Durante la década del 60, los hermanos Reggie y Ron Kray tuvieron al East Side de Londres en un puño. Aunque eran gemelos, estos dos gángsters no podrían haber sido más distintos: Reggie era centrado, cerebral y negociador, mientras que Ron era errático, impulsivo y letal. A pesar de todo, parecían complementarse para sus actividades en la región, que incluían tráfico de drogas, sobornos a comercios a los que les ofrecían "protección" y monopolio de salas de juego y bares, entre otros delitos. Sus "hazañas" fueron documentadas en el libro The Profession of Violence, del que bebió el director Brian Helgeland para dar forma a Leyenda. El submundo del hampa londinense retratado aquí no dista demasiado del de otras películas de mafiosos. De hecho, a no ser por los clásicos buses rojos que se dejan ver cada tanto, hay nulas referencias a la capital inglesa. Lo que sí se destaca del film es la monumental actuación de Tom Hardy, quien le pone el cuerpo a estos dos líderes con personalidades opuestas. Los acólitos del grupo se inclinan por seguir al más cuerdo, por lo que el protagonismo está del lado de Reggie: es él quien arregla los negocios (que Ron más tarde suele echar a perder) y quien vivirá un romance, casándose con Frances, hermana de su chofer y dueña de la voz en off que va narrando los acontecimientos (recurso que aporta más bien poco) Excepto la relación de amor/odio de los Kray, verdadero motor de la película y que, como se dijo, compone brillantemente Hardy, Leyenda no puede escapar de una ristra de lugares comunes (la brutalidad con los desleales, la impunidad ante el gobierno y la policía, la esposa como objeto decorativo, las disputas con otras bandas) y una trama que se estira tan innecesariamente que cuando llegan las placas del final, donde se indica qué fue de los verdaderos Kray, más que información generan alivio.
El final de las clases sorprende a cinco hermanas atravesando la pubertad y la adolescencia que viven en un pueblo turco a mil kilómetros de Estambul. No están precisamente a las puertas de un verano lleno de juegos y libertad (así lo demuestran las lagrimas de la menor al despedirse de la maestra): huérfanas de padre y madre, les espera la férrea disciplina de su abuela y su tío, que las someten a todo tipo de privaciones en pos de llegar vírgenes al matrimonio. La directora Deniz Gamze Ergüven, turca radicada en Francia, plantea con sensibilidad un escenario similar al de la película local Abrir puertas y ventanas (la orfandad de unas hermanas en pleno despertar sexual) pero con la impronta del país donde viven sus protagonistas, en el que domina la mentalidad patriarcal y ser mujer es sinónimo de opresión (aunque ahora el tema al menos se debate). El punto de vista del relato es de Lale, la más chica, una testigo privilegiada que asiste a las vejaciones que son sometidas sus hermanas, como los casamientos "a dedo" y los constantes controles a la dichosa virginidad. Pero la rebeldía no tardará en aparecer, e incluso tendrá consecuencias trágicas. Curiosamente, y pese retratar un universo femenino, el fútbol será un orificio por donde respirarán no solo las protagonistas (la secuencia del viaje de las chicas a un partido resulta tan absurda como catárquica) sino también la propia película. Un film cuidado, intimista y que da cuenta de que en algunos lugares la igualdad de género sigue siendo una quimera.
