A la búsqueda de placer El austríaco Ulrich Seidl tiene sus defensores y detractores en el mundo del cine con su visión feroz y cáustica de la sociedad global. Paraíso: amor es parte de una trilogía donde opina sobre el verdadero turismo de estos días, lejos de las postales edulcoradas de El excéntrico Hotel Mangold y de otros films con gente veterana a la búsqueda de paliar su soledad conociendo nuevos territorios y personajes foráneos. En este caso, el supuesto paraíso es Kenya, adonde llega una mujer no agraciada en su figura, que superó los 50, invadida por dudas en relación a su destino como madre y viuda. El edén que muestra Seidl invita a la reflexión desde el punto de vista social, pero también, se elige un camino inédito en la obra del director: como si se tratara de una visión sin demasiado lugar para la crueldad, como ocurre con el cine de su colega Michael Haneke, la película se decide por un humor atemperado y corrosivo, ubicado en la vereda del gran creador de Amour y Funny games. En efecto, Teresa (gran trabajo de Margarete Tiesel), es una mujer que no oculta sus miedos ante ese paraíso-resort donde los kenyanos intimidan a la recién llegada. Sin embargo, Seidl no mira ese mundo desde el bisturí cínico, ya que cuenta una relación de pareja entre la confundida Teresa y un kenyano mucho más joven que ella, donde el sexo y el placer actúan como eje central. Ese turismo globalizado que Paraíso: amor desnuda con sutileza, tiene una gran escena cerca del final, donde otras mujeres preparan un particular cumpleaños para la protagonista. Allí la película fusiona a la perfección el retrato social y las ganas de tres extranjeras por pasarla más que bien con un desconocido.
La vida es una novela Qué vida sacrificada la Bill Borgens (Kinnear), escritor en crisis, dos hijos que pretenden seguir su camino con las letras y una ex que se casó con un patovica de gimnasio. Qué pocas novedades acerca de la opera prima de Josh Boone, ubicada en ese lugar inestable denominado "cine indie". La pretensión argumental de Un lugar para el amor apunta a describir a una familia disfuncional que se alberga en una casa con vista al mar y en las idas y vueltas de papá y sus vástagos para conformar una tríada de escritores. Por un lado, Samantha (Collins) seduce a cualquier chico que ande por ahí y vive del éxito por haber publicado su precoz autobiografía. En el otro extremo, el hermano menor Rusty (Wolff), es medio pavo con las mujeres pero que en cualquier momento emboca y vende bien el libro que está gestando. Pero hay otros personajes, como la ex de Bill, interpretada por Connelly, hermosa a los 40 y casi nula en sus recursos actorales. Y los intentos de papá por volver a reencauzar el paraíso familiar, las citas literarias de textos conocidos proferidas de manera vergonzosa, los motivos musicales que acompañan los sentimientos de los personajes, los planos bonitos que parecen invocar a una revista de decoración y algún porro en la orilla para matar el tiempo. La flojedad argumental de Un lugar...se disimula por algún ocasional instante de honestidad estética, donde la película se evade por un rato de las fórmulas establecidas en estos films que ya tuvieron su fecha de vencimiento. Por ejemplo, cuando Bill habla por teléfono con Stephen King pidiéndole consejos para salir de su crisis creativa. Lamentablemente, sólo se escucha la voz del creador de Cementerio de animales.
