TODO GIALLO PASADO FUE MEJOR No quisiera que se malinterprete el título de la nota, que puede llegar a dar a entender que Francesca de Luciano Onetti queda lejos de la calidad de los films fundacionales del género, desde Suspiria hasta Rojo profundo, por citar dos de los más conocidos de directores como Dario Argento, Mario Bava o Lucio Fulci. El giallo es un subgénero que se caracteriza por plasmar historias de crímenes sangrientos cuya naturaleza (cruda, morbosa, retorcida, exagerada) es más importante que la investigación en sí misma. Los asesinos son dementes criminales enguantados o disfrazados de una manera extravagante y provistos de armas muy filosas, capaces de escurrirse sin mucho esfuerzo de la pesquisa de detectives que a veces no parecen tener la pericia requerida, como en el caso de la película que nos ocupa, sin ir más lejos. Pero no sólo los argumentos similares caracterizaban a estas producciones, sino también los colores estridentes y saturados -sobre todo el de la sangre-, el arte cuidado al detalle y la música, que por lo general era más inquietante que las mismas imágenes, a veces al borde de la insoportabilidad. Sus directores más representativos han dejado suficiente material para que sus seguidores y realizadores afines exploren variables hasta agotarlo porque, para ser sinceros, tampoco es que las historias de este tipo ostenten tanta profundidad como para que haya sobrevivido con todas sus características, sobre todo cuando es un emergente cultural de toda una época. Pero años después de que hasta el mismo Argento nos decepcionara con su último giallo -del mismo nombre-, y el género parezca muy difícil de reflotar, Francesca es algo que nos despierta curiosidad. Los planos tan cuidados, el arte, la textura del film, los movimientos de cámara -zoom incluido- y la banda de sonido, son de otra época. Los actores, desconocidos y debutantes en su mayoría, lucen rostros anacrónicos, como si hubiesen sido extractados de los años setenta y puestos en el set con una máquina del tiempo. Nada en la película parece actual, hasta la edición deja los tiempos que molestan al espectador de hoy pero que eran normales hace cuarenta años, con total precisión. Quizás pueda creerse que se trata de un ejercicio que intenta representar, recrear u homenajear un estilo, pero sería una mezquindad hablar de ejercitación cuando se ha cuidado tanto cada aspecto de esta realización para que ocupe un lugar en el mundo del giallo italiano. Y sin dudas lo merece. La historia es simple en su estructura y evolución, una serie de crímenes se conecta con la desaparición tiempo atrás, de una niña a la que se ha llevado secuestrada un delincuente del hogar del matrimonio Visconti. Vittorio, su padre, ha quedado recluido en una silla de ruedas tras el ataque del maleante y su esposa, alterada psicológicamente, por lo que se medica para mantener la cordura. La policía intenta reconstruir la desaparición de la joven y ver si existe la posibilidad de que la pequeña Francesca esté de regreso y sea la asesina. El desenlace tendrá un par de vueltas de tuerca y un final que intenta ser sorpresivo y que, para ser justos, tampoco es tan evidente como puede creerse. Pero insisto en que la película exige cierta condescendencia, porque hasta en el ritmo cinematográfico se respeta la manera de filmar de hace cuatro décadas. Si nadie mencionara que se trata de un estreno debiera apreciarse como una reposición. Y si esto sirve para evaluar la minuciosidad del director para engañarnos a ese nivel, le podemos augurar un brillante futuro, siempre y cuando Francesca sea el siguiente paso evolutivo en su filmografía y no un lugar en el que llegó para quedarse a repetir cine de época.
A SALVO DE LA INNOVACIÓN Cada año que pasa quienes hacemos crítica nos encontramos con un nuevo desafío, no bajar mucho más la vara de la indulgencia para evaluar películas que cada vez ofrecen menos para destacarse de la fórmula original. Vivimos en una época en la que la saturación de contenidos audiovisuales es tan grande y llega por canales tan variados, que muchas veces nos da la sensación de que lo hemos visto todo y cada cosa que llega a nuestros sentidos no es más que otro refrito. Y más cuando lo que se nos ofrece en Duro de cuidar -traducción lamentable si se me permite- es la reversión de una historia que se ha filmado una y mil veces en los mayores blockbusters de los últimos tiempos, desde Arma mortal, Duro de matar 3 o 48 horas por dar algunos ejemplos. Esto no sería lo grave, de hecho las reversiones de los clásicos a veces resultan en verdaderas joyas, o al menos en intento digno de aggiornamiento de las historias conocidas por todos. Pero el mérito debería estar en la forma de narrar, en cómo esa historia que todos conocemos con pelos y señales, se nos presenta como al entretenimiento que va más allá de la sorpresa de su contenido. El problema es que no estamos hablando de una nueva versión de Romeo y Julieta, de Rey Arturo o de Drácula, hablamos de una fórmula que fue tomando cuerpo y estilo con cada director que la utiliza y hace de su buddy movie (película de amigos/compañeros), algo personal. Y en el caso de Duro de cuidar, teniendo todos los elementos para ser algo digno (un buen casting y presupuesto más que nada) termina siendo una larga sucesión de escenas de acción y chistes poco efectivos unidos por un guión que se hace predecible a cada