Vagando por las calles de Palermo Esta opera prima del director Diego Corsini se convierte en un tremendo exponente de la comedia romántica palermitana que durante los últimos tiempos viene invadiendo periódicamente una buena parte del cine local. Siguen las comedias en el cine argentino desde diferentes propuestas, ejes temáticos, formas expresivas, miradas opuestas sobre el mundo y en relación al género. En los últimos años, sin embargo, un tipo de comedia es la que triunfa por encima de las otras, aquella que describe a una pareja de adultos en conflicto (bah, entre los 25 y los 40) con una psiquis atolondrada y con inestabilidades emocionales a solucionar. Dentro del género, se impone una visión romántica del asunto que, en general, muestra a un micromundo (el barrio de Palermo y sus adyacencias) como centro del universo. En realidad, la comedia romántica palermitana es aquella que invade una buena parte del cine argentino de los últimos tiempos. Y Solos en la ciudad es un ejemplo contundente del tema. Resulta difícil rebatir que la opera prima de Diego Corsini traicione sus intenciones. Más aun, a medida que transcurre el relato, que comienza con una ruptura de pareja mirando un amanecer de postal, Solos en la ciudad profundiza las taras, manías, miedos, obsesiones y traumas de una fauna de personajes dignos de la televisión infanto-adolescente de los ’80 transmutados al Made in Palermo siglo XXI. Pues bien, Santiago y Florencia han discutido por una tontería, como la mayoría de los entuertos de pareja, y de ahí en más divagan por la ciudad a la búsqueda de solucionar su ruptura (o “peleíta”). Y así, entre imágenes del Planetario, un contexto risqué y un universo que parece sacado de una publicidad para ver en los aeropuertos, Santi y Flor se cruzarán con una inesperada galería de personajes, digamos, que parecen no pertenecer a este mundo. Entonces, Santi, profesor de Literatura, establecerá un debate dialéctico con una alumna (en una librería, obvio) y disertarán a viva voz sobre Kundera. Flor, en tanto, conversará con una vendedora de feria artesanal (el toquecito hippie-cool) y charlará con su papá (en otra demostración contundente del Palermo “psi”). También aparecerá el langa que desde hace tiempo desea a Flor, una pareja que camina en un extenso travelling y escucha el drama que padece Santi, y otros personajes similares. Entre diálogos que pueden hacer sonrojar a un artista zen alejado del mundo terrenal, cerca del final, surge otro personaje inesperado: una amiga de Flor con más años que la susodicha. En ese primer encuentro, con la pobre novia triste y meditabunda andando por la calle, esta nueva criatura de ficción, mirando a la tristona Flor, atina a decirle: “¿Qué te pasó, te asaltaron?” En ese instante, Solos en la ciudad se convierte en la primera película argentina palermitana-PRO
Encerrados en el monoambiente Fóbicas, solitarias y peleadas con la vida dos almas se encuentran, medianera de por medio, después de varios vínculos en falso. Un gran cortometraje excedido en sus pretensiones que divaga en una medianía sin salida. Años atrás hubo un gran corto-mediometraje que contaba una historia de amor, concisa y de detalles mínimos, de aspectos supuestamente irrelevantes que describían a dos personajes solitarios en medio de la gran ciudad. Como otros trabajos breves previos al largo, Gustavo Taretto ganó premios por Medianeras, algo menos de media hora a puro talento. Ahora, aquella historia de sólo dos personajes, junto al cemento y las medianeras de la ciudad, se expande y narra subtramas con ocasionales parejas de los protagonistas. Pero no sólo se extiende la trama desde otras voces, sino que la voz en off, precisa y necesaria en el corto, cobra un protagonismo relevante, revelando otros secretos, más detalles ocultos, dejando casi todo resuelto y sin enigmas a descubrir. Esa catarata de voces en off, contradictoras o seguras de sí mismas, paradójicas y afirmativas al mismo tiempo, opinan en exceso y se alejan de la ambigüedad y de la duda. Revelan la psiquis solitaria de sus personajes: husmean, olfatean, investigan, desentrañan todos los problemas. La historia es parecida a la del corto: fóbicos, solitarios y peleados con la vida, Martín y Mariana cargan con sus pesares a cuestas encerrados en monoambientes. Él aferrado a su compu, y ella, rodeada de maniquíes y viviendo una ruptura de pareja luego de cuatro años. Se comunicarán con el mundo exterior de manera azarosa o casual y tendrán la posibilidad de salir de esas cuatro paredes conociendo a otras personas, acaso parejas a futuro. Y es en ese punto donde Medianeras prolonga su ambición, bienvenida que la tenga, pero que resuena refractaria, excedida en sus pretensiones. En esas múltiples subtramas donde surgen los personajes satelitales jugados por Navarro, Peterson, Ferro e Inés Efrón como probables parejas o vías comunicantes con el mundo para Martín y Mariana, la película divaga en una medianía sin salida, estrangulando al relato central, el de los dos protagonistas, sometiéndose a la apostilla y a la anécdota, al excesivo pie de página, al love bonus story. Por allí anda Jorge Lanata como actor, interpretando un rol secundario, casi un cameo, que tampoco tiene demasiada importancia.
