Si como invoca el título local para su estreno el cine fuera una receta, una fórmula preconcebida (¿o precocinada?) de antemano y con un destino placentero para el espectador (¿acaso una buena digestión?) este film de origen danés bordearía la perfección. Veamos: tres mujeres en trance a la última curva afectiva de sus vidas concurren a un curso de comidas en Puglia, al sur de Italia, paisaje paradisíaco de aquellos. Una de ellas se acaba de enterar que su esposo le es infiel y le propuso el divorcio; la segunda, tal vez la más “liberal”, vive una relación tensa con su hija, en tanto, la otra, viuda, añora y recuerda al difunto. Con esta receta donde se mezcla el paraíso de Puglia con la preparación de comidas, la propuesta de Barbara Topsoe-Rothenborg (tres largos para cine y el resto una prolífica carrera en televisión) fusiona dos ejes temáticos pautados (y, ya que estamos, digeridos) en otras películas. Por un lado, un cine aristocrático y liberal de señoras de buen pasar económico: desde ese punto, Una receta perfecta se aproxima a El exótico Hotel Marigold (con Judi Dench y una pléyade de actores bien british) y a Bajo el sol de Toscana (un bodrio solo rescatable por la presencia y belleza imbatible de Diane Lane). En estas dos películas, como en la novedad procedente de Dinamarca, la mirada del afuera (el recién llegado) hacia ese nuevo paisaje y sus habitantes, aúna alguna escena simpática con un montón de momentos previsibles. Y, por el otro lado, la comida como centro operativo del relato que, en todo caso, tiene su inicial puntapié temático a fines de los 80 con la celebrada La fiesta de Babette (vaya… ¡de origen danés!) aun cuando la película de Gabriel Axel autoriza una lectura religiosa en relación a la gastronomía que va mucho más allá de la exhibición de un manual de cocina clase A para turistas alegres y sorprendidos por “lo extraño”.
A fines de los 80 el inquieto, desparejo y por momentos genial director ítaloamericano Abel Ferrara emprendió su tercer largometraje, China Girl, que por acá no pasó por los cines y sí por el VHS de la época con el rimbombante título de Suburbios de muerte. Allí, entre Montescos y Capuletos del Bronx, se enfrentaban a muerte chinos e italianos como historia periférica a la central: una imposible relación romántica entre una chica asiática y un heredero de Tony Manero, ahora no con música disco pero sí con acordes procedentes de sucedáneos de Prince y Michael Jackson. Esta gran película de Ferrara corroboraba las libertades que se puede tomar el cine al reconstruir a Shakespeare en calles mojadas, banda de sonido MTV de aquel tiempo, musculosas, camperas de cuero y violencia física y sanguínea. Semejante introducción acaso sirva para justificar la existencia de Panash, vehículo vernáculo en imágenes registrado en Fuerte Apache con referentes protagónicos del rap, trap y freestyle. La apuesta de Christoph Behl desde la dirección jamás esconde sus intenciones: construir una distopía del suburbio acorde a la música, como una especie de Amor sin barreras conurbano, donde puede erigirse una historia de amor que tiene como contexto un paisaje devastado y a punto de estallar. En ese punto, son tres los personajes centrales: el recién llegado a ese espacio (Isi), el líder de la banda (Ciro) y la chica entre ambos, la contundente Panash. Entre letras que se escriben y cantan, declaraciones de amor, alguna escena de violencia callejera, planos de efímera duración (de génesis videoclipero ya fagocitado por la televisión de las últimas décadas) y conversaciones nocturnas iluminadas como un decorado que dignifica el artificio, la hora y media de Panash complacerá a fanáticos y seguidores de los ítems descriptos anteriormente. Por este lado, y con el temor de que se produjera cierta desestabilización en mi sistema auditivo, banqué hasta el final la parada que, eso sí, se ve sin inconveniente como material didáctico y actual de un sector, digamos, social y musical de estos días. Igualmente planteo un par de sugerencias –entremezcladas con ciertas sospechas– en relación a un producto en imágenes como el representa Panash. Más que nada cuando se recuerda el éxito y la repercusión, hace casi un cuarto de siglo, de Pizza, birra, faso y otros referentes sociales que impactaron en aquel espectador. Y que más tarde seguiría con los films de José Campusano (Vikingo, Fango, Fantasmas de la ruta), con series como Tumberos y Okupas y, en los últimos años, El marginal y Un gallo para Esculapio, entre tantos materiales parecidos. Cabe preguntarse, por lo tanto, si aquello tan original de un tiempo lejano o no tanto ahora se legitima a través de un producto como el de Panash, acaso tan directo y sorpresivo, como también, efímero y de cortísima vida y fecha de vencimiento a breve plazo.
