Del paisaje danés al horror africano El Dogma danés, aquella supuesta nueva construcción del lenguaje del cine, ya quedó en el recuerdo. Sólo quedan los rostros de los actores y más de uno aparece en En un mundo mejor, que obtuvo el Oscar al film no hablado en inglés. Suzanne Bier (Hermanos, Corazones abiertos) siempre apuesta por historias fuertes, donde las relaciones humanas tambalean en medio del idílico paisaje danés. Por el mismo camino anda una pareja con un hijo viviendo el conflicto de la adolescencia, y también, un viudo que carga con un vástago que actúa como si el mundo fuera el peor de los lugares posibles. Los personajes se cruzarán y establecerán particulares amistades, donde lo institucional y reglamentado (la familia, el colegio) se cae a pedazos. Pero la mirada de Bier sobre la sociedad no termina allí: uno de los personajes centrales trabaja como médico en un campo de refugiados en África, paisaje que maneja un dictador sin contemplaciones que humilla a las embarazadas. Pues bien, ya el cóctel sobre la degradación humana está listo, construido desde una mirada europea que confronta dos mundos en colisión, aquel que caracteriza a la burguesía, danesa en este caso, y el otro, el que describe al horror que procede de un país (las escenas fueron registradas en Sudán) que sólo sobrevive en medio de atrocidades físicas y psíquicas. Así es el choque cultural que propone Bier para las múltiples historias que narra su película. En realidad, En un mundo mejor acumula calamidades e infortunios, contadas con cierta destreza narrativa, valiéndose de escenas cortas que por momentos ayudan a aligerar un edificio temático donde la miseria humana tiene vía libre. En esa travesía por África, en las dolorosas vivencias de los adolescentes y en la visión horrible y sin contemplaciones que se tiene sobre el mundo, Bier se maneja a sus anchas. Entre lo políticamente correcto y autocomplaciente, con escenas justificadas y manipuladoras, En un mundo mejor presenta sus intenciones desde la primera escena. El discreto encanto de la burguesía europea tiene aquí su película global y casi perfecta.
Liviana comedia sobre la pareja Eugenia Tobal y Mariano Martínez son los protagonistas de una nueva comedia de producción local, dirigida por el debutante Yago Blanco y con un elenco que completan Maju Lozano, Gustavo Garzón y Peto Menahem. La comedia invade al cine argentino y semejante definición tiene su inmediata justificación: en los últimos tres años se estrenaron más de 20 películas genéricas. Sofisticadas, realistas, costumbristas, minimalistas, grotescas, bizarras o románticas, parece que la comedia es el reaseguro del cine industrial, el sitio cómodo que busca espectadores a través de historias protagonizadas por actores reconocidos, si es posible, con cierto peso importante en la televisión. Es lo que ocurre con Güelcom, opera prima de Yago Blanco con figuras emblemáticas de la tele, que apuesta a un relato romántico con pinceladas humorísticas y que toma como eje temático las idas y vueltas de una pareja que se reencuentra luego de una separación. Es decir, los ex en conflicto. Ana (Eugenia Tobal) y Leo (Mariano Martínez), ella chef y él psicólogo, coquetean toda la película con el “rematrimonio”, trama clásica por excelencia del género. Hay un par de amigos, también en pareja (Maju Lozano y Peto Menahem), el novio español de Ana (Chema Tena), un psiquiatra que seduce a las pacientes (Gustavo Garzón) y algunos personajes más que actúan como coro de la pareja protagonista. La excusa argumental es un casamiento y la última mitad de la película resolverá (o no) cuestiones afectivas, amores pendientes y futuros venturosos o problemáticos. Típica película de guión prolijo con algunas situaciones graciosas, el enemigo principal de Güelcom es la levedad, el rasgar en la superficie del género y no jugarse más allá de sus costuras transitadas. La pareja amiga de Ana y Leo, soporte esencial en toda comedia romántica, es un claro ejemplo de construcción de guión de un par de personajes desde la escritura que terminan quedando sometidos sólo a eso. Por su parte, los monólogos de Leo hacia cámara actúan como separadores de la historia, pero resultan forzados, anticlimáticos, gratuitos en más de una ocasión. En tanto, el personaje del novio español, que también aparece en la película debido a (otra) supuesta astucia del guión, queda reducida una caricatura burda y superficial. Dos momentos clave de Güelcom sintetizan las virtudes y los defectos de una película de vuelo extremadamente corto. Mientras la mejor escena transcurre en un almuerzo donde casualmente todos los personajes se dan cita, registrados con primeros planos televisivos, pero que no molestan demasiado, la secuencia del casamiento resulta perezosa en su resolución. Allí, Güelcom queda amordazada otra vez por el guión, que parece decir en voz alta y a las apresuradas que la película se está acercando a su final, a la degustación definitiva de una historia que se asemeja a una gelatina dietética, bien light y con pocas calorías, inofensiva y hasta temerosa a pesar de sus transparentes intenciones.