Dos hermanas en situaciones límite La opera prima de Paula Siero se mete en la intimidad de dos jóvenes, con sus conflictos particulares, y elude caer en miserabilismos y momentos de alto impacto. El culto a la amistad en un contexto adverso y sin demagogia. Como ocurre en determinadas películas, la opera prima de Paula Siero manifiesta sus virtudes no sólo por lo que es, sino también porque evita caer en lugares comunes y estereotipos banales. Es que la historia de convivencia de las hermanas Adriana (Diana Lamas) y Laura (Guadalupe Docampo) parte de contrastes muy marcados y de tramas peligrosas: la primera enferma, la segunda que sostiene la frágil economía de la casa, una cerca de los 40 años, la otra más joven y responsable de aquello que la rodea. Con semejantes materiales, Siero se mete en la intimidad de las hermanas y en sus conflictos particulares, con diálogos que transmiten una gran honestidad, sin recurrir al miserabilismo de ocasión y a los momentos impactantes que buscan el conformismo fácil del espectador. Encerrada con su débil salud, Adriana desea conocer Tierra del Fuego, acaso como si se tratara de un último viaje; en tanto Laura, que trabaja en una pizzería por supervivencia, hará todo lo posible para cumplir el anhelo de su hermana mayor. Entre un ida y vuelta que describe y construye dos personajes de opuestas características (pero también, complementarias), a Siero se la intuye cómoda con su inquieta cámara que registra los mínimos gestos de las dos protagonistas. En paralelo a esta relación, surge Martín (Facundo Arana), músico de calle, borrachín y sobreviviente, que modificará las conductas de las hermanas. Y es allí donde El agua del fin del mundo también cambia su mirada: el retrato de la marginalidad en pose que encarna Martín resuena forzado, demasiado invasivo para el sincero realismo que caracteriza la relación entre las dos hermanas. Son los momentos donde la película apunta al deseo sexual de Mariana y Laura frente a ese artista solitario, casi mudo, desprolijo, mirado como el último Adonis en versión lumpen. Sin embargo, frente a esas escenas que traslucen por su prolijidad un tanto fashion, Siero se la juega por el culto a la amistad dentro de situaciones límite. En este punto, aparecen secundarios de peso: la tía de las protagonistas, su cálido pretendiente, el experimentado dueño de la pizzería al que Mario Alarcón con dos o tres apariciones construye como personaje. Tema peligroso como pocos en el cine argentino, la amistad y al altruismo frente a circunstancias inesperadas, tampoco ahí la película cae en el corsé del naturalismo televisivo y de la demagogia complaciente. Mariana y Laura, por lo tanto, son los personajes centrales, y cuesta imaginarlas sin los protagónicos de Diana Lamas y Guadalupe Docampo, ambas excepcionales en sus comprometidas y trabajadas composiciones actorales.