La política en Francia observada desde el Partido Socialista. Política de ayer y de hoy… ¿de siempre? Nicolas Parisier y su segundo largo después de Le gran jeu donde ponía el bisturí en las turbias relaciones entre la intelectualidad de su país y el mundillo político. Ahora, con Alicia y el alcalde, retoma la apuesta para sumergirse en las cavilaciones de un alcalde del PSF (Fabrice Luchini) y la especialista en filosofía (Anaïs Demoustier), contratada por el partido para acercarle ideas nuevas a un líder vacío pero con pretensiones de alcanzar la presidencia. La película recorre pasillos, reuniones y puertas que se abren y cierran ofreciendo el a-b-c de una película sobre la política sin demasiados riesgos pero valiéndose de una historia que fluctúa según su punto de vista. En un principio la joven filósofa se convierte en observadora de ese mundo, auscultando su mirada hacia el alcalde y a quienes lo rodean. En esos momentos, Alicia se posiciona e invade un territorio ajeno, no con ansias de trascender sino de sugerir qué hacer en determinadas situaciones y cómo ofrecerse hacia el otro, el que finalmente votará en una elección. Entre máscaras que gobiernan desde su hipocresía y consejos que redituarían beneficios a futuro, el personaje de Alicia cobra poder dentro de ese mundo fuera de campo, de la calle misma, de la gente, de la conducta ética. Lejana en cuanto a su contexto pero bastante idéntica en sus pretensiones por mostrar el detrás de la escena política, la trama de Alicia y el alcalde recuerda a la segunda película de Daniel Hendler como director, la olvidada El candidato. El sujeto narrador de la primera parte trastoca al del personaje del alcalde, ahora mostrado desde sus carencias afectivas, sus ambiciones sin demasiado sustento y, al mismo tiempo, la posibilidad de una pronta jubilación y retiro voluntario. En este punto surge una escena clave, la del encuentro a solas y en su oficina privada donde practica yoga o algo parecido, entre el político y la joven consejera. Allí se produce el cambio de punto de vista, ya que ahora la narración ancla su interés en el alcalde y su privacidad omitiendo por momentos la potencia dramática que tiene el personaje de la joven Alicia. Por suerte, el director no recurre al lugar común de sugerir una historia de amor otoñal entre los dos personajes. Cabría preguntarse, en tanto, si su película refleja solamente una mirada inquietante sobre el socialismo en Francia en beneficio de una derecha a la que también se invoca en más de un diálogo entre sutil y contundente. En todo caso, también vale plantearse si el discurso que se dirige a la política en Francia pretende una universalidad que puede llegar hasta donde… se sabe. Cualquiera de los interrogantes podría responderse dentro de una bienvenida incertidumbre.
