De por sí no es habitual toparse con una película latinoamericana en la cartelera comercial local, pero si se trata de un estreno proveniente de Ecuador podríamos estar hablando de un pequeño milagro. En este caso, Ochentaisiete viene con "ayuda", al tratarse de una coproducción conjunta con Alemania y Argentina. El título remite a 1987, año trascendental en este relato de iniciación. Juan, Andrés y Pablo son tres amigos pre adolescentes que viven en un suburbio de Quito, cada uno acarreando sus propios problemas hogareños. Juan se escapa de su casa porque su padre militar quiere anotarlo en un colegio de esas características y se instala en un cochambroso caserón abandonado, que servirá de refugio para el trío. Por el lado de Andrés, su progenitot abandonó a la familia y su mamá le responde con evasivas cada vez que pregunta por él. Y Pablo es argentino, al parecer hijo de exiliados: un sutil fuera de campo deja entrever que su hermana milita en una agrupación de izquierda y el padre se lamenta por "el quilombo que hay en Argentina" (acaso la referencia es para la revuelta carapintada). La llegada de Carolina al grupo alterará a estos púberes en pleno despertar sexual. El film maneja una linea temporal que oscila entre el citado 1987 y quince años después, yendo y viniendo. Será Pablo el que enhebre ambas épocas cuando, ya adulto, se aparezca de sorpresa en la casa que Andrés comparte con su mujer. Su vuelta a Ecuador sacará a flote un suceso trágico que separó a los amigos y que provocará una agobiante atmósfera de tensión. Hoeneisen y Andrade logran armonizar con fluidez las dos etapas. Película de segundas oportunidades, de heridas sin cerrar, Ochentaisiete establece lazos con el cine de Ezequiel Acuña y del chileno Alberto Fuguet, donde también abundan protagonistas entrados en los treinta y con cuentas del pasado que saldar. Una más que grata sorpresa de una filmografía casi desconocida por aquí.
Pocas películas resultan favorecidas con el nombre que les colocan las distribuidoras locales respecto su título original. No es la excepción The choice, cuya traducción exacta es La decisión pero que en nuestro país fue rebautizada con el insípido En nombre del amor. Esta modificación le resta fuerza a la idea central del film basado en el best seller homónimo de Nicholas Ssparks: qué determinación tomar cuando un ser querido se encuentra ante un cuadro de muerte irreversible, conflicto que la película de Ross Katz desarrolla de un modo edulcorado. Pero antes de bucear en la bioética En nombre del amor transcurre en gran parte como una comedia romántica. A Travis Shaw (Benjamin Walker) no parece faltarle nada: tiene pinta, amigos, una "amigovia", un descansado trabajo de veterinario en el consultorio de su padre y una bucólica casa frente al río. Al lado se muda Gabby Holland (Teresa Palmer), una estudiante de medicina en pareja con un médico del hospital donde hace prácticas. Un pequeño incidente respecto a sus respectivos perros dará paso a un largo flirteo entre Travis y Gabby que acabará en romance. Habrá complicaciones, claro (el novio de ella, el "filito" de él), pero la piezas encajarán milimétricamente como lo dictan los cánones hollywoodenses. El giro al melodrama es tan previsible como la lluvia que lo antecede. No conviene adelantar demasiado, solo que uno de ellos se verá obligado a optar por una resolución drástica o guiarse por su fe. Si la película se dividiera salomónicamente en dos mitades, hay que decir que la primera, amén de sus cursilerías y obviedades, exhibe mejor sus méritos (la innegable química entre Palmer y Walker, el gran trabajo del prestigioso DF Alar Kivilo). ¿El resto? Un tímido intento de poner en el tapete el debate sobre la muerte digna pero que termina siendo moralina para la tribuna.
