A los 56 años, Liam Neeson, quien había protagonizado La misión (1986) junto a Robert De Niro y había sido nominado a un Oscar por su rol en La lista de Schindler (1993), se volvió una estrella del cine de acción gracias al inesperado suceso global de Búsqueda implacable (2008), un exponente típico del rubro de los thrillers de mediano presupuesto, tan derivativo como su título en castellano aunque con algunas escenas inspiradas gracias a la participación creativa de Luc Besson. Este éxito no solo abrió la puerta a dos secuelas, sino a todo el subgénero “thriller de Liam Neeson”. En estas películas, que ya se apilan en su filmografía, el hoy septuagenario actor interpreta más o menos al mismo personaje: un vengador solitario e irreductible en una cruzada para borrar de la existencia a toda organización o individuo que haya osado hacerle daño. Si bien este nuevo film no es una excepción, se guarda algunos ases en la manga. Uno de ellos es que tiene una premisa novedosa: un asesino a sueldo cuya eficacia se ve afectada porque padece Alzheimer. La idea, sin embargo, está usada a un fragmento de su potencial porque no pasa de ser un dispositivo narrativo crudo: la enfermedad aparece intermitentemente para poner obstáculos en las acciones del protagonista y desaparece mágicamente cuando la narración tiene que pisar el acelerador. Neeson nunca es mucho menos que una especie de Terminator con déficit de atención. Desde luego que nadie podría esperar una representación realista de esta dolencia en un thriller de acción pero sí que el concepto aparezca integrado orgánicamente al relato, tal como lo estaba, por citar el mejor ejemplo del caso, en la muy superior Memento (film que éste cita a través de la presencia de Guy Pearce, protagonista de la película de Nolan). El otro as de Asesino sin memoria es que presenta, en particular en el tercer acto, algunas vueltas de tuerca inesperadas. Eso, el buen elenco y un lazo más fuerte del habitual con los personajes amorales característicos del cine negro son sus méritos más destacables. En su mayor parte, sin embargo, el film (basado en la película belga de 2005 La memoria de un asesino) sigue una fórmula gastada. Neeson es un asesino imparable que decide no llevar a cabo uno de sus últimos encargos porque implica el asesinato de una adolescente y así se pone en la mira telescópica de sus empleadores: una red de tratantes de personas. Pearce es un detective oleaginoso, cuya cabellera recuerda el piso de un taller mecánico, quien es el encargado de seguir el caso y Monica Bellucci encarna a la jefa de la organización criminal, una belleza entrada en años obsesionada con frenar su envejecimiento. Curiosamente, la edad avanzada es tratada como un problema para el personaje femenino, que tiene alrededor de 55 años, y no para el hombre, que tiene 70 y Alzheimer. Si bien esta nueva iteración de los policiales de Neeson tiene algunas sorpresas, lo más probable es que no permanezca en la memoria de nadie por demasiado tiempo.
