Nueva incursión en el horror de M. Night Shyamalan, con un film cargado de preguntas filosóficas El director de Sexto Sentido adaptó para la pantalla grande la novela gráfica Sandcastle, del francés Pierre Oscar Levy, con un resultado algo dispar Tras leer la novela gráfica Sandcastle (2011), escrita por el francés Pierre Oscar Levy y dibujada por el suizo Frederik Peeters, M. Night Shyamalan dijo que su vida cambió. Es comprensible el interés del realizador nacido en la India por este relato que presenta, tal como sus propias películas, un interrogante filosófico universal envuelto en un misterio inescrutable y cautivante. En el proceso de adaptación al cine, Shyamalan incorporó algunos de sus rasgos autorales recurrentes para hacer propia la historia: los peores diálogos imaginables fuera del mundo del doblaje de las telenovelas turcas y un final “inesperado” tan forzado que degrada todo lo que se contó hasta ese momento a un episodio fallido de La dimensión desconocida. El resto, que se mantiene más cerca del cómic original, resulta más ameno y consistente. Dado que tanto el afiche como el trailer exponen la mayor revelación de la historia, no hay razón para no hacer lo mismo: los protagonistas (una familia con dos hijos que intenta capear un divorcio, un cirujano con una esposa mucho más joven y una niña pequeña, una pareja interracial y un rapero famoso) llegan a una playa paradisíaca en la que pronto descubren un horror inefable. Y es que a través de cambios cada vez más notorios en la fisonomía de los niños, se hace evidente que, por más inexplicable que resulte, en ese lugar el reloj biológico avanza de modo anormalmente rápido. Alguien calcula que todos sufren un año de envejecimiento cada media hora. A ese paso, la mayoría de los varados (por un sortilegio apenas explicado no es posible abandonar la playa) no pasará la noche. Esta temporalidad voraz tiene otras consecuencias como heridas que se cierran al instante o enfermedades que se desarrollan a un ritmo exponencial y con efectos monstruosos para sus víctimas. La metáfora de este elemento fantástico refiere a la futilidad de la existencia, a la angustia ante la fuga de cada instante, que se vuelve mucho más notoria cuando todo lo que podemos hacer con nuestro tiempo es un castillo de arena que será lavado por el mar. A escala cósmica, los hechos una vida normal no dejan una huella mayor. El comic siembra este viejo tópico de la filosofía de modo evocativo y enigmático, mientras que en la película de Shyamalan se diluye en la preparación de una vuelta de tuerca “sorpresiva” e innecesaria porque M. Night no puede consigo mismo. A pesar de que nos enrostra nuestra finitud, Viejos no es el peor modo en que podemos pasar 108 minutos de nuestra breve vida.
Competente secuela que envuelve una nueva metáfora sobre la paternidad La segunda entrega de la película dirigida por John Krasinski vuelve sobre la invasión de monstruos que acaba con gran parte de la civilización y salta en el tiempo hacia el presente de la familia protagónica Un lugar en silencio fue una anomalía: una película de terror protagonizada, coescrita y dirigida por un actor asociado habitualmente a la comedia (John Krasinski, “Jim” en The Office) que, con un presupuesto de solo 17 millones de dólares, recaudó casi 350. Sin explicaciones, la película nos ubica en un futuro inmediato donde hay monstruos que atacan todo lo que produce ruido, al punto de arrasar con, aparentemente, gran parte de la civilización. ¿De dónde provienen? ¿Cómo destruyeron todo? No lo sabemos y no importa. El planteo minimalista adelgaza el relato hasta lo único que realmente necesita: una amenaza convincente y un protagonista (una familia aislada con una madre a punto de dar a luz) cuya supervivencia nos interesa. Esta inevitable secuela abandona la reducción a lo indispensable y repone toda la historia que acertadamente se venía esquivando: desde el origen de las criaturas hasta el estado de cosas entre los grupos de sobrevivientes. Paradójicamente, mientras más sabemos de este mundo, más inconsistente resulta. Si se nos dice que los monstruos llegaron a nuestro planeta en un asteroide que impactó en Estados Unidos es inevitable que nos preguntemos, además de cómo sobrevivieron a la colisión, cómo hicieron unas criaturas apenas más rápidas, fuertes e inteligentes que un animal salvaje para conquistar a una civilización tecnológica y global en pocos meses. Quizás haya mucho más por descubrir (ya se anunció una tercera parte) pero, al momento, el argumento presenta agujeros por los que un asteroide pasaría limpiamente. Si bien la primera parte recibió algunas críticas en clave ideológica (¿en la era Trump una película nos dice que tenemos que callarnos?), su metáfora parecía más orientada a expresar los terrores ante la paternidad que ante la política: a qué lugar hostil traemos a nuestros frágiles hijos. Esta segunda parte retoma ese tema y el horror canaliza la ansiedad del momento en que los hijos deben enfrentarse solos al mundo. Las buenas actuaciones, en particular de Emily Blunt y la actriz sorda Millicent Simmonds, potencian la empatía con ese problema. Las escenas de acción preservan su efectividad, pero esta vez alcanzan su pico demasiado rápido: el momento más dinámico de la película es el prólogo, un flashback que cuenta el primer día de la invasión y que guarda cierta similitud con el primer acto de La guerra de los mundos de Steven Spielberg. Desde ahí, todo va ligeramente cuesta abajo.