Un thriller de los años '70 El director venezolano presenta la historia de un fundamentalista islámico que llega a Buenos Aires como integrante de una célula extremista. Con Vando Villamil. Hipótesis de conflicto del film: un tercer atentado sucedería en Argentina, luego de los ocasionados en la Embajada de Israel y en la AMIA, a cargo de los enviados de Alá. Hipótesis de Esclavo de dios: los fanatismos llevan a estas decisiones. Tesis de la película: el género policial en vertiente thriller años '60 y '70, al estilo Costa Gavras, sirve para contar una historia donde el acto terrorista quedaría en manos de Ahmed (Mohaammed Alkhaldi), que deberá ser impedido por David (Vando Villamil), agente del Mossad en Argentina. El director venezolano Joel Novoa tiene pulso narrativo para describir un relato entre dos bandos en pugna, decidiendo no tomar partido alguno, metiendo la cámara en la preparación del hecho, la contemplación de los rituales y las idas y vueltas de una "ficción" que convive con lo "verídico". En ese sentido, la fluidez de la narración encuentra su centro en el montaje paralelo y en las preguntas con pocas respuestas de los líderes de ambos bandos, obsesionados uno con el otro. En oposición, Esclavo de dios adolece de cierta dispersión argumental, dedicándose a acumular escenas que aligeran la tensión por la concreción del hecho. Extraño film, sugerente en sus aspectos técnicos apoyados en una idea de coproducción repartida por cuatro, dedicada en su historia a describir la gran Historia a través de los códigos del thriller político. En ese punto es donde el film propondría un lugar para el debate, cuestión que se diluye con el correr de los minutos debido a sus decisiones genéricas, al elegir al "thriller" como necesidad imperiosa y provocar el desplazamiento de lo "político" y su correspondiente hipótesis de cuestionamiento.
Historia familiar y horror Macro y microhistoria tomando como centro el conflicto israelí-palestino y a dos familias en pugna. El otro hijo escarba en una tragedia, ocurrida durante la guerra del Golfo: los análisis de sangre y el posterior ADN del adolescente Joseph, quien vive con sus padres en Tel Aviv, confirman que es hijo de un matrimonio palestino, en tanto, el "otro", Yacine, también descubre que sus vástagos no son quienes están junto a él. Con semejante historia, proclive al énfasis y al relato bienpensante, la directora Lorraine Lévy, divide el relato de acuerdo a la repercusión del conflicto íntimo: por un lado, los padres no comprenden la situación, pertrechados en su enojo hacia el otro y comprometidos ambos con el eterno odio entre judíos y palestinos. Las madres, por su parte, no olvidan su rol y pese a los reniegos de sus esposos, observan el conflicto familiar desde su lugar de mujeres protectoras y comprensivas. Finalmente, los dos hijos miran al futuro intentando olvidar el contexto (el público, pero también el privado), construyendo una amistad impensada para el entorno. Pero hay un cuarto eje dentro del relato: ese paisaje que controla y corroe, donde cualquiera es sospechoso y necesita identificarse ya que la muerte parece estar a la vuelta de la esquina. Dentro de las pretensiones humanistas de la historia, la película gana y pierde según sus ambiciones. El paisaje oprime y moldea a cada uno de los personajes y allí es donde El otro hijo triunfa en credibilidad, al escaparse del clisé y de las frases declamatorias. En oposición, la tipología de los personajes –en especial, las figuras masculinas– no sale de un esquema previsible sin espacio para el interrogante. En medio de todo esto, la Historia se impone otra vez, cercenando y oprimiendo el día después de sus inocentes y jóvenes protagonistas.
Grotesco en tono delirante Larga y conocida tradición la del grotesco en la cultura argentina, invadiendo el teatro, el cine, la literatura y la televisión. Beneficiosa o perjudicial, realista o llevada al exceso, sentimental o sentimentaloide, el grotesco nacional continúa con vida a través de varias metaformosis estéticas o ligeras ampliaciones a su definición de diccionario. La boleta, opera prima de Paternostro, se inicia con la descripción básica de un personaje, el depresivo y conflictuado Pablo, al que todo le sale mal, incluyendo la posibilidad del suicidio. Por obra del azar, y de una maniobra onírica del guión, Pablo cree poder ganar un gran premio en el juego y con sólo un par de mangos decide ir a todo o nada. Pero el infortunio está cerca y la boleta de la felicidad eterna cae en otras manos. Hasta acá, el film describe a un personaje teñido de mala suerte, como una especie de Discépolo siglo XXI, aunque sin tanta crítica al entorno. Pero la película pega un giro, virando al género policial con lectura social, ya que Pablo deberá entrometerse en un mundo ajeno, cerrado con sus propios códigos, a una villa miseria compuesta por personajes delirantes, invocadores de citas cinematográficas de acuerdo a sus características. Ese cambio de eje dispara la exacerbación de estereotipos (Claudio Rissi encarnando a un Tony Montana lumpen encabeza la lista), donde el contexto y el paisaje hostil se modifica desde la melancolía tanguera del inicio a un todo vale cercano a los últimos títulos del bilbaíno Alex de la Iglesia, en especial, a su largometraje reciente Las brujas. Allí, la película decide el camino de la euforia, de los planos virtuosos y de la violencia exterior, en detrimento del pesar del personaje central. El hecho de sobrevivir semejante trance se manifiesta como la única salida para Pablo, tal cual ocurría con el personaje de Carmen Maura en La comunidad, otro parentesco que acerca a La boleta con el cine del director español. En esa apuesta por ir de cabeza al terreno del delirio, el film acumula escenas donde la parodia convive con el cinismo y la crueldad. Los resultados, en tanto, terminan resultando algo inválidos.