Una bicicleta es robada. Un automóvil no arranca. Un soldado llama a su esposa desde Afganistán. Un supremacista blanco viaja en tren. Un matemático cede su asiento a una mujer. Se produce un desastre ferroviario. Esta acumulación aleatoria de acontecimientos, que recuerda una de las heteróclitas enumeraciones borgeanas, puede también ser una cadena causal que lleva a un asesinato. Al menos esa es la conclusión que saca Otto (Nikolaj Lie Kaas), el matemático que cedió su asiento a la mujer, una de las víctimas de la masacre ferroviaria. Junto a sus estrafalarios asociados, el nervioso hacker Lennart (Lars Brygmann) y el muy irritable técnico informático Emmenthaler (Nicolas Bro) Otto concluye, tras un sesudo análisis estadístico, que la tragedia en realidad fue un atentado planeado para terminar con la vida del supremacista blanco, quien estaba por declarar en un juicio contra su banda. La muerte de la mujer fue un daño colateral. El trío de nerds intenta llevar su teoría apoyada en complicadas fórmulas probabilísticas a las autoridades pero, previsiblemente, resulta ignorado. Acto seguido, deciden contactar al viudo de la mujer, Markus (Mads Mikkelsen), el soldado que regresó de Afganistán, para que al menos conozca las verdaderas razones del deceso de su esposa. Markus, un hombre de acción que no sabe cómo vincularse con su hija en sus nuevas circunstancias, resulta mucho más receptivo que la policía y se convence de las explicaciones de sus singulares visitantes y también, inesperadamente para ellos, de hacer algo al respecto. Lo que sigue es una venganza digna del Antiguo Testamento, más o menos como las de los recientes thrillers de Liam Neeson (si los thrillers de Neeson fueran también comedias negras y reflexiones filosóficas sobre el sinsentido de la existencia). Tras la masacre del ferrocarril, los personajes centrales empiezan a buscar un propósito en la tragedia. Mathilde (Andrea Gadeberg), la hija de Markus, escribe en la pared de su habitación todos los acontecimientos que llevaron a la muerte de su madre. Sus anotaciones, al principio, tienen la forma de una cruz pero pronto se vuelven un laberinto indescifrable. A diferencia de sus modelos cinematográficos norteamericanos, donde vengadores profesionales tienen total certeza de las razones de los sucesos que los golpean, así como de la equidad de su brutal respuesta, aquí los personajes persiguen esa misma certeza, pero la película se las niega, sugiriendo que el azar es lo único que comanda la realidad. El título (el original es “Jinetes de la justicia”) es enteramente irónico: si bien los personajes terminan ejerciendo una cierta forma de justicia por mano propia, en modo alguno es la que planeaban. Además de éste, Justicieros toca temas como la discapacidad física, la muerte de un hijo, la esclavitud sexual, el abuso y el trauma psicológico severo pero se las arregla para hacerlo con humor y a la vez con una gran compasión por sus personajes. Es un ejemplo mayúsculo de cómo tomar los tropos del cine de género que nos resultan tan gratificantes y cargarlos de un sentido nuevo que nos lleva, también, a reflexionar sobre nuestra respuesta mecánica a ellos.
Tras el éxito de Kiss Ass (2010), el guionista, productor y realizador Matthew Vaughn buscó repetir la fórmula y adaptar otro cómic del reconocido guionista escocés Mark Millar. Así, su serie de historietas The Kingsman, que vuelca el habitual tratamiento irreverente del autor sobre superespías à la James Bond, dio pie a dos películas, El servicio secreto (2014) y El círculo dorado (2017). Aunque éstas se concentran en agentes encubiertos dedicados al espionaje internacional, dado su origen, tienen el estilo excesivo y maximalista de los relatos de superhéroes. También están recargadas de una ironía un poco forzada, como si todo estuviera hecho con una sonrisa superada y cómplice con la audiencia. Así como la monumental This is Spinal Tap! hace imposible que nos volvamos a tomar en serio la debacle y los excesos de una banda exhibidos en un documental de rock, en estos film la sobrecarga jocosa de “britaneidad” y su juego hiperbólico con los tropos del género por momentos los acercan, involuntariamente, a la parodia de Austin Powers, algo que desactiva toda pretensión de intensidad. La buena recepción de estos dos film llevó, inevitablemente, a la tercera parte que se estrena esta semana. Con un nuevo guionista (Karl Gajdusek de Oblivion, además de Vaughn) esta nueva entrada toma un camino distinto que las anteriores: es una historia de “origen”, que lleva la acción a las primeras décadas del siglo XX y explica cómo una sastrería de Saville Row llegó a ser el epicentro del espionaje británico. También limita las secuencias maníacas y no siempre demasiado motivadas de las anteriores: The King’s Man es, a la vez, una especie de drama familiar y una historia de trincheras de la Primera Guerra que, recién en el tercer acto, se reencuentra con las demenciales escenas de acción que eran la promesa implícita de la saga. La película presenta un elenco de figuras históricas como el archiduque Franz Ferdinand (Ron Cook), Gavrilo Princip (Joel Basman), Mata Hari (Valerie Pachner), el zar Nicolás II (Tom Hollander) y, sobre todo, Rasputín (Rhys Ifans), el villano que enfrentan los héroes Orlando Oxford (Ralph Finnes), Polly (Gemma Arterton) y Shola (Djimon Hounsou). Como queda claro por los nombres reconocibles, la trama involucra una versión alternativa de los acontecimientos que llevaron a la Gran Guerra, manipulados por una mente maestra que maneja los hilos desde las sombras. En su revisionismo, aparece una obligada pátina de corrección política cuando se hace explícito un mensaje antiimperialista (en un innecesario flashback, Oxford explica la injusticia de la dominación británica en los territorios de ultramar) aunque, a la vez, la historia implica una cerrada defensa de la corona británica. El problema de la película, sin embargo, no es esta coctelera ideológica sino la decisión de reemplazar el exceso y la farsa de las primeras por una seriedad tediosa que solo se espabila en un buen combate cuerpo a cuerpo musicalizado con la obertura 1812 y en el clímax del film. King’s Man: el origen es una película de acción que quiere ser alguna otra cosa, pero no logra ser completamente eficaz en ninguna.