Luego de un puñado de películas alejadas del barrio de Once (escenario de Esperando al mesías, de 2000, y El abrazo partido, de 2003), Daniel Burman regresa a un universo que conoce y supo transitar como ningún cineasta argentino. En esta oportunidad sin Daniel Hendler (su actor fetiche), el director se interna nuevamente en el costumbrismo judío y los códigos de su zona de influencia. Pero lo hace sin apelar al reciclaje de sus anteriores trabajos. Un indicio de estas nuevas búsquedas es la inclusión de Alan Sabbagh en el rol protagónico, cuya presencia resulta un saludable hallazgo. A Once también retorna Ariel (Sabbagh), un economista treintañero instalado hace años en Nueva York, que vuelve a su patria chica con la idea primaria de que su padre Usher conozca a su novia Mónica (Elisa Carricajo). Pero la chica es bailarina y una competición le impedirá viajar junto a Ariel, por lo cual éste decide partir solo. Descreído de toda ortodoxia y tradiciones judías, Ariel se topará con un mundo que desconocía (o había olvidado). Su familia regentea un fundación que hace las veces de -según el caso- farmacia, carnicería y mercería, donde Usher es un referente barrial (el "Rey de Once" del título) encargado de proveer a los vecinos necesitados. Esta especie de hombre orquesta será un fuera de campo constante, ya que en gran parte de la película solo sabremos de él a través de los insistentes llamados a su hijo para que le resuelva algún asunto o de las deudas que le reclama más de un comerciante. Usher trata de cumplir con todos, pero en este caso la caridad bien entendida no empieza por casa. Cabe aclarar que la institución existe en verdad y es Usher Barilka su cabecilla. En una locación que Burman domina de pe a pa (los contrastes de las calles de Once, atestadas de día y despobladas por la noche), la cámara -por momentos detallista y por otros nerviosa- sigue los pasos de Ariel (notable la gestualidad de Sabbagh), que como un testigo privilegiado asiste perplejo a modos y rituales de los que fue parte alguna vez y ahora le cuesta sentir como propios. En tanto, conocerá a Eva (Julieta Zylberberg), una empleada de la fundación, religiosa hasta el mutismo, que lo acercará a los hábitos del pasado y, a su vez, lo hará reflexionar sobre el futuro. Como sucedía en Derecho de familia (2009), un hijo de treintaitantos deberá asumirse, obligado por las circunstancias, como sucesor natural de su padre. Burman, un hábil narrador con especial tino para los vínculos familiares, logra que esta película de segundas oportunidades resulte entrañable y al mismo tiempo, indagatoria sobre la beneficencia y sus contradicciones. Quizás, como lo ha expresado recientemente, el director deje descansar por un tiempo, no solo a Once sino al mismo cine, y tome nuevos rumbos vinculados a la publicidad. Cualquiera que sean estos, seguramente encontrarán a un realizador en plena forma.
Si se habla de películas sobre toma de rehenes en un colectivo es inevitable mencionar a la brasileña Última parada 174 (2008), basada en un suceso real en el que un adolescente secuestró durante cinco horas a los pasajeros de un bus en Río de Janeiro y que mantuvo al mismo tiempo atrapado a un país frente a la cobertura en vivo de la TV. Comparado con aquel film tan sincero y visceral, Bus 657-El escape del siglo, si bien parte de la misma premisa, es apenas mero entretenimiento con algunas groseras licencias de guión. El inoxidable Robert De Niro encarna aquí al dueño de un casino con perfil mafioso al que llaman El Pope (o El Papa, digamos). En aquel ambiente donde rige la política del garrote, donde no hay piedad con deudores y/o enemigos, trabaja como croupier Vaughn (Jeffrey Dean Morgan), que debe reunir la friolera de 300 mil dólares para operar a su hija de una delicada enfermedad. Luego de solicitar esa suma al Pope, quien no solo se la niega sino que lo amedrenta a través de sus matones, Vaughn decide mexicanear a su patrón. Junto al hombrón Cox (Dave Bautista), uno de los patovicas del casino, y un par de cómplices planearán un asalto a la bóveda del lugar, enterados de que la caja es engrosada por dinero lavado. Pero el atraco no saldrá como lo esperaban y se verán obligados a secuestrar un bus para escapar (el 657 del título). Lo que sigue es una persecución con reminiscencias a Máxima velocidad (1994). Los asaltantes reducirán sin problemas al chofer y a los pasajeros, pero la policía ya está alertada y saldrá tras ellos. Como en toda toma, habrá un negociador (la agente interpretada por Gina Carano) y un referente de los delincuentes, que será Vaughn, cuya serenidad contrastará con los nervios de sus compañeros. No se pretende desde aquí, puesto que se desconoce, enfatizar sobre lo que corresponde hacer en esas situaciones. Pero la adrenalina de Bus 657 no impide plantear juicios desde el sentido común: ¿un colectivo con rehenes puede trasladarse una enorme cantidad de kilómetros escoltado por la policía sin que esta intervenga?: en caso de que la Ley forme una barricada, ¿puede deshacerse en un santiamén por "sugerencia" de los delincuentes? ¿un policía suspendido por una negligencia puede ser reincorporado en el acto, sin la más mínima burocracia? ¿pueden el negociador y el cabecilla estar en un tete a tete como viejos conocidos? Pese a estas situaciones inverosímiles y cierta redención del personaje de De Niro que no aporta en absoluto, la película logra mantener la tensión (mérito de una buena actuación de esa cruza de Javier Bardem y George Clooney que es Morgan) y tiene como agregado una vuelta de tuerca a-la-Nueve-Reinas que suma algún punto. No es poco para una película cuyos objetivos están claros desde su primer fotograma.