Tras el éxito de El silencio de los inocentes, los años 90 nos dieron el ascenso de un nuevo monstruo cinematográfico: el asesino serial. La década no se privó de saturarnos de films análogos, aunque solo Pecados capitales reprodujo su impacto. El propio Denzel Washington protagonizó dos: El coleccionista de huesos y Poseídos. Esta nueva película nos devuelve a ese pasado no solo porque trata sobre la persecución de un asesino serial en 1993, sino también porque el guion fue escrito durante ese momento y permaneció tres décadas sin rodarse. La inescrutable razón por la que logró materializarse ahora es quizás el mayor misterio de este film. La historia es abiertamente deudora de los dos clásicos mencionados, con varias escenas calcadas de ellos, incluido su clímax, en el que el detective novato enfrenta al asesino en el desierto. Como los clones de aquella década, éste no aporta variantes e insiste con los tópicos habituales y lóbregos acerca de la imposibilidad de hacer justicia. Denzel Washington ejerce su habitual solvencia para el rol del policía veterano, desencantado y deprimido. Sin embargo, Rami Malek, como el compañero más joven y que aún cree en la eficacia de la ley, resulta tan afectado que parece teletransportado no ya desde otro film sino desde otra galaxia. Se entiende que debe “dar” cool y remoto, pero parece como si fuera un alien de sexualidad fluida que aún no entiende bien cómo se comportan los humanos. La naturalidad de Washington multiplica la anormalidad de su casting. La política de géneros del film es también un regreso a otra era, dado que aquí las mujeres son víctimas, asistentes o esposas, y esto sella el anacronismo generalizado.
Aunque Nuevo Mundo es un planeta distante, luce casi igual al nuestro durante la colonización del lejano oeste, salvo que los colonos son acosados por el “ruido”: inexplicablemente, sus pensamientos pueden escucharse e incluso proyectan imágenes vaporosas que los rodean como un halo. La mujeres son inmunes al “ruido” y por esa razón, se nos dice, fueron asesinadas por los hostiles aborígenes del lugar. Aquí se estrella Viola (Daisy Ridley), la única sobreviviente de una cápsula exploratoria enviada por una nave en órbita. La chica es prontamente hallada por Todd (Tom Holland), el último adolescente de su pueblo y, en breve, están escapando de una partida a caballo liderada por el villano Prentiss (Mads Mikkelsen) que quiere retenerla. Esta acción, como otras, no encuentra razón alguna. Entendemos que Prentiss se siente amenazado por la opacidad de la mente de Viola (un regreso al cliché de lo “misterioso” femenino) y que acaso pretenda de algún modo imposible apropiarse de su nave, pero todo esto hay que imaginarlo. Cuando llegue la mayor revelación de la trama, hay que preguntarse no solo porqué todo un pueblo de asesinos guardó un secreto por años para el solo beneficio de un chico sin importancia sino, y en particular, cómo lo hizo, dado que aquí los varones no pueden ocultar sus pensamientos. Todo esto, que quizá se aclare en las novelas originales de Patrick Ness, se perdió en el ruido de la una producción catastrófica, con un guion de Charlie Kaufman rechazado y un rodaje de más de tres años plagado de idas y vueltas, donde seguramente dio inicio este caos.