El cine de acción y ciencia ficción está, en la escala del prestigio fílmico, apenas un escalón por encima del porno y los videos de Tik Tok. Por eso Matrix (1999) puede ser reconocida como un ejemplo logrado del rubro pero no como lo que realmente es: una de las mejores películas de la historia. Aunque habrá quien sienta que esta calificación es excesiva, sus atributos son comparables a los de, por ejemplo, Vértigo (1958), que sin controversia encabeza actualmente la lista de mejores films según el British Film Institute (y a la que Matrix cita explícitamente en su persecución por los techos del comienzo, en su paleta de colores dominada por el verde y en las circunstancias de su protagonista, que vive en una fantasía manufacturada). El rasgo más ponderado de Vértigo es su innovación formal impecablemente integrada al contenido. Hitchcock creó un nuevo tipo de imagen, que rápidamente se incorporó a la gramática del cine, para representar la alteración de la percepción de su personaje central: el llamado dolly zoom, un efecto visual con el que parece alterarse la perspectiva. Análogamente, las Wachowski crearon el bullet time, que también se sumó al repertorio del cine, en el que la cámara se mueve libremente dentro de una imagen congelada y que expresa a la perfección un mundo en el que es posible romper las reglas de la realidad. En ambas se debe ponderar su complejidad narrativa, manifiesta en su cautivante lógica de pesadilla y en sus impredecibles vueltas de tuerca. También, su densidad conceptual: Matrix debe ser la única película de artes marciales que toma sus ideas de la obra sobre el simulacro de Jean Baudrillard. Conociendo la historia personal de las realizadoras, el rito de pasaje de los protagonistas, que abandonan una vida impuesta de apariencias, también puede ser entendido como una metáfora sobre la transición de género. Quienes gusten de la autorreferencia podrán ver en la trama una alusión al desplazamiento del cine (y del mundo) analógico por el digital. Las lecturas posibles del film, tal como señalan los personajes en la nueva película, se cuentan por decenas. Finalmente, hay que destacar la inoxidable vitalidad y eficacia de ambas obras a la vez como arte y entretenimiento popular. La diferencia entre los realizadores es que Hitchcock logró todo esto varias veces a lo largo de su carrera y las Wachowski, solo una. Así como la primera funciona en todos los frentes, aquí lo que parecía un universo perfectamente construido expone sus fallas. Tal como en la original, eventualmente Neo toma la pastilla roja y despierta en el mundo real, donde empieza a recordar su historia (que es la de su videojuego, de modo que no está claro qué es lo que olvidó). Liberado, Neo se dispone a rescatar a Trinity (Carrie-Anne Moss) quien también olvidó su pasado, está casada literalmente con un “Chad” y tiene dos hijos. Paradójicamente, en nuestro mundo de tribus y “realidades” particulares e irreconciliables, la película no enfatiza su muy actual teoría del simulacro sino el anticonformismo. A su favor, hay que decir que tiene una melancolía que da mayor resonancia emocional a los personajes (pero como está siempre en modo irónico, no se priva de mencionar su propia melancolía, cosa que la anula un poco). Otro mérito es que no es habitual en Hollywood es el hecho de que la protagonista de su historia de amor sea una actriz de 55 años como Moss. Pero ni esto, ni su comentario sobre sus condiciones de producción, pueden disimular que nada en este film tiene la relevancia de siquiera un minuto de la película original.