minuto. El experto en seguridad caído en desgracia Michael Bryce (Ryan Reynolds) es convocado por su ex, la agente Amelia Roussel (Elodie Yung), para que se haga cargo de la custodia del mercenario a punto de testificar Darius Kincaid (Samuel Jackson) contra el dictador de Bielorrusia Vladislav Dujovich (Gary Oldman) por sus crímenes contra la humanidad. Roussel acude a Bryce cuando la mafia rusa intenta acabar con Kincaid y por eso es que ambos pistoleros, con un pasado en común y una enemistad evidente, tienen que sortear obstáculos diversos para llegar al juzgado a ofrecer testimonio. Nada, pero absolutamente nada nuevo ofrece este argumento que uno sabe con exactitud cómo terminará, aunque este siga sin ser el problema mayor. Reynolds y Jackson son más que lábiles en su oficio y componen sin esfuerzo al par de secuaces en fuga, aunque no tienen líneas de diálogo para lucirse a pleno. Hay sólo dos situaciones en las que se puede decir que funciona el tipo de humor y el resto es tan remanido como el argumento. Por otro lado de los secundarios sólo destaca Salma Hayek, que encarna a la esposa latina fogosa y violenta de Kincaid, que tampoco es nada que no haya hecho antes, pero logra darle aún más gracia de la que tiene su personaje desde la escritura. El dictador ruso de Oldman podría haberse integrado por CGI (ya sería hora de que comiencen a darle uso para cuando los actores repiten personajes hasta el hartazgo) y no ofrece la más mínima variante, caída de jopo cuando se pone nervioso incluida. Y eso también podría aplicarse a Joaquim de Almeida, que ya debe estar medio cansado de que lo citen para hacer de traidor o corrupto enquistado en el gobierno, por bien que le paguen. Luego está la acción, que resulta correcta en su arquitectura y fluye (salvo en las explosiones espantosas con fuego generado por computadora y que no son pocas) pero que no conecta del todo con las escenas con humor, como si la película no se decidiera a tener un tono más solemne o más paródico por momentos. Definitivamente el director no encuentra el tono adecuado y por eso mismo es que termina cansando entre tanta acción, escenas largas en flashback que resultan en un chiste soso estiradísimo como la del primer encuentro entre Roussel y Bryce, y la ausencia de sorpresas en cada giro argumental, que ante la falta de todo lo demás, molesta en cada minuto para llegar al final. Patrick Hughes ya había dirigido Los indestructibles 3, curiosamente la más floja de la saga creada por Sylvester Stallone a pesar de su elenco que hasta logró integrar a Harrison Ford entre muchos otros, lo cual me hace pensar que este director es un gran derrochador de recursos. Y me hace pedir, además, que a pesar de lo inevitable que resulte el uso de fórmulas repetidas a discreción, los espectadores no seamos tan fáciles de descuidar.
MUÑECA BRAVA Ya es tradición en innumerable cantidad de películas del género con relativo éxito, que se intente bucear en el origen de las historias que les dan pie para terminar, en la mayoría de los casos, matando ese delicioso misterio que rodea al enigma planteado en lugar de seguir cultivando el interés. En el caso de Annabelle, aquella criatura demoníaca que ocupaba a la muñeca en El conjuro, ya tuvo su spin-off que fue hacia atrás en el tiempo pero, como al parecer era necesario retroceder aún más, hoy tenemos esta precuela (¿debería llamarse Annabelle 0 en lugar de 2?) en la historia para presentarnos un nuevo origen. Todo comienza cuando, a mediados de los años `40 del siglo pasado, Samuel Mullins (Anthony LaPaglia), un fabricante de muñecas artesanales, sufre una tragedia familiar y queda seriamente afectado en su casa, retirada de la ciudad, en la que tiempo después recibe a una monja y un grupo de pequeñas niñas y adolescentes pupilas que buscan ser adoptadas, en una suerte de armado de orfanato improvisado, creemos que con el objetivo de que termine llenando su vida de la gracia perdida en el incidente. Dos de las niñas recién llegadas son muy amigas (Linda y Janice) y permanecen un tanto aisladas del resto del grupo hasta que una de ellas, Janice, que tiene una leve discapacidad heredada por haber sufrido polio, descubre el escondite en el que hay una muñeca de aspecto escalofriante que no parece ser un objeto pasivo sino una entidad maligna con locomoción propia. A partir de ese momento, todos se verán afectados por su influencia de uno u otro modo. David F. Sandberg es un director cuyo corto Lights out se viralizó con tanta masividad que logró convertirse en película de estudio major. Cuando las luces se apagan quizás no estuvo a la altura de lo que se esperaba pero para la pobreza de contenidos que hoy ofrece el género, trajo algo de aire fresco. El problema con Annabelle 2: la creación es que tampoco es una muestra de innovación sino un entretenimiento eficaz que se apoya mucho en esta manía que tiene el director de esconder más de lo que muestra. Lo cual no está mal, pero al igual que la sobre exposición, puede cansar como recurso si es utilizado en exceso. Los momentos más escalofriantes de Annabelle 2: la creación son bastante predecibles y responden al manual del buen asustador. Detalles aterradores que suceden en segundo plano y fuera de foco, oscuridad de la que surgen sonidos no identificables y hasta homenajes a clásicos del género (como el terrible guiño a la Noche de brujas de Carpenter en uno de