Una y todas las historias de amor En la primera película de Abbas Kiarostami en Europa, el cineasta narra el encuentro de un escritor y una galerista que emprenderán un paseo por la ciudad y debatirán acerca de la vida, el arte, el matrimonio, la felicidad y la ruptura.Existen varias razones para ver Copia certificada de Abbas Kiarostami, una obra maestra y el mejor título estrenado hasta ahora.Se trata de la primera incursión del cineasta iraní en Europa, filmada en Italia (al sur de Toscana) con una intérprete reconocida (Binoche) y un debutante (Shimell, voz de la ópera). La historia es simple pero la narración es compleja, y permite un montón de interpretaciones que no resultan suficientes en una primera visión. Al principio se cuenta el encuentro de un escritor inglés con una galerista nacida en Francia; él presenta su último libro y ella, con la compañía inquieta de su hijo adolescente, concurre a la conferencia de prensa. De allí en más se producirá un paseo de ambos por la ciudad, donde estos dos personajes que no se conocían adquirirán los roles de esposos en conflicto de pareja, disertando sobre la vida, el arte, el matrimonio, la felicidad, la ruptura, la profesión, el futuro.Kiarostami tomó como eje a otro gran film como Viaggio per Italia (Te querré siempre, 1953) de Roberto Rossellini, con Ingrid Bergman y George Sanders encarnando a un matrimonio en crisis durante su travesía por las calles y las ruinas de Pompeya. Pero no se queda en el homenaje y la cita respetuosa, sino que da varias vueltas de tuerca (como el auto que pasea a la pareja), construyendo una historia donde la ficción se mezcla con la realidad y el cine triunfa como el arte de la representación.Sólo un hombre, una mujer y ocasionalmente un auto serán los protagonistas de Copia certificada. Pero habrá personajes satelitales o periféricos que harán reflexionar a la pareja central sobre su futuro (en este punto, la conversación que Binoche tiene con la dueña de un café, hablando en italiano, constituye un momento sublime del film).El paisaje toscano no está reflejado de manera turística sino que funciona como espejo dramático dentro de la historia y hasta en varias ocasiones permanece en off, articulado desde los rostros de los protagonistas. Kiarostami recurre al fuera de campo para no caer en un cine turístico y de postal.Las idas y vueltas de “ella” y “él” manifiestan todos los estadios sentimentales que constituyen a una pareja: pelea, reconciliación, rechazo, admiración, ajuste de cuentas. Y Kiarostami cuenta todo esto con una sutil sabiduría narrativa que se fusiona a la emoción que transmite la historia. En efecto, es una historia de amor que reúne a todas las historias de amor y a los momentos que vive cualquier pareja.Copia, falsificación, remedo. Kiarostami habla de su propio cine (El sabor de la cereza; Detrás de los olivos; Close Up) y coquetea con la propia falsificación de su obra. Del riesgo europeo y del poder económico francés salió más que victorioso.Binoche y Shimell conforman una pareja con muchas preguntas y no podría imaginarse a Copia certificada sin ellos, sin sus rostros, sin su andar vacilante, sin sus figuras recortadas en un paisaje.“Ella” derrama un par de lágrimas y la pantalla se derrite de placer. “Ella” es Juliette Binoche y vale preguntarse si el cine de los últimos 20 años ofreció un rostro tan luminoso como el de esta extraordinaria actriz de 47 años.
