EL RAGNAROK DE LOS TALIBANES Las historias bélicas que cubren las desventuras de soldados norteamericanos en Medio Oriente debieran ser todo un subgénero aparte. Principalmente porque no tienen matices y si bien algunos intentan ir por el lado de la comedia como Tres reyes, lo más probable es que se decanten por el rigor histórico más reciente como La noche más oscura, de Kathryn Bigelow. Y algo así sucede con Tropa de héroes, que apela un poco al nacionalismo revanchista que compelió a todo soldado norteamericano que tuvo que pasar por la impotencia de presenciar el atentado a las Torres Gemelas en el 9-11 sin poder entrar en acción de inmediato. Es el caso del capitán Mich Nelson, que habiendo presentado la baja al ejército luego de no haber pasado por ninguna situación de combate real, se ve obligado a pedir que se lo tenga en cuenta para intervenir en alguna misión, sin importar su naturaleza, que lo ayude a buscar a los responsables del atentado. Y es así como se lo asigna al frente de una unidad especial, compuesta por los propios hombres que tenía a su cargo en el entrenamiento, con el fin de infiltrarse en suelo talibán en pleno Afganistán y lograr la captura del cabecilla terrorista quien sería uno de los responsables por el atentado. Para ello debe lograr antes, una alianza con un jefe rebelde que juega con sus propias reglas y no será tan fácil de convencer, aún brindándole todo el apoyo del ejército norteamericano. Tropa de héroes aporta muy poco al género, y se limita a contar una anécdota que tiene más de la búsqueda de lazos afectivos entre culturas en base a cierta visión occidentalista del progreso, que a la exposición de la crudeza de la guerra y su sinsentido. Porque si bien la acción es descarnada y desigual, si da cierto escozor ver a niños armados y a niñas expuestas a la violencia armada desmedida, a castigos que van más allá de lo presuntamente necesario para demostrar quién es el malo y de lo que es capaz, la película no es más que la aventura del grupo de hombres que no sólo se proponen cumplir su misión en un tiempo récord, sino también de regresar a su modo de vida americano, como si nada hubiese pasado. El capitán Nelson es un novato en el frente pero todo un experto en los entrenamientos, su principal debilidad es la falta de la “mirada asesina” que tiene todo el que ha matado para no morir en combate. Eso se lo señala con mucha objetividad su potencial aliado para explicarle el porqué de su reticencia a aceptar su ayuda, y es quizás una de las mejores escenas de la película, por lo gráfica que resulta desde lo actoral el contraste con los soldados que sí han pasado por la experiencia de matar a un enemigo. Obviamente su compañero y amigo, Spencer (Michael Shannon) pasa la prueba y uno se pregunta si el actor no ha masacrado a más de un compañero fuera de cámara para lograr esa intensidad en la mirada. Luego son todos lugares comunes y fuegos artificiales. La producción de Jerry Bruckheimer asegura un marco adecuado pero sin sorpresas y además de Shannon y Hemsworth está Michael Peña, quien habitualmente es el contrapeso cómico y en esta ocasión es apenas un cencerro, que no está mal si pensamos que la atmósfera no da para chistes. Elsa Pataky es la esposa fiel y doliente que espera al héroe mayor del equipo y la única capaz de reconocer, cuando un vocero del alto mando lee una carta de situación en la TV, que fue redactada por su esposo, de manera casi incomprensible. Tropa de héroes podría ser un bodrio pretencioso y pasado de rosca en el aspecto nacionalista, pero sin embargo y a pesar de sus más de dos horas de duración, es una aventura muy entretenida que se intuye con alguna base de realidad en semejante entorno de exageraciones. Porque los talibanes pueden ser muy malos, pero contra el dios del martillo con una ametralladora y a caballo, ni siquiera ellos pueden.