El nido está confeccionada como un enigma. En un prólogo que sucede diez años antes de los eventos centrales, un hombre secuestra a un niño mientras duerme y se da a la fuga en medio de la noche. Durante su escape es perseguido y vuelca con su vehículo. Ya en el presente del relato, que luce como si en Instagram hubiera un filtro “años 60 pero tristes” descubrimos que este hombre –el padre del chico– falleció en el accidente y que su hijo, Samuel (Justin Korovkin) quedó lisiado y al cuidado de su madre en una vieja mansión. Su vida es solitaria, austera e infeliz: clases piano por la mañana, tratamientos para cuidar sus piernas irremediablemente paralizadas por la tarde. Su madre, con el pelo recogido y la ropa antigua y oscura del estilo impuesto por las institutrices crueles, le habla acerca de construir una nueva sociedad, mientras que otros familiares se cuidan de no mencionar el mundo exterior, que está vedado. A esta existencia opaca llega Denise (Ginevra Francesconi), un chica un par de años mayor que Samuel, empleada con el personal de servicio. Tras un escozor inicial, Denise empieza a sentirse tan intrigaba con el chico como él con ella. Su vínculo queda sellado cuando ella le presta su iPod con un track de los Pixies. Ah, entonces no estábamos en el pasado. Sigue el desarrollo del vínculo romántico entre estos dos adolescentes, que es puntualmente escandido por escenas que resultan inexplicables (que no serán reveladas para no spoilear), y que apuntalan el misterio: ¿qué sucede aquí? ¿son fanáticos religiosos? ¿fantasmas? ¿los niños están muertos y no lo saben? Esta película italiana, que reparte sus deudas entre los títulos de horror de Mario Bava y La aldea, de M. Night Shyamalan, se desarrolla lentamente. No hay jump scares o las imágenes monstruosas (salvo por una breve pesadilla) a las que nos acostumbró el terror norteamericano actual, sino que se apuesta a crear un clima tétrico sostenido por la intriga. Hay escenas que no funcionan -el prolongado y absurdo momento en que el médico residente en la mansión administra un electroshock mientras baila siguiendo los compases de “La gazza ladra” de Rossini, una música que automáticamente refiere a La naranja mecánica, es uno de los más notorios– pero el escollo mayor es que el realizador, tal como le sucede a Shyamalan, está mucho más interesado en sorprender con la revelación final (que sucede en los últimos 120 segundos y no es enteramente impredecible) que en construir una historia sólida durante los 105 minutos previos de metraje. De hecho, aun conociendo el final, mucho de lo que sucede sigue pareciendo gratuito. El “nido” del título y la trama en general aluden metafóricamente al temor a crecer y abandonar la protección de la vida familiar. Este tema y el romance adolescente probablemente habrían encontrado un mejor desarrollo sin la imposición de ser el sostén de un final inesperado.