Hay secretos que no se pueden revelar Con un guión sin demasiados matices, el thriller psicológico tiene una puesta en escena meticulosa y un final previsible. El antecedente lejano pero contundente tiene relación con Mi secreto me condena/I Confess (1952) de Alfred Hitchcock, con Montgomery Clift encarnando a un atormentado sacerdote a quien se le confiesa un asesino. El referente de la opera prima de Pérez Cubells resulta celebratorio pero no es cuestión de comparar ambos films; más aun, cualquier aproximación a un título del genio inglés siempre actuará en desmedro de la película que rinde culto al original. Entre otras cuestiones, porque Omisión es un thriller psicológico y aquel título de Hitchcock, de acuerdo a la puesta en escena del maestro, es un melodrama sobre la culpa y una vuelta de tuerca sobre el falso culpable, tema central de la obra del autor. Omisión, por su parte, presenta personajes atormentados desde los primeros minutos. El sacerdote (Heredia), que luego de un larga estadía por Europa retorna a su lugar natal para continuar con su misión; el psiquiatra devenido asesino (Belloso), quien vocifera sus razones en la confesión; una mujer (Wexler), ex pareja del hombre de la sotana, que oficia como la voz de la ley entre los dos personajes masculinos y, finalmente, los pacientes que son asesinados porque no vale la pena que sigan perteneciendo a este mundo. La puesta en escena de Pérez Cubells, meticulosa en los rubros técnicos, queda asfixiada por un guión sin demasiados matices, donde el conflicto central se presenta en los primeros minutos hasta arribar a un desenlace sin demasiadas novedades. Sin embargo, no está mal que una película se aferre a la palabra escrita. Pero el problema de Omisión es que los textos suenan como sentencias importantes sobre la verdad, el bien, el mal, la justicia terrenal, la otra divina y el destino que le corresponde a una humanidad en permanente tensión. En ese punto flaquean las intenciones de la película: su pulcro uso de la luz y de la música contrasta con los parlamentos embebidos de (auto)importancia, construidos como estentóreas proclamas que omiten cualquier atisbo de ambigüedad, de planteo sutil que vaya más allá de aquello que entrega un guión que hace demasiado ruido. Por eso, las conversaciones entre sacerdote y asesino no presentan enigma alguno, como tampoco los relatos del psiquiatra contando sus crímenes, elaborados a través de flashbacks. En ese lugar pertenencia al que recurre Omisión, donde no hay espacio para el juego dialéctico más allá de lo que confiere el guión, la película queda sumergida en una planicie narrativa que sólo produce una sensación de permanente repetición.