Ácida comedia sobre los actores Julián Lamar es vanidoso y se siente frustrado, desea que lo reconozcan como actor y por eso va de casting en casting mientras trabaja en una obra de teatro independiente donde los aplausos se los lleva otro. Julián Lamar (nombre de personaje del cine argentino de los estudios) tiene un mecanismo de defensa con características arrogantes y agresivas: su propia voz en off autodestructiva, su conflicto interno frente a quienes lo rodean, su mundo chiquito –el de la actuación y el reconocimiento– que lo hace olvidar otros más terrenales, afectivos, amistosos, donde la pose no sea tan importante. Para colmo tiene un padre (Daniel Fanego, en cuatro logradas intervenciones) que elogia al que tiene al lado, omitiendo a su hijo. Juan Minujín, buen actor, se pone en la piel de Lamar, pero también se ubica detrás de las cámaras por primera vez. Y se la juega por una comedia negra, nada complaciente, que habla de un mundo en permanente competencia, de un casting a otro, de la posibilidad de ser conocido –como le ocurre al personaje– interpretando a un cowboy en una producción estadounidense. Y por allí anda Lamar, odiando a su competidor triunfante (Sbaraglia), metiéndose en un papel secundario que recibe golpes y bofetadas, exponiendo su cuerpo (aún no su prestigio), tirado en el piso como un extra de segundo nivel. Dura vida la de los actores, aquellas de los no conocidos aún, los que buscan la fama y el aplauso a toda costa. Sobre estos temas se desarrolla la historia de Vaquero, que consigue sus mejores momentos cuando el humor ácido y oscuro descansa en los silencios del protagonista, en los tiempos muertos donde hay lugar para la pausa y las ironías del caso, en la descripción visual del particular “mundo de los actores”. Pero Minujín, o acaso Lamar, en otros instantes del film, quedan excesivamente aferrados a esa voz en off que suena poco sincera, bastante apabullante, actuando de manera invasiva, demasiado concluyente y sin ambigüedades. Son aquellos momentos donde al cowboy se lo devora su propio ego, demasiado ego, que ya de por sí resultaba más que transparente cuando Lamar sólo miraba, sin opinar demasiado, sobre ese mundo que existe y es real. Y que, como todo mundo cerrado en su propio egoísmo, no disimula sus fortalezas y debilidades.
Una acción sin retorno Taylor Lautner, milagro del cine adolescente, es Hathan Harper, quien busca su identidad en medio de grandes actores y muchas patadas. Por acá, hay una película que divide su estructura en dos partes. Por un lado, el retrato de una familia, el campus universitario y un probable romance del protagonista con su vecinita que anda en conflicto con el novio. Más adelante, en la segunda mitad, se viene toda la acción, las artes marciales, las persecuciones, las corridas, los tiros y, como dice la traducción del título original, una trama que se vuelca a la búsqueda de resolver una identidad secreta. Por allá, hay un director que hace 20 años hizo una película interesante (Los dueños de la calle) y que rápidamente se perdió en el mestizaje cultural que propone Hollywood. Singleton invoca a aquel título sobre negros de barrio sólo cuando aparece en plan altruista uno de los amigos del protagonista, dentro de escenas que repudiaría Malcolm X. Por ahí, andan unos serbios muy malos, todos con caras poceadas y graníticas que parecen salidas de un film de espionaje con la KGB ridiculizada por la CIA. Por acá, hay acción al por mayor donde el verosímil se cae a pedazos, pero esto poco debería importar en esta clase de películas donde la adrenalina se expande por todos lados. Por allá, andan excelentes actores metidos en roles secundarios, conviviendo con la mediatización del cine para adolescentes que Hollywood recompone cada cinco años. María Bello, Alfred Molina, Jason Isaacs y Sigourney Weaver (¡sí, volvió Ripley de la saga Alien!), interpretando a una particular psicóloga, dejan algún que otro momento donde a la actuación cinematográfica se la disfruta con placer. Por ahí, se ve a una joven enamorada del protagonista, una linda chica de cejas importantes, que construye un par de mohínes para transmitir su amor. Por acá, y tal vez esto sea lo más importante, está Nathan Harper, interpretado por el exitoso Taylor Lautner, como se sabe, salido de la saga vampírica de Crepúsculo. Y es un problema que esté presente en las imágenes de toda la película, porque su labor actoral transmite similar intensidad e interés que la de un potus en estado terminal. Canchero, fachero, ultra deportista, Nathan pega patadas, llora, corre, se pregunta si esa pareja que lo protege serán en realidad sus padres, manifiesta cierta timidez en acercarse a la chica que desea, hace terapia y comienza a desentrañar su verdadero origen cuando descubre su rostro (con mayor carisma) navegando por Internet. Una película que tendrá muchísimos espectadores seducidos por ese inexplicable milagro del cine para adolescentes llamado Taylor Lautner.
