Cine con vecinos, pero con ambiciones Los realizadores oriundos de Saladillo dan un salto más en la profesionalización de su sistema amateur con un emotivo relato de iniciación. Fabio Junco y Hugo Midú son los creadores de “Cine con Vecinos”, atípico sistema de producción y circulación cinematográfica, de acuerdo al cual filmaban con vecinos de su pueblo natal, Saladillo, exhibiendo luego en el cine del lugar. Con Hermanitos del fin del mundo, film infantil protagonizado por varios actores profesionales (si puede decirse así de Topa, el transpirado conductor del Disney Channel) y estrenado en 2011, el dúo se lanzó a la arena del cine comercial regular. Lo cual podría ser motivo de duelo --si es que esto los lleva a abandonar el “Cine con Vecinos”-- y de celebración para ellos, por haber pegado “el gran salto”. Después de Flores de ruina (2014), Junco y Midú retoman en Hojas verdes de otoño el sistema amateur-profesional, combinando actores formados con vecinos de la zona, con estreno en todo el país y resultados artísticos también mezclados, ya que algunos fallos estéticos conviven aquí con logros dramáticos. Antes se hablaba de “relato de iniciación” o “de formación”, término derivado del bildungsroman alemán. Ahora se lo llama coming of age, porque la lengua del imperio busca anular todas las demás, objetivo primordial de conquista cultural. Dante (Bautista Midú) tiene una familia complicada, sobre todo por su padre Luis (Marcelo Subiotto, el actor más dotado de los surgidos en cine en el último lustro). Luis es alcohólico, lo cual genera discusiones y peleas con su mujer Carmen (Mimí Ardú, rotundamente alejada del estereotipo de vedette), además de problemas de convivencia, ya que nunca se sabe si va a llegar para la cena o a dormir. Y si va a llegar sobrio. Diez años mayor que Dante, David (Franco Midú) no trabaja, no por ser un vagoneta sino porque por lo visto no consigue empleo. Por supuesto que la que sostiene el funcionamiento de la casa es la sacrificada Carmen, que multiplica sus tareas. A falta de un hogar acogedor, Dante y David visitan a su abuela por parte materna (Pochi Ducasse) y, sobre todo Dante, a su abuelo paterno (Osvaldo Santoro, excelente). Éste a su vez no se habla con su hijo Luis, no se sabe por qué pero mucho no importa. Son las típicas peleas familiares, que pueden durar toda la vida. En medio de este contexto desalentador, Dante -que sufre la situación tal vez más que su hermano- le descubre una más al padre, y siente que ya es demasiado. Hojas verdes de otoño es una película irregular. En un par de momentos hay planos vacíos que no sugieren nada, sino el deseo de que sean llenados. Se hubiera solucionado empezando la toma unos fotogramas más adelante. Pero también hay un par de momentos muy bien resueltos con planos distantes. Sobre todo uno de ellos, una de esas escenas que con planos más cortos sería un mar de lágrimas. De a ratos, la música parece de una épica hollywoodense, estilo 55 días en Pekín. A Bautista Midú por momentos cuesta entenderlo, porque a veces se traba con las palabras. Sin embargo es una presencia infantil muy interesante, seco y de miradas duras. En líneas generales la película tiende a crecer, pasando de un comienzo con tropiezos a una segunda parte más ajustada a lo emocional, que es el terreno en el que este film de Junco & Midú se impone.