ellos). Por otra parte, los personajes son bastante estereotipados aunque no forzados: el padre atormentado y de pocas palabras que compone LaPaglia es sólido aunque no tenga una sola arista que sorprenda; la madre en las sombras (Miranda Otto) también es un estereotipo en sí mismo que aparece en el momento indicado para contarnos lo que no vimos pero podemos suponer; y la monja (Stephanie Sigman) resulta un contenedor endeble que no logra imponer algo de personalidad a pesar de que probablemente tenga algo que ver en el otro spin-off del “universo cinemático de El conjuro” sobre la monja de la segunda parte. Parece que Marvel instaló una nueva manera de hacer cine con “gancho” y es contagiosa, como todo lo que produce dinero con cierta garantía de base. A pesar de eso, los momentos de tensión están logrados y son muy eficaces, aunque no sean más que eso y en ningún momento se justifique la maldad de la entidad como no sea por su carácter intrínseco. Sé que a veces nos quejamos de lo contrario y de que se explique en exceso con argumentos tan poco creíbles como innecesarios, pero cuando el mal se contiene en entidades sobrenaturales, el conocimiento de las motivaciones mejora ostensiblemente el background. Si bien lo que se explica es gracias a que fue a parar al interior de la muñeca, nunca se profundiza en el porqué del fenómeno aunque se le dé un carácter religioso, casi como en Vampiros, otra de Carpenter que sin dudas es un gran referente para el director. Podría intuirse una tercera parte con esa información, pero resultaría muy abusivo que la historia se remonte aún más hacia atrás. Por las dudas que tengan esa intención, me encantaría sugerirles a los productores desde mi humilde lugar que no hace falta subestimar tanto al espectador. Sí cabe destacar que esta segunda entrega levanta la puntería respecto a la floja primera parte, con la que quiere conectarse de manera forzada, pero aquí tanto la dirección artística como la fotografía son notables. Sandberg es amigo de la oscuridad y sabe cómo jugar con ella, aunque le convenga cambiar un poco el repertorio para no terminar aburriendo. Anabelle 2: La Creación no es una pieza que ayude a entender nada de lo que sucede fuera de ella aunque lo intente, pero sí suma algunos sustos para coleccionar momentos en la propia mitología de este nuevo muñeco maldito.
DORMIR SIN TÉ DE VALERIANA El cine como medio para ver una película tiene una gran ventaja, el factor vergonzante que impide que uno se retire apenas transcurridos los primeros minutos si lo que ve no es de su agrado, como si cambiara de canal, de disco o de streaming desde el sillón de su casa. Quizás haya excepciones como un tema de salud, un bebé que llora en lugar y momento equivocados o que no se puedan soportar las escenas por crudeza visual. Pero el hastío que provocan las primeras imágenes del denso prólogo de Valerian y la ciudad de los mil planetas se encarga de proponer que uno pueda dejar la sala casi sin que nadie lo mire con cara rara. Una intro que intenta describir la evolución de la humanidad en el espacio desde el año 2020 en adelante por medio de clips que intentan ser simpáticos saludos entre comandantes de distintas expediciones, pero que se vuelven repetitivos y faltos de gracia. Luego la cosa empeora cuando la narración se mete en un planeta cuyas criaturas parecen una cruza de los habitantes del planeta Pandora de Avatar (un tanto desteñidos) y humanos con el rostro de Jennifer López. Ellos viven en lo que parece una interminable playa y pescan y cosechan una suerte de perlas y bailan y agradecen al cielo como si estuviesen drogados. Es obvio que esa situación cambiará en breve, pero el hecho de que no sea tan breve lo hace insoportable. Ese es el primer problema con Valerian…, pero no el único. Un comienzo para nada prometedor que debiera resurgir cuando hacen su irrupción los dos protagonistas que encarnan al Mayor Valerian (Dane DeHaan) y a su compañera, la sargento Laureline (Cara Delevingne), que sin casi ninguna explicación comienzan a flirtear utilizando latiguillos que ya eran viejos hace veinte años. Una relación de histeria fingida y sarcasmo sobreactuado que pide a gritos clases avanzadas de los realizadores detrás de series al estilo Luz de Luna, por dar un ejemplo, porque si hay algo falto de ritmo, gracia y timing es el coqueteo entre esos dos, por no mencionar una química inexistente. Y luego llega la primera misión, de acción vertiginosa en dos dimensiones que coexisten en el mismo espacio y en un ámbito de funcionamiento incomprensible. Un escenario que presenta un mercado que recibe turistas de toda la galaxia pero en el que sus visitantes van a comprar cosas parecidas a utensilios de cocina o de ferretería. No sería tan necesario que se explique cómo funciona eso, pero sí que resulte mínimamente creíble para darle un contexto adecuado. El mayor Valerian tiene que recuperar un objeto y el medio en el que se mueve es tan complejo que resulta confuso y no consigue que el espectador pueda sentir el riesgo por el cual presuntamente pasa el protagonista. Recién pasada la mitad de la película se logran las primeras risas, los primeros atisbos de diversión de la mano de un par de alienígenas pintorescos y de la aparición de la misma Rihanna que demuestra que puede ser una buena comediante. Pero luego todo vuelve a achatarse con la aparición forzada de las respuestas a los