Menudo escándalo había provocado Patricia Highsmith. Su novela The price of salt, sobre un amor prohibido entre dos mujeres neoyorquinas, fue censurada 1952 por su temática transgresora (de hecho, la escritora lo firmó con un seudónimo) y se transformó en una especie de libro maldito para la comunidad gay estadounidense. Tuvo que correr mucha agua (y cambio de mentalidad) bajo el puente para que la obra se publique finalmente en 1989, ya con el nombre al pie de Highsmith. Y más de veinticinco años después, Todd Haynes adaptó este drama para su nueva película. Las dos damas son Carol Aird (Cate Blanchett), una elegante mujer de la aristocracia neoyorquina, y Therese Belivet (Rooney Mara), una joven que trabaja en una tienda de regalos. Carol está casada y tiene una hija pero su matrimonio parece haberse marchitado hace tiempo, mientras que Therese tiene un pretendiente que no le otorga demasiada seguridad. Ambas coinciden un día en el local y el flechazo será inevitable. Mujer de clase, toda una vanguardista (recordemos que la acción sucede en la década del 50, cuando la liberación femenina era una quimera), Carol ya había "probado" con alguien del mismo sexo (una amiga que luego será su consejera) e irá de a poco seduciendo a Therese, para quien esta posibilidad se le presentará como un nuevo universo por descubrir. Serán ellas dos contra todos. Con pulso de orfebre, Haynes reconstruye las peripecias de las dos protagonistas (enormes Blanchett y Mara), a las que rodea de una cuidadísima puesta en escena, unos personajes secundarios a la altura y un contexto bien a tono con la época, con sus tabúes y miserias (la escena de la mediación del divorcio de Carol es uno de los tantos grandes momentos). Valiente, conmovedora, sofisticada, verosimil, adjetivos que no le quedan grandes en absoluto a Carol.
Quienes hayan decretado la muerte del punk rock luego de disolución de los Sex Pistols quizás no miraron mucho más allá de Inglaterra. A Estados Unidos, sin ir más lejos. Y a Washington DC en particular. Desde comienzos de la década del 80, la capital norteamericana resultó un bastión donde el sonido se volvió más radical, más veloz y más autogestionado, ya sin "disfraces" como los pelos parados y los alfileres de gancho. Ian MacKaye -cantante de grupos como Minor Threat y Fugazi- fue un ideólogo de aquella movida, con preceptos tales como el straight edge, que implicaba renunciar al alcohol y las drogas. Salad Days (título de un tema de Minor Threat) repasa aquellos diez años a través de un relato coral por parte de sus protagonistas. Aunque es MacKaye quien lleva la voz cantante, hay testimonios de integrantes de las innumerables bandas que poblaron la escena y de rockeros famosos influenciados por esos grupos como Dave Grohl, Thurston Moore y el siempre locuaz Henry Rollins (un abonado a los documentales sobre punk). A esto se le suman videos de recitales (algunos de ellos grabados por el propio Crawford cuando era casi un niño) y muchas, pero muchas fotos en blanco y negro. Documental de formato clásico, compuesto de cabezas parlantes más material de archivo, Salad Days es un registro imprescindible para los fans del hardcore/punk. Para los demás, puede que apenas sea una breve (pero incendiaria) página en la historia del rock.