Teatro del cuerpo pensado con mucha cabeza Con testimonios de Norman Briski, Ricardo Bartis y Jorge Dubatti, el documental da cuenta de la vida y obra de un grande de la escena. “Cuando actuaba, se liberaba del texto, aunque el texto fuera de él”, recuerda Ricardo Bartis, con asombro. “Vos le preguntabas algo sobre el sentido de su texto y te decía que no tenía idea, como si no lo hubiera escrito él”. Bartis, una de esas raras personas que construyen su pensamiento a medida que hablan, es uno de los testimoniantes de Eduardo Pavlovsky, resistir, cholo, homenaje fílmico del documentalista Miguel Mirra (Hombres de barro, Pozo de zorro, Norita. Nora Cortiñas) al autor de obras como El señor Galíndez y Potestad, fallecido cuatro años atrás, a los 81. Otros participantes son su compinche Norman Briski, el crítico e historiador teatral Jorge Dubatti, su última compañera, la actriz Susy Evans, y su hijo, el músico Martín Pavlovsky. Alrededor de todos los discursos planea la idea de resistencia, que Pavlovsky materializó en varios ensayos y, en definitiva, en su vida personal. El audiovisual va construyendo el personaje-Pavlovsky desde todas las entradas posibles: el niño nacido en buena cuna, el nadador dotado, el boxeador (medía cerca de 1,90 y tenía un cuerpo cultivado), el rugbier. Y el estudiante de medicina, el médico, el psicólogo, uno de los adelantados del psicodrama en Argentina. “Mi viejo tenía claro que el psicodrama no tiene nada que ver con el teatro”, aporta Federico Pavlovsky, su otro hijo varón. “Llegaba de trabajar a las 8 y a esa hora se iba al teatro, estaban bien separadas las dos cosas”. Finalmente el teatro, claro, como actor y como autor. “Creo que el teatro es el ámbito en el que su personalidad se integra”, dice Bartis. Jorge Dubatti traza, con su habitual precisión, su trayectoria como autor teatral. Una primera etapa vanguardista, con obras como La espera trágica (1962) o El robot (1966). El sacudón de El señor Galíndez (1973), donde anticipa el uso sistemático de la tortura con tres años de antelación y por la cual algún ofendido hizo explotar una bomba en el Payró. Pero El señor Galíndez significó también su lanzamiento internacional. Galíndez marca, según Dubatti, un corte en la obra, que junto con la militancia política del autor se lanza más decididamente a esa arena. En 1976 estrena Telarañas, que mostraba algo así como el fascismo familiar. La dictadura la prohíbe y además allana su casa y su consultorio. Norman Brisky va con otro amigo a ver a un marino que les habían recomendado. “¿Cómo, no está muerto Pavlovsky todavía?”, se escandaliza el marino de confianza. Unos días más tarde Tato marcha al exilio, que sería breve: en 1980 está de vuelta, en 1981 estrena obra nueva. De 1985 es Potestad, otro de sus hits. “Siempre te estaba diciendo algo que era novedoso”, comenta Bartis, que pone el acento en que el de Tato era un “teatro del cuerpo”, que no pasaba por la cabeza. En ese punto también lo ve como adelantado, de la preeminencia que tendría el cuerpo por sobre la cabeza en el teatro pos años 80. A esa forma teatral, el autor de La máquina idiota la llama “teatro jeroglífico”. “Tato está más vivo que nunca”, coincide Jorge Dubatti. Aparte de los testimonios, el audiovisual incluye fragmentos de algunas de sus obras a cargo de un pequeño grupo de actores, dos o tres actuaciones de Pavlovksy (no hubiera estado mal identificar ambas cosas) y dos “actuaciones” brillantes de Briski. Una en el Consejo Deliberante, en ocasión de una distinción a Pavlovsky, la otra un distendido monólogo en primera persona, que no parece actuado y sin embargo lo está, con el actor tomando la voz (el vozarrón) de su amigo. Tanto en sentido de puesta como visual y de montaje, resistir, cholo es un material rudimentario, al que le dan interés tanto su protagonista ausente como el bien “casteado” coro de testimoniantes.
