Un nuevo hechizo temporal Pese a no tratarse de una idea original, el planteo temático propuesto por Richard Curtis, veterano guionista (Cuatro bodas y un funeral; Notting Hill) y esporádico cineasta (Realmente amor), donde se cruzan romanticismo y ciencia ficción, casi siempre suena como seductor y placentero. Los ejemplos son numerosos, desde la setentista Pide al tiempo que vuelva hasta la genial Hechizo del tiempo (¿la mejor comedia de los '90?), aun cuando emprender una travesía a otro lugar no resulte nada nuevo pero, como es entendible, las ideas originales no brotan muy seguido por el cine estadounidense. Los hombres de una familia se dedican a viajar en el tiempo y al que le toca, el torpe Tim Lake, sugerido por su padre, acepta la misión de inmediato, con el propósito de conocer (y enamorar) a la divagante Mary (Rachel McAdams, por suerte, ya lejos de Anna Karenina). El inicio es propicio al presentar un conflicto que se resolvería a través del viaje, ya que el aspecto freak y desgarbado de Tim, por eso y a pesar de ello, hará lo imposible para conquistar a su amada. Pues bien, hasta acá la comedia romántica funciona dentro de su rutina, donde el guión trabaja tópicos del género como se solía hacer 50 o 60 años atrás. Sin embargo, pasada la mitad de Una cuestión de tiempo, la mirada actual sobre el género, o lo peor de él, se apodera de la historia, para convertir aquella mirada blanca y pura sobre el mundo en un catálogo de obviedades, momentos lacrimógenos, lectura new-age y exceso de violines como partitura sonora. Son esos instantes en que la película (el guión y su puesta en escena) dejan de lado al género para trucarlo en una serie de aforismos y frases sentenciosas sobre el amor, la familia, el destino y el futuro de la humanidad.
Infierno no encantador Policial en el que Joaquín Furriel interpreta a un hombre de pocas palabras que establece una particular relación con un viejo enfermo. Hay momentos en el cine argentino donde se establecen una serie de preguntas sobre sus alcances y pretensiones. Especialmente, cuando se trata de films de género, concretamente el policial, acaso uno de los más transitados en los últimos años. La reconstrucción la hizo el recordado Fabián Bielinsky con sus dos únicas y maravillosas películas, Nueve reinas y El aura, mirando al policial desde adentro la primera y ubicándose en los bordes genéricos en el caso de la segunda. Sin ir tan lejos, este año se estrenó Vino para robar de Ariel Winograd, que aunaba con delectación códigos del policial y la comedia con resultados más que atendibles. Dentro de esos cruces que permiten los géneros, Un paraíso para los malditos explora una historia policial para ubicarse en la periferia genérica, resolviendo algunas de sus decisiones estéticas de manera feliz y, en otras tanto, en forma gratuita y próxima al equívoco. Marcial (Joaquín Furriel) es un extraño sujeto que se emplea como sereno en los márgenes del Conurbano Bonaerense. La presentación del personaje es esquemática pero concisa: hombre de pocas palabras, tenso, solitario, particular en lo suyo. Pero a través de un guiño del guión hace su aparición el policial a través de una muerte, razón por la que el personaje central decide adoptar otra identidad, acercándose a un viejo enfermo (Alejandro Urdapilleta) y a su hija, Miriam (Maricel Álvarez), también madre de la niña Malena, que pronto se convertirá en la novia del protagonista. En ese segmento, ideal para escaparse de los espacios abiertos del género para recluirse en ambientes sórdidos, cerrados y asfixiantes, la trama adquiere un giro que no la favorece. El crecimiento dramático del comienzo se modifica por una letanía argumental donde sólo sobresalen los tres intérpretes principales, cada uno con su particular performance actoral. Pero el punto donde más flaquea Un paraíso para los malditos se debe a su apuesta por combinar esa atmósfera sórdida y pegajosa, donde subyace más de un momento gratuito, con una estética que se compadece con cierto aire fashion, luminoso, excedido desde el trabajo fotográfico. Como si la repulsión ambiental que transmiten determinadas situaciones se materializaran en un bar alter hour de Palermo Hollywood. Las interpretaciones también giran dentro de esa extraña combinación: silencioso y algo pétreo Furriel, minucioso en su composición Urdapilleta, transparente y eficaz Álvarez en un rol extremadamente riesgoso por evadirse de los lugares comunes.