Brad se desvive por Megan y Dylan: les prepara el desayuno, los lleva al colegio, se involucra con sus actividades extra escolares -como el coro, los boy scouts y el basquet- y hasta les lee un cuento cada noche. Todas cosas que lo harían un padre ejemplar...si fuera el padre. Ejecutivo de una radio y casado con la bella Sarah, el bonachón de Brad adora a los hijos de su mujer (que aceptan a regañadientes su cariño), pero no puede darle uno propio por una esterilidad provocada de manera insólita. Pero el primer esposo de Sarah y padre "posta" de los niños anuncia su regreso con la excusa de ver a los chicos, lo que alterará la apacible vida de la familia. Encarnado por Will Ferrell (actor al que le sobra oficio para las comedias), Brad es tan amable como la música que pasa en su emisora ("jazz suave" es su slogan) e intentará confraternizar con Dustyn (Mark Wahlberg), pero este es su némesis: trotamundos, rudo, desaprensivo, manipulador, pero al mismo tiempo práctico, expeditivo y cultor de su físico y su moto. Lo que se dice, un verdadero macho alfa, al que los niños idolatran y al que Sarah, que al principio rechazaba la visita, volverá a mirar con interés. Las diferencias entre ambos papás (el biológico y el postizo) se harán evidentes para ganarse un lugar en la casa. Guerra de papás es una típica comedia norteamericana con poco para destacar: la solidez habitual de Ferrell (Wahlberg apenas cumple y Cardellini está algo desdibujada), algunos gags que, por lo absurdos, arrancan una sonrisa, y unos acertados rubros técnicos, amén de cierta corrección política en el epílogo. No mucho más.
Camino a convertirse en un clásico (aunque él diga que solo filmará dos películas más y se retira), cada film de Quentin Tarantino viene acompañado de una enorme expectativa. En el caso de Los 8 más odiados, su flamante opus, hubo también escándalo: el realizador encabezó una protesta contra la brutalidad policial en Nueva York y la institución intentó, sin éxito, boicotear el estreno del film en su país. Pero previamente había sido el propio Tarantino quien, al filtrarse el guión en Internet, había amenazado con abortar su película. Afortunadamente cambió de opinión, porque nos hubiera privado de disfrutar de tres horas de un cine tan vigoroso como apabullante. En Los 8 más odiados, Tarantino vuelve a ir por todo, utilizando géneros en desuso (en esta oportunidad, el western, continuando la senda de Django sin cadenas, su anterior opus), filmando en un formato grandilocuente como los 70 mm y convocando a una figura retro como Ennio Morricone para la música. De tanto reciclar elementos poco usuales, el director de Perros de la calle y Pulp Fiction parece haber encontrado una formula (que sabe explotar, ¡y cómo!) Al mismo tiempo, mantiene otras características tradicionales en su filmografía, como el cuidado trabajo de los diálogos o la presencia de algunos "históricos" en el elenco (Samuel Jackson, Tim Roth, Michael Madsen). La historia se desarrolla en plena Guerra de Secesión norteamericana (entre 1861 y 1865) y tiene lugar en el estado de Wyoming. Una diligencia transporta a dos cazarecompensas, John Ruth (Kurt Russell) y Marquis Warren (Samuel Jackson), que llevan consigo a la prisionera Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh) y algunos cadáveres. En el camino se topan con Chris Mannix (Walton Goggins), un presunto nuevo sheriff del pueblo donde se dirigen, Red Rock. Una tormenta de nieve obliga al grupo a alojarse en una cabaña que hace las veces de almacén y hostería, donde encuentran a tres desconocidos: Oswaldo Mobray (Tim Roth), verdugo también de Red Rock, Joe Gage (Michael Madsen), un errático vaquero, y el ex general Sandy Smithers (Bruce Dern). Todos los personajes tienen un aura intrigante y nadie parece ser quien dice que es. Pero algunos son conocidos de larga data y la información se irá dosificando hasta llegar a un espiral de violencia sin retorno. Promediando la película habrá un sorprendente punto de giro que alterará la trama, lo que a su vez dará lugar al clásico recurso "tarantinezco" de modificar el punto de vista y la linea narrativa. Este film quizás sea, por estructura, el que más puntos de contacto tiene con Perros de la calle, ópera prima del director. Es cierto que encontramos a un director cada vez más megalómano y recostado en si mismo. Pero en simultaneo, pese a su extensa duración, hay una película que no decae en ningún momento y que respira cinefilia por todos sus poros. Ya es un lugar común la afirmación, pero sí, Tarantino lo hizo de nuevo.