UNA BÓVEDA CON ACTIVOS MUERTOS La bóveda, como elemento de protección, de contención y seguridad de lo que consideramos valioso, es un elemento que reviste misterio. Incluso hasta pueden albergar cadáveres, las que se construyen con esos fines. Es un lugar sagrado, cuya sacralidad no pasa por lo religioso sino por el valor que le adjudicamos a lo que allí se guarda. Pero así como es de sagrado, también lo es de misterioso -como decía antes-, y eso logra que se convierta en un objeto de deseo, inalcanzable y digno de ser violentado por quienes no pueden reprimir ese instinto, gente que por lo general, practica alguna forma de delito y prefiere la marginalidad para acceder a la misma y no el escalado a través del poder económico. Y como de delito estamos hablando, eso lo que dispara la acción en este thriller sobrenatural. Un grupo de ladrones intenta saquear un banco para salir de apuros y se encuentra con que la cantidad de dinero almacenada allí, de más fácil acceso, es insignificante. Pero existe “la bóveda”, el lugar en el que hay mucho más dinero y al que, por lógica, es mucho más difícil de obtener. Ante el inconveniente, y tras una breve discusión sobre la toma de decisiones, el equipo decide intentar el ingreso al lugar y hacerse con el botín. El problema es que no tienen en cuenta que algo más peligroso puede estar esperándolos dentro. No voy a seguir sosteniendo un misterio forzado cuando desde la misma promoción de La bóveda se adelante que estos enemigos que acechan en ese lugar son fantasmas, demonios, espíritus que se encuentran ávidos de presas humanas a los que intentarán atacar de todas las maneras posibles. Esto, claro, a mitad de metraje, logrará que algunos de los espectadores se desprenda del argumento puramente policial de la historia y por el contrario, otro se entusiasme, aunque es probable que tampoco dure mucho ese entusiasmo. Francesca Eastwood es una de las asaltantes con más personalidad. La hija del querido Clint tiene su mirada, porte desafiante y a la vez enigmático, características que no “ligó” su hermano Scott, que en cambio tiene su “percha” de juventud. Inciso al margen, Francesca sigue siendo un elemento atractivo que logra construir al que quizás sea el personaje más interesante de la película. Claro que también está James Franco, componiendo a un empleado con cara de constipado que guarda un secreto. Papel que debiera tener incluso más misterios y enigmas que el de su compañera pero que no lo logra. Pero no es del todo un problema de Franco, ni tampoco de Francesca el de salvar la película, sino de la poca pericia de su director, que en lugar de convertir un thriller en algo interesante a partir de su sordidez, lo torna denso y con una salida más que predecible gracias a su pobre vuelta de tuerca. La bóveda son dos películas en una, pero esto, pudiendo ser una ventaja, es apenas un cambio de género que tampoco se la juega al extremo. Una película típica de criminales en una situación de encierro y rehenes, con un arranque más que promisorio, que se convierte a empujones en una de fantasmas vengadores con máscaras y no termina de redondear ni de perfilar personajes. La bóveda pudo haber sido un espacio para encerrarse y disfrutar a pura claustrofobia, algo que otros directores especialistas del género pudieron haber logrado con menos recursos aún. Pero aquí todo queda sólo en el intento y ambición de lograr algo medianamente distinto obteniendo, en cambio, un lugar común del que le cuesta mucho salir.
PASADOS DE AGUA BENDITA Hace muy poco se estrenó La posesión de Verónica, historia de posesiones basada en hechos reales en España, cuyo testimonio principal partía del mismo inspector que encontró flotando el cuerpo de la chica en medio de un trance difícil de explicar, lo cual convirtió el incidente en algo digno de ser filmado. Claro que no se trató ni de la primera ni de la última vez que se aprovecharía algo así para crear una ficción terrorífica sobre demonios que gustan de poseer cuerpos inocentes. De hecho unos cuantos años atrás también se abría paso El exorcismo de Emily Rose, con inquietantes detalles sobre un juicio abierto a los responsables de la muerte de una presunta víctima de posesión. En el caso de La crucifixión, todo parte de la condena penal que se le extiende a un sacerdote rumano, el padre Anton (Corneliu Ulici), y a su equipo por provocar la muerte de una monja. La misma, en dichos de los propios testigos, se hallaba poseída y su deceso no se produjo por la práctica religiosa extrema, sino por la misma reticencia del demonio a abandonar el cuerpo. La reportera Nicole Rawlins (Sophie Cookson) se interesa en el caso y le pide al director del medio en que trabaja (su propio tío) permiso para viajar y cubrir la historia; éste al principio se niega y alega que ella está influenciada por la muerte de su madre tiempo atrás, pero finalmente accede. Cuando la reportera llega, ve como su curiosidad y falta de fe se ven recompensadas por actos que la pondrán a prueba, y en peligro real. La película de Xavier Gens (Hitman, Agente 47 en su versión 2007) no aporta nada nuevo al género pero no sólo eso le quita relevancia sino que además tampoco logra provocar empatía con los personajes, ni desarrollar su background o lo que les suceda de allí en más. La cronista tiene un problema para sostener su fe gracias a un incidente relacionado con el tema religioso que provocó la muerte de su madre. Esta simple motivación para el descrédito no resulta suficiente y mucho menos cuando algunos diálogos pretenden tener un dramatismo casi de culebrón, con los personajes sosteniendo un diálogo mientras miran ambos a cámara, y otros detalles más escabrosos -o erróneamente hilarantes- que el exorcismo mismo. Tampoco faltan los clichés, los sustos forzados y las imágenes robadas a clásicos como El exorcista o La profecía. Se pueden reconocer algunas imágenes verdaderamente fuertes, como un pubis tapado de insectos (aparece en el tráiler) u otras con cierto balance de transgresión y creatividad, pero no hace una diferencia sustancial. Y en ese contexto, los intérpretes tampoco pueden lucirse aunque no hagan un mal trabajo como para verse ridículos o fuera de timing. Como detalle de color, en el elenco que tiene actores de varias nacionalidades (propio de este tipo de coproducciones) podemos encontrar a Iván González, el hijo del cantante argentino Jairo, quien ya había participado en otras películas del mismo director. Sin destacarse en su breve personaje, no aporta algo significativo pero como argentinos que somos, podemos señalar el dato muy por arriba (porque tampoco es que dé algo para sentir tanto orgullo). En definitiva hay muy poco que pueda rescatarse de esta producción que resultará olvidable hasta para los seguidores del género. Y no porque el tema esté agotado (reitero el caso de La posesión de Verónica, que logra destacar en una notable construcción de climas) sino por pura impericia y subestimación del producto, o mejor dicho, del público al que está dirigido. En algún momento este género debería ser sometido a un exorcismo que le quite los vicios que le restan sustancia a la hora de encararlos.