enigmas pobremente planteados al inicio. ¿Qué significan los sueños de Valerian? ¿Qué esconde el comandante encarnado por Clive Owen? ¿Qué buscan los misteriosos seres de la raza que aparece en los sueños del mayor? Todos esos interrogantes tienen una resolución tan burda, que parece casi digna de uno de los casos del equipo de Scooby-Doo (sólo faltaron las máscaras). Hace veinte años Luc Besson supo deslumbrar con El quinto elemento, una space opera con un diseño de producción asombroso y un ritmo narrativo envidiable. Fue capaz de generar vértigo y de jugar con el steampunk como si fuese un futuro posible y palpable. También estaban Bruce Willis y Milla Jovovich, hay que destacar, pero sus diálogos eran geniales, efectivos y con frases que aún hoy brindan guiños de complicidad entre quienes la vieron (como el versátil “Leeloo multipase” por mencionar alguno). Valerian y la ciudad de los mil planetas, en cambio, es un desatino tras otro, un intento por traducir a film un cómic –Valerian y Laureline– en el que se han inspirado grandes clásicos como Star Wars o la misma El quinto elemento (en donde hasta el mismo autor ayudó en el arte conceptual). Por eso mismo es que no se explica que aburra tanto y sea tan predecible en cada una de las situaciones planteadas, cuyo hilo conductor no genera el interés suficiente. Ni que las escenas de acción y combate resulten anodinas o presas de un CGI sin gracia y saturador. En definitiva, si bien Valerian y la ciudad de los mil planetas pudo haber sido el final evolutivo de Besson en la ciencia ficción y resultar en la película que mejor homenaje le rindiera a la fuente, en su lugar, tenemos una mediocre realización que no logra destacar ni innovar en ningún rubro pero que, por sobre todo, se hace odiar por su obviedad, si es que no nos dormimos antes de llegar al final.
GUERRA FRÍA Y SILENCIOSA Cuando el director ignoto Rupert Wyatt iniciara esta suerte de remake de la novela de Pierre Boulle con El Planeta de los simios: (R)evolución, sabíamos que estábamos en presencia de un enorme salto de calidad con respecto al primer intento de 1968. La versión anterior a manos de Tim Burton era increíblemente mala y los cultores de la historia estábamos un tanto decepcionados con lo que siguiera deparándole a la saga en sus futuros intentos. Pero la clave de lo que sucedió luego se sostendría en dos pilares: el avance tecnológico que posibilitó la creación de personajes digitales de un realismo asombroso y el gran Andy Serkis. El actor, que ya se lució prestando sus interpretaciones al stop motion en grande y cuyo rostro se popularizaría recién -con la difusión de imágenes del backstage- al crear al legendario Gollum de El señor de los anillos. Serkis compuso a un César tan sólido que se fusionaba perfectamente con su envoltorio digital, era imposible no notar sus matices interpretativos en él. Luego el guión original, el personaje de James Franco y la dirección solvente de Wyatt lograron que el público espere con ansias más entregas. La segunda parte, El planeta de los simios: Confrontación, mantuvo los aciertos de la anterior pero además incorporó a Matt Reeves (Déjame entrar) en guión y dirección y llevó la guerra a un ambiente más post apocalíptico en el que los simios, en plena evolución y liderados por César, buscaban su espacio fuera de la civilización humana y al mismo tiempo resistían sus embates. La esperanza era el vínculo que el mismo César, tan martirizado y misericorde como Mandela, buscaba afianzar con los humanos que no quisieran ese enfrentamiento entre especies. Otro film que elevó la vara y entregó algo diferente. Y ahora quedamos en presencia del final de la saga con esta El planeta de los simios: la guerra, repitiendo tanto a Reeves detrás de cámara como a Serkis y sumando al eficaz Woody Harrelson como villano de turno. Pero nuevamente el tono en el que se relata la historia es diferente. Si bien mantiene una línea directa en cuanto al entorno y la línea narrativa de la anterior, baja varios niveles en cuanto a la acción y al ritmo. El planteo de la situación se define de entrada, cuando de manera explícita se da un mensaje al espectador sobre la postura de César y de las distintas facciones humanas que, por un lado quieren seguir el combate contra los simios y por el otro, buscan al líder más inteligente de la especie rival para llegar a algún tipo de diálogo, algo que ya sucedía en la anterior. El problema pasa por la aparición del coronel (Harrelson) cuya postura es tan clara como pragmática. Sus intenciones van mucho más allá de defender intereses personales y está dispuesto a terminar esta guerra eliminando a tantos propios y enemigos como sea necesario para mantener el predominio humano. Pero hasta llegar al momento en el que César y el coronel puedan declararse mutuamente sus intenciones, transcurre mucho tiempo en pantalla y el mismo no se llena con intercambio de balas, golpes o explosiones sino a pura intensidad dramática. Los simios escuchan a su líder y se someten a su visión, que sigue siendo la más coherente, lo siguen en su búsqueda y más tarde en su venganza. Lo obedecen y aceptan su carácter magnánimo con sus enemigos, o al menos con los de su especie que no quieren ser parte del conflicto. Y todo transcurre en medio de miradas, de caricias y juegos de manos, de gestos, caminatas, cabalgatas y momentos de reflexión en medio del silencio o de