Casualidad o no, Camino a La Paz tiene la particularidad de unir los dos papeles más famosos de Rodrigo de la Serna. Por un lado, el actor vuelve a emprender un viaje iniciático por las rutas de Latinoamérica, como cuando encarnó hace diez años a Alberto Granado, fiel amigo del Che Guevara, para Diarios de Motocicleta (aunque esta vez será solo hasta Bolivia y sin el tinte revolucionario de su anterior periplo). Y por otro, su interpretación del inmaduro Sebastián lo acerca al recordado Ricardo de la serie Okupas. Cuesta ubicar la época donde transcurre la ópera prima de Francisco Varone. El look de Sebastián (bigote, patillas y una inefable campera de corderito) y su fetichismo por Vox Dei y un Peugeot 505 hacen pensar en unas tres décadas atrás. Pero la presencia de teléfonos celulares y, sobre todo, un contexto en el que su mujer pierde su trabajo y él es una suerte de desocupado estructural parecen arrimar la historia hacia fines de los 90'. Producto de un mal entendido, Sebastián empieza a trabajar de remisero y conoce a un cliente bastante particular. Se trata de Jalil (Ernesto Suárez), un anciano musulmán que le hace una propuesta poco menos insólita: llevarlo hasta La Paz (Bolivia), donde se reunirá con su hermano, y de allí partirán rumbo a La Meca, en Arabia Saudita. Como marcan los cánones, al principio Sebastián no querrá saber nada con el viaje, pero luego terminará aceptando y el dúo se lanzará a la ruta. Clásica road movie de personajes opuestos, a medida que Sebastián y Jalil vayan atravesando Argentina y parte de Bolivia se establecerá una simbiosis entre ellos. Sobre todo por parte de Sebastián, que observará con perplejidad un universo que le era ajeno hasta ese momento: Jalil es capaz de ponerse a orar en plena banquina, visitar una comunidad musulmana en Córdoba o comer ajo puro porque un compañero suyo le había dado resultado para vivir más de cien años. Por supuesto que también pasarán por algunos contratiempos que irán sorteando. Si se exceptúa algún golpe bajo y cierta liviandad a la hora de "convertirse" al islamismo, Camino a La Paz se sostiene gracias a las grandes actuaciones de De la Serna -a quien la pantalla grande debería tener un poco más en cuenta-, y de Suárez, un veterano actor de teatro que debuta en cine y resulta un verdadero hallazgo (obtuvo el premio Revelación en el último Festival de Mar del Plata, donde la película fue exhibida). Un film sencillo, entrañable, con dos personajes en busca de un destino.
Francia bien ya podría erguirse como usina de un hipotético género denominado "cine de desempleo". Al igual que películas como Recursos Humanos, El empleo del tiempo (ambas de Laurent Cantet) o El adversario (Nicole García), el film de Brizé sigue las penurias de un hombre de mediana edad ante la pérdida de su trabajo. En este caso se trata de Thierry (Vincent Lindon), desocupado hace algunos meses y encargado de mantener a su mujer y a su hijo discapacitado. Dirigido también por Brizé en Algunas horas de primavera, Lindon vuelve a encarnar a un personaje aplomado, con un rostro -favorecido por numerosos primeros planos- que parece comprender mucho más de lo que dice. Mientras intenta reinsertarse en el mercado laboral, Thierry muestra una entereza notable: es humillado en un par de entrevistas, hace cursos de nula utilidad, tiene que soportar sugerencias cuando solicita un préstamo bancario y hasta fracasa en la venta de una casa de fin de semana destinada a "parar la olla". Así y todo, no está dispuesto a arrodillarse ante nadie. Finalmente, nuestro hombre conseguirá un empleo como vigilador en un hipermercado, donde tendrá que exponerse a evitar robos de mercadería, incluso por parte de ancianos ("Los ladrones no tienen ni edad ni color", le advierten), o denunciar a algún empleado que se queda con un vuelto. Estas situaciones, en las que el acusado es interrogado en un estrecho cuatro de servicio, son exhibidas a través de planos secuencia que las tornan tan asfixiantes como patéticas. El precio de un hombre, aunque no aporte una visión distinta que sus "antecesoras", no deja de interpelar acerca del drama personal de la desocupación, la precariedad laboral, la doble moral de los empleadores y la conservación de la dignidad. La escena final, fuera de cualquier justicia poética, es tan honesta como el resto de la película.