Un gran amor en versión ilustrada Esta película de Paula de Luque centra su mirada en algunos fragmentos de la relación entre Juan Domingo Perón y Evita, abarcando desde el festival donde se conocieron hasta el mítico 17 de Octubre de 1945. Se conocieron y amaron intensamente. Ella murió a los 33 años y él cerca de los 80, pero la película de Paula de Luque toma sólo algunos fragmentos de la ya de por sí corta vida que los unió, que empezó en el festival benéfico por el terremoto de San Juan, y culminó con el Día de la Lealtad, el mítico 17 de Octubre de 1945. El Coronel Perón y Evita, “La Eva” indócil de quien sabe qué padre, aparecen retratados en los inicios de su relación amorosa, y la directora, por lo tanto, escarba en ese breve período, condenado por muchos, aceptado por pocos. Al fin y al cabo, fueron ellos los que construyeron su historia de amor. El montaje paralelo del inicio, por un lado, con un milico, al que no vemos en detalle, escuchando la voz de Eva Duarte en un radioteatro, y por el otro, describiendo una reunión de la oligarquía de entonces con el visitante ilustre Spruille Braden, aclara las intenciones del film: la política pasará a segundo plano para narrar el prohibido romance de la pareja, y el terremoto sanjuanino será el disparador para construir la torrencial relación. Sin embargo, la película en sí misma, a diferencia de sus dos temerarios y revolucionarias personajes, trasluce pura y exclusivamente a través de la ilustración, manifestando cierto temor por jugarse más con los ya de por sí riesgosos materiales. Por un lado, la descripción de época funciona de manera perfecta y sin demasiados riesgos. Por el otro, los trabajos interpretativos centrales, a pura composición minuciosa por parte de Nuñez, e introspectiva, catártica y puteadora desde Julieta Díaz, dejan ver las fragilidades y fortalezas de dos individuos destinados al recuerdo permanente. Pero sólo en meros detalles Juan y Eva se escapa de la ilustración, breves pinceladas que tienen al uso del ralentí como construcción del mito (Perón reflejado detrás de un vidrio; él tomando a ella de la mano en un momento decisivo; el cálido abrazo de la pareja en el Hospital Militar antes del primer balcón frente a la ansiosa multitud). Más aun, cuando el amor de los dos triunfa, es la película quien se impone a los chanchullos militares de la época, retratados de manera didáctica, sin demasiado nervio, con un excesivo perfil bajo, con demasiados personajes al borde de la caricatura. Un maldita tentación sería comparar al film con Eva Perón de Desanzo, con Goris desgarrada en la piel de Evita y Laplace tratado como el general indeciso. Pero es otra película, diferente a esta. Sin embargo, el nombre de Favio da vueltas por las imágenes de Juan y Eva, desde los créditos iniciales por vía de la dedicatoria. Entonces, será la rimbombante música Iván Wyszogrod (Gatica, el Mono; Perón, sinfonía del sentimiento) y aquellos citados ralentis los que invocarán a esos films épicos del gran Leonardo. Y, por lo tanto, Juan y Eva será un pedacito más de ese rompecabezas que refiere a la construcción inicial del gran movimiento.
Responsabilidades y mandatos divinos La nueva obra del director italiano Nanni Moretti se propone unir elementos de comedia con grotesco y realismo, ya que el punto de partida es presentar a un Papa recién elegido que sufre un inesperado ataque de pánico. Transcurrida más de la mitad de la película se produce una escena curiosa: el psicoanalista que interpreta Nanni Moretti, rodeado de cardenales preocupados por la ausencia del Papa, recorre las instalaciones del Vaticano observando su fastuoso poder económico. Pero la escena dura poco, algo más de un minuto, ya que el psicoanalista saluda a los clérigos, hace un par de comentarios y mira, sólo mira a su alrededor. En ese pequeño momento de Habemus Papa se declara el punto de vista, la delicada mirada de Moretti sobre la riqueza del Vaticano; sin embargo, se trata sólo de un instante, meramente visual, alejado de una opinión voraz y del estilo anarco que se preveía en el actor y director. Es que se está frente a una película donde no se articula un discurso sobre la religión, sino frente a una original visión que invade el riesgoso tema de la