Tragedias familiares en dos tiempos Película coral, voces múltiples, el pasado que retorna desde los años de la dictadura, el presente que interroga, plantea y escarba rigurosamente en los personajes que encarnaron el horror y la masacre. El director Víctor Ruiz no anda con vueltas al activar una historia que se inicia en España y muestra a Gonzalo (Eugenio Roig), que retorna al país para culminar un libro sobre sus padres asesinados por el comisario Cadrinelli (Bonín), casado y supuesto padre de Marta (Almeida). El romance entre Gonzalo y Marta es el siguiente paso que autoriza el guión, en tanto las heridas, cicatrices, ajustes de cuentas y dilemas éticos recorren un relato que conjuga el realismo exacerbado del cine argentino de los ’80 con una importante dosis de tragedia familiar. El paisaje abierto y una naturaleza que adquiere cierto peso dramático (buena parte del rodaje fue en Sierra de la Ventana) favorece al conflicto y permite la dosis trágica que estalla en la media hora final. En tanto el punto de vista del film, se modifica desde el escritor a la aún joven Marta, que empezará a resolver su pasado concurriendo a Abuelas de Plaza de Mayo en una escena que incluye una breve participación de Estela de Carloto. La película autoriza una maraña de culpas y responsabilidades que, en muchas ocasiones, se dirimen de manera enfática y contundente. Con pocos momentos que dejan lugar a la sutileza y abordando un tema que vuelve a ser reflotado en el cine argentino reciente, La última mirada, manifiesta su particular visión sobre aquella época de catacumbas y muertes. El pasado retorna en un grupo de personajes trazados de manera ostentosa por Ruiz, quien en Ni vivo ni muerto (2001), protagonizada por Edgardo “Gatica” Nieva, también transmitía cierta incomodidad en el espectador. Como también ocurre en La última mirada, especialmente en la escena donde Gonzalo mata a sangre fría al asesino de sus padres y luego se descubre que se trata del final de su “ficción” escrita. Allí la película plantea sus propias contradicciones cinematográficas, ya que fluctúa entre el verosímil y la torpe manipulación, permitiendo una incómoda convivencia del más crudo de los realismos junto a una riesgosa y discutible abyección.
Relatos fantásticos y lobos de mar Esta segunda película de Fredy Torres (el mismo del documental El Nüremberg argentino) sitúa sus relatos en el puerto de Mar del Plata, en un “no lugar” llamado justamente La Campana, como si fuera un relato fantástico. El mar es cinematográfico. Y pueden hacerse muchas cosas con él cuando el cine se mete de cabeza y lo elige como protagonista. El mar es imponente, inabarcable, protector, agresivo, cálido, temible. Herman Melville, entre otros escritores, lo entendió a través de su ballena religiosa. Spielberg, en los años en que tenía algo que contar, hizo historia con su escualo. En tanto, Hemingway relató la supervivencia de su viejo. Y así las invocaciones podrían seguir interminablemente, como ocurre con el mar, que hasta el psicoanálisis lo asocia al útero materno, al origen, el nacimiento, al llanto del bebé recién parido. El mar es protagonista de La campana, segundo film de Fredy Torres (El Nüremberg argentino, documental) y la acción se sitúa en el puerto de Mar del Plata y en zonas aledañas, en esa geografía rústica y realista, de bares habitados por viejos lobos, de barquitos uno al lado del otro, de anclas y tatuajes, de botellas vacías en los bares y de otras botellas flotando por allá. La campana, por un lado, no es un film turístico sino que propone un relato de leyenda, un argumento construido como una historia fantástica, donde lo “real” convive con el paso acelerado del tiempo. Un tiempo que se suspende y detiene a la deriva en un “no” lugar llamado La Campana, como si se tratara de un relato de Bioy Casares. La historia empieza días antes de Malvinas y culmina 20 años más tarde. Una adolescente a cargo de un marinero experto, un amor a escondidas entre ambos, una prostituta, otros expertos lobos con pipa o sin pipa, los bares primitivos, los reaparecidos y desaparecidos desde y por ese lugar detenido en el tiempo al que alude el título, son algunos de los vericuetos argumentales convocados por los hacedores de la cinta. Con semejantes materiales, sin embargo, los resultados cinematográficos superan la mera frustración. La campana tiene problemas graves de elipsis, dirección de actores, una excesiva banda de sonido, un uso de luz que sí se relame con la postal turística, una narración que anda a los tropiezos y que viniendo de un film de estas características se ahoga en más de una oportunidad. Y no hay marinero o salvavidas que la rescate. Sólo cuando el protagonista central se pierde en ese “no” lugar el film adquiere algún interés, pero solo es un puñado de minutos en una cinta breve, efímera, cortita en duración. La campana termina encarnándose en ese lobo marino que se pelea con cuatro perros a puro ladrido. Al mamífero pinnípedo se lo ve cansado, fatigado, rancio, como no sabiendo qué hacer con la histeria del grupo de canes hambrientos.