Se percibe desde el primer plano de la película hasta el último los esfuerzos denodados de aquellos que concibieron Tu forma de ver el mundo. Desde la gestación, al margen de créditos oficiales y apoyos institucionales, hasta aquello tan remanido de las buenas intenciones que intentan atenuar las carencias de la producción. Sin embargo, la película está terminada y se presenta a un público y ante una reseña crítica que tratará de omitir todo lo anterior para circunscribirse al hecho estético en sí mismo. Y es allí donde resuenan –de manera más que estruendosa– los puntos bajos y hasta subterráneos que caracterizan al film. Tu forma de ver el mundo, en cuanto a varios de sus momentos de euforia mensajística, rememora a un sector del cine argentino de décadas pasadas (siglo XX, claro) con el agregado de un ítem que incorpora de manera desmesurada: su objetivo de convertir la trama en una especie de manual o texto primario de autoayuda. A saber: un hombre preocupado por su trabajo, ajeno a la rutina doméstica de esposa e hijo, sufre un accidente. La correspondiente internación lo conduce a estar acompañado en la habitación por un paciente en silla de ruedas que aconseja, predica, sugiere, pregunta, de vez en cuando escucha, y estimula al accidentado a preocuparse por temas más cercanos a lo humano que a lo laboral y efímero. En esas conversaciones y/o monólogos, la ventana de la pieza es útil para que se observen otras historias (banco de plaza mediante) que engordan hasta el éxtasis las bajadas de línea y los consejos del paciente 2 ante el atento oído del paciente 1. Y así transcurren los casi 80 minutos del film pautados por una música, piano mediante, que subraya las pretensiones emotivas del supuesto drama. Entre interpretaciones actorales de discreta medianía (o menos que eso), también intervienen de manera fugaz Gastón Pauls, Alejandro Fiore y Mario Alarcón, trío del cual vuelve a presumirse que Tu forma de ver el mundo fue el producto de una suma de voluntades que propició una historia sobre la condición humana y esos menesteres de los que se escribe y nadie sabe de qué se trata. A menos que todo se trate de una lección de vida, el que el mismo director debutante Germán Abal vivió en carne propia, ahora destinada a convertirse en una película que, muy lejanamente, deja vislumbrar sus mínimos méritos cinematográficos.
“De nuevo otra vez”, de Romina Paula Por Gustavo Castagna Suerte de documental autobiográfico, ficción familiar tendiente al ensayo e historia donde se construye y decontruye a un personaje determinado, la película de Romina Paula (opera prima), con trabajos en el cine y el teatro, se parece o no tanto a varias películas locales donde convergen la autoría en primera instancia, la historia personal repleta de vivencias, frustraciones y preguntas y la descripción de un mundo donde se habla de qué ocurre estar cerca de los cuarenta, ser madre y plantear una especie de balance sin respuestas claras. La narración fluye e intercambia con placer viejas diapositivas junto a la actualidad del personaje (interpretado por la misma directora), su relación con su hijo Ramón, las conversaciones en alemán con su madre y un estadio de pareja que refiere a un distanciamiento. Al albergarse en la casa de su progenitora, resurgirán en la vida encuentros con viejas amigas, se establecerá un puente entre la adolescencia que quedó atrás y la chance efímera de recapturarla por un rato y un nuevo trabajo como profesora particular de alemán y, acaso, desde ese lugar, pretender reformular su vida con uno de sus alumnos. Cerca del final de De nuevo otra vez, charlando con una amiga con la coquetea en más de una ocasión (besos incluidos entre mate y mate), la protagonista cita verbalmenteSeñora de nadie, aludiendo a aquella película e María Luisa Bemberg de inicios de los 80 con Luisina Brando como el personaje central. Desde ese lugar, el debut como realizadora de Romina Paula (actriz en films de Matías Piñeyero, Llinás, Mitre, por ejemplo) propone su particular visión de un estado de las cosas que puede transmitir similares dosis de felicidad, irritación, alegría, fastidio y hasta cierto rechazo sin contemplaciones. Las cartas se sueltan en los primeros minutos y cada espectador resolverá qué hacer con ellas. DE NUEVO OTRA VEZ De nuevo otra vez. Argentina, 2019. Dirección y guión: Romina Paula. Producción: Diego Dubcovsky. Fotografía: Eduardo Crespo. Música: Germán Cohen. Montaje: Eliane D. Katz. Sonido: Mercedes Tennina. Dirección de arte: Paula Repetto. Con Elenco: Romina Paula, Mónica Rank, Denise Groesman, Ramón Cohen, Esteban Bigliardi, Pablo Sigal, Mariana Chaud. Duración: 84 minutos.