Las malditas fumigaciones Sí, claro, se trata de un documental de denuncia. De una denuncia atroz donde quedan al desnudo las muertes y las enfermedades incurables producidas por las fumigaciones que protegen al monocultivo. Pero no es una clásica denuncia al voleo, al estilo informe televisivo, ya que el trabajo de Ulises de la Orden (Río arriba, Tierra adentro) explora voces y territorios sobre el mundo actual y el motivo principal de alimentar al mundo sin fijarse en el costo humano. Por eso, Desierto verde se aleja de las convenciones y rutinas de esta clase de relatos –pese a que algunas de sus elecciones estéticas descansan en las cabezas parlantes– al bucear en los asesinatos producidos en el Barrio Ituzaingó Anexo de la provincia de Córdoba. Como si el realizador investigara al estilo detective privado las causas y consecuencias del horror, Desierto verde viaja por el mundo buscando voces que expliquen el desastre. Así, los testimonios oscilan entre el conocimiento minucioso y didáctico sobre el tema hasta el llanto y el dolor irremplazable de aquellas víctimas ocasionadas por decisiones ajenas. En algún punto también puede aducirse que se está frente a una película de juicio, ya que los responsables y victimarios son expuestos por la cámara al detalle, sin escamoteos sonoros y visuales. Allí se encuentran las dos partes, aquellas que aducen que Argentina (como también Brasil) podrían vivir de la soja y alimentar al mundo y no darles la razón a los "ecologistas perdedores". Pero, también, quedan los rostros tristes y acongojados de los familiares de los muertos. En ese lugar inteligente se ubica Desierto verde, no únicamente en la valiosa y veraz denuncia, sino en la posibilidad de plantear una serie de interrogantes que aun no tienen respuestas.
El fin de la inocencia María es una excelente alumna y hasta recibe una beca escolar. María vive con su abuela y su pareja, un tipo joven comparado con ella, en una casa de la supervivencia y el día a día. María viaja en subte, tiene una amiga más grande, vende algo para llevar plata a la casa y conoce a El Araña, un chico de su misma condición social. La niña María es luz, sonríe tímidamente, se siente feliz en el colegio, en la calle, en el subte, no así en el hogar, vigilado por la mirada de la pareja de su abuela, un hombre digno de temer. María está interpretada por Florencia Salas, sin ninguna experiencia en cine, en una performance extraordinaria donde se entremezclan alegrías momentáneas y un tremendo dolor interior. El tercer largo de María Victoria Menis (El cielito, La cámara oscura) se adentra de manera sutil en un par de vidas al voleo, a pleno pan nuestro de cada día, donde la niña María y el adolescente Araña actúan como punto de vista del relato, a través de elecciones formales donde la puesta en escena (locaciones reales, movimientos tensos de la cámara) recuerdan a los mejores exponentes urbanos de la Generación del '60 del cine argentino. Pero el aspecto más relevante de María y el Araña se hace presente no solo por aquello que muestra, sino también desde lo que decide eludir a través de un inteligente uso del fuera de campo. Con similares inquietudes temáticas a otro film argentino reciente, El sexo de las madres de Alejandra Marino, el dolor de María se sintetiza en su mirada triste, de vez en cuando feliz, invadida por el excesivo control de un hombre mayor que convive cerca de ella. En este punto, la película entrega sus mejores momentos, sin caer en el habitual miserabilismo de esta clase de historias, sin recurrir al dedito acusador y a la tosca división entre buenos y malos. Menis es contundente desde la sutileza, certera por el uso del espacio off, protegida y apoyada por ese rostro cándido de María, un personaje invadido por alegrías efímeras y obligada a crecer rápidamente debido a los horrores del mundo. De allí el complejo final, la sonrisa tímida de María, ahora acompañada, y el reencuentro con el chico-araña.