Edgar Wright camina por el lado oscuro de la nostalgia Protagonizada por Anya Taylor Joy y Thomasin McKenzie, el film se entrega de lleno a la reconstrucción del swinging London para construir una historia de fantasmas Eloise (Thomasin McKenzie) es una aspirante a diseñadora de modas fascinada con el swinging London. Su cuarto es una suerte de museo personal con carteles de Carnaby Street (la legendaria calle de la moda del Soho donde nació el estilo “mod” y bandas como The Small Faces o The Who compraban su ropa) y una permanente banda sonora de chanteuses icónicas del período como Cilla Black o Petula Clark. El realizador Edgar Wright (Shaun of the Dead) siempre demostró una devoción idéntica a la de su protagonista por la cultura pop del pasado, solo que ésta es la primera vez en que excede la referencia oblicua (una canción retro, una alusión a un film clásico) para entregarse de lleno a la cita y a la reconstrucción de otra era. También es la primera vez que su mundo insistentemente masculino de nerds y losers se disuelve para dejar lugar a una mujer en el protagónico. La película no solo recrea al Soho londinense de los años 60 sino que arma una red de citas de un conjunto de films característicos de la década como Tres rostros para el miedo (Michael Powell, 1960) o Repulsión (Roman Polanski, 1965) y, de modo más general, recupera formas creadas por el giallo (los thrillers italianos capitaneados por Mario Bava y Dario Argento) y los títulos de la legendaria compañía Hammer. En ese pastiche estilístico recala la protagonista, una huérfana que deja la casa de su abuela (interpretada por Rita Tushingham, protagonista de la definitoria The Knack... y cómo lograrlo) y llega al Londres contemporáneo para estudiar diseño de modas. Tras un cruce con una compañera petulante en el moderno dormitorio de la universidad, decide alquilar un cuarto mucho más a su gusto, preservado tal como era hace seis décadas por la estricta señora Collins (Diana Rigg, protagonista de Los Vengadores, que falleció poco después del rodaje y a quien está dedicado el film). En su primera noche en su cuarto anclado en el pasado, Eloise sueña con el viejo Soho: como suele suceder, el pasado está sobresignificado y cada automóvil es icónico y en cada sala de cine se estrena un clásico. En el sueño aparece una joven cantante llamada Sandie (Anya Taylor-Joy), quien aspira a convertirse en la estrella de un club del lugar. Eloise se ve reflejada en Sandie (por una serie de ingeniosos efectos visuales, ambas se alternan en el rol) y en sus deseos de triunfar en la ciudad. En las noches sucesivas, queda claro que no se trata de una ensoñación, sino que Eloise viaja de algún modo inexplicable al pasado, donde se vuelve una testigo de las vicisitudes de la vida de su doble. Sandie, seductora y segura de su talento, empieza una relación con el atractivo Jack (Matt Smith), quien pronto se revela como un matón y ubica a Sandie en un club nocturno donde jamás logra cantar una canción sino que es apenas corista de un show erótico para luego ser forzada a prostituirse. En este punto, lo que parecía una película de iniciación y de fantasía retro se vuelve algo mucho más oscuro y comienza “una de fantasmas”. Eloise, quien tiene la habilidad de ver a los muertos, empieza a ser acosada por los espectros de los viejos clientes de Sandie que quizás la hayan asesinado y todavía se muestran sedientos de sangre. En su juego nostálgico, Wright a la vez glamoriza y desmitifica el pasado. Claramente intenta hipnotizarnos con el modo en que luce, pero no tanto como para que dejemos de notar que existió un lado oscuro. Su película recargada de canciones de celebridades de los 60 muestra la contracara de esas historias de éxito: la de una aspirante a artista reducida a un objeto por los hombres que la rodean. Si bien esta idea es contundente, las herramientas que utiliza para transmitirla no terminan de funcionar. Los componentes de terror son de mediano voltaje y dificilmente seduzcan a alguien interesado en el género. Su historia es a la vez forzada y predecible. Las vueltas de la narración son insólitas incluso para la lógica onírica que puede dominar en este tipo de films y las identidades de quienes rodean a Eloise dejan de ser un misterio bastante antes de que la película las revele. Wright es un realizador talentoso probado en la comedia y la acción. En este ejercicio de estilo que recrea el que parece su cine favorito, su talento brilla en escenas aisladas mucho más que en la totalidad.