“El árbol de peras silvestre”, de Nuri Bilge Ceylan Por Gustavo Castagna Siempre es difícil volver a casa podría titularse esta reseña crítica de la última película del director turco Nuri Bilge Ceylan, la figura más reconocida del cine de su país y recurrente visitante (además, premiado) del Festival de Cannes. Sinan, el joven recién recibido en la Facultad de Letras, vuelve a su terruño natal, a una vida pueblerina de la que estuvo alejado. El reencuentro será con sus seres más cercanos (el padre, la madre, la hermana), con amigos del pasado reciente, con sus abuelos, con una mujer (acaso una relación afectiva pendiente), con sus colegas y con los funcionarios del lugar que podrían darle una mano para publicar su primer libro. El personaje central, punto de vista unívoco de la película, muestra cierta arrogancia y presuntuosidad frente a los suyos, como si su fachada intelectual (o algo parecido a eso) le fuera útil para observar a ese mundo de manera oblicua. Nuri Ceylán invierte más de tres horas para construir un relato que va y viene entre conversaciones familiares, donde se fusiona lo primitivo y lo moderno, la tierra natal y el deseo de escaparse de ella, el lugar de pertenencia y el desarraigo. Pero también se conversa de literatura, religión, política y hasta de temas banales que el director controla desde un guión donde jamás se subrayan los contenidos ni se apela a la denuncia ramplona sobre una situación determinada. En ese punto, El árbol de peras silvestre combina el paisaje rural y primitivo con los personajes, invadiendo la imagen con un tono que elige la melancolía (sin lugar para la nostalgia) por el paso del tiempo y por el re-descubrimiento que Sinan tiene de su entorno. En ese ida y vuelta entre charlas en casas o bares (donde en más de una oportunidad se intuye sutilmente que Sinan es una molestia como hijo, nieto y amigo), y pese a que algunas de esas conversaciones sí pueden resultar algo fatigosas y extensas, la película de Ceylán coquetea magistralmente con la ambigüedad y la no aclaración férrea de los conflictos. De allí que esos largos y hermosos travellings siguiendo a los personajes traslucen plenamente justificados como elección formal: la cámara está al servicio de ellos, como si el director se metiera en la intimidad de un grupo familiar y de un contexto donde se presentan conflictos que aparentan ser menores pero no los son. Cuando en más de una zona narrativa cierto exceso de metraje y de palabras parece llevar la historia a una monotonía sin retorno, el director turco quiebra esa letanía con la introducción de algunos momentos ajenos al naturalismo, buceando en lo fantástico dentro de un paisaje cotidiano. Allí, el creador de Distante (2002), Climas (2006), Tres monos (2008) y Érase una vez en Anatolia, gambetea con inteligencia un tono rabiosamente naturalista para combinar las inestabilidades de su personaje central en relación al contexto con tres, cuatro escenas divorciadas de aquella melancolía que gobierna el relato casi en su totalidad. El final de la película, en ese sentido, concreta definitivamente esa unión perfecta entre el naturalismo y el fantástico. Hay futuro y reconciliación familiar, luego de tantas conversaciones y silencios que explicaban más que las palabras, parece decirnos el director, sin levantar la voz ni juzgar a propios y extraños. EL ÁRBOL DE PERAS SILVESTRE Ahlat Agaci. Turquía / Macedonia / Francia / Alemania / Bosnia y Herzegovina / Bulgaria / Suecia, 2018. Dirección: Nuri Bilge Ceylan. Guión: N. B. Ceylan, Akin Aksu y Ebru Ceylan. Producción: Meral Akran. Fotografía: Gökhan Tiryaki. Montaje: N. B. Ceylan. Intérpretes: Dogu Demirkol, Murat Cemcir, Bennu Yildirimlar, Hazar Ergüclü, Serkan Keskin. Duración: 188 minutos.