la atinada y melancólica música de Michael Giacchino. Es cierto que maneja el suspenso tenso y calmo de un western, pero también el drama de un novelón rosa de época. O por momentos de uno carcelario. No obstante cada tanto hay picos de acción como para sacudirnos de la butaca aunque muy breves, para caer otra vez en el ritmo y resurgir con algo de potencia al final. Ayudan los pocos momentos de tensión que se crean entre el coronel y César y redunda el momento en el que el simio vocifera y deja a todos atónitos al descubrir su capacidad y voluntad de no rendirse. Pero también aburre, aburre cuando todo sigue en ese tono de miradas, silencios y resignación hasta que suceda lo inevitable. Porque ocurre que el guión tampoco es innovador. La historia en El planeta de los simios: la guerra es predecible, habita y habilita lugares comunes para que no haya sorpresas. Desde ya que es intencional, Reeves decide que lo más destacado pase por los sentimientos y las expresiones en sus personajes no-humanos. Es probable que sea la primer película en la que un montón de simios en pantalla, 100% creíbles -da la impresión de que si uno accediera al set debería poder tocarlos y hablar con ellos con total naturalidad-, actúe con la máxima efectividad y logre una performance mucho más lúcida que sus pares humanos. Supongo que si hay que componer un grupo de personajes enteros en base a motion capture y pagar renders millonarios, será mejor que no haya posibilidad de sobreactuación alguna, y eso también se nota. No obstante, nunca podría decirse que El planeta de los simios: la guerra sea un producto mediocre. Es intenso, excesivamente dramático, con poco despliegue de acción (sobre todo llevando en el título la palabra “guerra”) y con obviedades en el guión, pero apuesta a eso y no se puede decir que no gane en el balance. Tampoco puede tomarse como un cierre definitivo del arco que propone la saga. El propio Reeves ha manifestado sus ganas de continuar explorando la franquicia aunque antes deberá rendir un esperado examen con The Batman, que podría definir su destino al respecto. El planeta de los simios: la guerra puede satisfacer en muchos aspectos como los mencionados pero también decepcionar en otros como su falta de humor o de ritmo bélico, porque a veces no se trata de intentar ser Spielberg ni de emular a Terrence Mallick para darle al César lo que es, ya desde hace rato, de Andy Serkis.
GUERRA EN EL CORRAL Jorge León Chávez, el personaje central de la ópera prima del director Alfredo León León es, en realidad, su abuelo materno y esta es su historia en el frente de combate durante la guerra entre Ecuador y Perú en 1941. Los monos del título son los soldados ecuatorianos mientras que las gallinas son sus rivales peruanos. Jorge (René Pastor) cuenta con 18 años cuando un poco cansado de las expectativas que tiene su familia en cuanto a su vida, decide evitar seguir una carrera universitaria o meterse en el seminario para enrolarse en el ejército, luego de lo cual es enviado directamente al frente de batalla. De entrada, se notan las carencias en este pelotón de poquísimos hombres y la intensa labor de un sargento (Alfredo Espinoza) que hace lo que puede con lo que tiene mientras espera casi al borde de la desesperación, a un comandante que nunca llega y agudiza los problemas. Jorge se apoya en su amigo y compañero en ese duro trance que incluye inclemencias climáticas, mosquitos y enfermedades además del inminente asedio enemigo. En ese contexto surge el primer conflicto que hace que Jorge entre en peligro real y tenga que tomar decisiones por su cuenta, cuya naturaleza no conviene adelantar para no aguar las pocas sorpresas que contiene el argumento. Mono con gallinas es una película bélica que bien podría haber sido rodada por un Terrence Malick mucho más modesto, ya que la puesta en escena y la fotografía están muy bien logradas y consiguen con pocos recursos, una ambientación que en ningún momento nos puede hacer pensar que están en otro lugar o en otra época que no sea la representada. Es notoria la investigación histórica a la que se apeló para lograr una fidelidad que asombra y reconforta. Lo más flojo quizás sea la interpretación del propio Pastor, que compone a un Jorge a quien las emociones parecen atravesarlo sin despertar su apatía. La pseudo historia romántica no llega a cuajar y se nota algo forzada, al igual que el ritmo que si bien no es tan aletargado como el de alguna película del citado Malick, tampoco hace demasiado por activar un poco de la adrenalina que debiera tener un drama bélico de estas características. No obstante, tiene sus escenas de acción que a pesar de estar bien concretadas, denotan la falta de actores o extras que completen un poco el cuadro y no parezca una pelea de barrio. Aunque sea probable que uno esté pidiendo algo mucho más ligado a la mítica del género bélico del cine más clásico y esto sea lo que sucedió en realidad en un frente de batalla acotado y modesto como debió ser el de esta guerra. El final tiene una situación que podría haber estallado en emotividad y que sin embargo el director elige narrar casi en fuera de campo, lo cual, a pesar de otro detalle que intenta cerrar el episodio de manera contundente, atenta contra su efectividad. Esperemos que la siguiente realización de León León atienda estas falencias que si bien son relevantes, no malogran este auspicioso debut.