Humor negro con estilo irlandés Pese a tratarse de un film originado en Irlanda, con director y actores de aquel país, el tono socarrón y de humor bien negro remite a la escuela británica, específicamente a las producciones de los Ealing de la década de 1950, que en otros títulos recordables dejara el clásico El quinteto de la muerte (1955) con Sir Alec Guinness y un joven Peter Sellers. Porque ocurre que Cuatro muertos y ningún entierro (¿más explícito que el original, no?) tiene la suficiente dosis de humor liviano pero oscuro que busca a un espectador no presuroso por el impacto contundente, sino dispuesto a disfrutar una historia bien narrada a través de pinceladas sociales que poco a poco acumula cadáveres por diferentes causas y azares. La pareja de protagonistas son dos losers fanáticos del cine, uno con pretensiones de actor y el otro de guionista que viven en un edificio de segunda mano con deudas por todas partes, especialmente, por el pago del alquiler. Los vecinos no son amigos pero comparten una apretada vida económica, y por esos motivos que tienen relación con la comedia (el azar, la casualidad, la causalidad), amontarán cadáveres en el departamento del frustrado actor. Si ellos desean asesinar o si todo se trata de una serie de equívocos y errores es una cuestión que resolverá el guión de Mark Doherty (uno de los intérpretes) y la funcional cámara del director. Cuatro muertos y ningún entierro (sí, título casi “robado” a Cuatro bodas y un funeral) es una película menor e inofensiva, bien narrada y astuta en su tono macabro, burlón y sin demasiadas pretensiones. Se desconoce si a los ingleses les cayó bien una comedia que recordara a su humor de antaño. Sin embargo, las similitudes terminan en ese tono asordinado, ya que a aquellas películas británicas jamás se les hubiera ocurrido contar una historia con dos perdedores, borrachos y lúmpenes como protagonistas principales.
EL LADO OSCURO DEL AMERICAN WAY OF LIFE A fines del siglo pasado y en menos de un año se estrenaron dos películas periféricas al maistream hollywoodense: Happiness (1998) de Todd Solondz y Las vírgenes suicidas (1999), opera prima de Sofia Coppola. Ambas bucearon en las zonas prohibidas de familias con traumas, complejos, pasados o presentes oscuros, personajes políticamente incorrectos, trances psíquicos y toda una serie de problemas que no suelen aparecer en la rutina adocenada de un cine que solo, y solo eso, piensa en la taquilla. Hasta que Belleza americana de Sam Mendes vino a legitimar a este cine no destinado a mentes bienpensantes. Por eso, La vida en tiempos difíciles, concebida por un auténtico “nerd” de aquel cine periférico, es un film sobreviviente de la temática “familia disfuncional” donde las perversiones y complejidades de un grupo de personajes se presentan sin filtro alguno. Solondz vuelve a escarbar en el clan de Happiness en esta no declarada continuación de aquella. Son los mismos personajes pero otros actores encarnan a las tres hermanas protagonistas, a los hijos de una de ellas, al padre pedófilo que se encuentra en la cárcel y a otros secundarios observados por la discreta y feroz mirada del misántropo cineasta. Dos de las hermanas siguen disconformes con sus vidas, en cambio, la esposa del pederasta encarcelado, está dispuesta a reencauzar la suya, ahora a plenitud sexual con un señor obeso y