“Leto”, de Kirill Serebrennikov Por Gustavo Castagna Vital y original, experimental y clásica al mismo tiempo, con zonas trilladas en otros biopics no convencionales pero emotiva y trascendental en su propuesta, el estreno del film ruso Leto no debería pasar desapercibido en la cartelera. Ojalá y que así sea. Ocurre que la historia que cuenta Kirill Serebrennikov se ubica en los inicios de los 80, en Leningrado (aun no San Petersburgo), previo a la Glasnot, la Perestroika y las decisiones de Gorbachov, decisivas para hacer capitular al sistema comunista, un sistema de vida. Y el relato recae en el rock de la época y en una multitud de personajes principales y secundarios, con especial énfasis en Viktor Tsov y la pareja constituida por Mayk y Natalia, ellos músicos y ella navegando entre las creaciones de su esposa y la atracción que siente por el otro. En ese punto, las idas y vueltas de los tres ocultando o aceptando el nuevo estado de la relación, exponen una zona argumental bastante convencional, aferrada a una historia de “tres personas que se quieren”, que mira de costado a tantos tríos de la Nouvelle Vague, pero en versión excesivamente juvenil y didáctica. Sin embargo, la destreza del director apunta a conformar un biopic nada ortodoxo. En primera instancia, recurriendo a un blanco y negro que remite a aquel revolucionario cine francés, pero también, al free cinema británico, a su mirada nostálgica, al registro de lo cotidiano, a ese visión antisistema teñida de ironía, acaso sin la iracundia británica de los 60, pero revestida de una tono melancólico que pega y muy fuerte. Por eso, en Leto, el amor no es tan fuerte e importante. En ese mundo aun controlado, con recitales vigilados y reuniones en domicilios, la película arriesga un tono feliz que se fusiona a la forma en que se expresan los materiales. Leto es una historia sobre el rock soviético previo a la caída del comunismo, pero también, coquetea con el musical en su faceta más experimental. Los cinco, seis momentos en que se rompe la cuarta pared, en aquellas escenas donde todos cantan a coro – en un tren, en otro medio de transporte, la forma en que se experimenta con la imagen mientras suenan algunos clásicos de Lou Reed, Bowie, Iggy Pop, Talking Heads y T-Rex, escapan a cualquier clasificación y conclusión genérica. Son esos momentos donde temas, en verrsions originales o no, como Psycho Killer, Perfect Day y The Passenger, adquieren una nueva forma, anclándose en otro contexto, reformulándose a través de esa extraña fusión que Leto obtiene en (casi) sus dos más de horas: alegría más melancolía, ligereza y crítica política y social. Y no solo por la música rock. Por eso se desea que Leto, el mejor estreno de este año, debería conformar a un interesante espectro de espectadores. Va de vuelta: ojalá. LETO Leto. Rusia / Francia, 2018. Dirección: Kirill Serebrennikov. Guión: Kirill Serebrennikov, Mikhail Idov, Ivan Kapitonov y Lili Idova. Producción: Pavel Burya, Georgy Chumburidze, Mikhail Finogenov, Ilya Stewart y Murad Osmann. Con: Roman Bilyk, Teo Yoo, Irina Starshenbaum, Anton Adasinsky, Liya Akhedzhakova, Yuliya Aug, Filipp Avdeev, Aleksandr Bashirov, Nikita Efremov, Andrey Khodorchenkov. Duración: 126 minutos.