Cine de propaganda sobre payasadas En los primeros minutos, este documental brasileño se expresa muy bien en términos visuales, con planos elocuentes y un montaje preciso, introduciendo a los protagonistas en su espacio, el del circo. Espacio que siempre es nostálgico, un poco porque refiere a la patria perdida de la infancia y otro poco porque todos tenemos la sensación de que más tarde o más temprano el futuro le dará caza. Tal vez como reacción frente a esa fatalidad presentida, Pagliacci se va llenando de gente de circo –uno de ellos, el argentino Chacovachi– que se pone a explicar el efecto que el trabajo del clown produce en la audiencia, qué representa el payaso y a qué se debe su pervivencia. Con lo cual este documental, que había comenzado hablando visualmente, deriva en un didactismo de verdades más bien obvias, e incluso en una suerte de cine de propaganda de las virtudes del circo. Los avances de prensa hablaban de que la película seguía el curso de los sucesivos ensayos antes del estreno de la versión circense de la ópera Pagliacci, pero esta línea de relato queda subsumida por una composición más aleatoria. Como si los directores no se hubieran puesto de acuerdo. Se comprende: son cinco, posible record para el cine, dejando afuera por supuesto los films colectivos en episodios. La película se concentra sobre todo en la figura de Fernando Sampaio, clown veterano y pequeñito, ejecutante de tuba que es algo así como el alma del grupo. Así como su conexión con lo que el circo fue alguna vez. Y que tiene a su vez su ídolo y referente, un payaso retirado y nonagenario llamado Roger, a quien Fernando irá a visitar en la, por supuesto, escena más emotiva de Pagliacci. Hay un problema: ningún ensayo de nada (cine, música, teatro, danza) es divertido. Tal vez advirtiéndolo, la turbamulta de realizadores opta por imponer la palabra a los ensayos, cuando posiblemente debían haber hecho lo contrario: ir al detalle. Técnicas, peculiaridades, conversaciones, discusiones, silencios, cuerpos, anécdotas, historias personales. Ese detalle micro sí puede ser muy interesante, mientras que el desfile de explicaciones sobre el valor de la risa no lo es. Salvo, sí, algunas ideas que tal vez se podrían haber compactado en 10 o 15 minutos. La de que “el payaso pierde la dignidad con dignidad”, por ejemplo. O que “el payaso tiene que perder”. O la relación de complementariedad entre los payasos “blanco” y “negro” (a los que nosotros llamamos “cara blanca” y “tony”). O, cómo no, los números y cálculos que hace un productor para estimar el achicamiento del circo como entretenimiento, de un tiempo a esta parte. Estimaciones que permiten hacerse un cuadro de situación. Algo que afirmaciones como “rompo mi corazón en dirección al riesgo”, en boca de un payaso, difícilmente permitan.
¿Cómo filmar a un loco que también era un genio? La película protagonizada por Willem Dafoe, premiado por este trabajo en la Mostra de Venecia, se plantea este interrogante pero nunca termina de encontrar una respuesta. Toda película sobre Vincent Van Gogh enfrenta dos problemas, en principio insolubles: reflejar a un genio y abordar a un loco. En ambos casos hay que estar a la altura. Quizás es más difícil lo primero, ya que a un loco se lo puede construir por medios dramáticos, y además en el caso de Van Gogh es secundario: que haya estado internado y medicado es apenas anecdótico. Pero la genialidad es esencial: este nativo de los Países Bajos no hubiera sido nada si no hubiera sido un genio. Ahora bien: ¿cómo filmar a un genio? Dos alternativas: de manera “normal”, de acuerdo al dispositivo estándar del cine, narrándolo en tercera persona y con la gramática tradicional. No muy aconsejable: la genialidad no va a aparecer. La otra alternativa es tratar de hacerlo desde su interior, para ver el mundo de la manera en que él podría haberlo visto, recurriendo a los procedimientos que la inteligencia o imaginación del realizador dicten. Esta última modalidad fue la elegida por el neoyorquino Julian Schnabel (La escafandra y la mariposa, Antes que anochezca), pero, como lo indica la época, confiando más en el recurso que en la sensibilidad. El comienzo presenta a Vincent (Willem Dafoe, Mejor Actor en el Festival de Venecia y nominado al Oscar) presenciando, junto a su hermano Teo (Rupert Friend), una multitudinaria reunión del establishment pictórico parisino en un bistró de la ciudad. En otra mesa, un hombre acusa a todos de burócratas, se levanta y se va. Vincent lo sigue. Es Paul Gauguin (Oscar Isaac), quien anuncia su deseo de partir a Madagascar y, cuando el colega le confiesa su ahogo de París y su niebla, le aconseja: “Andá al sur”. La siguiente secuencia muestra a VVG recorriendo los sembrados de Arlés, y lo que viene de allí en más lo conoce todo el mundo: el rechazo de la gente del lugar, la compañía única de la camarera Gaby (Emmanuelle Seigner), el cuartito con la camita y los zapatos, el taburete para pintar en exteriores, la producción y las dudas, la llegada de