La novela Duna de Frank Herbert se publicó en 1965 y pronto ganó fama de infilmable. Una previsiblemente cancelada versión de 10 horas a cargo del “psicomago” Alejandro Jodorowsky y la fallida adaptación de 1984 de David Lynch sellaron ese diagnóstico. Sin embargo, en nuestra era de imparable reciclaje cultural ningún artefacto que tenga un público potencial (el libro de Herbert es la novela de ciencia ficción más vendida de la historia) será dejado en paz. Esta nueva versión, encargada al canadiense Denis Villeneuve (Blade Runner: 2049) claramente reconoce a la obra de Lynch como el mapa de errores a ser evitados: es mucho más fiel a la letra de la novela y, más importante, impone claridad y se da tiempo para desarrollar su laberíntica trama (incoherente en la versión de Lynch). También retoma algunas de las virtudes de ese film. El mayor mérito en ambas adaptaciones es la creación de mundos: tal como Lynch, Villeneuve demuestra una extraordinaria creatividad para transmitir la “otredad” de una cultura alienígena, en particular cuando presenta rasgos ominosos. Así, los mundos tétricos de los Harkonnen y de los Sardaukar, fanáticos soldados imperiales, toman rasgos de la siniestra morfología de los insectos y de la imaginería fascista para plasmar la crueldad de un modo sobrecogedor. La majestuosidad tanto de El triunfo de la voluntad como de Lawrence de Arabia también está en la hoja de ruta de esta versión. El estilo evocativo, pausado y tendiente a la grandilocuencia de Villeneuve, que funcionó tan bien en La llegada, aquí se encuentra con un relato épico que, por momentos, requiere otro nervio. La película es la primera parte de dos y, como tal, presenta una historia inconclusa que reduce la marcha tras presentar a los personajes centrales (encabezados por Timothée Chalamet, en el rol del “elegido” Paul Atreides) y su conflicto (la disputa política y bélica por la especie mélange, la commodity más valiosa del universo). El antagonista principal, el barón Vladimir Harkonnen (interpretado por Stellan Skarsgard como si fuera el Brando de Apocalipsis Ahora con problemas glandulares) es el personaje más interesante del film pero casi no aparece (como todo monstruo, brillará en el último acto, que se verá en la segunda parte de la historia, aún no filmada). Esta película es, sin dudas, la mejor versión de Duna, sin embargo, sus mayores méritos se concentran en la creación de fascinantes imágenes panorámicas. Su intermitente flaqueza narrativa vuelve a poner de manifiesto que algunos libros acaso no deban ser llevados a la pantalla.
Liam Neeson, un ladrón arrepentido que necesita nuevas ideas La película, que vuelve a tenerlo como un héroe de acción septuagenario, es tan derivativa como su título, la acción es de mediano octanaje y la trama, predecible e irrazonable a la vez En un famoso ensayo titulado “Nuestro pobre individualismo”, Borges argumentaba que ciertos policiales norteamericanos no funcionaban en nuestro país porque el argentino tiende a desconfiar de la ley y a identificarse con el delincuente. Si eso es cierto, esta película no tiene chance alguna, dado que Liam Neeson interpreta allí a un experto en reventar cajas fuertes que decide entregarse a la justicia por amor y devolver los 9 millones de dólares que logró en sus robos de guante blanco a instituciones bancarias cuyo prontuario probablemente sea peor que el suyo propio. La improbabilidad de que su pareja prefiera a un delincuente reformado y pobre a uno reformado y rico no lo desalienta. En su encuentro con el FBI, los oficiales ven en este insólito arranque de honestidad una oportunidad de salir de perdedores y no solo le roban el dinero sino que hieren gravemente a su chica (Kate Walsh de Grey’s Anatomy). Tal cosa da pie al esperado momento en que el casi septuagenario actor se convierte en una máquina imbatible de destruir malhechores y tiene la oportunidad de enunciar una amenaza mortal en su tono shakespeariano. En este caso, la deficiente “Oficial Nivens, voy a por usted” no puede competir con la célebre de Búsqueda implacable, el policial que a los 56 años convirtió a Neeson en una estrella de acción. Esta película es tan derivativa como su título, la acción es de mediano octanaje y la trama, predecible e irrazonable a la vez. En la última década, los thrillers de Neeson no decayeron tanto como para que se entregue a la justicia pero por éste, al menos, debería devolver el botín.