Pensada en un principio como secuela de la inolvidable Seven, En la mente del asesino pone nuevamente en escena a un criminal que mata en serie y deja una huella (en este caso, una marca en las nucas de las víctimas) a modo de enigma a descifrar. Están abocados al caso dos agentes del FBI, Joy (Jeffrey Dean Morgan) y Katherine (Abbie Cornish), que ante la insistencia del primero convocan a John (Anthony Hopkins), un ex compañero que desde la pérdida de su hija y el abandono de su mujer vive recluído en el campo. John, ex doctor en la agencia, había resuelto en el pasado algunos crímenes apelando a sus dotes de clarividente. Alfonso Poyart plantea un policial en torno a la clásica persecución del asesino a través de las pistas que éste va sembrando, pero a la formula le suma elementos fantásticos (los "poderes" de John, quien no solo puede ver el futuro sino también el pasado). El director brasileño da demasiado por sentado la efectividad de esos métodos paranormales (solo Katherine expresa sus reservas), y así el trío llega a unas conclusiones algo forzadas producto de estas prácticas. Las extrañas alucinaciones del veterano médico (flashbacks y flashfowards) resultan un patchwork visual más para el lucimiento del montajista que para un verdadero aporte a la trama. Misma ostentación le cabe a la música cuando el film coquetea con el melodrama Zorro viejo habituado a las historias de intrigas, Hopkins se mueve como pez en el agua, mientras que la pareja Morgan-Cornish también está correcta en su rol. Pero el afiche de la película muestra también a Colin Farrell. ¿Y el actor irlandés? Aparece bien avanzado el metraje, en circunstancias que no conviene adelantar, aunque su presencia parece un mero aderezo ganchero. Afortunadamente, Seven quedó impoluta de esta desafortunada continuación.
Para hablar de Una buena receta conviene de entrada aclarar algo en defensa de este oficio de mirar películas y opinar sobre ellas: quienes alguna vez se sintieron ofendidos por una crítica cinematográfica quizás desconozcan la implacabilidad en sus juicios y la influencia que profesa crítica gastronómica. Si no, que lo diga el chef Adam Jones, protagonista del film, cuando le pregunta a una conocida reseñadora: "¿Cuántos restaurantes vas a cerrar hoy?" Justo él, que lo que más desea en el mundo es la tercera estrella (estándar de calidad en la crítica culinaria) que otorga la prestigiosa revista especializada Michelín. Adam (Bradley Cooper) viene de pasar una temporada en el infierno. Otrora celebridad, dirigía la cocina de un reconocido restaurante en París pero su adicción a las drogas lo llevó a abandonar este trabajo y terminar, degradado, en otro lugar inferior. Cuando Adam cree que ya cumplió su penitencia, se instala en Londres e intenta reclutar a su antiguo equipo para lanzar un nuevo restaurante en un lujoso hotel. Pero ubicar a sus ex compañeros no será fácil: uno está preso, otros quedaron resentidos con él por su carácter, y así. Finalmente, rearmará el team, al que se le sumará la bonita y eficiente Helene (Sienna Miller), de la que -claro- Adam acabará enamorándose. Una buena receta ahonda en el universo detrás de los mostradores y hace una crítica nada solapada al estatus que adquirieron algunos chefs (prohibido decirles "cocinero"). Adam es una de estas "estrellas": suele ser arrogante y caprichoso, y continuamente humilla a los suyos, pero, como dictan los cánones hollywoodenses, con el tiempo se humanizará. Cooper está bastante bien en ese papel, pero lo que no funciona en la película son algunas situaciones secundarias que aportan poco (la deuda por drogas, con su consiguiente paliza) o bien no están del todo desarrolladas (un presunto romance con la hija de su ex mentor). Como mérito adicional, hay que destacar el trabajo de la fotografía, cuyos planos detalle hacen ver suculentos a los platos y confirman eso de que la comida entra por los ojos.