Gauguin y la partida, a la que Vincent responderá como un amante traicionado, cortándose la oreja izquierda. Después la internación y la absurda muerte, un episodio poco conocido. Más que los hechos en sí, Schnabel --que contó con la colaboración del mítico Jean-Claude Carrière en el guion-- prioriza las sensaciones, intentando llegar por esa vía a la interioridad de VVG. Una caminata se hace más larga que lo que indica cualquier lógica dramática y algunas líneas de diálogo se repiten, tal vez con la intención de comunicar el disturbio mental. Otro tanto cuando Vincent visita sobre el final a Teo y las voces resuenan, preludiando alguna sobreimpresión tímidamente psicodélica, preludio del derrumbe tal vez. Es más difícil interpretar por qué motivo se incluye, en dos ocasiones además, un encuentro con una pastora, al borde del camino. O la razón de un viraje al blanco y negro en una escena. El recurso más utilizado por Schnabel --que había abordado con anterioridad la figura del pintor Jean-Michel Basquiat-- es sin embargo el más tradicional a la hora de narrar desde la interioridad de un personaje, que consiste en hacerlo mediante subjetivas. Lo raro es que las subjetivas de Van Gogh tienen una zona de bruma, en la parte inferior de lo que serían los ojos, y esa bruma no se explica. Con respecto a las subjetivas en sí, pasa algo: resultan muy eficaces en los planos en los que VVG es observado o interpelado por otro personaje en primer plano (los doctores Rey y Gachot, éste interpretado por el irresistible Mathieu Amalric, y sobre todo un sacerdote que intenta comprender qué hay en la cabeza del paciente, encarnado por el siempre inquietante danés Mads Mikkelsen). Finalmente el genio se va y se lleva el secreto, sin que nadie haya logrado penetrarlo. Afuera, sus cuadros siguen exhibiéndolo, para que cada observador procure empaparse de él, en soledad.
Neocostumbrismo seco y milagregro La película escrita y dirigida por Pablo Gonzalo Pérez adhiere a la vieja nostalgia barrial pero evita el grotesco y la misoginia. Habría que ver qué se entiende por costumbrismo. Si se trata de una forma de tipismo, en la que personajes, ambientes y “caldo” social y cultural en el que flotan se ven parejamente sometidos a la ley del estereotipo, esta película protagonizada por Pablo Echarri no lo es. Si lo que se pone en juego es en cambio la mera topografía barrial, la condición loser de sus seres de clase media-baja y el peso que la nostalgia adquiere en este universo inconfundiblemente porteño, entonces en cierta medida podría serlo. Pero sólo en cierta medida. Tras algunos exponentes tardíos de los años 90 (Convivencia, El verso, De mi barrio con amor, todas con Luis Brandoni), el costumbrismo había abandonado el sistema del cine argentino, y Brandoni junto con él. Cosa que le hizo muy bien, ya que le dio oportunidad de reciclar su fibra en una gran muestra de realismo urbano, como Un gallo para Esculapio (primera temporada). De neocostumbrismo seco podría calificarse El kiosco, si se desea. Hastiado de trabajar en la misma oficina desde hace 20 años, cuando el jefe ofrece retiros voluntarios Mariano (Echarri) decide aceptarlo. Seguramente tendrá en la cabeza el kiosco del barrio, que su padre (Rubén Pérez Borau, excelente) le comentó que el dueño estaba queriendo vender. Como de chico iba a ese kiosco todos los días, un toque de nostalgia se cuela en su visita al local, que sigue atendiendo don Irriaga (Mario Alarcón). Arregla el traspaso, hipoteca su casa y lo compra, después de que don Irriaga le comenta que el kiosco es muy buen negocio. Su esposa Ana (Sandra Criolani) observa todo con desconfianza, y su nuevo amigo Charly, el pizzero, le da una mano, aunque tratándose de Roly Serrano uno tiene la sensación de que así como se la dio en cualquier momento se la quita. El golpe vendrá sin embargo por otro lado, y será mucho más duro de lo esperado, por lo cual Mariano deberá ingeniarse para salir de ésa. Dentro del cotidianismo en el que se mueve la película escrita y dirigida por Pablo Gonzalo Pérez, hay males que, por suerte, no hacen su aparición. El chirriante grotesco es remplazado en ocasiones por algunos toques de absurdo que funcionan. La teatralidad de las actuaciones que caracteriza al costumbrismo se trueca aquí en una bienvenida sobriedad general, con Echarri tan bien parado como siempre y el hallazgo de Rubén Pérez Borau. Cuando aparece, el nostalgismo es rebatido, como el resultado que a Mariano le da haber comprado su bello recuerdo de infancia. Tampoco hay asomo de misoginia, un clásico en aquellas películas. Sin embargo, después de informarlo la película parece olvidarse para siempre de una crucial novedad que Ana le comunica a Mariano. Lo cual hace pensar que importa más lo que le pasa al marido que a la esposa. El plano final, una extemporánea referencia a Nuestra Señora de los Milagros, sugiere que sólo una intervención divina salvará al pobre Mariano. Una suerte de deus ex macchina indirecto, que toma al espectador por asalto.