Zombies en estado catatónico No caben dudas que Romero es un buen director desde la seminal La noche de los muertos vivos (su mejor película) y sus incursiones en el mainstream (Creepshow; Monerías diabólicas; La mitad siniestra). Pero los zombies son su imperiosa obsesión, desde aquella memorable opera prima hasta sus cuatro secuelas filmadas en distintas décadas, ya que los muertos vivos siguen siendo el territorio de placer, el componente lúdico y aun vital del cineasta. Con bienvenidos reciclajes e ínfimas variables que recorren el gore, la parodia, la lectura política y social y el derrumbe de la familia media estadounidense, la saga de zombies de Romero constituye un corpus esencial para los amantes del género. Sin embargo, su sexta incursión en el tema muestra sus costados más débiles, o en todo caso, la fragilidad narrativa del director. La historia, contada con parches y remiendos que hasta puede causar sorpresa en los zombies-fans, retoma temas del western de manera tosca y desganada a través del enfrentamiento entre dos familias y de la presencia de unos soldados que enfrentarán a los muertos vivos que andan más famélicos que otras veces. Una isla será el hábitat donde se desarrollará la trama, pero a Romero parece no importarle la construcción de un espacio cinematográfico, sino la acumulación de clichés. Los giros dramáticos de La reencarnación de los muertos, por momentos, parecen provenir de un director recién iniciado o de un cortometraje bizarro concebido por un grupo de amigos fanatizado por el género. Está bien, dos o tres escenas funcionan por sus características paródicas y los últimos 15 minutos dejan una montaña de cadáveres destripados y mutilados para el éxtasis de los seguidores del gore más elemental. Pero es poco, casi nada, para un cineasta que a fines de los años sesenta modificó ciertas reglas del género, confiando en el lenguaje del cine, filmando con un presupuesto de 120 mil dólares y proponiendo una sutil crítica de aquel Estados Unidos racista que aún vivía el duelo por el asesinato de Kennedy.
Confesiones familiares En un pueblo de Lecce se reúne la familia numerosa: tres hijos, los padres, la tía, la abuela. El severo tutor confía en sus dos vástagos varones para heredar la fábrica pastera pero uno de ellos, recién llegado de Roma, se dispone a confesar su homosexualidad. A partir de ese momento, las situaciones abordarán tópicos genéricos (comedia, drama), algunos personajes rememorarán un pasado conflictivo, uno de los hijos será expulsado del retoño familiar, otro seguirá ocultando sus inclinaciones sexuales, la madre seguirá sometida al mandato de su esposo, el padre sufrirá un infarto. En efecto, Ferzan Ozpetek, director turco pero residente en Italia desde su adolescencia, apuesta a resucitar la commedia all’italiana, aquella manera de ver al mundo a través del cine que tuviera su apogeo en los ’50 y ’60, donde la tragedia convivía pacíficamente con el grotesco, los personajes miserables y patéticos y un determinado contexto social que conformaban un corpus temático y formal, por momentos, imbatible. Pasaron años de aquellas películas y Oztepek, heredero fortuito de la tradición, demuele con elegancia las máscaras de un grupo de clase media con poder económico, donde los disfraces sólo sirven para ocultar los mandatos heredados por las tradiciones. Así, en los primeros minutos de Tengo algo que decirles, la película funciona a plenitud: acertada descripción de ambientes y personajes, diálogos funcionales, uso del paisaje sureño que omite la cuestión turística. Sin embargo, a medida que la historia avanza desde su estructura coral, el film pierde interés, resolviendo algunas escenas con una mirada políticamente correcta, desmañada, vacía, carente de intensidad. El desbarranco narrativo se producirá con la visita a la casa familiar de la pareja y los amigos gays de uno de los hijos, momentos donde Oztepek (como ya hiciera en El baño turco y El hada ignorante) confunde militancia con corrección política y compromiso con levedad argumental, olvidando definitivamente su aproximación inicial a la commedia all’italiana. En ese punto, la película cae en el trazo grueso, en el clisé más ramplón, en la comedia dramática chiquitita que busca el consenso a los gritos. <