Chris Rock es un humorista ambicioso. Su segunda película como guionista y realizador, Creo que amo a mi mujer (2007) está inspirada de El amor a la hora de la siesta (1972) de Eric Rohmer, y la siguiente, Top Five (2014), incursiona en el universo de Woody Allen de modo más competente que la última decena de films del propio Allen. En su protagónico de la cuarta temporada de Fargo, se corrió de su zona de confort y demostró que tiene rango para el drama. Es lícito preguntarse, entonces, ¿qué hace al frente de la novena película de la franquicia de El juego del miedo? La respuesta es: “No mucho”. En un muy tardío intento de reinvención, Espiral invoca una poco convincente referencia a Black Lives Matter al hacer de la violencia policial la excusa para su intrincada y metódica tortura de personajes moralmente cuestionables, el gancho de la serie. Acaso este insospechado interés por la justicia social del sociópata asesino que protagoniza la franquicia haya atraído a Rock, junto a la oportunidad de demostrar la versatilidad de una auténtica estrella. Esto último, sin embargo, no aparece. Si bien Rock puede hacer funcionar semidormido el único momento ingenioso del film (el monólogo sobre si Forrest Gump murió de sida o no), cuando debe enunciar seriamente líneas de calidad deficiente, su interpretación es muy fallida. La trama policial es todo esquemática y trillada que puede ser porque solo funciona como el sistema de soporte de las escenas de tortura que, tras ocho títulos similares, no traen sorpresa alguna.
La primera escena de este nuevo film de Guy Ritchie (Snatch: cerdos y diamantes) muestra el robo a un camión blindado desde el punto de vista fijo de lo que parece una cámara de seguridad mal encuadrada en el interior del furgón. Esta aproximación minimalista a una escena de acción resulta novedosa, en particular en una película del habitualmente maximalista Ritchie, quien suele usar todo el arsenal de efectos a su disposición, como jump cuts, congelados, intertítulos con mucho diseño gráfico y más, para expresar su mensaje que es “mírenme, acá hay un director”. Siguiendo el tono establecido en ese inicio, esta película va en sentido contrario del resto de su filmografía: baja abruptamente el nivel de exhibicionismo y pirotecnia audiovisual para concentrarse en la historia y sus personajes. Aunque hace tiempo que no tiene la vitalidad que mostraron sus primeros trabajos, finalmente Ritchie llegó a la mediana edad y eso no es una noticia del todo mala. Su estrella habitual Jason Statham interpreta a H, el nuevo empleado de una transportadora de caudales que a lo largo del metraje sufre tantos robos que no se entiende por qué alguien la contrataría. H pasó el psicofísico con lo justo y no parece especialmente ducho en el manejo de armas de fuego, aunque carga con una intensidad que indica que bajo esa máscara de estudiada mediocridad hay algo más. Cuando en su primer viaje en un blindado sufre el ataque de una banda delincuentes, no solo salva a sus compañeros y la totalidad del dinero, sino que ejecuta a los seis malhechores con disparos quirúrgicos. Desde ese momento, el relato se mueve libremente en el tiempo para establecer la historia y las verdaderas motivaciones del personaje, al punto de que vuelve varias veces sobre las mismas situaciones desde distintos puntos de vista (y la curiosa escena inicial cobra un nuevo sentido que la justifica). Aunque se nos dice que se trata de una remake del film francés Asalto al camión del dinero (2004), estilísticamente la película es mucho más deudora de la severidad monocromática de Michael Mann en la similar Fuego contra fuego. Ritchie maneja su relato laberíntico con mano firme, pero la necesidad de reiterarse para buscar claridad y ubicarnos en el laberinto hace que la narrativa no siempre fluya. No hay aquí mucha lógica interna ni personajes complejos sino apenas otra aparición del frecuente tropo de la venganza de proporciones bíblicas que, a su modo mecánico, primitivo y brutal, resulta muy satisfactorio.