LA BRUJA SIN PORTERO ELÉCTRICO A estas alturas, que una película de maldiciones, brujas y víctimas que vuelven a vengarse de daños que les han hecho en vida sea sólo entretenida y no caiga en un sinnúmero de lugares comunes es, paradójicamente, una bendición. No es que sea el caso puntual de esta realización del director de The machine -interesante thriller de ciencia ficción con Caity Lotz y Toby Stephens- pero al menos se acerca al cine de autor que se diferencia apenas de las mediocres piezas que se están haciendo en el género y se estrenan mes a mes como si fuesen largamente esperadas y aclamadas. No toques dos veces comienza planteando el drama en la relación de la joven Chloe (Lucy Boynton) y su madre (Katee Sackhoff), quien regresa a verla luego de nueve años en los que la dejó a cargo de autoridades de asistencia social ya que por desórdenes propios en su vida que tuvieron que ver con el abuso de drogas, no podía hacerse cargo de ella. En la actualidad, ya establecida y viviendo del arte de la escultura con su esposo, un vendedor de seguros, intenta reconciliar su vida con la de su hija sin tener éxito en ese primer intento que se nos presenta. Pero Chloe sufre de una experiencia traumática y paranormal en la que pierde a su amigo a manos de una presunta bruja, luego de desatar una maldición por la cual, si golpean dos veces en la puerta de cierta casa abandonada, se materializa y despliega el consabido castigo. La chica pide auxilio a su madre que aprovecha para reintentar la vinculación y la recibe en el seno de su hogar, hasta que comienzan a suceder eventos sobrenaturales que hacen dudar del origen del mal y de sus alcances. A partir de allí la historia se irá construyendo de dos formas: a modo de un puzzle en el que cada pieza que se revela debe encajar para responder las preguntas que se plantean desde el principio, y luego a fuerza de vueltas de tuerca que al menos en tres ocasiones voltean la trama y convierten a buenos en malos y a malos en víctimas de una presencia siniestra superior. Se destacan la dirección de cámaras del británico Caradog W. James, cuyo uso del encuadre, movimientos y un atinado uso de la dirección de fotografía hacen que el suspenso reine y no parezca un cúmulo de recursos trillados. También su dirección de actores es más que atinada, con un buen trabajo de Sackhoff (Battlestar Galactica) y la joven Boynton (Sing Street) como los pilares dramáticos que le dan sustento a todo para que no sea un despropósito. Puede objetarse que la historia dista de ser original y que el guión tenga más de una vuelta de tuerca de las necesarias al punto de falsearse, pero el mérito en la dirección es el de que no sea una más consiguiendo cierta identidad y logre, aunque sea apenas y por poco, destacarse del resto. Y esto, como ya dijimos, en medio de la saturación de films por el estilo que nos tapa mes a mes en las salas sin que se puedan conseguir títulos que perduren más allá de lo que duren en nuestra memoria mientras permanecemos en la sala. No toques dos veces es una sana advertencia que, traduciéndola en una recomendación, podría ser: no la dejen pasar.
AMISTAD QUE VALE ORO Si bien Matthew McConaughey parece haber encontrado una veta en personajes candidateables al Oscar, a veces cae en la sobreactuación y en la caricatura. Tal es el caso de su personificación de Kenny Wells, que recuerda a ese personaje que compuso Christian Bale en Escándalo Americano, por lo desagradable y desalineado. Ambos actores engordaron para componerlos y también se pasean en pantalla con calzones blancos abultados y camisa abierta luciendo una panza a la que uno intenta buscarle un sentido en su exhibición, que claramente no tiene. No obstante Wells es mucho más que ese vientre abultado, se trata de un buscador de oro propietario de una compañía minera que heredó de su padre y, tras la muerte de este, se ve imposibilitado de hacer funcionar con el mismo éxito. Wells, en plena crisis económica y a punto de caer en bancarrota, emprende un viaje a Indonesia para conocer a su última esperanza, Michael Acosta (Edgar Ramírez), un talentoso geólogo que dice tener la ubicación precisa de la mayor veta de oro jamás encontrada. Wells apuesta hasta el último centavo y gramo de energía en apoyarlo y así es como logra resurgir cuando parecía que todo su negocio terminaría en un fracaso estrepitoso. Luego vienen las negociaciones y esa es, quizás, la muestra mayor del camino que quiere tomar la película del director Stephen Gaghan. Porque El poder de la ambición no habla de inversores sin alma o de corredores de bolsa viciosos a lo Wall Street, sino de lo que moviliza a un hombre para lograr su objetivo y el precio que determina sus valores cuando decide o no pagarlo. Wells, bastante chabacano y desagradable desde su estética y, como decía, desde la propia caracterización de McConaughey, construye una relación de amistad casi al borde de lo fraternal e incorruptible con su socio Acosta, lo cual en principio es la clave de su éxito y luego lo complica. Por otra parte, su matrimonio con la encantadora Kay (Bryce Dallas Howard), comienza a entrar en crisis cuando él mismo cuestiona cómo ella no parece apoyarlo incondicionalmente desde su propia percepción, bastante paranoica. Al principio el film se presenta bastante característico y convencional en cuanto al género y a su narrativa. La reciente Hambre de poder, sobre el fundador de McDonald’s, hasta parece mejor contada y menos ambiciosa, pero cierto vuelco que no conviene adelantar es el que convierte la historia en otra cosa más parecida a un thriller policial o a una intriga de traiciones que se aleja del biopic del eterno luchador contra las dificultades de la vida. Y eso contribuye a centrar el eje de la trama en la relación entre Wells y Acosta, y se aleja del elenco numeroso de personajes secundarios que, si bien son sólidos en su construcción, se mueven al ritmo de la entrada de dinero o del progreso del líder y esto hace que se achaten demasiado en perspectiva. En ese sentido crece y se destaca el personaje de Bryce Howard, que contrariamente a lo que cree su marido, sufre al apoyarlo y defendiendo su posición en cuanto tiene oportunidad. La historia crece en emoción en sus últimos veinte minutos, en los que se vuelve a una especie de flashback en el que, al inicio, Wells le cuenta a agentes del FBI cómo es que a días de haber fundado un imperio billonario está en quiebra y con problemas legales. Y es recién en el último segundo en el que el mensaje se hace directo y cierra todas las especulaciones que se pudieron hacer. El poder de la ambición termina siendo, entonces, una versión original de la clásica historia de superación personal, pero no llega a valer su peso en oro, si quizás en otro metal un poco menos codiciado pero con otros valores.