Sobre sacrificios y mandatos divinos Quinto film del cineasta y actor Beauvois, galardonado con varios premios César y candidato al Oscar extranjero, De dioses y hombres narra un hecho real: la masacre de ocho monjes cristianos realizada por fundamentalistas islámicos. Pero más allá de aquel horror que aun no admitió responsables definitivos, plantea una serie de dilemas, estéticos y formales, en relación a las posibilidades de registrar en imágenes “un film religioso”.En efecto, De dioses y hombres narra, con extrema cautela y pudor, los rituales de los ocho personajes que manifiestan con voz tenue y susurrante la misión que tienen asignada –tratar de igual manera a católicos y musulmanes– en medio de un enfrentamiento bélico, la historia transcurre en la austera morada de los clérigos en Argelia. Austeridad, despojamiento, pequeños detalles son los que describe Beauvois con su cámara, acumulando mínimos conflictos de los personajes, donde se destaca el médico del grupo (gran trabajo del veterano Michael Lonsdale). Sin embargo, la religiosidad que impera en cada una de las imágenes, también ostenta sus trampas estéticas.La parsimoniosa narración, provista de un tempo que por momentos resulta arbitrario y gratuito, modifica sus características nunca enfáticas en una escena cercana al desenlace. Acaso previendo la proximidad de sus muertes, los monjes tienen su última cena donde toman vino mientras la banda de sonido arrecia con los acordes de El lago de los cisnes. Allí, la película busca la emoción, oponiéndose al detallismo extremo con el que había buceado en las vidas de los monjes. En ese momento, la película cede su paso al lagrimón gratuito, a la fácil búsqueda del llanto del espectador. Salvando las distancias, imaginemos el minimalismo de puesta escena de Diario de un cura rural (de Bresson) invadido por los soldados-barrabravas que muelen a golpes a Cristo en La pasión de Cristo (de Mel Gibson). Allí está el momento crítico de la película: emociona y hace un agujero en el estómago, pero tampoco oculta su torpe manipulación y su transparente abyección.
Cuando la ciudad era una fiesta Sobredosis de Woody Allen en seis meses. Durante el verano fue su versión melancólica sobre el paso del tiempo en Conocerás al hombre de tus sueños, y hace un par de meses la mirada ácida y agria que transmitían las imágenes de Que la cosa funcione. Como se preveía, Woody llegó a París y ahora le rinde culto y admiración a la ciudad en una historia que recuerda a otras visiones nostálgicas, aquellas de Días de radio y La rosa púrpura del Cairo. Luego de un comienzo desa-lentador, con esas interminables postales turísticas de la ciudad, Medianoche en París presenta a su alter ego, el guionista en potencia Gil (Wilson) y la relación con su novia, sus futuros e insoportables suegros, sus sueños perdidos, sus añoranzas por un pasado que recuerda y que nunca volverá. O, en todo caso, su manía por comparar a ese París con aquel, el de los años veinte, la Belle Époque, el mundo cultural que estallaba en cada café a través de las vanguardias artísticas de la década. Aquel París era una fiesta de la intelectualidad y de la creatividad cotidiana y ese París del pasado será el que (con)vivirá con el atribulado Gil: conocerá a Gertrude Stein, Picasso, Hemingway, Scott Fitzgerald, Cole Porter, Dalí, Buñuel y tantos más que hicieron bastante –con sus egos y narcisos– para olvidar el horror de la Primera Guerra y prologar a los nacionalismos avasallantes de la década siguiente. El primero de los encuentros “fantásticos” entre el París actual y aquel de casi hace un siglo sorprende y estimula la alegría: en ese segmento de media hora, Medianoche… construye sus mejores momentos, los gags e ironías de mayor impacto, las invocaciones más sorpresivas de aquellos artistas y creadores de los años 20. Allí, Woody Allen invade ese mundo con una mirada que entremezcla admiración con placer, ingenio con ingenuidad y una transparente melancolía revestida de una filosa ironía que nunca cae en el cinismo. De allí en adelante, esos cruces originales entre dos mundos opuestos se transformarán en algo mecánico, previsible, acaso falto de sorpresa. Surgirá un hipotético amor en el “pasado” de Gil (una diseñadora de modas y musa inspiradora de aquel mundo) y otro de estos tiempos, mundano y “real”. En ese debate conflictivo entre añorar un tiempo mejor desde el recuerdo y la casual convivencia y la certeza de poner los pies sobre la tierra y vivir el presente de la mejor manera, en ese eterno intríngulis de cotejar dos mundos en colisión, Allen profundiza su mirada reflexiva y su opinión por el paso del tiempo. Sin necesidad de volver al pasado, percibiendo que el viaje hacia atrás que disfruta Gil sólo fue un viaje vital y necesario. También placentero pero con la imperiosa y saludable necesidad de vivir el presente. Y está bien que así sea.