Barrio Chino y mutaciones Son pocas las películas argentinas, las buenas y malas, que se salen de ciertos carriles y eligen el efecto sorpresa que sacuda al espectador. Mujer conejo, con altas y bajas, es un film libre, original, invadido por mixturas genéricas, donde conviven con placer el naturalismo social con el film de denuncia y el terror clase B en versión demencial junto al animé oriental. Va la traducción cinéfila a la frase anterior: como si los films iniciales de Wong Kar-wai (Chunking Express, por ejemplo) se reunieran con el manga japonés y las mutaciones de conejos. Por eso, el cuarto opus de Chen, indeciso en sus variables estéticas, va al frente sin culpas, ajeno a cualquier vergüenza temática o formal. Ana (hermosa Haien Qiu), de origen chino pero que no habla el idioma, inspecciona locales y encuentra más de una violación a la ley, especialmente, en relación al trabajo marginal. La cámara de Chen se mueve de manera inquieta registrando un mundo que se conoce de manera visual pero nunca desde los oídos, mostrando rincones y recovecos del Barrio Chino. Su novio (Luciano Cáceres) trabaja en un hospital, los mafiosos chinos no tardan en aparecer y las sospechas están latentes. Algo feo se olfatea en ese paisaje, pero Chen no lo exhibe de manera convencional, aferrándose a una mezcla de géneros y estilos, recurriendo a las cámaras de seguridad con el propósito de transmitir el extrañamiento de la historia. Los conejos mutantes, por su parte, moran en el campo, razón por la que aparecerá un grupo de resistentes, unos gauchos que traslucen como herederos de los mejores títulos de John Carpenter. Arriesgada y aun con debilidades, Mujer conejo es un raro e hipnótico film.
Hombre, política y mito El juego de encuadres, el discurso directo y el movimiento de imágenes muestran los alcances de un film inteligente que pone en foco la vida militante del ex presidente. De diferentes maneras puede valerse el documental cuando decide afrontar la vida de un personaje público de notable importancia. Por un lado, el discurso directo, sin ambigüedades, donde los responsables construyen la mitificación eligiendo el camino del testimonio y la imagen de archivo que neutraliza cualquier duda. Desde otra mirada, un trabajo de estas características también puede atestiguar su cometido confrontando una serie de interrogantes, productivos y manipulables, para llegar a la entronización del mito. Ambos emprendimientos resultan válidos y hablan de las posibilidades del género, su amplitud de criterios, el lugar que ocupa el realizador en relación a la significación del personaje. Y hay otro camino, entre tantos otros, que es el que tomó Caetano para construir su trabajo sobre Néstor Kirchner: hacer un recorte de su figura, entrometerse en su vida política para luego comprender al hombre, seleccionar los momentos de acción del personaje antes que los cotidianos, descartar cualquier testimonio para dejar lugar a la contundencia de las imágenes, a la potencia de los discursos, a una carrera política construida desde bien abajo, o bien al sur, ejemplificada a través de su postura política y social, junto a sus ideas y a todo aquello que caracterizó al ex presidente. En ese sentido, el trabajo de Caetano elige una narración acronológica, supeditada a una estructura estilo rompecabezas, propuesta al espectador para que arme las piezas desarticuladas del personaje y su historia política. Vaya desafío el de NK, bienvenido entonces, al mostrar a un Kirchner en diversos cargos y facetas públicas y ocasionalmente privadas. wEl gobernador, el presidente, el vencedor, el derrotado, el familiar, el hombre del riñón del peronismo, el periférico al movimiento de masas, el brillante orador, el que mira y fulmina a Bush en la reunión por el ALCA en aquellas jornadas de 2005, el que siempre fue al frente y por eso se despidió rápido. Pero Caetano, como Kirchner, sigue para adelante en su apuesta y juega de manera inteligente con los materiales, reconstruyendo a aquellos noticieros de "Sucesos Argentinos" desde la figura de Arturo Jauretche, jugando con encuadres y movimientos de imágenes que dicen más que mil palabras, valiéndose de cada una de las posibilidades del documental en su variable alto riesgo. Como fue el personaje convocado, reflexivo y sin red, al mismo tiempo. Acaso los pingüinos del final, dentro de esos minutos que apelan a la emoción, sinteticen las pretensiones del documental. No hay mármol ni bronce, sólo un pingüino que venció a la muerte y sigue en su rol de guía frente al estado de las cosas.