La vuelta del patito feo A casi 40 años (se cumplen en 2016) de la legendaria obra de Brian De Palma, acaba de aparecer una remake protagonizada por Julianne Moore y la adolescente Chloë Grace Moretz. El primero de los interrogantes resulta obvio, y se relaciona con la necesidad de concebir una nueva versión del gran film de Brian De Palma, basado en un discreto libro de Stephen King, realizado en 1976. El segundo intríngulis es más complejo, y se manifiesta desde qué lugar se ubica la remake de Kimberly Peirce (Los chicos también lloran) en cuanto a pretensiones temáticas y formales. Si hacer una parodia, una versión teen para las nuevas generaciones, una fotocopia color de características inútiles como fue Psicosis de Gus Van Sant, si adaptar aquella historia de hace casi 40 años a la moda light estilo Crepúsculo... en fin, varias eran las posibilidades. Descartada la parodia –por suerte–, la nueva Carrie reúne elementos de los otros tres ítems, pero la historia es tan potente y atractiva que convierte a la remake en un film pasable, nada original, pero digno de disfrutar en su algo más de hora y media. Carrie es la adolescente y buena actriz Chloë Grace Moretz (la niña vampiro de la versión estadounidense de Let the Right One In) y la sórdida mamá fanática del rezo y la religión es Julianne Moore, garantía de buena labor se trate de cualquier película. La historia, como se dijo, es la misma que interpretaron Sissy Spacek y Pipier Laurie: el inicio del film con la menstruación que aterra a Carrie, los rezos de la madre, el maltrato a la nena en el colegio, el chico lindo que la atrae, la farsa del baile, el balde con sangre de cerdo derramada en el vestido de fiesta de la protagonista, el aquelarre del final donde se hace justicia contra las chicas malas, los profesores que se mofaron de ella y el aprovechamiento integral de los poderes telequinéticos. Pasó mucha sangre desde aquel De Palma, y el convite de una remake causaba temor previo, más aun cuando se recuerda la espantosa segunda parte de décadas atrás. Pero la nueva Carrie tiene su mirada propia y sus propios elementos de puesta en escena, algunos que dan en el centro y otros que parecen gratuitos, por ejemplo, cuando se refiere a la tipología del personaje central, acaso menos vengativo y siniestro que el patito feo del gran Brian. Sin embargo, como también ocurría en la versión setentista, el duelo actoral entre las dos mujeres termina siendo lo mejor de esta nueva Carrie. Allí, Julianne Moore se corporiza en la santa y pura madre de la adolescente, con su pelo revuelto, sus arrugas y su biblia siempre en mano. Allí, la sufrida y nueva Carrie, valiéndose de ese rostro ingenuo constituido por el qué dirán, encuentra un mismo punto de equilibrio con aquel que personificara la estupenda Sissy Spacek. Carrie versión nuevo siglo no hará historia pero está años luz de otras remakes. Eso sí, quien aun no vio la versión original, ¿qué está esperando para verla?
El viaje hacia alguna parte Un viaje, dos viajes, muchos viajes. El chofer de micro de larga distancia que interpreta Luis Machín está acostumbrado a la travesía sin sorpresa, presentada en la primera parte del film, donde la rutina y las manías de Pocho cobran protagonismo. Su compañero es casi siempre el mismo –el eficiente Manuel Vicente– y hasta el sueño entrecortado parece el habitual. Pero algunas imágenes rondan por su cabeza, que Destino anunciado se dedica a registrar en un obvio blanco y negro, y que la película presenta con cierta ambigüedad: no se sabe si son flashbacks o futuros flashforwards. Pero en los descansos entre viaje y viaje, Pocho muestra su costado tierno al encontrarse con una joven mesera salteña que, repentinamente, desaparece de un día para el otro. Y allí empieza la trama policial del film, sanguínea, turbia, confusa en su exposición visual. Destino anunciado está dividida en dos partes: la primera, descriptiva, excedida en minutos, pero transparente en la concepción de un personaje central, habituado a una vida mediocre, y que padece una zona oscura del pasado. La otra mitad, donde las máscaras se derrumban y adquiere protagonismo la corrupción policial y el silencio temeroso de un pueblo, intenta con poca suerte volar alto, acumular temas, invadir otras áreas que se relacionan con el pasado cruento de la dictadura. Allí confluyen los dos segmentos, donde de manera borrosa se aclaran el pasado y el presente de Pocho (atendible performance de Machín, mejor en los tiempos muertos que en los instantes catárticos) y la búsqueda infructuosa de la joven desaparecida. Viaje interior dirigido a la redención de un personaje con conflictos sin resolver, Destino anunciado obtiene sus mejores instantes cuando Pocho conoce a los pocos habitantes de un pueblo y pretende hospedarse en una pensión con la excusa de que se dirige a pescar a una laguna. Allí la tensión se transmite al espectador de manera eficaz, sin tanto alarde temático y mostrando que el mundo es un lugar inseguro, agresivo, de permanente desconfianza hacia el otro.