Tragedia familiar con humor asordinado En esta historia de la recomposición de una pareja tras la muerte de su hijo, el director John Cameron Mitchell elude la emoción gratuita y los golpes bajos mediante el tratamiento irónico de las relaciones entre personajes. Es tiempo de tragedias familiares en la cartelera de cine. Un par de semanas atrás se estrenó Aguas turbulentas, film de origen escandinavo, que relataba la pérdida del hijo de un matrimonio, valiéndose de un tono grave y solemne, donde la culpa y la redención gobernaba cada una de las acciones de los personajes. La historia que narra El laberinto toca temas parecidos pero en otra clave: la recomposición de una pareja, el dolor escondido e inexplicable, las terribles consecuencias que vive un matrimonio ocho meses después de la muerte de su hijo de cuatro años debido a un accidente callejero. Becca y Howie (Nicole Kidman y Aaron Eckhart), con interpretaciones funcionales a la trama, buscan mitigar el vacío concurriendo a sesiones terapeúticas en grupo, en tanto ella discute con su invasiva madre (Dianne Wiest) y observa –acaso con placer, tal vez con remordimiento– cómo crece la relación afectiva de su hermana quien, además, espera un hijo. Él, por su parte, encuentra un descanso a sus traumas cuando establece una amistad con otra mujer (Sandra Oh). Pero, por cuestiones del azar (y del guión, claro), el responsable de la muerte del chico se cruzará en la vida de Becca y desde allí surgirán las reflexiones más altisonantes de El laberinto, que al mismo tiempo, representa el costado rutinario y complaciente de la película. Sin embargo, las sentencias y los tonos graves no molestan demasiado, ya que las relaciones entre los personajes apelan a un humor asordinado, melancólico sin recurrir a los golpes bajos, tristón sin necesidad de buscar la emoción fácil y gratuita. El laberinto, en este punto, es un sugerente film de clisés y lugares comunes sutilmente reinterpretados por el director, quien se evade de la procedencia teatral de la película, por momentos de manera elegante y en otros con denodado y visible esfuerzo. En todo caso, se trata de una película-frontera entre el mainstream aburguesado y la producción pseudoindependiente de bajo presupuesto y con una estrella de protagonista como mercancía vendible. De allí que no sorprenda que John Cameron Mitchell se haya interesado por semejantes materiales, aun teniendo en cuenta su díptico anterior: Hedwig and the Angry Inch (film de culto queer) y Shortbus (una pavada porno-artie). Es válido pensar qué hubiera sido de El laberinto en manos de otro director, domesticado por un sistema de producción; en efecto, los puntos altos están en aquellos tramos donde de manera elegante se esquivan las convenciones y los aspectos previsibles y poco originales en esta clase de historias. Ahora bien, y aunque la frase resulte paradójica, sobre el futuro del ex transgresor Cameron Mitchell se autoriza un contundente signo de interrogación. <
Resplandor de la mente de un guionista Pablo Solarz ofrece una mirada original acerca del universo de los escritores de cine. Y lo hace a partir de la historia de un autor que niega su pasado inventando una vida de ficción. Con Peto Menahem y Florencia Peña. Un viejo axioma del cine sugiere que un guión es algo transitivo entre la escritura y la puesta en escena en imágenes a cargo del director. Otro expresa que la palabra escrita puede disimular ciertas deficiencias de una película, en tanto, un tercero afirma que el guionista nunca debería dedicarse a la realización. Y se podría seguir invocando añejas sentencias, frases, suposiciones y comentarios varios sobre el lugar que ocupa un guión en la concepción de un film. Juntos para siempre, opera prima de Solarz, obviamente reconocido guionista, plantea interrogantes sobre el tema desde un costado original, por lo menos dentro del cine argentino, al meterse en la cabeza de Javier Gross (Peto Menahem), un tipo obsesivo con su trabajo al que poco parece afectarle su ruptura con Lucía (Malena Solda). Es que en Juntos para siempre todo sucede desde el universo de guionista de Javier: la tragicómica historia que está escribiendo, su particular reflexión sobre el mundo, la opinión que tiene de las mujeres, la relación que mantiene con su absorbente madre (Mirtha Busnelli, en lograda performance caricaturesca). Otra mujer surgirá en la vida del personaje, la tonta y superficial