de origen judío, que tiene un hijo bastante tonto, un fiel representante de la fauna “nerd” tan afín al director. Pero el marido cumple la condena y la libertad está a la vuelta de la esquina. Solondz propone el lema “perdonar y olvidar”, a través de diálogos que conjugan similares dosis de acidez, cinismo y crueldad en medio de situaciones que bordean la caricatura. Una de las hermanas, por ejemplo, tiene un pretendiente con facha de “freak” que personificado por Pee Wee Hermann adquiere el “physique du rol” exacto. Se hablará de pedofilia como un tema cotidiano y hasta la feliz esposa, luego de un más que satisfactorio orgasmo, rechazará la vida familiar, a sus hijos y a su rol de madre. Así es la mirada de Solondz, contundente y sin vueltas. Probablemente no sorprenda como hace una década y su corta filmografía ya haya sido superada por los horrores del mundo real. Tampoco La vida en tiempos difíciles necesita provocar como sucedía en Happiness con aquel charquito de semen filmado en plano detalle. Aun así, el cine de este “nerd”, al se puede imaginar acosado y humillado en su infancia y adolescencia, resulta incómodo de ver. Y acaso por ese motivo es que se dedica a hacer películas, o simplemente para decirnos que el mundo es una auténtica mierda.
Sombrío after hour madrileño La primera escena de La mujer sin piano marca el tono y el estilo de relato elegido por el director Javier Rebollo (Lo que sé de Lola) para su segunda película. Una pareja, de espaldas a cámara, hablando de cuestiones cotidianas entre voces monocordes y preguntas y respuestas monosilábicas. También, silencios. Se trata de Rosa (Carmen Machi, brillante) y su esposo taxista, una pareja sumergida en la rutina que mira mala televisión e informativos que anuncian la invasión a Irak. Pero Rosa emprenderá un viaje nocturno y provista de una valija recorrerá un Madrid que no aparece en las imágenes turísticas y en las publicidades de una ciudad del Primer Mundo (¿o ex?). Transitará estaciones de trenes casi vacías, personajes solitarios y de mirada perdida y bares de ínfima categoría. Hasta descubrirá la frialdad y el nulo altruismo de empleados burocráticos, se asustará con unos jóvenes provocadores y conocerá a un outsider de origen polaco que tiene cuentas pendientes con la ley. Rosa sale de su aburrida vida y se maquilla de manera circense, transmitiendo una actitud fantasmagórica para afrontar la noche madrileña que desconoce y recorre a solas por primera vez. Rebollo narra con tempos lentos y parsimoniosos, observa con detenimiento los mínimos detalles de una ciudad gris, sin sonidos altisonantes, sin apresuramientos, en hora de descanso, levitando, casi muriendo. Algunas pinceladas de lectura política contextualizan la travesía de una mujer casada que afronta un after hour minimalista, inasible, donde el espectador -como ocurre en este tipo de cine de riesgo- recibe la información sólo necesaria, sin subrayados, de manera parcelada y nunca explícita. Con decisiones estéticas que abrevan en la filmografía del finés Aki Kaurismäki (El hombre sin pasado), La mujer sin piano manifiesta que no todo el cine español proviene de las ideas de Almodóvar. Un aspecto curioso: la película de Rebollo, filmada en 2009, puede verse en estos días como el retrato previo de un país que al poco tiempo dejaría de ostentar su arrogancia primermundista.