Sin lugar para los débiles Años atrás fue el policía Max, con el rostro joven de Mel Gibson, el que explorara territorios retro-futuristas en la estupenda saga que marcó la trilogía de Mad Max. Pero desde hace una década le toca al presidiario Richard B. Riddick, ya sumergido en otra trilogía, yendo de planeta en planeta, peleando contra todos y en plan de coronarse como rey de los necromongers. Si aquel fue el héroe de la carretera, el fornido Riddick encarna al expedicionario desértico que debe huir o reventar a los cazadores de recompensas que se ufanan por su gruesa anatomía. Y Vin Diesel es el actor ideal para este protagónico, funcional como siempre y carismático como un iceberg. Como viene sucediendo con algunos films recientes, los primeros minutos resultan alentadores por su impacto visual, con el personaje central que enfrenta a algunas alimañas de figuras deformes y que comparte amistad con un can o algo parecido. Allí los efectos especiales se emplean al servicio de la historia, valiéndose de enfáticos colores con preeminencia del rojo y el naranja. Pero aparecen los cazadores de recompensas –bastante parecidos al grupo espacial de Alien 4– que provocan al atribulado Riddick, quien permanece provisto de sus anteojos de grueso calibre. Como si el relato se partiera en dos, otra vez y desde ese momento, Riddick se convierte en un videojuego de última generación o, en todo caso, en una remanida copia de Lara Croft (saga perjudicial para el futuro del cine) o en un conjunto de remiendos emparchados que recuerda a las interminables Inframundo (saga poco feliz para el cine actual). Entonces, chau a las insinuaciones del comienzo, la destreza visual del prólogo, la presentación del personaje central y la lograda empatía de Diesel con el espectador, ya omitidas por una película tan parecida a otras, que al final anuncia una continuación, aun cuando las debilidades del guión no puedan disimular una brutal y salvaje ausencia de ideas originales.
Cinismo después de los 30 El mayor elogio que puede recaer sobre Los quiero a todos se relaciona con su carácter libre y el efecto sorpresa que provocan algunas de sus escenas. Basada en la propia puesta teatral de su director, la trama toma como pretexto la reunión de seis personajes que superaron los 30 años, propiciando una serie de diálogos y situaciones reales o ficticias donde se concilia el libre albedrío y la tensión entre los componentes del clan de amigos. Pero los personajes no están en la búsqueda de un autor sino que bucean en sus propias miserias –entre parejas en crisis, instintos maternales y recuerdos paternales– y un egoísmo a flor de piel que no disimula el carácter engreído y presuntuoso del sexteto. En esos divagues existenciales, murmurados algunos y otros excedidos en su énfasis (donde el término "coger" tiene más relevancia en lo verbal que en lo visual), Los quiero a todos referencia a cierta temática "indie" del cine estadoudinense en su vertiente familia disfuncional, en este caso a través de un grupito de amigos locos, piolas, inquietos y supuestamente descontracturados que cargan con problemas. Allí Los quiero a todos, con escenas menores y otras de bienvenida libertad expositiva y temática, valiéndose de un clan actoral de fuerte impronta teatral, ofrece sus virtudes y defectos en dosis similares. Una escena, al respecto, sintetiza al film de Quilici. Es aquella donde el grupo, registrado desde lejos por la cámara, baila en forma individual un simpático tema musical. Tal como lo hacía el grupo de The Players versus Ángeles Caídos (1970) de Alberto Fischerman, otro film que provenía de fuentes teatrales más que cinematográficas.