Así como la película turca Mustang, estrenada hace un par de jueves, mostraba la peor cara de la sociedad patriarcal en Turquía, la cartelera local nos trae otra problemática de aquellas regiones. Mis hijos cuenta la vida de una familia palestina residente en un pueblo israelí, en la que Eyad, el menor de los hijos, es un prodigio. A los doce años está tan aventajado en su colegio que sus padres deciden envíarlo a una prestigiosa institución en Jerusalén, donde se topará con la discriminación que sufren los árabes residentes en territorio "enemigo" y donde también se enamorará de una chica judía. Narrada por periodos que abarcan desde la década del 78 hasta entrados los 90 -con las guerras del Líbano y el Golfo como telón de fondo-, la historia transita la transformación de Eyad: de aquel niño que sabía todas las respuestas hasta el adolescente cada vez más ensimismado, que sufre en silencio su origen (la familia de su novia le prohíbe que se vean). Un programa de voluntariado, en el que cuidará de una adolescente discapacitado, le servirá a Eyad como válvula de escape y, al mismo tiempo, como una ocasión para subvertir su identidad. Film sobrio, en el que la evolución del protagonista (gran tarea deTawfeek Barhom) es acompañada por sólidos personajes secundarios, Mis hijos exhibe por enésima vez en el cine los conflictos entre árabes e israelíes, pero lo hace de manera muy cuidada, sin llegar al golpe bajo, y mostrando un matiz diferente. Para destacar: la excelente banda de sonido, que permite descubrir a más de un grupo de post punk israelí.
Resulta una sorpresa la presencia de Irlanda en los próximos Oscar. De allí es la apenas correcta Broolklyn -nominada a Mejor Pelicula y Actriz-, pero el aporte más significativo del país del trébol es La habitación, que viene arrastrando premios y elogios de otros festivales, y seguramente dará que hablar en la definición de la Academia (es candidata a cuatro estatuillas, incluyendo Mejor Película y Director). Basada en el best seller homónimo a cargo de Emma Donoghue, la película de Lenny Abrahamson es ambiciosa desde su planteo inicial y pudo haber sido más sólida en su segunda mitad, pero no por ello deja de ser una propuesta singular, y, al mismo tiempo, cautivante y perturbadora. Jack (Jacob Tremblay), de cinco años, y su madre Joy (Brie Larson), de unos veintitantos, viven encerrados en un pequeño cubículo sin ventanas (apenas un tragaluz) y lo justo para no salir de allí (cama, sanitarios, cocina). Claro que este hacinamiento no es voluntario: llevan siete años secuestrados por un hombre intrigante al que llaman Viejo Nick (Sean Bridgers), lo que obligó a Joy a sostener un pequeño universo de reglas propias. Aislados como están, su hijo tiene serios problemas para discernir qué es real y qué no, distorsión que cataliza a través de un vieja televisión. La enrarecida primera hora de La habitación deja más preguntas que certezas: ¿Cómo llegaron Jack y Joy allí? ¿Cuál es el vínculo con su captor? ¿Nadie de afuera reclama por estos dos prisioneros? ¿Están resignados a vivir así por el resto de sus días? Las dudas irán despejándose de a poco (aunque nunca del todo), a medida que consideren la posibilidad de escaparse. Pese a que la primera etapa transcurre en ese sórdido único ambiente, la película no está ni cerca de considerarse teatro filmado. La segunda hora del film encontrará a Jack y Joy ya en la calle. No conviene precisar las circunstancias que los devolvieron al exterior, ni tampoco adelantar demasiado lo que ocurrirá de ahora en más. Solo podría decirse que la adaptación al mundo real no será fácil y que la trama, si bien mantiene parte del agobio del tramo anterior, se volverá más convencional, dejando incluso algunos cabos sueltos. De todas maneras, el saldo es más que positivo, y si Hollywood no premia a la película, al menos debería reconocer al tour de force entre Larson y Tremblay, sostenes de esta punzante experiencia.