Un “dudoso” thriller psicológico No caben dudas que al director debutante Giuseppe Capotondi le encantan las intrigas rebuscadas, el thriller psicológico y las historias donde se apela al “nada es lo que parece ser”, viejo axioma del film noir que desde hace tiempo se utiliza como ardid publicitario. Por esos carriles temáticos –demasiado transitados– transcurre la vida de Sonia (la rusa Ksenia Rappoport), mucama de hotel high class, solitaria e inmediatamente enamorada de Guido, que trabaja como personal de seguridad, a quien conoce en un programa de televisión sobre gente que anda con problemas de relación. A la media hora surge el primer plot (punto de anclaje del guión), cuando al pobre Guido lo revientan de un balazo. Pero ojo: estamos ante un thriller “sacacorchos” donde el director y los tres guionistas sorprenden con una historia que gambetea más que Messi en un día inspirado. Los muertos no serán tales, acaso todo se relacione a una pesadilla o sólo se trate del supuesto ingenio de un guión con muchas volteretas para que el espectador degluta con interés y hasta cierta impaciencia. Habrá otros cuatro, cinco plots y hasta la historia pegará un giro más (bah, otra gambeta) trasladándose a Buenos Aires, específicamente a la zona de Puerto Madero, someramente computarizada para la ocasión. Acaso el rictus de Filippo Timi (Guido) sintetice la película: el tipo anda sospechando todo el tiempo, aun en los momentos de intimidad que ¿disfruta? Junto a la atribulada Sonia, que parece muy buena, sufrida, temerosa y paranoica, pero que no es tan así. Y no se puede contar más porque se estarían revelando los remanidos –y supuestamente sorprendentes– plots que invaden la trama cada dos por tres. La hora del crimen confirma que un buen guión no hace una buena película y que gambetear para los costados resulta intrascendente y, en muchas ocasiones, hasta tramposo e ineficaz.
Mundo trans: una historia de amor La opera prima de Javier Van de Couter cuenta con las actuaciones de Rodrigo de la Serna, la pequeña Maite Lanata (El Elegido) y una gran Camila Sosa Villada. Pero el guión derrapa como si fuera un culebrón de los años ochenta. Todo tiene que ver con el azar. Al principio se ve cómo la travesti Ale (Villada), cartonera de ley, trabaja en la calle buscando restos para sobrevivir. Al escarbar en la Argentina lumpen descubre el diario de una tal Mía, que acaba de dejar viudo a su esposo y huérfana a Julia, la pequeña hija. De ahí en más el azar narra la vida de Ale, junto a sus compañeras, que subsisten como pueden en la villa miseria La Aldea Rosa, y en montaje paralelo, algunas alternativas de vida entre papá Manuel (De la Serna) y su hija (Maite Lanata, la nenita mete miedo de El Elegido). Al tratarse de una “historia de vida”, de carácter aleccionador y con un fuerte aterrizaje coyuntural (el mundo trans y sus correspondientes dosis de discriminación, intolerancia y varios etcéteras), la cinta converge a la posibilidad de que Ale, bondadosa y peleadora, se transforme en la madre sustituta de la púber Julia. Bienvenido entonces, el contundente alegato que propone Mía, una película que no esconde su objetivo de terminar con las hipocresías y miserabilismos de quienes no comprenden el aspecto humano del mundo trans. Pero el cine, en cuanto a cómo se exponen los materiales, es otra cosa. Y en ese punto una película como Mía, aferrada a la fuerza de su argumento, derrapa en casi todo su desarrollo. Van de Couter elige el camino más didáctico para contar su historia, construida como si se tratara de un culebrón latinoamericano de los años ’80, con sus correspondientes personajes buenos y malos y una proliferación de diálogos que sentencian en más de una ocasión, a través de verdades absolutas, subrayadas y, por momentos, hasta tan apolilladas que pueden ocasionar el efecto opuesto al deseado por el director y su equipo de trabajo. Todo suena redundante, forzado, inverosímil (las razzias policiales, las “cumbres” trans en la villa, las canciones que aparecen en los momentos menos imaginados, las borracheras de Manuel, los diálogos “muy humanos” entre Ale y Julia). Construcción dramática de guión que viene acompañada por una estética digna de un institucional sobre el tema trans y una excedida banda de sonido a cargo de ese buen músico que es Iván Wyszogrod. En medio de semejantes decisiones estéticas, la composición de Camila Sosa Villada tiene algunos momentos de placentera convivencia con el cine.