responsabilidad que le corresponde a Mélville (Michel Piccoli, extraordinario), el nuevo Papa que duda sobre el mandato de dirigir a millones de fieles en el mundo. La primera parte de la película se ubica entre lo mejor que hizo el autor de Caro diario, Aprile, Palombella rossa y la sobrevalorada La habitación del hijo. Pletórica de detalles, con Mélville ubicado en segundo plano hasta que inesperadamente se lo nombra Papa, Moretti narra con un marcado suspenso la elección del clérigo. Luego vendrán los ataques de pánico, la llegada del psicoanalista (muy divertida resulta la primera sesión “en conjunto”) y la huida del papa por la ciudad, dispuesto a recorrer momentos más terrenales que aquellos que le esperan. Mientras tanto, el psicólogo, a diferencia del Papa que pasea por la ciudad, comienza a sentirse cómodo en las instalaciones del Vaticano. Y se sentirá tan habituado a su nuevo hábitat que propondrá que los cardenales jueguen un campeonato de vóley, momento en que la película alcanza un inusitado y bienvenido tono absurdo. Moretti apuesta fuerte en su última película pero no necesita provocar excesivos malestares en los creyentes más fervorosos. La película va para otro lado, ya que se ubica en el personaje de Piccoli saboreando algún placer cotidiano que tal vez no vuelva a disfrutar con tanta responsabilidad que le espera. Y aparecerá el teatro, específicamente una puesta de La gaviota de Chéjov, para que Mélville resuelva qué hacer de su destino. Mucho se ha comentado sobre la escena donde se escucha la voz de la Negra Sosa en la versión de 1984 de Todo cambia, que disfrutarán los clérigos en un momento de recreo casi surrealista. Desde el punto de vista dramático, la escena funciona como un cortometraje dentro de la película, acaso ajena al clima irónico y respetuoso –al mismo tiempo– que describe buena parte de la historia. Es que la libertad le pertenece a Mélville y solo él decidirá qué hacer al final, ya ubicado en el balcón religioso, frente a los miles de fieles que esperaron su aparición durante un par de días. Y allí se resolverá el dilema moral del atribulado Mélville.
La vida misma, nada más que eso Es más que probable que el cine de Mike Leigh no recupere el carácter corrosivo de sus primeros títulos (La vida es formidable; Naked), ni la amplitud temática, narrada con elegancia y sin bajadas de línea que transmitía Secretos y mentiras, acaso su película más reconocida. Los últimos ejemplos de la obra del cineasta británico (Topsy Turvy; Happy Go Lucky) mostraban su peor veta a través de un optimismo forzado y simplón, pero Vera Drake, oscura historia de una abortista recordaba al director de antaño.Y así es: Leigh habrá perdido la ferocidad sin contemplaciones de tiempo atrás, pero también es más que probable que jamás haga una película despreciable. Un año más es una película menor, académica, intensa y de perfil bajo donde nada importante ocurre entre diez personajes de diferentes características, algunos viviendo el otoño de sus vidas y otros sin haber alcanzado ni una primavera feliz. Leigh divide el año a través de las estaciones, pero en este caso se agradece la obviedad, ya que los personajes se irán modificando, aun el perfecto matrimonio central de Tom y Gerry (geniales nombres), que jamás se pelean y conforman la pareja ideal para escuchar a los otros (hijos, amigos, amigas) en su coqueta casa.Efectivamente, Un año más es una película muy conversada y hasta se imagina un guión literario de cientos de páginas, pero los diálogos suenan prolijos e impecables. La cámara, por su parte, se somete al primer plano o a planos en conjunto sin excesivos virtuosismos, acaso porque la historia no lo necesita. Y están los actores, notables todos, algunos de ellos del clan habitual del director, componiendo personajes que viven momentos felices, brindis varios y reuniones grupales donde se transmite una amarga alegría, pero también, ocasiones donde la muerte y la ausencia se hacen presentes y el dolor por la pérdida desconcierta, apabulla, construye la futura soledad que no podrá detenerse. Dentro de ese sobresaliente casting, Lesley Manville (María) sobresale con sus confesiones al borde de la catarsis lacrimógena. Al fin y al cabo, se trata de la vida misma.