CERRAR Y TIRAR LA LLAVE Las sagas de La noche del demonio y El conjuro, tan promisorias en sus primeras versiones, no sólo han ido desarrollándose en paralelo y generando spin-off´s como Annabelle, merced a la combinación de productores, guionistas y equipo creativo en general, sino que también han podido mantener una criteriosa calidad en sus historias. Inevitable fue, sin embargo, la caída en el interés ante la obvia redundancia de recursos, a pesar de que siguen siendo convocantes. En el caso de La noche del demonio: la última llave, el giro en cuanto a la continuidad de la historia se hace un tanto predecible. Recordemos que en las primeras dos entregas el tema fue el acoso de fuerzas sobrenaturales a la familia Lambert y las visiones de uno de sus hijos que era capaz de tener algo así como “viajes astrales” y ver los demonios que los acechaban, y en la tercera, filmada a modo de precuela, se centraba el argumento en cómo se conocían, antes del caso Lambert, la psíquica Elise (Lin Shaye) y sus ayudantes (Angus Sampson y Leigh Whannell, director de esta entrega) en otro caso de acoso sobrenatural por parte de la madre fallecida de una adolescente. Con estos antecedentes, no quedaba más que irse más atrás y explorar en el pasado lejano, llegando a la infancia de Elise para dar origen a una nueva historia de espíritus atormentados que no se resisten a permanecer en su plano sin molestar a los moradores humanos a su alcance. Elise recibe el llamado de un desconocido que habita en la casa en la que ella pasó su infancia junto a su padre abusivo, madre oprimida y hermano menor. El hombre dice sentir el acecho de una presencia fantasmal aterradora y convoca a la mujer, que no duda en regresar al pueblo que la vio nacer, Seven Keys, en Nuevo México. Los ayudantes habituales de Elise se suman a la travesía y todos terminan inmersos en el pasado de la psíquica a quien su hermano (Bruce Dickinson) le niega el saludo por lo sucedido en el turbio pasado de ambos. No obstante una de sus sobrinas decide ayudarlos a desentrañar el misterio. Es notable cómo La noche del demonio: la última llave intenta conectar forzadamente con las dos primeras entregas, aunque sea incluyendo en breve cameo a Patrick Wilson y a Rose Byrne en sus personaje del matrimonio Lambert. Un recurso que resulta innecesario, ya que todo pasa a partir de lo que suceda con Elise y el enfrentamiento con su pasado. De todos modos, no estaría mal que la franquicia termine siendo una serie sobre las aventuras de la investigadora paranormal y sus secuaces, para no andar tirando más cables que intenten unir lo que ya está fuera del plano y está bien que así sea. La secuencia inicial cumple con lo que pueda esperarse en una producción del género, una familia con un padre abusivo y violento, una niña que ve presencias y que por esa misma razón es hostigada y castigada por el hombre, lo cual genera una situación que termina en tragedia. Luego de esto, el presente llega para introducirnos una vez más en la puesta en marcha del equipo hacia donde radica el problema. En el desarrollo, el director intenta crear cierta tensión entre los hermanos al tiempo que incorpora a una de las sobrinas de Elise como nexo, lo cual no sólo no es poco efectivo sino que no aporta solidez argumental. El fuerte sigue siendo el aspecto creativo por cuyo despliegue la entidad maligna principal hace sus apariciones y luego, muy por debajo aunque no debiera ser así, la historia real con sus vueltas de tuerca que tratan de sorprender a fuerza de clichés. Pero a pesar de todo esto, La noche del demonio: la última llave logra el cometido de entretener discretamente con una nueva historia del “Team Elise” quien, como ya dijera antes, merece más una serie al estilo Scooby-Doo que un número indeterminado de nuevas secuelas que pueden llegar a atentar contra la franquicia completa.