Una sororidad que dista mucho de ser amigable La clave de lectura de esta versión de la directora Josie Rourke sobre la clásica rivalidad entre Isabel I y María Estuardo pasa por el feminismo. En su momento de mayor acercamiento, María de Estuardo e Isabel I de Inglaterra se abrazan y se dicen “las hermanas no se abandonan”. Aunque eran primas. Probablemente este trato sea explicable por la intención de la realizadora, Josie Rourke, de constituir alrededor de ellas una sororidad, de la que tal vez también formarían parte las doncellas de María, que cuidan por ella. Lo curioso es que la relación entre las primas dista de ser amigable: a lo largo de un cuarto de siglo han sospechado una de otra, confinado largamente Isabel (la bella Margot Robbie, con un aplique nasal para afearla) a María (la escocesa “auténtica” Saoirse Ronan) para anular su peligrosidad, celado porque la escocesa es linda y la otra no, envidiado porque Mary puede tener hijos y Elizabeth no, acusada la linda de conspiración para derrocar y asesinar a la fea y finalmente decapitada una a manos de la otra. “Si esto es la sororidad, sigamos siendo primas”, podrían haberse dicho. Más allá de la desencaminada voluntad de la realizadora por forzar sentidos, lo que muestra Las dos reinas (basada en una biografía clásica escrita por el británico John Guy) es que el trono no es un lugar plácido, al menos en épocas de inestabilidad. La vida de la católica María Estuardo –que conoce dos rendiciones cinematográficas previas, la película del mismo título dirigida por John Ford en 1936, y una desechable Marie, Queen of Scots, de comienzos de los 70, con Vanessa Redgrave como María y Glenda Jackson en el papel de su rival– fue una montaña rusa. Tenía seis días de vida y ya estaba reinando en Escocia, ante la muerte de su padre. De niña se trasladó a Francia y a los 17 era reina consorte en ese país, ante la coronación de quien desde un año antes era su marido. Dejó de serlo un año después, al morir. Considerándose francesa, María volvió a su patria, a donde llegó reclamando derechos sobre el trono inglés (en este punto la toma Las dos reinas). Por ese motivo su prima Isabel, que era protestante, no le sacaría el ojo de encima. En el medio hay un permanente vaivén de sus súbditos, que ora la aman, ora la odian. E incesantes conspiraciones de quienes un día pueden estar de un lado, y días más tarde del otro. Para no hablar de Isabel, adherida al trono desde el momento en que su prima cruzó el Canal de la Mancha. Y convertida en algo así como una estatua de piedra, cuando las cartas están echadas. Sería injusto acusar de teatralidad a Mrs. Rourke, aunque ése sea su origen, con especialización en relecturas de obras clásicas. La clave de lectura parecería pasar en este caso por el feminismo, a estar de esa afirmación de fidelidad entre las primas repentinamente hermanas. Y también de otros detalles, desperdigados a lo largo de la trama. La unidad que forman María y sus doncellas, al punto de que un visitante no logra saber quién de todas ellas es la reina. La sensibilidad de ambas reinas, que en medio de un mundo viril hecho de violencia, misoginia (un predicador protestante quiere destronar a María por el simple hecho de ser mujer), ambición despiadada, intrigas, alcoholismo (de uno de los esposos de María) y crimen (uno muy desagradable, de uno de los servidores de confianza de María, que recuerda al de Julio César) son capaces de sentir, llorar y tener deseos de vida. Aunque conspiren tanto como los hombres, eso sí.