EL FIN DE LA INOCENCIA A fuerza de cambios necesarios y desgracias inevitables -como el alejamiento de Zack Snyder de Liga de la justicia por una desgracia familiar y su reemplazo por el aclamado Joss Whedon- el universo cinemático de DC va tomando un rumbo más definitivo. Más allá del éxito comercial dispar y las críticas lapidarias hacia las producciones anteriores que comenzaron a presentar a su staff de héroes (Superman y Batman, mayormente), la falta de un rumbo consistente y la dependencia excesiva de los logros de sus competidores y mirada de sus detractores, hicieron que el estudio fuese una fuente de burlas recurrente, basadas en la sucesión de decepciones. Desde la oscuridad, sordidez y desaturación impuestas en la imagen de héroes otrora brillantes como Superman -herencia de interpretación muy libre del Batman de Nolan-; pasando por los conflictos con resoluciones irrisorias -como la coincidencia de nombre entre las madres de los dos héroes insignia que resuelve una pelea-; y terminando con la fallida versión de un escuadrón de criminales que intentó plagiar el humor de sus competidores de Marvel, el estudio y uno de sus directores y guionistas responsables designados como lo es Snyder no lograron al momento una imagen contundente para atraer a un público más allá de una base de fanáticos cautivos. Pero la luz de esperanza para el cambio necesario llegó finalmente con el lucimiento de Gal Gadot como la Mujer Maravilla en Batman Vs Superman y luego la incorporación de Patty Jenkins (Monster) para su film en solitario y el que servirá de presentación del personaje. Gadot se ganó a la platea de manera sobrada en su primera aparición y logró que quienes asocian tanto al personaje con la actriz que le dio entidad a su imagen televisiva, Lynda Carter, se rindan ante el carisma de la actriz israelí sin caer en comparaciones odiosas. Dado ese paso, sólo faltaba ver qué podía hacer Jenkins con el personaje sin convertirlo en un panfleto en exceso feminista. Y llegó el día de comprobarlo; la historia nos ubica en el presente, en momentos en los que Diana Prince se ve forzada a recordar cómo fue que llegó a convertirse en una superheroína a través del tiempo y desde que partiera de su amada Temiscira. Así es que en un flashback -que abarca la película entera-, nos vemos inmersos en la infancia de Diana y en su preparación a manos de su madre (Connie Nielsen) y su mentora (Robin Wright) para enfrentarla a un futuro incierto y con la esperanza de que no descubra el secreto sobre su verdadero origen. Ya en la adultez, la joven, convertida en una experta guerrera, recibe la visita inesperada del espía norteamericano Steve Trevor, con quien comenzará una relación basada en el objetivo de terminar con la guerra y matanza de inocentes en el mundo que jamás conoció antes, yendo contra toda orden y advertencia de la reina madre. Mujer Maravilla es tan clásica como innovadora en algunos aspectos: el feminismo está muy presente, pero no de una manera agresiva, sino muy bien construido desde la perspectiva de quien no conoce el mundo de los hombres ni cómo se manejan, y a pesar de eso tiene sus valores muy firmes a los que no piensa renunciar. En la isla amazona Temiscira sus habitantes siempre fueron mujeres y se muestra esa comunidad como un grupo que se desempeña y defiende sin necesitar al otro sexo, gracias a un método de procreación que si bien no se explica claramente, es de origen divino. Por tal razón el mundo exterior se le presenta a Diana como carente de lógica en la relación entre pares de distinto género -y sobre todo en la primera mitad del siglo pasado-, algo que se hace patente en pequeños chistes como en el que la secretaria de Trevor le explica en qué consiste su tarea y ella lo describe como “esclavitud”. La princesa también se ve obligada a interceder en cada pequeño acto de injusticia -algo problemático en plena guerra-, lo que causa los mayores problemas con su compañero, mucho más pragmático y enfocado en el objetivo final, pero ayuda a que surja como la mujer poderosa y dotada que se supone que es. Y esa escalada y evolución no se detendrá hasta que esté más y más cerca de la verdad que le fue negada, a lo largo de batallas que parecen finales y sólo son el preludio de otra más espectacular. Las escenas de acción están rodadas de manera impecable, aunque se abusa de las bondades de la post-producción y del slow-motion, que a veces convierte al alter ego de Diana Prince en la protagonista de un comercial de shampoo. También resulta algo molesto el recurso de los saltos al cielo que da el personaje, que parece no haber sido desarrollado con la mayor pericia y recuerda a aquellas peleas del Neo digital de la trilogía de Matrix, algo bastante reprochable dada la precisión que sabemos que puede lograrse hoy. Más allá de eso, la épica en las batallas emociona y la interpretación de Gadot logra que sea todo mucho más creíble. Ayuda su química y complicidad con Trevor (Chris Pine), otro multitareas cuya naturalidad facilita la empatía y hace querible a la pareja. Los villanos (hay más de uno) cumplen su función de balance y también sus niveles de maldad e importancia, al estilo de un videojuego. Wonder Woman es profundamente clásica en su narración, para nada compleja y fiel reflejo de la historia que le dio origen, pero también aprovecha para criticar la discriminación y la desigualdad de manera inteligente. Tiene moralejas, historias de redención, un eje romántico pero por sobre todo, un aprendizaje, el de Diana, la princesa guerrera que comienza a descubrir en su salida de la isla las complejidades del mundo exterior. Y nosotros la descubrimos a ella, que viene a nivelar tanta testosterona en los héroes conocidos y a maravillarnos con el resurgimiento de un personaje que parecía irremplazable. Y si creen que miento, me someto al lazo de la verdad, que también existe como el escudo de Diana, tan fuerte como el del Capitán América pero no diseñado por Tony Stark sino por los mismos dioses del Olimpo. Punto para DC, al fin.