AL SERVICIO SECRETO DE LA VENGANZA Debo reconocer que por Martin Campbell tengo una debilidad especial, a pesar de que lo veo como a un director prolijo pero no muy parejo en su producción. Esto es gracias a que luego de siete años sin la presencia en pantallas de uno de los héroes favoritos de siempre, el eterno James Bond, fue quien lo resucitó con Goldeneye y nada menos que con Pierce Brosnan en el protagónico, mi candidato preferido por entonces en ese 1995 que inició la nueva era de films con el agente británico. Luego, el director no siempre cumplió con mis expectativas y si bien hizo un Zorro digno, aunque estuviese Antonio Banderas detrás del antifaz, siempre lo tuve como a uno de esos directores que sabe mantener el ritmo y la atención en pantalla. Por eso mismo vi con interés los avances de esta producción que volvió a reunirlo con Brosnan y el genial Jackie Chan en lo que prometía ser un duelo digno de ser visto, en base a una venganza. Brosnan, alejado de la heroicidad de sus personajes bondianos y Chan, también lejos de la comicidad de sus tan tiernos como payasescos héroes de acción marcial. Y parece que la idea fue tomada más en serio de lo que parecía. El implacable comienza cuando el dueño de un pequeño restaurante, Quan Ngoc Minh (Jackie Chan), sufre la pérdida de su hija adolescente en un atentado con explosivos en pleno centro de la ciudad. Atormentado, y ante la aparente desidia de las autoridades policiales, decide acudir por respuestas al vice-ministro irlandés Liam Hennessy (Pierce Brosnan) ya que el IRA (movimiento terrorista al cual perteneció el funcionario) se adjudica inmediatamente el ataque. Hennessy está presionado por su entorno político para encontrar a los responsables y volver al proceso de pacificación, pero no puede ni quiere brindarle información a Minh. Esto provoca que el padre de la víctima le dé un ultimátum a través de una muestra de su propia medicina, una bomba casera en el baño de su despacho, exigiendo, una vez más, el nombre de los asesinos de su hija. A partir de allí, el viceministro no sólo deberá avanzar sobre sus contactos del pasado entre los cuales están sus familiares para llegar a la verdad, sino además lidiar con los ataques permanentes del gastronómico chino que, evidentemente, no era sólo un cocinero con habilidades especiales muy enojado. El problema es que, así como este modesto hombre chino que parece impotente termina siendo algo mucho más “implacable” y peligroso, la figura del vice-ministro tampoco es tan llana y está repleta de matices. Por lo que sabe, por lo que desconoce y por lo que pretende, que no es un cúmulo de objetivos que tengan que ver con la villanía o el poder, sino con mantener un castillo de naipes que supo construir y ahora intentan derrumbarle, no sólo a nivel personal y familiar, sino a partir de su gestión política. Campbell demuestra aquí su pericia no sólo con la acción detrás de las cámaras, sino con la generación de climas y momentos de tensión, que van surgiendo a partir de la revelación de subtramas y vínculos entre los personajes. Porque nada es simple entre amantes, afectos devotos, amistades traicioneras y familiares desleales para sumarle a un desquiciado vengador que quiere lo mismo que quien padece todas esas cosas, pero lo quiere ya. Pensaba también en que esta es una película de crossovers. Una que explota una vez más la figura imponente de Brosnan como al hombre influyente, político, de negocios, de poder, al que viene componiendo desde que arribara a su madurez (recomiendo la miniserie The Son en la cual hace gala de esto) y lo cruza con la de un Jackie Chan atípico, capaz de hacer el despliegue acostumbrado de acción que se espera de él pero en tono sombrío, en una faceta dramática que poco vimos en la larga carrera del actor. También es un crossover entre James Bond y Jason Bourne, Bond y Rambo, o de Búsqueda implacable con House of cards, porque hay elementos de todas ellas y combinados de una manera tal que termina siendo una sorpresa. Una en la que el verdadero mal no son los villanos corporizados en personas con objetivos perversos, sino en la violencia en sí misma, como método. Y esto se hace palpable en el tercer acto de El implacable, en el que el personaje de Chan llega a su objetivo y hace lo que mejor sabe hacer y sin que sea esta, una vez más, una película que busque centrarse en sus acrobacias. Pero también el personaje de Brosnan cierra su círculo de la manera que puede o le dejan. Sin ánimos de adelantar nada, es bueno ver cómo la historia se hace orgánica y fluye sin caer en la obviedad, algo que no sólo surge a partir del respeto por la novela original en la que se inspiró (The chinaman) sino de la buena decisión de optar por la precisión narrativa y dejando el facilismo de los finales efectistas de lado. En resumen, El implacable no es otra película de Jackie Chan, ni otra de Brosnan, y ni siquiera una más de las más promediables del director, sino un sólido thriller político de acción con un gran casting que vale y pesa por sí mismo, haciendo honor a su nombre.
ABUELOS MORTALES En este tipo de películas que apuntan a una historia de humor simple que se apoya en la química entre sus protagonistas y son de corte familiar, hay una base de éxito que siempre está asegurada aunque algo salga mal. Esto ya se veía desde películas como la clásica Vacaciones con Chevy Chase y sus secuelas, o toda película con familias disfuncionales y en época navideña que se les ocurra, pasando por cosas como El regalo prometido con un Arnold Schwarzenegger que sorprendía por esos años como versátil comediante, más allá de su éxito en el cine de acción. Hoy tenemos otra clase de comedias familiares, aquellas que, de la mano de gente como Will Ferrell, apuestan a la incorrección política y a los mensajes un tanto ambiguos, algo que se agradece, dados los tiempos que corren en el que pareciera que todos debemos medir con mucho cuidado las palabras en el ámbito que nos toque expresarnos. Y para eso, qué mejor que traer al loco más loco fuera y dentro del set como lo es Mel Gibson, un talentoso