La fe y el ateísmo en clave operística Marco Bellocchio llega con una de las mejores películas que se pudo ver este año. A lo largo del film, desmenuza parte de la idiosincracia italiana. La originalidad temática está acompañada por un tono sobrio del director. El veterano gran director Marco Bellocchio continúa desmenuzando a la sociedad italiana desde su particular mirada, única e intransferible. Desde su lejano primer film (I pugni in tasca, 1965), una de las mejores opera prima jamás realizadas, Bellocchio, ateo confeso, recorrió las miserias y contradicciones de un contexto político y social donde no deja títere con cabeza: la izquierda, la derecha, la Iglesia y el Vaticano, las Brigadas Rojas, el fascismo, la esquizofrenia, son algunos ejes temáticos de su cine, siempre aunados a una puesta en escena operística transmitida a través de escenas delirantes, invadidas por un visión cáustica que trabaja la desmesura con un placer difícil de encontrar en el cine de estos días. Algunos títulos de la última década: Vincere; La hora de la religión; Buenos días, noche. El caso real de Eluana Englaro, quien estuvo en estado vegetativo durante 17 años, hasta que muriera en 2009, y que bombardeara las miserias de la sociedad italiana de entonces, le sirve a Bellocchio para opinar de manera furibunda sobre el hecho en sí mismo, pero también, para construir una ficción sobre tan espinoso tema. Bella addormentata (Bella adormecida) esquiva los clisés para edificar a un grupo de personajes ficticios que aluden al núcleo argumental o que se relacionan de manera periférica al hecho verídico. De esta manera, en paralelo, vemos a una madre interpretada por la siempre estupenda Isabelle Huppert, actriz en la ficción, que abandona su exitoso trabajo para esperar la recuperación casi terminal de su hija. O se presencian las vidas de los políticos opinando sobre el tema central y llevando el agua hacia el terreno que más les conviene. O se está ante un médico que protege a una desquiciada mental y dispuesta al suicidio (gran trabajo de Maya Sansa, intérprete habitual del director). Pero también, las marchas y contramarchas, a favor y en contra de una resolución inmediata o no sobre Eluana, siempre con el correspondiente y autoritario peso de la religión en esta clase de situaciones límite. A esa originalidad temática que recorre las imágenes de Bella addormentata se suma una puesta en escena conformada por estallidos emocionales, reacciones intempestivas y diferentes puntos de vista, como si la película eligiera un tono y una estructura coral, donde el director no destruye pero tampoco pontifica a sus personajes como buenos y malos, sino todo lo contrario. Las miserias están ahí, al alcance de la mano, provengan o no de la fe religiosa, de un político de izquierda o de derecha, o de una madre enajenada que espera que su hija vuelva a abrir los ojos. Bella addormentata es una de las grandes películas de este año y sugerir verla hasta puede parecer como una obligación imposible de rechazar.
Ricos y pobres en el futuro Amparada en la discutible definición de "cine de entretenimiento", la película fluctúa entre la ciencia ficción y la vaguedad temática del director recordado por su film Sector 9. En el mundo Elysium la gente vive bien, custodiada con robots-policías y por el paisaje country-campo de concentración que transmite una sensación de paz y bienestar permanente. En oposición, el planeta Tierra es un refugio de sobrevivientes, lúmpenes, desquiciados, marginados latinoamericanos y obreros como Max (Matt Damon), trabajador incansable con un pasado adolescente que la película manifiesta en flashbacks de manual para iniciados en una escuela de cine. El universo Elysium está dirigido por la pétrea Delacourt (Jodie Foster, derechito a un biopic sobre Angela Merkel), quien controla ese mundo de piscinas y palmeras con mano firme, valiéndose de la ayuda de un tal Kruger (Shartlo Copley), un demente metido clandestinamente junto al proletariado futurista. El director de semejante fábula que fluctúa entre la ciencia ficción de rápido consumo y el tole tole habitual de esta clase de películas es el cineasta Neil Blomkamp, a quien los fanáticos del género recordarán por Sector 9 (2009), que se valía de una historia a la que Elysium amplifica en presupuesto y vaguedad temática y formal. La cuestión es que Max, quien tiene las horas contadas, se convertirá en una especie de Robocop provisto de una impensada fuerza gracias a la ayuda de unos técnicos que lo preparan para invadir Elysium, en plan lucha de clases para que los marginales tengan acceso a una mejor cobertura de salud a través de una especie de tomógrafo que detecta rápidamente los problemas de salud. Por allí andan el mexicano Diego Luna y la brasileña Alice Braga para corroborar que Latinoamérica existe para los estadoudinenses, y de paso, soltar algún mea culpa y un par de frases que parecen salidas del latino que encarnaba Capusotto en un sketch de su programa. ¿Hay acción y esas cosas? Sí, especialmente, en la segunda parte, cuando Elysium se cansa de describir los dos mundos para ir a los bifes y enfrentar al Che Max y los suyos con los nuevos dueños de Metrópolis peleando al estilo Robotech. Hay una "finísima" ironía que alude a Chávez y un par de buenos chistes reaccionarios, por ejemplo, cuando preparan a Max para el combate y lo denominan como a un "Ninja de favela". Y poco más. Conceptuar a Elysium desde una lectura política y social relacionada a la actualidad suena disparatado y hasta simpático. En todo caso, cinco minutos de la extraordinaria Sobreviven(1989) de John Carpenter, con sus villas miseria y patovicas provistos de lentes oscuros que servían para descubrir una invasión extraterrestre que hacía anclaje en los medios de comunicación, decía mucho más que Elysium, una película, otra más, protegida por la discutible definición de "cine de entretenimiento".