EL COLECCIONISTA DE HORRORES ROBADOS Cuando se dice que en Hollywood faltan ideas es porque se está hablando de remakes, de secuelas o de “homenajes” a ciertos géneros por el uso de escenas homenajeadas al milímetro o simplemente recreadas sin mención de la fuente de origen. Pero es más lamentable aún cuando las ideas están pero son sólo la punta de la historia y a la hora de desarrollarlas se falla estrepitosamente. Tal es el caso de Abattoir: recolector de pecados, cuyo director, Darren Lynn Bousman, tiene una carrera tan prolífica como desigual en el género que incluye varias entregas de la saga Saw: el juego del miedo, La profecía del 11-11-11 o Sangriento día de las madres, entre otras. Aquí logra atrapar la atención del espectador con el planteo de la historia, pero no sostiene la premisa y comete el pecado mortal de aburrir con un segundo acto lleno de diálogos absurdos y sobreactuados, y que desembocan en una última parte rimbombante (aunque trillada) que hubiese sido un final no tan terrible si se hubiese sostenido el guión. Todo comienza en el momento en que Julia Talben (Jessica Lowndes) periodista que cubre la sección de bienes raíces de un periódico local, sufre el sangriento asesinato de su hermana y sobrino. Cuando la habitación en la que ocurrió el crimen desaparece de manera literal a horas de lo sucedido, Julia inicia una investigación tras la cual decide, acompañada por un policía que la pretende, Declan Grady (Joe Anderson), viajar a un pueblo de Nueva Inglaterra para investigar una serie de pistas basadas en otros escenarios que fueron quitados de la misma manera. Allí se encuentra con Allie (Lin Shaye) que la pone al corriente sobre la verdad detrás de las desapariciones misteriosas de cuartos que han servido de escenas criminales y la incidencia de un personaje siniestro a quien debe responsabilizarse de eso. Luego y con la curiosidad bien alimentada, Julia y Declan se adentran en esa atmósfera enrarecida en ese pueblo en que todos parecen ser parte y cómplices, y convergirán en un lugar en el que puede residir la explicación al enigma, que conlleva un precio altísimo a pagar. Resumida así la historia podría ser algo prometedor, al menos mueve al interés de los amantes del género, pero los problemas no tardan en llegar: en sus primeras escenas hay un intento de ambientar la trama en un entorno de cine policial negro, pero a los pocos minutos la dinámica cambia y parece que estamos viendo otra cosa, como si el director se hubiese olvidado de cómo estaba contando su historia, o si hubiese cambiado de director de arte. El gore medido y los crímenes sangrientos explícitos parecen ser parte del contenido pero también se dejan de lado luego de una sucesión vertiginosa de puñaladas y martillazos, hasta el final. El personaje de Allie, encarnado por una actriz icónica de las películas de terror de la última década, es sobreactuado y de narración pasmosa. Y el gran villano, una caricatura de varios próceres de clásicos del terror que pueden ir de Vincent Price a Bela Lugosi sin la imponente presencia de estos ni su intimidante accionar. Luego las fuentes de “inspiración” son tantas, tan mal utilizadas y tan confusas que mueven a la gracia. Los espíritus de 13 fantasmas o la ambientación de La mansión embrujada son sólo dos que se pueden citar. La irrupción al universo en el que se ven inmersos los personajes a partir del tercer acto es una sacudida al aburrimiento que impera en el segundo, pero en lugar de retomar la lógica de la historia e intentar cerrar de manera dramática el enigma, se convierte en la parodia epiléptica y volátil de la explicitud de la muerte continua. Por último, Abattoir: recolector de pecados tiene un final teatral, cuyo dramatismo se parece más al de una obrita de escuela secundaria que al cierre de una producción de mediano presupuesto. No queda más que sugerir al espectador que coleccione mejor los minutos de su tiempo y elija cualquier otra película del género para ver, como podría serlo alguna de las mencionadas aquí mismo aunque sean del mismo director.