El cascarrabias que aprende a vivir Mayormente dedicada a la comedia, la carrera del sevillano Santi Amodeo presenta una película atendible: Astronautas (2003), pop y vertiginosa. Todavía no estrenada en España, la coproducción con Argentina Yo, mi mujer y mi mujer muerta es el resultado de la popularidad que El ciudadano ilustre tuvo en mercados internacionales. La protagoniza Oscar Martínez, con el gesto más avinagrado que nunca, ya que de eso trata justamente la película: de un hombre que acaba de perder a la mujer de su vida, y parece no querer perdonarle eso a la vida. Aunque, claro, como siempre sucede en el cine mainstream con todo personaje negativo, el guion le dará ocasión de convertirse en otro. Bernardo (Martínez, que tiene La misma sangre también en cartel) es un eminente docente de arquitectura (la eminencia persigue a Martínez), que no se caracteriza por su apertura ni transigencia. A un alumno que se permite discutirle un concepto lo forrea de manera bastante agresiva. Tampoco es una persona a la que le guste exteriorizar sus emociones. En el entierro de su mujer se muestra triste pero no derrama una lágrima. Luego convierte su casa en algo parecido a una cripta, apagando luces y corriendo cortinas. A la mujer –que murió joven– la amaba y sin embargo no respeta su deseo, que consistía en la cremación. Tampoco respeta la opinión de la hija (Malena Solda), que quiere hacer valer la de la mamá. La entierra, pero unos días más tarde le avisan de una profanación inaudita: a ninguna persona no odiada públicamente le hacen lo que le hacen a este cuerpo. Horrorizado, Bernardo acepta cremarla, yendo a desperdigar las cenizas a un balneario de la Costa del Sol, donde ella pasó grandes momentos. Allí Bernardo conocerá a un agente de bienes raíces en problemas (Carlos Areces, protagonista de Balada triste de trompeta y coprotagonista de Los amores pasajeros) y a una chica andaluza (Ingrid García Jonsson). Ellos lo ayudarán en la investigación que emprende en un club nudista al que concurría su esposa, y que lo llena de sospechas y recelos. Aun aceptando el lugar común dramático del cascarrabias que al final aprende a vivir, lo inaceptable de Yo, mi mujer y mi mujer muerta (un título de lo más mentiroso, ya que no hay otra mujer que no sea la muerta) es que la película misma parece muerta. No hay motivaciones que no sean las escritas en el guion, no hay vida donde debería haberla (los nuevos amigos de Bernardo), no hay lugar a donde ir, no hay sensación de justificación para la película en su conjunto. Y cuando una película no se justifica, está enterrada.
La experiencia de una cooperativa La empresa gráfica Madygraf se hizo conocida cuando en febrero pasado la Policía de la Ciudad la emprendió a bastonazos contra trabajadores de esa firma, que manifestaban en Congreso en contra de irregularidades en la licitación de materiales escolares por parte del Ministerio de Educación. Fue esa la manifestación en la que los agentes del (des)orden arrestaron al fotógrafo de Página/12 Bernardino Ávila, por presuntas agresión y resistencia a la autoridad, cuando lo más parecido a eso que se le conoce es haberle discutido una nota a un maestro en la escuela primaria. Por pura casualidad, Impresiones obreras, que se estrena hoy en el cine Gaumont, cuenta la experiencia de esa cooperativa (se trata de una fábrica recuperada), así como de algo más llamativo e inusual: la investigación, por parte de algunos de sus miembros, de la prolífica y diversa prensa obrera argentina de los primeros tiempos del capitalismo local. Que vienen a ser sus bisabuelos, en tanto esas revistas fueron impresas por obreros gráficos. Además, la primera huelga argentina fue una de tipógrafos, en 1878. "Nos vamos embruteciendo", dice un trabajador de Madygraf. "Los trabajadores, cero política", agrega, dando de "la clase" una visión menos idílica que la que otra clase, la pequeño burguesía, suele tener. Madygraf es cooperativa desde 2014, cuando su antecesora, la empresa Donnelley, cesó sus actividades. Sus integrantes se enorgullecen de resolver todo en asamblea, así como consideran que las luchas de los trabajadores deben entroncarse con las del conjunto de la clase obrera, bajo la dirección de un partido. En el momento del rodaje, lo que les preocupa es el tarifazo. Pero no por verlo de lejos: tienen que hacer frente a una factura del luz de 1 millón de pesos, y todavía no les llegaron las demás. Por otro lado, muestran su orgullo: desde que ellos mismos manejan la fábrica todo ha seguido un funcionamiento normal. Incluida