“Bazán frías. Elogio del crimen”, Lucas García Melo y Juan Mascaró Por Gustavo Castagna La ficción se cruza con el documental. La representación se fusiona con los hechos reales. El artificio se combina con lo real. Suerte de experimento audiovisual que escarba en la vida de Andrés Bazán Frías, conocido como “El Robin Hood tucumano”, asesinado por la policía hace casi cien años, el trabajo de García Melo y Juan Mascaró articula su discurso a través de un taller – labor terapia donde los reclusos de un penal ofician de actores y ellos mismos tutelan la representación de la historia. Cuando se presenta la propuesta y se manifiestan los primeros ensayos, surge la voz y el cuerpo de Alejandra Monteros, quien puntúa desde el off el devenir de la actividad, además de integrar el elenco de la representación sobre la vida de Bazán Frías. El documental – ficción, por otra parte, alterna testimonios e imágenes de la actualidad, donde se manifiesta la clásica demonización que hace la clase media (o más que eso) sobre la delincuencia, reparando en el pedido de mano dura o que la cárcel sirva como reeducación del condenado. Nada original resuenan esos testimonios pero bien viene escucharlos de otra vez para reflexionar sobre el poder que ostentan los medios y en la forma que manipulan la información. Dentro de esos ejes, la representación y lo real, la reconstrucción de hechos y la actualidad vía testimonios, Bazán Frías. Elogio del crimen expresa su propuesta formal y argumental. El espejo referencial fue concebido hace algunos años por los hermanos Paolo y Vittorio Taviani con César debe morir y un grupo de presos representando Julio César de Shakespeare. Pero allí terminan los ecos: es que el trabajo de García Melo y Mascaró corrobora otra injusticia más de una sociedad que aun sigue justificando la mano dura, la cárcel y hasta la pena de muerte para los menos tienen y deben sobrevivir al día a día. BAZÁN FRÍAS. ELOGIO DEL CRIMEN Bazán frías. Elogio del crimen. Argentina, 2018. Dirección: Lucas García Melo y Juan Mascaró (Cine Bandido). Producción: Virginia Agüero y Duilio Gati. Fotografía: Sebastián Ernesto Suárez. Montaje: Juan Mascaró. Sonido: Virginia Agüero. Música: Savonet Surfers. Con: Alejandra Monteros y el grupo de internos del Penal de Villa Urquiza. Duración: 65 minutos.
“El artista anónimo”, de Klaus Härö Por Gustavo Castagna En un principio, bienvenido el estreno de una película finlandesa para bucear en una cinematografía donde el cine del gran Aki Kaurismäki se erige desde hace décadas como su mejor carta de presentación. Unos pasos atrás – muchos, diría – los films de su hermano Mika. Del resto, poco y nada se sabe más allá de algún ejemplo en festivales u ocasionalmente a través de una retrospectiva en la Sala Lugones. El artista anónimo de Klaus Härö (hace algunos años se estrenó su película anterior, El esgrimista), no condice con la mirada de autor de AK ni con ese mundo intransferible de personajes melancólicos aferrados a una nostalgia rockera. La historia del veterano comerciante de arte Olavi (Amos Brotherus), la descripción minuciosa del mundo de las subastas, la tensa relación del personaje principal con su hija y la búsqueda – y posterior descubrimiento – de una pintura anónima que podría devolver la felicidad pérdida, son algunos de los ejes temáticos que el director maneja con solvencia durante la hora y media que dura el film. El tono elegido escarba en la melancolía y en un paraíso perdido que confronta a un mundo ambicioso y con reglamentos rígidos que no ocultan su costado omnipotente. Olavi, en ese punto, es un personaje quijotesco, ayudado por su nieto Otto, ambos con los tiempos muy acotados para descubrir al autor de esa obra anónima. En ese sector, la película gana en energía y tensión, como si los personajes (el viejo y el joven) encarnaran a dos solitarias criaturas pretendiendo solucionar los males de este mundo. Esas escenas donde Otto investiga por su cuenta y el veterano Olavi expresa en más de una oportunidad su enojo frente al estado de las cosas, transparentan las sinceras intenciones que el director y su guionista Anna Heinämaa proponen a través de su historia. Sin embargo, la película no agrega nada novedoso desde su puesta en escena, excedida en prolijidad y academicismo, añeja desde su banda de sonido, perezosa en su formulación final, exclusivamente aferrada a la perfección del guión y a la nobleza del grupo de actores. En efecto, El artista anónimo parece una película de hace dos, tres décadas, de aquel cine europeo invadido por la solidez argumental y bastante desinteresado por ir más allá de una palabra escrita nacida en un laboratorio didáctico de construcción de guiones para ser ilustrados a través de las imágenes. EL ARTISTA ANÓNIMO Tuntematon mestari. Finlandia, 2018. Dirección: Klaus Härö. Producción: Kai Nordberg y Kaarle Aho. Guión: Anna Heinämaa. Edición: Benjamin Mercer. Música: Matti Bye. Diseño sonoro: Kirka Sainio. Intérpretes: Amos Brotherus, Stefan Sauk, Heikki Nousiainen, Pirjo Lonka. Duración: 95 minutos.