Cinismo y poder en la nueva comedia Tres empleados que se unen para asesinar a sus superiores es la clave de esta historia de humor negro que cuenta con un elenco que incluye a Aniston y grandes comediantes de la generación estadounidense reciente. No puede negarse que la nueva comedia americana (NCA) construye su discurso a base de desprejuicio, cierta originalidad temática, escenas zafadas que no permiten otros géneros, instantes escatológicos, cinismo al por mayor y algunos rasgos moralistas que sirven para contener, aunque sea por un rato, los matices anárquicos de la propuesta. Buena parte de esos ítems aparecen en Quiero matar a mi jefe, que ostenta la etiqueta de NCA con sus virtudes y desequilibrios, sean formales o temáticosTres buenos e ingenuos tipos están hartos de sus jefes y deciden asesinarlos. Las futuras víctimas serían el drogón heredero de la empresa que interpreta Farrell, el invasivo y agresivo personaje que encarna Spacey y la odontóloga ninfomána a cargo de Jennifer Aniston en vertiente comehombres y baja-braguetas. Los tres buenazos no soportan más las humillaciones –laborales, sexuales– de los superiores y por ese motivo saldrán a la búsqueda de un asesino, topándose con Dean “Motherfucker” Jones (Jamie Foxx), quien tendrá a su cargo algunas de las líneas más divertidas de la trama.Ocurre que Nick, Dale y Kurt (Bateman, Day, Sudeikis) no aguantan más, pero tampoco, y ahí la película castiga al trío protagonista, se está ante tres personajes inteligentes; todo lo contrario, resisten hasta cierto momento las humillaciones de los jefes, pero sus características tontas y superficiales frente al mundo del poder (el de sus superiores) impiden que el espectador logre identificarse con ellos. En este punto, Quiero asesinar a mi jefe se muerde la cola: como el punto de vista de la película es el de tres sujetos que no pueden actuar por las suyas (con rasgos similares al infantilismo de los personajes más estúpidos que hiciera Jim Carrey), la historia agradece las apariciones de los jefes, aun esporádicas, con su maldad y cinismo cotidiano.Por supuesto que determinadas situaciones y réplicas verbales valen por sí solas. Se citará a la maravillosa Pacto siniestro de Hitchcock y a su libre remake Tirá a mamá del tren de Danny De Vito, se invocará el nombre de Jodie Foster, habrá un montón de cocaína que ocultar en una escena y hasta un GPS actuará de protagonista en una extensa secuencia donde, por fin, la película se juega por el disparate sin temor alguno. También, por si fuera poco, algunos giros de la trama se conectan con la anarquía que caracteriza a la NCA, disimulando los (de)fectos de una comedia que no refiere a la ambición de tres sujetos por ocupar el lugar de sus jefes, sino que narra una historia sobre el poder y la manipulación de tres superiores jodiéndoles las vidas a un trío de amigos tontos y retontos.
De mujeres y mundos contrastados El comienzo es alentador al reparar en una situación límite con cierta dosis de humor negro. Mientras su esposo agoniza, Elena (Graciela Borges) conoce a la joven amante Adela (Valeria Bertuccelli), en unos diez minutos de película donde el grotesco funciona desde los diálogos hasta la caracterización –opuesta– de los personajes en cuestión. Luego, la trama sigue con el entierro del esposo de doble vida sentimental y también ahí se producen un par de situaciones simpáticas, especialmente, aquellas que señalan el rechazo de Elena a la desconcertada y frágil Adela. La química entre las actrices funciona, también el equilibrio secundario que aporta el personaje de Rita Cortese y los textos donde se recuerda al marido y amante fallecido. Pero luego, al poco rato, Viudas explora –como tanta comedia argentina reciente– las costuras del realismo costumbrista más rancio, es decir, aquel que se somete a lecciones que expelen un agrio sabor conservador a través de escenas aleccionadoras sin riesgo alguno. En efecto, Elena estará obligada a convivir con Adela, dos mundos contrastados ahora tratados por el guión con notoria obviedad, afirmando que aquellas situaciones originales del inicio serán la única zona destacable de la película. Otro film aparte, si se quiere un show interpretativo ajeno al relato, es el imitador Martín Bossi encarnando a una mucama travesti de origen paraguayo de la señora Elena, cuestión que lleva a preguntarse el porqué de su origen y de su elección sexual. Y, con los créditos finales, vendrá el bonus con la voz de Vicentico entonando el tema “Paisaje”, que también ostenta su videoclip respectivo. Graciela Borges y Valeria Bertuccelli, que trabajaron en películas más relevantes que Viudas, hacen el mayor esfuerzo posible para ir más allá de dos personajes, complejos al comienzo, que terminan siendo unidimensionales, manipulados por el guión y por una puesta de cámara perezosa sometida a primeros planos de efectismo sólo televisivo.