la producción, que no muestra caídas. El documental dirigido por Hugo Colombini sigue dos ejes en paralelo. Por un lado, la entrevista de un interrogador no identificado (¿será Colombini?) a los que parecerían ser los integrantes de la Comisión Interna de la fábrica. ¿O, dadas las circunstancias, serán algo así como el Consejo Directivo de Madygraf? Con ellos se habla de la política interna y de la política en general. Por otro lado, el grupo de compañerxs que toma la iniciativa de recorrer bibliotecas de Buenos Aires para hacer una investigación sobre la prensa obrera de la segunda mitad de siglo XIX/comienzos del XX, hasta la llegada del peronismo. En contra de lo que solemos pensar (acá todo lo relacionado con la memoria se descuida, se abandona, se echa a perder), el material es generoso e incluye tapas dedicadas al juicio a Sacco y Vanzetti o la Semana Trágica. Los medios consultados son, entre muchos otros, La Protesta, La Montaña, La Vanguardiay, cómo no, La Voz de la Mujer, que exige lo mismo que hoy: "a igual trabajo, igual salario". O reclama ser libres "del patrón, el cura y el marido", petición que generó muchos problemas en la época. Pero también se denuncian femicidios, y no en La Voz de la Mujer sino en un medio más generalista. Del mismo modo, se combate el racismo y la discriminación: una agenda muy parecida a la de hoy. Lo que no es parecido es que haya periódicos llamados El Obrero Panadero o El Carpintero y Aserrador: ¿tan fuertes eran esos sindicatos o asociaciones, según el caso? ¿Tan numerosos como para tirar periódicos propios? ¿Tan politizados? Una foto de dos gendarmes junto a un cadáver durante los episodios de la Patagonia Trágica trae la vinculación con Santiago Maldonado, y ahí se ve a los trabajadores de Madygraf manifestando por la víctima de la Gendarmería Nacional de Patricia Bullrich. Toda la investigación de los cooperativistas traerá por resultado una revista llamada Impresiones Obreras (1870/1940), que va a parar a los kioscos. El estilo de Impresiones obreras (la película) es sencillo y funcional. Se podría haber beneficiado tal vez por alguna reducción de metraje, podría haber evitado ciertos pasajes vistos hasta el cansancio en toda clase de películas, como la impresora que procesa su publicación en serie. El redescubrimiento de aquel periodismo olvidado compensa esas debilidades.
La soprano que daba la nota Esta diva total de la ópera, que también se convirtió en estrella mediática, tenía plena conciencia de estar siempre subida a un escenario. “El destino es el destino y no hay forma de derrotarlo”, afirma la Callas, griega al fin, en una entrevista televisiva. De la narración de María Callas: en sus propias palabras se desprende que esa es una de las formas de ver a la que está considerada la soprano más grande del siglo XX: como la agonista de una tragedia griega, manipulada por su madre de pequeña, abandonada por el amor de su vida, con problemas vocales antes de los 40, retirándose de los escenarios a los 41 y falleciendo a los 53, por causas borrosas. Otra forma de verla es, claro, como la soprano de registro doble (podía hacer partes de mezzo), como la mejor actriz que pisó un escenario de ópera, como la que superó las barreras del ambiente de los melómanos y llegó a las revistas de actualidad, como la que terminó un aria con un agudo tan inaudito que ese agudo recibió nombre propio, “el mi bemol de México”. Tal vez sea esa la disyunción entre “Maria” y “La Callas” que tanto la obsesionaba: la que divide a la niña a la que su madre obligaba a ensayar todo el día del fenómeno creado por la mamá. En cualquier caso las interpretaciones no cuentan, ya que María Callas: en sus propias palabras hace honor a su nombre y no narra nada que no esté contado por la mujer nacida Maria Anna Cecilia Sofia Kalogeropoulos en Brooklyn. El realizador Tom Volf se dedicó durante cuatro años a recopilar toda clase de materiales que hubieran pertenecido o mostraran a la soprano favorita de Luchino Visconti: entrevistas televisivas extraviadas, grabaciones perdidas, filmaciones caseras en Super-8 y 16 mm, cartas personales, presentaciones filmadas en forma pirata. En sus propias palabras sigue una línea continua (la que va de la Quinta Avenida en diciembre 1923 a París, septiembre 1977) por medios discontinuos, que son todos los nombrados. Entre esos medios, arias enteras, en distintos teatros del mundo. Se diría que a la Callas le gustaban los hombres mayores y de buenos bolsillos. El primer marido, Giovanni Battista Meneghini, era un rico industrial italiano