Tenet: Christopher Nolan deslumbra con “su película Bond” Con la figura del palíndromo como eje, el film utiliza la posibilidad de hacer correr al tiempo en reversa como sustento conceptual de lo que es en definitiva Las películas de Christopher Nolan suelen ser criticadas porque, se dice, hacen pasar embrollo por complejidad conceptual y sus complicaciones no ofrecen una recompensa a tono con el esfuerzo que demandan. Para quien haya sentido algo semejante en sus otros films, este será la confirmación inapelable de ese diagnóstico que, igualmente, dista de ser unánime. No se puede negar que Nolan es un autor que se arriesga a desafiar (otros dirán “irritar”) a sus espectadores mientras opera dentro del que suele ser el más complaciente de los subgéneros del cine: la película de más de 200 millones de dólares. Trailer de Tenet - Fuente: YouTube Como su título, este relato toma la estructura del palíndromo, esa figura retórica reversible que puede ser leída de modo idéntico en direcciones opuestas: lo particular del film es que algunos objetos y personajes pasan por un proceso que invierte su flecha temporal. Esto quiere decir que experimentan el tiempo en reversa: van del futuro hacia el pasado segundo a segundo, del mismo modo en que nosotros vamos del pasado hacia el futuro (el tiempo, que puede ser recorrido en ambas direcciones, es el palíndromo del film). Visualmente, esto se percibe como uno de los efectos especiales más viejos, un celuloide corriendo al revés, pero solo para algunos personajes. Otros en el mismo plano se mueven con la temporalidad “normal” y, en las escenas más espectaculares, ambos interactúan en una coreografía desquiciada (tal es la idea que tiene el film de la realidad: un ballet determinista en el que cada acto lleva a una única consecuencia posible en cualquier dirección temporal). Conceptualmente, la interacción de cosas que se mueven en sentidos temporales opuestos rompe la lógica causal, que es el modo en que pensamos el mundo, y deja nuestra pobre racionalidad en corto circuito. Cuando una científica intenta explicar al protagonista (John David Washington) en que consiste la “inversión” le aconseja: “no trates de comprenderlo, siéntelo”. Bien se puede tomar esta recomendación. Dejando de lado ese dispositivo crucial del relato, la película es manifiestamente una de James Bond muy lograda, en la que un agente secreto debe impedir que un oligarca ruso (Kenneth Branagh) destruya el mundo, al tiempo que seduce mujeres y pasa por algunos de los sitios más deslumbrantes o sofisticados del planeta. Tal es una versión de Tenet que es perfectamente accesible y gratificante. Pero también se puede ignorar el consejo y lanzarse a desentrañar aquello que parece inextricable: no a sentir sino a entender cómo puede funcionar lo que propone. Aunque la inversión de la causalidad hace que cada tanto se choque de frente con una paradoja, es posible desandar cada vuelta de la narración por ilógica que parezca de modo que tenga sentido, si uno se toma el trabajo. Tal vez sea el Sudoku más caro de la historia, pero enfrentarlo no está exento de satisfacción.
El mejor asesino profesional del mundo quiere retirarse. Su empleador considera que permitirlo es un riesgo y decide matarlo. Claro que liquidar al mejor asesino puede ser complicado, salvo que se encargue la tarea a su propio clon. Tal es el concepto de esta nueva película de Ang Lee que, gracias a un complejo botox digital, enfrenta a dos Will Smith: el actual y el de la época de El príncipe del rap. La mayor clonación, sin embargo, está en el guion, que solo tiene ideas duplicadas de otros films. Acaso el subtexto a leer sea: cuando las estrellas de cine pierden su carisma, ¿hay que buscar nuevas o ya pueden ser reemplazadas? No parece fácil.