que no deja de sembrar dudas sobre su poca tolerancia y posición marcadamente xenófoba en su vida personal. Si además contamos con un versátil John Lithgow componiendo al perfecto padre de Ferrell, estamos en presencia de algo que difícilmente pueda fallar. Claro que podría, hemos visto bodrios infumables de la mano de directores prestigiosos por falta de timing en los diálogos o baches en los guiones, pero no es el caso, Guerra de papás 2 funciona en todos los niveles en los que se la analice. La historia comienza con la ya conocida y por fin edulcorada relación entre el sensible Brad y el sexy Dusty (Ferrel y Wahlberg, respectivamente) al tiempo que comparten las familias de sus hijos y sendos matrimonios con Sara y Karen (Linda Cardellini y Alessandra Ambrosio), lo cual transcurre en una curiosa armonía y sólo es puesta en riesgo por los pequeños conflictos de niñez y preadolescencia de sus críos. Al menos hasta que, en vísperas de Navidad, hace su aparición el padre de Dusty, Kurt (Gibson) con quien desde hace años tiene una relación distante, y que una vez llegado, pretende pasar la navidad con ellos. Y esto no hace más que ponerse aún más extraño cuando llega a unírseles el padre de Brad, Don (Lithgow), que es mucho más sensible que su hijo y lo demuestra a cada instante en que se muestra a punto de quebrar en llanto. Al ver toda esta bizarra situación, Kurt, sin de haber dejado de ser el padre insensible, incorrecto y mujeriego que su hijo recordaba, propone unas mini vacaciones a un centro turístico para pasar las navidades. Brad y Dusty se oponen pero nada pueden hacer para impedirlo frente al entusiasmo de los niños, por lo cual se ponen en marcha. A partir de allí todos son cruces entre los disímiles personajes, intentos de conciliación y accidentes físicos a pura torpeza. Nada original, nada que nos haga pensar que estamos en presencia de algo que nos quedará en las retinas, pero está tan a punto en los ritmos y tan bien aprovechado el potencial de cada actor, que se disfruta más que muchos otros productos del estilo. Porque Will Ferrell hace lo que hace siempre y nadie espera otra cosa, lo mismo Gibson o Wahlberg, quizás el único que exhiba matices con solvencia sea Lithgow, componiendo un personaje que nos convence de entrada sobre su parentesco con el de Ferrell. Se agradecen también la ausencia de recursos escatológicos, que si bien se entiende que sean menos en una producción que apunta a la familia, no se convierten en un elemento necesario, algo que en lo personal me satura bastante. En cambio sí hay grandes actuaciones infantiles como la del pequeño Owen Vaccaro que juega perfecto su rol de pre-adolescente en medio de su despertar sexual y que lucha con las frustraciones de las miradas externas ante cada acción que se presenta en su vida. Claro que es obvio el tipo de orientación y consejos que recibirá de uno y otro lado, que no harán más que confundirlo, lograr reacciones temerarias pero por sobre todo, carcajadas genuinas. Uso y abuso de armas por parte de grande y chicos, apología del hurto, incesto y varios tópicos polémicos se desarrollan en el film, con conclusiones que tal vez no conformen a los más progresistas o conservadores, pero logran mantener la chispa de la comedia pura, viva durante todo el metraje. Guerra de papás 2 se ubica por encima de su predecesora, porque la apuesta es más alta y no deja de ganar en proporción, porque Sean Anders (Guerra de papás, Quiero matar a mi jefe 2) es un guionista y director que entiende cómo romper códigos y a la vez respetar recetas sin quedar mal parado y porque Will Ferrell no se transforma en el odioso comediante que hace girar todo en derredor a su personaje sino que juega a compartir el arte que mejor maneja, el de hacer reír.
CUANDO EL 911 TE PONE EN ESPERA Como si se tratara de una secuela directa de 911 llamada mortal, Halle Berry vuelve a disfrazarse de heroína pero esta vez para trata de salvar a su propio hijo y saliendo del escritorio desde el principio. No hay manera de que esta película sorprenda, en ningún orden, y el esfuerzo que hace es para entretener a fuerza del carisma de su protagonista y de las situaciones de tensión que se generan, ya no de los giros de guión que resultan por demás de predecibles. Entonces quien se decida a ver Desaparecido mal puede alegar que se siente decepcionado, si es que tiene una idea de lo que se le está ofreciendo en el menú. Karla (Berry) está en medio de la gestión problemática de la tenencia de su hijo cuando, en pleno día y en medio de un parque, el mismo desaparece. Guiada por testigos, llega a la conclusión de que se lo llevó una mujer en un vehículo y sin perder tiempo, se decide a perseguirlo más allá de todo riesgo y falta de precaución. Es probable que el planteo tenga algo de Búsqueda implacable, ya que si bien Karla no es una especialista en tácticas y enfrentamientos criminales como lo es el personaje de Liam Neeson, pone el mismo tesón en la búsqueda de su pequeño hijo y sin medir consecuencias. Esto es lo que mantiene viva a la historia junto a la idea de que esa madre está “jugada” de todas las maneras posibles y es lo que la pondrá al límite de toda acción por temeraria que sea. Los climas de tensión se logran a partir de la construcción del complicado y dramático mundo de Karla y de la relación con su pequeño. La larga intro que se encarga de mostrarlo sirve de plataforma para que de alguna manera el espectador se ponga en lugar de esa madre y avale que ella intente lo imposible. Claro que no estamos hablando de algo así como lo que pasa en dos películas de temática similar que me vienen a la memoria: No con mi hija (1991) y Ojo por ojo (1996) con Sally Field como la madre “luchona” con hijos en problemas, pero también es un poco el ejemplo de cómo hay historias que necesitan explotar la angustia canalizándola a través de un actor que resulte 100% empático y que lo demás, no importe nada. Berry tiene un premio Oscar encima y el prestigio de varias realizaciones con gran peso dramático en su haber al estilo Cambio de vida (de esas que tanto les