Laura (Florencia Peña), que engrosará la dosis de misoginia de Javier según su plan de sustitución de pareja, pretendiendo olvidar a la ausente (pero presente aún) Lucía. Solarz elige un tono amargo y patético, acumulativo en diálogos y monólogos feroces a cargo del personaje central, dentro de una película que omite –por suerte– el camino políticamente correcto de muchas comedias del mainstream vernáculo. Javier es un personaje denso, simpático y agresivo con sus dos mujeres, un tipo que siente afinidades con la criatura que está construyendo desde la escritura (interpretada por Luis Luque), un sujeto en permanente tensión que intercambia realidad con ficción en dosis similares. En esas capas superpuestas que Solarz propone desde su guión, Juntos para siempre converge hacia otro axioma, también reconocido: al tratarse de la película de un guionista que se coloca detrás de las cámaras, las hilachas y costuras de la palabra escrita resuenan impecables, perfectas, acaso excesivamente encorsetadas. Es decir: no quedan dudas que se trata de la película de un guionista sobre otro guionista que escribe la historia de un personaje de ficción que tendrá más de un parentesco con el excedido Javier (brillante, Menahem). Sin embargo, esto no invalida que Juntos para siempre termine siendo una película original, digna de discutir, donde las virtudes se imponen a los defectos, mucho más dentro de las convenciones del adocenado cine industrial argentino.
Crónica periodística bien contada Hoy se estrena la opera prima de Nacho Garassino, que tomó un hecho real de 1991 que fue motivo de una investigación: los siete presos que escaparon del penal de Villa Devoto. Solidez narrativa, sin golpes bajos. En toda película que transcurre en una cárcel, tarde o temprano llegará el momento de escaparse. El cine argentino, en este punto, tiene su título clásico (Apenas un delincuente) y otras cárceles y correccionales con evadidos, procesadas y atrapadas de trazo excesivamente grueso y voyeurista. El túnel de los huesos, ópera prima de Garassino, narra placenteramente una huida real y de fuertes connotaciones periodísticas. En 1991 siete presos escaparon del penal de Villa Devoto y la historia fue motivo de una investigación de Ricardo Ragendorfer, quien tuvo la oportunidad de encontrarse poco tiempo después con el líder de la fuga. El film, por su parte, se estructura a través de flashbacks desde el relato de Vulcano (Raúl Tabio) al reportero (Jorge Sesán), contándole las minucias y detalles de la huida. En este punto, El túnel de los huesos elige un tono clásico, descontracturado, con una sólida caracterización de personajes –principales y secundarios– sin alzar la voz con frases de ocasión, describiendo arquetipos carcelarios que recuerdan a los mejores exponentes de este tipo de películas. En ese septeto está la rudeza de Toro, la desconfianza de Triple, la simpatía y locura de No Sé, tres personajes que junto al resto confían, aún con reservas, en las sugerencias y consejos del líder Vulcano. Pues bien, el film de Garassino no olvida ninguno de los tópicos de una trama que transcurre en una cárcel de hombres, pero la mirada del director jamás es invasiva, decisiva ni subrayada en relación a los comportamientos de sus criaturas: es la narración quien decide el destino, sin dobleces moralistas ni bajadas de línea. Y allí es donde la película canta victoria. Pero el hecho periodístico dio un paso más adelante, ya que no se trató de una fuga convencional emprendida por un grupo con rajarse de prisión. En una escena clave, un colaborador carcelario le muestra a Vulcano unos calabozos clausurados donde yacen los restos óseos de los encarcelados por la dictadura militar. De ahí que los futuros fugados estén obligados a pasar por ese túnel de ánimas, a quienes deben pedirle autorización antes de llegar a la calle. En ese momento, la película gira hacia el contexto del horror “real”, a las catacumbas del pasado, al silencio de los muertos debido a las torturas. Sin embargo, dentro de esa zona tan delicada que afronta El túnel de los huesos, tampoco allí la película se regodea ni elige el camino del morbo y de la frase sentenciosa. En este punto, triunfa el pudor y el perfil bajo, volviendo a triunfar la solidez narrativa, el hecho periodístico bien contado en imágenes, esas ganas de los siete presos por escaparse de una vez por todas y alcanzar la libertad tan deseada.