El cuerpo, la piel, el bisturí y el deseo La nueva película de Pedro Almodóvar conjuga una historia dark con una estética freezer, uniendo a gusto y placer citas cinéfilas con tics genéricos, donde el terror de quirófano se da la mano con el melodrama desangelado. El cine de Pedro Almodóvar está constituido por cuerpos, se trate de jóvenes con el sexo que les brota por los poros, maduros que desean amor para ocultar la soledad, enfermos e inertes, sudorosos, transpirados, travestidos, ausentes, presentes, fantasmales. Con los años, el cuerpo en las películas de Almodóvar fue variando: en un principio, urgidos por el sexo y sumergidos en el melodrama y la comedia, las últimas películas del manchego abandonan la pasión desenfrenada para sumergirse en un mundo glacial, cerebral, donde el deseo se concilia con la ciencia, ya lista para aplicar el bisturí en la piel desnuda. En Hable con ella, por ejemplo, el cuerpo ya no respondía por su estado vegetativo y los pasillos silenciosos de un hospital simbolizaban la mirada gélida y distante del director, ya lejos de sus chicas Almodóvar y de los rituales a fuego y pasión de antaño. Pedro hace tiempo que dejó de ser el “Pedrito” de la movida española y en su 18º film se ubica en la piel de Robert Ledgard (Antonio Banderas), un reconocido cirujano plástico especialista en terapia celular. Pocas veces Almodóvar conjugó una historia dark con una estética freezer, conjugando a gusto y placer citas cinéfilas con tics genéricos, donde el terror de quirófano se da la mano con el melodrama desangelado. Múltiples vueltas de tuerca –que no conviene revelar– y una estructura que juega con flashbacks y flashfowards ostenta el argumento de La piel que habito, una película que no colmará de alegría a los fans del Almodóvar cachondo, pero que provocará satisfacción al espectador ansioso por ver cómo se relaciona la ciencia con el melodrama tan afín al cineasta. Es que Ledgard es un Dr. Frankenstein siglo XXI con un bello conejillo de Indias (Elena Anaya), de piel cubierta por un body color carne, y un ama de llaves-secretaria-madre Marilia (Marisa Paredes, gran trabajo), una especie de Igor en estado incendiario. La mayor parte de la historia transcurrirá en ese frigorífico de experimentación (El Cigarral), donde se teje una compleja trama que Almodóvar construye como si encarnara a un médico con su barbijo y sus instrumentos científicos. Por supuesto que habrá amor y pasión, engaños y desengaños, violencia física y subliminal y una veta policial que convive pacíficamente con el melodrama. Pero Almodóvar está serio y solemne, acaso un poco presuntuoso de sí mismo, dispuesto a apostar todo o nada con su observación cutánea de la vida. Y sale airoso del desafío, aferrado a prolijos cortes de bisturí, eligiendo una puesta en escena que parece concebida por un par de esquimales pernoctando en Alaska. Hacía tiempo que la piel sudorosa había mutado a una piel reconstituida, invadida por la ciencia. Al fin y al cabo, es el cine de Almodóvar el que vive en una permanente mutación.