Film de culto, vigente y moderno Sobre Arrebato se escribieron centenares de páginas, también en relación a su director, los actores, la forma en que se hizo la película, el contexto en que se exhibió, cuando aun el cadáver del dictador Franco estaba algo caliente y todavía faltaba un año para “El Tejerazo”. Sí, Arrebato tiene 33 años de vida y recién esta semana se estrena en cines, y no hay mejor camino que celebrar el acontecimiento. Film de culto, moderno y/o posmoderno, concebido con un presupuesto mínimo, con los jóvenes Poncela (antes de Aristarain y Almodóvar) y Cecilia Roth (exiliada en España y a poco tiempo de convertirse en chica Almodóvar) y el freak Will More, ejemplo de la movida española en versión dark, y con una construcción de guión a base del consumo de heroína, Arrebato integra un acotado grupo de películas españolas que marcaron un antes y un después en la historia del cine. Junto a El espíritu de la colmena de Erice y Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón de Almodóvar, dos óperas primas, el único film firmado por Zulueta (creador de cortos experimentales), pertenece a esa raza de películas únicas, imposible de omitir o de pasar por alto cuando se habla de cine. Hay una historia, la de un director de cine y su novia, jeringas varias, unos paquetes que le llegan al cineasta, un extraño personaje que puede llegar a ser (o no) el Diablo, con el poder suficiente para enloquecer a propios y extraños. Y una extraña sensación, feliz y contundente, de que Arrebato es un cuerpo cinematográfico extraño. Como fue su creador, fanático de las historietas, los fanzines de esos años y diseñador de afiches de cine. Así fue Zulueta, un tipo arrebatado por experimentar con su propio cuerpo, un creador de imágenes novedosas, un referente solitario. Hasta su muerte, el anteúltimo día de 1999 a los 66 años.
Entre gravedad y disparate En su nuevo film Ridley Scott se divierte con personajes caricaturescos que pasan al rídiculo sin culpa, en el medio de un universo narco. Un menjunje estético y temático. En la extraordinaria Scarface de Brian De Palma los culpables del tráfico de droga eran un grupo de militares y civiles bolivianos. En El abogado del crimen los responsables son los mexicanos, feos, sucios y malos, mientras los jefes de la merca miran para otro lado y necesitan de un consejero, el personaje sin nombre que interpreta Michael Fassbender, un buen actor de estos días. Pero más allá de ideologías –las culpas las tienen los otros, aun en las películas bienpensantes de Oliver Stone– el nuevo film del veterano Ridley Scott resulta imposible de encasillar bajos ciertos parámetros. El gran cineasta de tres títulos iniciales (Los duelistas; Alien y Blade Runner), no se toma en serio lo que cuenta, o por lo menos, parecería que quiso divertirse entre personajes caricaturescos, border, que pasan el ridículo sin culpa alguna. Hay una firma prestigiosa con el guión de Corman McCarthy, autor de Sin lugar para los débiles y La carretera, ahora el encargado de la pluma de este disparate vacío y pretencioso, pero también divertido y extraño dentro del cine conservador estadoudinense. Hay dos parejas en ciernes, el abogado sin nombre y su chica, Laura (Penélope Cruz) y, en contraste, los zarpados Reiner (Bardem con guayaberas y pelo teñido) y Malkina (Cameron Díaz, en plan vengo a divertirme un rato, cobro bien y me voy). Más tarde aparece el cowboy socio de Reiner, interpretado por Brad Pitt al estilo "vamos para adelante que esto es bueno", como hiciera en la violenta Escape salvaje del fallecido Tony Scott. Y, claro, el motivo principal es un cargamento de droga con dificultades para su traslado, momentos en que el director desencadena algunas orgías de violencia bien físicas y muy bien filmadas. Pero El abogado del crimen es una película compleja de explicar. Por un lado, largas peroratas sobre la vida, el destino, los números que reditúan las drogas y el grupo de actores expresando sus parlamentos como si estuvieran interpretando Hamlet en el desierto de Texas. Por otra parte, una escena sexual al comienzo entre el abogado y su chica donde se dice más de lo que se muestra. A todo este mejunje estético y temático, se suman las escenas de violencia, que son pocas pero contundentes, como aquella que tiene al cowboy traficante como personaje central. Más la utilización del desierto como paisaje decorativo, la solemnidad de los textos, las camisas de Bardem, la malicia de Cameron Díaz como mujer perversa y jodida, las breves intervenciones de Bruno Ganz y Rubén Blades. Todo mezcladito, como un gran cóctel pirotécnico, donde hasta hay lugar para que Malkina se revuelque de placer y goce encima de un auto, convirtiendo a algunas escenas de Crash de David Cronenberg en una historia para chicos. Eso es El abogado del crimen, un film curioso.