John Wick vive en un mundo de fantasía que sería del agrado de cierto exfuncionario local de tendencias sociopáticas: casi todos sus habitantes son asesinos brutales, pero con códigos. "Las reglas son aquello que nos separa de los animales", dice uno de los jefes mafiosos y, en efecto, todos los criminales y sicarios de esta historia cometen los actos más bestiales, aunque siempre avalados por un conjunto de normas más o menos arbitrarias. Claro que cada vez que las reglas acorralan no tanto a un personaje como a los guionistas se puede encontrar, siempre a último momento, una excepción a los más férreos preceptos. Al mismo tiempo que una película de venganza, la saga de John Wick es una hábil relectura de The Matrix: no solo por la presencia de Keanu Reeves (que interpretaba a Neo) y la incorporación reciente de Lawrence Fishburne (que era Morpheus), sino porque estos films también muestran dos realidades: la de la gente normal (solo escenografía, un fondo) y la de los asesinos, el bajo mundo, que parecen vivir en un plano propio, donde es posible una violencia sin límite y sin consecuencias (nunca hay policía, nunca hay "civiles" heridos, parece no existir nada que no sea Wick y la multitud que va tras él). El uso de armas de carga inagotable, de artes marciales sobrehumanas y la monocromática estética de hiperlujo retro refuerza esta conexión. Hay otras referencias cinematográficas (Game of Death, de Bruce Lee), aunque el vínculo narrativo más fuerte no viene del cine, sino del videojuego. Si bien la superposición entre la estructura de un blockbuster y la de los shooters se viene dando desde hace años, en esta saga se lleva a un punto inédito: la película es solo una sucesión de secuencias de acción en las que un personaje (el jugador) enfrenta a cientos, con la diferencia de que aquí no se puede participar. La película y la saga misma están ordenadas por niveles de dificultad (en la primera, Wick enfrenta a la mafia rusa; en la segunda, a todas las mafias; en la tercera, al mundo); sin embargo, aunque parece una progresión narrativa, no hay diferencia alguna entre los niveles. Las pétreas reglas que siguen los mafiosos se extienden al relato y todo está tan codificado que la mayor carga de creatividad reposa en la representación de la violencia, en encontrar nuevas y más entretenidas forma de matar. El director Chad Stahelski (que había sido coordinador de las escenas de acción en la saga de las Wachowski) es más que eficaz para registrar sus hiperbólicas coreografías y hace de las dos horas de relato un pasatiempo hueco pero atractivo.
Cualquiera diría que las anécdotas más apasionantes sobre la creación de un diccionario no pasan de discusiones sobre filología. Según fue narrada por el escritor y periodista Simon Winchester en su best seller El profesor y el loco, la confección del primer diccionario de lengua inglesa de Oxford resultó la más inesperada de las aventuras: no solo la titánica tarea de compilar todas las palabras del inglés recayó en un lingüista amateur que abandonó la secundaria, sino que su principal colaborador fue un esquizofrénico encarcelado en un asilo por homicidio. Esta historia capturó la atención de Mel Gibson, quien estuvo años intentando llevarla a la pantalla. En el proceso, el film le fue quitado de las manos (y de las del debutante Farhad Safinia, guionista de Apocalypto, quien firma aquí con seudónimo, nunca una buena señal) y reeditado por los productores. Acaso esto explique varios agujeros de la trama. Sin embargo, no justifica la brutal sobreactuación de Sean Penn, que hace su propia compilación de cada uno de los manierismos de un loco, ni el burdo intento de anabolizar la trama con una improbable historia de amor o con villanos de cartón que cumplen con la mecánica tarea de interferir con el protagonista. En una época en la que las disputas lingüísticas, como las que genera entre nosotros el lenguaje inclusivo, están hasta en las mesas de café, este relato podría haber resultado una muy oportuna intervención. En cambio, el mismo tema que vuelve la historia atípica y apasionante es rápidamente dejado de lado para caer en otro drama convencional sobre la amistad entre dos hombres obsesionados.
Desde que Donald Trump llegó a la presidencia de los Estados Unidos con tres millones de votos menos que Hillary Clinton -se investiga si además contó con la ayuda de hackers rusos que se dedicaron a desacreditarla- en las redes circula la idea de que hay una "ocupación" por parte de un gobierno ilegítimo, aunque avalado por una parte del país, y, también, de que debe existir una resistencia ante el autoritarismo, el racismo y la xenofobia encarnado, según sus detractores, en el ocupante del Salón Oval. En suma, la versión norteamericana de la grieta. Acaso tal estado de cosas sea el que haya inspirado esta historia de una invasión extraterrestre que, como si fuera un gobierno conservador, trae mayor seguridad aunque también un brutal incremento de la desigualdad en el mundo. Ante los extraterrestes, que son como erizos de mar con forma humana y tan desarrollados como para dominar el viaje interplanetario (aunque no la vestimenta), hay grupos de colaboracionistas, que tienen a su cargo lo que queda de las instituciones, y grupos de rebeldes, que pretenden iniciar una sublevación. La película sigue sus acciones en un estilo realista que remite, por partes iguales, a La batalla de Argelia (1965) y a Attack the Block (2011) y, así, encuentra una forma creíble de contar una conquista global con un presupuesto magro. A la vez, el desarrollo es errático y las sorpresas telegrafiadas por pistas demasiado evidentes. La lucha contra aliens con guerra de guerrillas ya había sido visitada por series "medianas" como Falling Skies y Revolution. Esta película no desentona en esa compañía.