Confusas viñetas históricas Una película sobre historia argentina: así puede definirse a La patria equivocada, cuya narración elige un estilo de viñeta, fragmento y postal bien iluminada para desentrañar ciertos hechos ocurridos en el siglo XIX. Basada en un texto de Dalmiro Sáenz, el film toma acontecimientos reconocidos (la batalla de Curupaytí, la guerra de la Triple Alianza, la conquista del Desierto), trazando un puente de casi 90 años y valiéndose de bruscas elipsis temporales que apuran a la confusión argumental y a un rompecabezas donde las piezas quedan sin armado definitivo. El eje central elige a Clarita y, más tarde, a Clara (Juana Viale por dos) como punto de vista del relato: primero, enamorada de un soldado que deja la vida por la patria, y luego, presurosa en vengarse de aquella muerte. Claro que Clarita y Clara son dos personajes diferentes, la segunda es nieta de la primera, pero ambas tendrán la oportunidad de disertar en voz alta sobre el destino y las dificultades de vivir en un país que acumula cadáveres en guerras internas sin ton ni son. Es que La patria equivocada es una película ciclotímica por su relato (por momentos cuesta entender en qué época transcurren los hechos), que oscila entre la verborragia patriótica y los planos generales de amaneceres y anocheceres estilo postal para turistas, y que debido a su construcción formal omite la emoción y la identificación hacia los personajes. Solo diez minutos que transcurren en la segunda mitad, protagonizados por dos soldados que terminan peleando para el general Mitre, se escapan de la monotonía imperante. Pero es muy poco para un film al que parece no favorecer su edición final, aumentando el desconcierto de un espectador no demasiado atento. Entre la retórica setentista de las biografías de San Martín y Belgrano, por momentos invocando al bronce que proponía el cine de los clásicos y también husmeando por las fatigosas reinterpretaciones de los últimos próceres del celuloide, La patria equivocada queda encerrada en sus propias indecisiones estilísticas y narrativas. Y adquiere, debido a sus torpezas y carencias, un olvidable destino de híbrido cinematográfico.
Filmar los miedos infantiles Dos niñas invocan a sus fantasmales amigos de la infancia, que son capturados por las cámaras de su padre. La saga apuesta a la perturbación de la imagen borrosa y a la ruptura del silencio. Katie y Kristie crecieron y aún son niñas en Actividad paranormal 3, ya que la película cuenta el inicio de la saga, el temor al mínimo ruido, el miedo al espacio vacío, ocurra de día o durante la noche. Katie y Kristie invocan a sus amiguitos fantasmales de la infancia y no habrá que esperar demasiado para que más de uno intimide y asuste a ambas. Claro que estas amistades particulares no causarían miedo sin la presencia de las cámaras que coloca papá (que se dedica a fotografiar cumpleaños y casamientos) frente a la mirada imperturbable de su esposa, que disfruta de un porrito luego de bastante tiempo (y por ese motivo, tose con énfasis). La saga y la franquicia continúa y el invento de las camaritas que espían y creen vigilar todo, construidas por el director y ahora productor Oren Peli, parece no tener fin. La primera fue la novedad o algo parecido junto a los pocos dólares que costó hacerla. La segunda vino con más producción y una historia con más elementos dramáticos aunque ya se percibía una peligrosa repetición de ideas y tics formalistas. La tercera, que retrotrae la saga a una especie de precuela, está conformada por tiempos muertos (algunos funcionales, otros no tanto), sustos varios y gritos nocturnos (algunos justificados y otros no) y una multitud de trampas narrativas que no molestará al fanático de esta clase de películas. Subyace una idea interesante que no se aprovecha demasiado: una de las cámaras se mueve de un lado al otro, apoyada en los restos reconstruidos de un viejo ventilador. Ese repetido movimiento de izquierda a derecha y viceversa, autoriza más de un susto a través del fuera de campo, antes que los personajes se enteren de las apariciones fantasmales de gente que anda por la casa. Pero el recurso formal queda ahí, en ese par de saltos que podrá provocar alguna escena que empieza siendo terrorífica y termina como un chiste sin buen remate. En un momento, obviamente, la familia se protegerá en la casa de la madre de la protagonista y allí transcurrirán los inesperados 15 minutos finales, acaso lo más relevante y original de la película. Sería fácil echarle la culpa a esta saga o a las españoladas de REC y calificarlas como responsables de un cine de terror y suspenso de fácil digestión, con cuatro o cinco ideas que se explotan hasta el cansancio. Sin embargo, aun en su chata originalidad, las imágenes borrosas que transmiten un par de cámaras durante las noches seducen a cierta curiosidad voyeurística que se enlaza con el miedo más principista y hasta realista: aquel que se le tiene al silencio. Y ni hablar si ese silencio se ve interrumpido por un sonido o por una presencia inesperada. Será poco exigente la cuestión pero para los responsables de Actividad paranormal 3 parece más que suficiente.