“Los miembros de la familia”, de Mateo Bendesky Por Gustavo Castagna Gilda y Lucas, dos hermanos. La madre acaba de morir. Una casa en un paisaje balneario, acaso como herencia. Un cuerpo que no es tal, menos un puñado de cenizas, reemplazadas por una mano ortopédica. 17 años tiene Lucas y la sexualidad inestable o a punto de estallar o descubrirse. 20 tiene Gilda, que anduvo por algún instituto de rehabilitación y que representaría la voz cantante frente a la ¿timidez? del hermano. Dos hermanos, una geografía de balneario de verano fuera de época, algunos pocos personajes (secundarios) y nada más. Con solo eso el director Mateo Bendesky conforma su segunda película (opera prima: Acá adentro, 2013) profundizando la relación de dos hermanos que ante la ausencia (aunque parece no definitiva) deben construir su propia existencia, su manera de afrontar el duelo. Un duelo que nunca se atraviesa desde el realismo sino que Los miembros de la familia arriesga un tono acorde al fantástico, al sonido fuera de campo, a una voz que atemoriza (o no) a Lucas en más de una ocasión. Ejemplo más que contundente de un cine que mixtura con elegancia la información que presenta el guión con certeros logros en la puesta en escena, la película de Bendesky acumula situaciones de interés, personajes novedosos y pequeños hechos que poco a poco modifican a Gilda y Lucas en un paisaje de soledades afectivas y búsquedas. Los miembros de la familia es un film de cuerpos, por ejemplo el de Lucas, que hará culto al fisicoculturismo como obsesión imperiosa. Y también está el de Gilda, permeable a sus inseguridades, intentando sustituir el cuerpo ausente de su madre, aconsejando y preguntando a su hermano por cada uno de sus pasos. Lo notable es que esa relación que se establece entre ambos y la aparición de personajes satelitales alrededor de los dos (cerca del final, el gran actor Sergio Boris personifica a la pareja de Gilda) nunca comulga con la psicología, ni la rendición de cuentas con el pasado, ni menos con un ajuste típico entre hermanos. Sí, en una primera instancia la travesía familiar de Gilda y Lucas (extraordinarias caracterizaciones de Laila Maltz y Tomás Wicz) puede insertarse en aquello tan fagocitado como “una historia que refleja un viaje iniciático” Pero solo desde los bordes, desde la superficie del asunto. En ese punto, Los miembros de la familia es una película de espectros, uno que da vueltas por la casa y otros dos que intentarán evadirse del tema. Y una casa fantasmal donde el baño no es usado por los hermanos. Pero el movimiento le ganará a la quietud y los cuerpos que circulan al final vencerán a la muerte. Uno de ellos en moto y ahora acompañado; el otro, en auto junto a su pareja. Acaso se rompa la unión de los hermanos pero el dolor (y el desconcierto frente a esa ausencia) parece haber quedado atrás. O ya está: hundido en el mar y para siempre. LOS MIEMBROS DE LA FAMILIA Los miembros de la familia. Argentina, 2019. Dirección y guión: Mateo Bendesky. Fotografía: Roman Kasseroller. Edición: Ana Godoy. Música: Santiago Palenque. Sonido: Santiago Fumagalli. Intérpretes: Tomás Wicz, Laila Maltz, Alejandro Russek, Sergio Boris. Duración: 85 minutos.