que le llevaba 30 años. Recién sobre el final del matrimonio la divina se entera de que al hombre lo único que le importaba era la plata. Se separa de él y se casa con Onassis, casi 20 años y 70 buques más que ella. Pero a “Aristos” lo quiso con locura. Hasta el punto de aceptarlo cuando su matrimonio con Jacqueline Bouvier se había ido al cuerno. Y eso que el hombre la había traicionado mal. El canto es lo único que “la tigresa” tiene. Cuando pierde la voz, pierde todo. En una entrevista “tira el anzuelo” a algún posible productor, propalando que le gustaría hacer de Lady Macbeth en teatro, e incluso papeles cómicos. La Medea que filma con Pasolini en Turquía no le abre una carrera de actriz. En entrevistas, Callas se permite decir lo que no suele decirse (“la ópera puede ser muy estúpida”, “me gusta ir a espectáculos livianos, divertidos; descansar de esas tragedias que nos tienen tan cansados”), exhibiendo una notable agudeza (“probablemente el público haya aplaudido lo que estaba esperando escuchar”) e incluso sabiduría lisa y llana (“¿a qué escena se refiere, a la de la vida o la del teatro?”). Esta diva con tanta conciencia de estar subida a un escenario jamás dejó de actuar ante cámaras: su sonrisa es imborrable; su mirada, insinuante; sus declaraciones posiblemente ensayadas. Es tan consciente de ser una construcción de los medios que incluso cuando no quiere hacer declaraciones, y los movileros la apuran y empujan, se sigue comportando con la misma calma. Pero no sólo maneja a la cámara sino que la cámara la maneja a ella, como a un títere. Esto es más visible sobre el final, cuando a la diva no le queda nada por hacer, posando sin mucho sentido frente a cámara como podía hacerlo otra diva, Isabel Sarli, cuando su marido la filmaba con la palabra “frotate” como único mandamiento.
Sin sistema En Callcenter, ópera prima de los realizadores Sergio Estilarte y Federico Velasco, ocurre lo mismo que cuando en un viaje largo el ómnibus o el tren se descomponen, y hay que esperar un auxilio que está como a 200 km. La “anormalidad” de la situación hace que las máscaras y la distancia empiecen a ceder, y si uno se descuida puede ser que durante la espera “se haya formado una pareja”, como decía Roberto Galán. Como esto es una película, esa posibilidad –que en la realidad no suele estar tan al alcance de la mano– no se vuelve tan remota. Sobre todo si ocurre, como en este caso, en el turno noche. La presentación de los personajes hace temer la tipificación. Está la rubia deseable a la que el novio trae en auto al trabajo, tal vez cuidando la proximidad de algún tiburón. El mala onda que no saluda al seguridad del edificio. El colgado que no se acuerda de dónde puso el pase. El que se quiere hacer el vivo y en lugar de pasar por el molinete lo salta. Durante más o menos el primer tercio de película, los tipos se ratifican. La chica rubia es un desparramo de onda. El que no saludaba se mete con el trabajo de los demás, como si fuera el jefe. El colgado ya está cansado en cuanto se pone los auriculares. El aprovechado ni está en la sala de atención: está sentado en el pasillo, junto a las máquinas de café y bebidas. Constricciones de una producción estrecha, éste debe ser el callcenter más despoblado del mundo: la encargada + cinco empleados. Tres varones y dos chicas. El universo humano se reduce. Salvo el lamebotas, Sebastián (Alejandro Lifschitz), los demás se quejan del trabajo: Laura (Thelma Fardin), Dante (Demián Salomón), Caro, estratégicamente sentada a su lado (Vanina Balena), el díscolo Sebastián (Emiliano Addisi) y hasta la encargada, Carla (Silvina Diez). Por lo menos cuando el whisky le afloje la lengua. A la inversa de las películas más recientes de Alex de la Iglesia, donde en situaciones de encierro los personajes se van volviendo cada vez más crueles y más ruines, aquí a partir del momento en que se cae el sistema y hay que esperar a los técnicos, podría decirse que se va constituyendo un grupo, con algunos problemas específicos (el caso de Laura, que necesita una mano) y otros comunes: la edad, la definición vocacional, la indolencia, la postergación. Ahora no son ellos los que atienden, sino los que llaman en busca de ayuda. Debe decirse que un poco el casting y otro poco las actuaciones son excelentes, ayudando a compensar las limitaciones de producción y cierta tosquedad en la puesta en escena. Lo otro loable de Callcenter es la ausencia de estereotipos con que está representada la homosexualidad, tan naturalizada e integrada como en pocas películas argentinas recientes.