gustan a cierto sector de la crítica), al margen de cosas cuestionables como Catwoman o de superproducciones corales como Cloud Atlas, X-Men o la más reciente Kingsman: el círculo dorado. Y esa versatilidad y falta de imposturas al elegir papeles permiten que Desaparecido la luzca como a su mayor atracción y con todas las luces y no actuando a reglamento. Porque Halley se mete y disfruta de cada personaje por deslucido que sea y lo dota de una energía especial. Exagerando, por supuesto, porque sin la excusa de Liam Neeson que era un experto de antemano antes del secuestro de su hija, ella progresa en sus personajes desde la indefensión y la desesperación que, por lo visto, la dotan de habilidades extraordinarias. En la historia también tenemos desidia policial y distracciones que hacen notar que Karla está sola en su lucha y no contará con el más mínimo apoyo oficial. Los malos son realmente descorazonados y de un aspecto casi repugnante y sus intervenciones suman tensión y peligro que parecen reales en virtud de lo doméstico, más allá de algunos desaciertos en el guión que terminan causando gracia. Y el desenlace, si bien es obvio y con latiguillo anacrónico incluido, libera toda esa tensión de la manera esperada. Habrá quienes sostengan que Desaparecido es una propuesta totalmente innecesaria, pero para ese público que se renueva y tiene algo de simpatía por la buena de Halle Berry -que sigue aparentando treinta años y se banca muchos secuestros más-, resulta un programa más que razonable.
EL SUEÑO NARCO-AMERICANO Es difícil, luego de la sobredosis de biopics de narcos reales que nos invade desde el cine y por sobre todo, de la TV y señales de streaming, encontrar una historia que resulte atractiva o que al menos se destaque de la saturación de esta clase de contenidos. Desde aquella El patrón del mal, culebrón de los más exitosos de los que se tenga memoria y que contara el ascenso y caída de Pablo Escobar, hasta la anodina y olvidable Escobar: paraíso perdido con Benicio del Toro interpretando al mismo traficante, se nos ha bombardeado de lo lindo con este tipo de historias, convirtiéndolas en un género en sí mismo. Todo esto también se hizo posible gracias al terrible éxito de la inigualable Breaking bad, que supo construir a uno de los villanos tan queribles como lleno de matices de todos los tiempos como lo fue Walter White. Barry Seal siempre estuvo lejos de ser un Walter White. Ni siquiera pretendió estar cerca de transformarse en un Pablo Escobar, ya que su ambición no era de la de detentar un poder centralizado sino la de forrarse de tanto dinero como pudiera y que su familia no tuviese por qué preocuparse en lo económico por varias generaciones. Pero si algo unía su destino al del protagonista de Breaking bad es en el deseo de ganarles de mano a todos, de mentir al punto de que todos lo vean como a un tipo confiable y, en virtud de eso, conservar secretos que, cayera en el lugar que fuese, le pudiesen dar inmunidad. Barry es un piloto comercial asumido como contrabandista de poca monta, hasta que un contacto de la CIA le ofrece convertirse en espía para el gobierno norteamericano en Nicaragua. Seal no sólo accede sino que aprovecha para convertirse en transportista de grandes lotes de cocaína para los dueños del cartel colombiano y a la vez en doble agente para el gobierno nicaragüense. Como es de esperarse, semejante cruce de actividades lo mete en problemas y en serio peligro de muerte. La apuesta de la sociedad entre Liman y Cruise es acertada cuando deja la solemnidad de lado y convierte a la película en la historia de un estafador encantador y en algunos momentos, hasta envidiado. El verdadero Seal estaba muy lejos de tener el carisma de Cruise -casi calvo y tirando a obeso, con gesto adusto- y el actor no apela, como en otras ocasiones, a caracterizar con fidelidad al delincuente, sino en recrearlo utilizando su propia fisicidad y dotándolo de características que enriquecen la historia aunque uno intuye, se alejan de la realidad. La acción, el vértigo, la adrenalina de la actividad que lleva a cabo el doble agente están presentes en todo el metraje y no dejan que el relato decaiga jamás. Los momentos íntimos entre Barry y su bella esposa son intensos aunque no extensos lo cual también agiliza el relato y lo aleja del melodrama romántico. Todo esto se presenta bajo la estética de ambientación en los años ochenta a la que ya nos estamos acostumbrando en todos estos meses con la proliferación de películas y series que la eligieron como contexto, pero también se apoya en archivos históricos en video en los que se conecta todo de manera fluida, como cuando se extraen discursos de los propios Ronald y Nancy Reagan sobre el problema del narcotráfico. En ese aspecto se parece a aquel culebrón que hoy por hoy a pesar de su extensión se consume como serie, Pablo Escobar, el patrón del mal, con la que comparte no sólo ese aspecto de apoyo y referencia documentalista sino también al actor que encarnó al célebre traficante en su juventud y aquí repite el personaje, Mauricio Mejía. Con respecto al resto del elenco, destacan el siempre acertado Domhnall Gleeson como el ambiguo contacto de Seal -que parece estar siempre un paso por detrás de él cuando no siempre es así-, y cumple con discreción Sarah Wright componiendo a la esposa que parece más preocupada por evitar que su familia sea acusada de las actividades criminales de su esposo que por el tema ético y legal de la situación. El verdadero Barry Seal no terminó bien, como es de público conocimiento, de hecho fue asesinado a los 47 años, y aparentando más edad que Cruise que tiene 8 años más aunque parezca a la inversa. No obstante la película de Liman se las ingenia para no convertir la historia en una tragedia sino en la exposición de una serie de sucesos alocados y malas tomas de decisiones que tienen consecuencias graves. Y en convertir a esa cadena en algo tan vertiginoso como divertido. Porque el delito en el cine sigue pagando y recaudando, sobre todo cuando lleva la cara de Tom Cruise y la cámara fundadora de Jason Bourne.