Cuando a mediados de 2008 estalló la burbuja financiera en Estados Unidos, a todos nos quedó grabada una imagen icónica: el semblante fúnebre con el que los empleados de Lehman Brothers -mascarón de proa del colapso- abandonaban las oficinas, cargando sus pertenencias en cajas. El buque especulador se había estrellado, pero, ¿nadie lo había previsto? La gran apuesta hace foco sobre cuatro tipos que sí la vieron venir. A pesar de que el sector inmobiliario iba en alza y "todo el mundo paga su hipoteca", ellos, cada uno a por su lado, pronosticaron la caída de un sistema que tenía fecha de vencimiento y decidieron apostar en contra pese a las burlas y reticencias de su entorno. Pero, como los locos y los visionarios, creían en lo que hacían. Esta gente existió de verdad y figura en el libro homónimo en el que se basó la película Quien parece tener claro todo desde un principio es Jared Vennet (Ryan Gosling), un tiburón de las finanzas que arrolla con sus argumentos y que convence a Mark Baum (Steve Carell), hiperquinético jefe de una financiera, de seguirlo en su corazonada. Por su parte, Mike Burry (Christian Bale), dueño de un fondo de inversión algo freak (viste solo bermudas y remera, y en su oficina suena Metallica a todo volumen), persuade a sus clientes de comprar bonos a bajísimo precio. Y por último está Ben Ricket (un irreconocible Brad Pitt), viejo lobo de la Bolsa, que intenta introducir en los negocios a un par de jóvenes tan entusiastas como amateurs. Sostenidas por un elenco de peso, Adam McKay expone estas historias de manera coral, aunque en un momento alcanzan a rozarse, como por ejemplo la que une a Baum y Vennet. Es sobre este último donde descansa el punto de vista del film, quien a través de su voz en off anticipa algunos acontecimientos clave. El montaje también juega una carta importante en la película. El derrumbe financiero, que data de al menos tres años previos a su eclosión, es narrado en formato de falso documental, donde abundan los zócalos didácticos que explican el significado de algunos bonos u operaciones, acompañado por imágenes que repasan el contexto norteamericano de aquella época. Para sumar delirio, los actores cada tanto interpelan al espectador a-la-House-of-cards y hay insólitos cameos de estrellas como Selena Gomez y Margo Robbie donde se divulgan conceptos económicos. Un curioso enfoque de la crisis, a mitad de camino entre la ficción y la realidad, que, a pesar de su duración algo extensa, merece la pena verse.
Había muchas fichas puestas en La memoria del agua, la película de Matías Bize, sobre todo teniendo en cuenta el buen antecedente de su anterior trabajo (la multipremiada La vida de los peces). Pero el director chileno no logra sostener un trabajo bastante dispar, incluso con presencias fuertes como las de Benjamín Vicuña y Elena Anaya (el uso de los primeros planos muestra el dolor de sus protagonistas). La historia parte de una pareja en la mitad de la treintena cuya relación comienza a resquebrajarse a partir de la muerte de su hijo. Este suceso es bien manejado a través de un fuera de campo constante (no se mencionan las causas ni las circunstancias del fallecimiento hasta bien entrada la película), pero La memoria del agua resulta un melodrama que se va desinflando de a poco, falto de coherencia y cohesión.