente de dos chicas que se aman de manera rotunda, provocando más de una molestia en el entorno que las rodea. La vida de Adele es un film de primeros planos, de acciones mínimas y cotidianas, de cámara que sigue al detalle los movimientos de la joven pareja. El punto de vista es el de Adele, ya que la película muestra a su familia, a sus compañeras de colegio y a su primer trabajo escolar. La vemos comer fideos con tuco, observar su cuerpo, ir al boliche de lesbianas al encuentro de Emma. El descubrimiento de ambos cuerpos será extenso y prolongado, en una escena bella y creíble, ubicada muy lejos del voyeurístico porno-soft. Sexo crudo y realista fusionado al amor que se tiene la pareja, feliz para Adele y Emma, triunfante para el cine mismo. Kechiche describe la vida de Adele pero desde ese momento también cobra protagonismo Emma, el círculo que la rodea, su familia, su trabajo artístico. Surgirán las dudas de Adele, la gran escena en que Emma echa a la protagonista de la casa donde ambas viven, el duelo, acaso la separación final en el bar, entre lágrimas necesarias y verosímiles, que se transmiten al espectador con la misma intensidad. Semejante film de tres horas que parece poco y nada, de una gran sensibilidad y calidez en cada una de sus escenas, necesitaba dos actrices potentes que cargaran con un notorio protagonismo. Lea Seydoux, estupenda como Emma, confirma su lugar privilegiado como una gran intérprete del cine francés. Pero el milagro es Adéle Exarchopoulos en la piel de la protagonista: cada uno de sus mínimas acciones provoca un inusitado placer, cuando come, llora, miente, toma una cerveza, se cambia de ropa, trabaja en un jardín de infantes, convive con su gran amor. Imposible olvidar la mirada de Adele, imposible no enamorarse de ella.
El plato preferido de los Parker Este film de Jim Mickle es de "terror canibalístico", ya que una familia poco convencional se sumerge en el dolor ocasionado por una muerte. Climas, planos extensos y aires a los mejores exponentes de décadas pasadas. La mesa está siempre bien servida en la casa de la familia Parker, el padre, dos hijas y el pequeño hermano que cargan con la reciente muerte de la mamá. Parece que la comida proviene del sótano de una casa gris y sin colores fuertes, dirigida por un padre luterano y ultracreyente, que actúa con mano dura y mirada controladora a sus tres hijos. Una película como Ritual sangriento, dentro del terror canibalístico, resulta interesante no sólo por aquello que muestra sino también porque se aparta de ciertas reglas genéricas de los últimos años. Probablemente la narración retarde los momentos álgidos –que no son tantos, pero que aparecen en la segunda mitad–, dedicándose a describir a una familia poco convencional, buceando en los rituales de un clan sumergido en el dolor ocasionado por una muerte. En ese segmento, Jim Mickle cuenta sin demasiada prisa la extraña convivencia de un grupo que alarma al resto de los habitantes de un pueblo que parece salido de un cuento infantil en versión asordinada y rigurosamente descriptiva, donde los personajes susurran en lugar de enfatizar sus pesares familiares. Son esos momentos en que Ritual sangriento parece un film de los años '70, inclinándose por la descripción de caracteres y de pequeñas situaciones, sustituyendo al trazo grueso y el efecto gratuito. Pero como siempre ocurre, un intruso –el pretendiente de una de las chicas– actuará como detonante de la historia, convirtiéndose en el plato preferido de la familia Parker. Ritual sangriento es una película de climas, de planos extensos que no necesitan del movimiento frenético de la cámara, donde el tiempo parece suspenderse por los hábitos de una familia nada normal. La permanente vigilancia de papá Parker, el llanto interior de las dos hijas y la mirada resignada del pequeño de la familia, junto a una puesta en escena que elige la voz tenue antes que el gritito histérico que identifica al género en su vertiente teen, convierten a la película en una bienvenido ejemplar demodeé, acaso no definitivamente logrado, pero que recuerda a los mejores exponentes de décadas pasadas. Un plus: la presencia secundaria de Kelly McGuillis, aquella musa de los años '80 de Reto al destino.