SEDUCIDO Y ABANDONADO Cuando vi por primera vez la versión de El seductor de Don Siegel (Harry el sucio) con Clint Eastwood como protagonista me pareció una historia perturbadora, llena de matices en la que tanto el contexto del año de su estreno como el de la época en la que transcurría, el rol de hombres y mujeres en lo que significa tanto la seducción como la manipulación tenían otra significación en un marco de supervivencia en pleno conflicto bélico (la guerra de la secesión norteamericana). Sofía Coppola tenía la oportunidad de resignificar la historia con su particular visión y hasta de jugar a la polémica con algunos sutiles guiños que su cine supo tener, sobre todo con algunos apuntes sobre feminismo, algo tan en boga en las discusiones de hoy. Eso no sucedió. Jamás creí que anhelaría los silencios y miradas de películas como Perdidos en Tokio, que me resultó bastante incómoda en su momento, o el desenfado anacrónico en algunas situaciones planteadas en María Antonieta, sin hablar de la gravedad de las vivencias en Las vírgenes suicidas. De verdad mi curiosidad pasaba por comprobar qué recurso utilizaría la directora para darle a esta historia el aggiornamiento necesario y su impronta característica. Y de allí la decepción ante lo que, sin ser un monumento al tedio -dura unos noventa minutos-, es apenas una pieza de estilo teatral interesante. Yendo a la historia, todo comienza cuando la pequeña Amy (Oona Laurence) encuentra en medio del bosque al cabo del ejército de la Unión MCburney (Colin Farrell) muy malherido. Lo arrastra como puede hasta el colegio-refugio dirigido por Miss Martha (Nicole Kidman) en la que convive con la maestra Edwina (Kirsten Dunst) y las internas entre las que se encuentra la atrevida Alicia (Elle Fanning) entre otras de distintas edades de la pre-adolescencia. Martha decide hospedar y ayudar al soldado hasta que se recupere sin revelarlo, ya que el lugar es asistido y protegido por el ejército rival. MCburney se vale de la buena voluntad de las mujeres para intentar seducirlas por separado, con objetivos no del todo claros, aunque sus planes no hacen más que complicar su propia situación y arrastrar a las internas a una conclusión siniestra. El problema es que todo se ve venir y las escenas transcurren casi sin matices. Los personajes caen en estereotipos y se desaprovecha al máximo las posibilidades interpretativas de cada uno. No hablemos del bueno de Farrell que lejos está de la intensidad y capacidad de composición de Eastwood (aunque por aquella época no se valorara ese aspecto de su figura), y quizás sea la ficha más floja del cast. Tampoco hay espacio para el desarrollo, no hay situaciones en las que podamos conocer a cada una de las mujeres por separado, ni tampoco se plantea un clima opresivo o que ayude a que podamos percibir algo de la angustia o el miedo que, se supone, deberíamos sentir en una situación semejante. De hecho la iluminación parece casi a pedir del dogma de Lars Von Trier, con velas que apenas dejan ver siluetas y figuras en el interior de la residencia principal, pero sin que esto ayude realmente a crear un clima que nos sea inmersivo. Coppola no deja de ser correcta en la recreación de los aspectos de época, o de lucir un vestuario adecuado y atractivo en estas actrices en las que ya los hemos visto en reiteradas oportunidades (la Kidman de Los otros o la Dunst de María Antonieta por dar dos ejemplos), pero eso no alcanza para dotar de real interés a la historia. Así y todo no me parece justo comparar, pero habiendo visto la versión de 1971 debo decir que no sólo el film de Coppola es innecesario y no le hace bien a su filmografía, sino que atenta contra las sorpresas que Siegel supo manejar en la adaptación que hizo de lo que también fue una novela exitosa. Es decir, si les recomendara ver aquella versión luego de esta, se perderían de algunos momentos estremecedores por el sólo hecho de haber sido testigos de los mismos de la manera más lavada en la versión actual. Y también se hubiesen perdido la dualidad, la bendita y necesaria dualidad de los personajes que aquí se reduce a una simple insinuación. El seductor de Sofía Coppola merecería haber sido una puesta teatral, una obra en la que, despojada de la cuestión técnica que implica un rodaje, la directora hubiese podido ser más personal en lo que quería contar de esta historia desde su propia visión y jugara a hacer más complejos a sus personajes, dada la materia prima que tuvo a su disposición. Un pedido que sólo tiene por objeto darle las chances que necesitaría sin presiones para desarrollar un potencial que aquí brilla por su ausencia. Pero estamos hablando de cine, lamentablemente, otra vez será.
AL SERVICIO SECRETO DE SIR ELTON JOHN Las películas de espías desde la era Bond tienen dos posibles destinos, elección de la cual ni siquiera ha escapado la saga inspirada en los libros de Fleming que supo transitar tanto la autoparodia en la era de Roger Moore, como la solemnidad con el protagónico de Timothy Dalton, como si la personalidad del actor y la contemporaneidad exigieran un decantamiento por una de ambas. Hoy mismo y con esta suerte de reboot que supuso la llegada de Daniel Craig se ha convenido mostrar un agente mucho más “realista” y si bien termina teniendo pinceladas de humor, ya no es lo que era en sus inicios lo cual provoca reacciones de todo tipo, aunque lo que importe, finalmente sea la taquilla. Tampoco se trata de irse al extremo en la exploración del género con sagas como la de Austin Powers o sátiras como las que protagonizaran desde Leslie Nielsen (Duro para espiar) hasta Santiago Segura (Torrente): existe un camino alternativo en el que el disparate tiene un contexto en el que no todas son risas y situaciones de comedia, que se permite el toque dramático de la muerte o sufrimiento extremo de algún que otro personaje y que se anima a mostrar una crudeza casi excesiva en las situaciones de violencia explícita. Y no estoy hablando de subproductos tan poco felices como xXx: Reactivado, cuyo absurdo total impide muchas veces el disfrute, sino de películas como la que nos ocupa, que no sólo se animó a instalar un nuevo referente en el género, sino también a pergeñar una secuela a la altura. Hablamos de Kingsman: el círculo dorado, secuela directa de Kingsman, el servicio secreto, historia situada un año atrás y momento en el que Eggsy (Taron Egerton) es reclutado por la agencia británica que funciona debajo de la fachada de una sastrería, luego entrenado como súper agente para poder derrotar, al final del recorrido, al terrible villano Richmond Valentine (Samuel Jackson) mientras perdía en el camino a su amigo y mentor Harry (Colin Firth). En esta entrega, al comenzar el cambio más notable es la ausencia de Harry -que de todos modos durará poco-, la nueva relación socio-amistosa con Mark Strong, la vida en pareja de Eggsy con la princesa Tilde pero, sobre todo, la nueva amenaza, constituida por la carismática villana Poppy, interpretada por Julianne Moore. Cabe destacar que Moore viene de interpretar antagonistas con muy mala suerte en Los Juegos del Hambre: Sinsajo o la olvidable El séptimo hijo. Por fortuna, su personaje en Kingsman: el círculo dorado le deja explotar su histrionismo y componer a una perversa y hedonista empresaria que pretende dominar el mundo del tráfico de drogas valiéndose de un virus letal para extorsionar a los principales gobiernos del mundo (que por supuesto no son otros que EE.UU. y Gran Bretaña) y permitir la legalización del uso de sustancias. Para negociar al tiempo que expande su negocio, se sitúa en un cuartel general escondido entre ruinas falsas en las cuales tiene desde perros guardianes robots hasta un anfiteatro en el que canta sólo para ella el mismísimo Elton John, a quien tiene esclavizado. Hay muchos buenos y divertidos momentos a lo largo de toda la película, cuya duración podría ser menor pero tampoco resulta digna de recortes de metraje innecesario. La violencia está presente al igual que los excesos pero quizás un poco menos explicitados que en la entrega anterior. La coreografía de las escenas de acción sigue siendo creativa y así también la recreación de lucha con alguna prótesis que termina confiriendo habilidades extrahumanas al oponente. El humor llega, la mayoría de las veces, de la relación con los agentes de Stateman, el organismo que opera de manera similar a Kingsman pero en Estados Unidos de América. Si los kingsman son lores ingleses y visten y se comportan como tales, los hombres de Stateman son cowboys urbanos, de grandes sombreros, hebillas y pistolas y encarnados por gente como Jeff Bridges (otro de la fallida El séptimo hijo) que ya ni tiene que meterse en el personaje que trae puesto de fábrica de tantas veces que lo encarna. También son de la partida Channing Tatum, Pedro Pascal (serie Narcos) y hasta Halle Berry en su papel quizás más deslucido. Si bien es cierto que no hay una apuesta a fondo por explorar una rivalidad manifiesta entre culturas, se presentan algunas situaciones que la justifican, aunque sea de manera simplista e icónica. Pero el plato fuerte sigue siendo el despliegue del villano y su mundo disparatado, lleno de esos chiches bondianos para dominar el mundo que los fans extrañamos, incluso hasta en la ridiculización de los líderes mundiales como el inepto presidente interpretado por Bruce Greenwood que, si bien caen en un cliché, apuestan a lo simple sin desencantar. Kingsman: el círculo dorado es fiel a su predecesora y no defrauda. Tampoco levanta el nivel pero permite seguir la producción de la saga (ya anunciada en su tercera entrega) en la que esperamos se arriesguen y reinventen algunos recursos que hasta ahora lucen un tanto trillados, como para que no siga siendo todo un refrito que sabe bien y no mucho más.