Historias de Norma y Cachita Con un tratamiento impresionista, que prioriza el fragmento por sobre la totalidad, el documental de Martínez Duque y Marquisio aborda el primer matrimonio lésbico de América latina. En ese momento tenían 67 años, y 37 de cuando descubrieron un deseo que jamás habían sospechado. Hasta tal punto Norma Castillo y Ramona Arévalo fueron pioneras en la política de género que se casaron no después de la Ley de Matrimonio Igualitario sino antes, gracias a un dictamen judicial que en 2010 lo autorizó. Son el primer matrimonio lésbico de América Latina. En ese momento tenían 67 años, y 37 cuando descubrieron, al mismo tiempo, un deseo que jamás habían sospechado. En octubre del año pasado murió Ramona, nacida en Uruguay y apodada “Cachita”. Norma la sucede, manteniendo vivo el proyecto de erigir, en su casa de Parque Chas, el primer centro de jubiladxs LGBT. Escrita y dirigida por dos mujeres –Laura Martínez Duque y Nadina Marquisio–, presentada en el importante festival de documentales Cinéma du Réel del Centro Pompidou de París, premiada en el festival Asterisco, Juntas acompaña a Norma y Ramona en un viaje de regreso al Caribe colombiano, donde vivieron toda su vida en pareja. Lejos de un abordaje clásico –declaraciones a cámara, organización cronológica o temática de los relatos–, Martínez Duque y Marquisio eligen lo que se conoce como tratamiento impresionista, que consiste en un orden aleatorio, que prioriza el fragmento por sobre la totalidad y la impresión sensorial del momento por encima de la integralidad del relato. Esto es evidente desde las primerísimas imágenes, tan fragmentarias y borrosas como las del pintor inglés William Turner, que era un proto impresionista. Lo que se ve es el reflejo de una o dos figuras sobre la superficie del agua, mientras en la banda sonora se escuchan sonidos indiferenciados, que de a poco van tomando la forma de voces de mujeres. Aunque lo que dicen no es fácil de entender. Lo cual es lógico, ya que se trata, imaginariamente, de un diálogo bajo el agua. El motivo acuático se reiterará de distintas maneras a lo largo del metraje (lluvia, olas sobre la orilla), aunque no corresponde con nada relacionado con ambas protagonistas. Sólo con una voluntad tal vez poética por parte de las realizadoras. En efecto, al comienzo de la película y antes de que se hagan presentes las protagonistas, una voz en off no identificada (se supone que de una de las realizadoras) habla sobre cuestiones que sí tienen que ver con Norma y Ramona: el tiempo, el regreso, las elecciones de vida. Esa misma voz narrará en poco tiempo más en nombre de Ramona, pero más adelante será la propia Ramona la que se sumará al relato polifónico. Ninguna de estas decisiones será de gran ayuda para la claridad del relato, que a pesar de su voluntad poética será rescatado por la más tradicional de las herramientas de comunicación: la voz humana. Ramona era la tímida de las dos, por lo cual no se la escuchará mucho. En cuanto a Norma, la palabra que más usa es “amor”. Algunos juegos adolescentes e incluso infantiles entre ambas, un cierto modo de estar juntas (de esos que no se falsean) dan a pensar que la palabra no es usada en vano. Amor ¿y un poquito de odio? El fragmento más picante de Juntas es uno en el que Norma lee un artículo sobre ellas en la revista colombiana Latitud. ¡Qué nivel de quisquillosidad! Tanto, que el cronista tembló durante la escritura de esta nota.
Historias de un ufólogo trotskista El periodista Salvador Benesdra hablaba siete idiomas, incluidos ruso y alemán, y durante la escritura de su única, celebrada novela El traductor estaba aprendiendo japonés. El retrato de Finvarb y Borenstein da cuenta de su leyenda a través de quienes lo conocieron de cerca. Una noche de los años 90, los amigos del periodista Salvador Benesdra lo acompañaron a la avenida 9 de Julio, según la versión de que se trate por razones opuestas: para mostrarle que los extraterrestres no se habían llevado el Obelisco o para aguardar la llegada de los E.T., cumpliendo así su deseo. Por obra de la demencia, el Turco Benesdra se había convertido brevemente en un ufólogo trotskista. Desde la restauración de la democracia este periodista brillante pasó por los diarios La Voz, La Razón y PáginaI12, desempeñándose siempre en la sección Internacionales. Cuando no trabajaba para el diario avanzaba en la escritura de su primera y única novela, El traductor, que algunos consideran “la” novela de los 90, no sólo por su nivel sino por el modo en que refleja la década. Uno de los ya acostumbrados “achiques” periodísticos lo dejó en la calle, y eso fue demasiado para él. La de Salvador Benesdra, nacido en Buenos Aires en noviembre de 1952, es la historia de una vida taladrada por la locura. A los veintipico tuvo su primer brote, estando en Francia, a donde había ido a especializarse en Epistemología Genética, tras recibirse de psicólogo en tres años. En la clínica medio se lo sacaron de encima: había intentado organizar una rebelión de pacientes, a partir de las teorías de los psiquiatras Ronald Laing y David Cooper, que estaban en contra del sistema psiquiátrico. Benesdra, el paciente-agitador. Hablaba siete idiomas, incluidos ruso y alemán, y durante la escritura de El traductor estaba aprendiendo japonés. “Es un brote, no te preocupes”, le dice a su primera novia, Mirta Fabre (“¿querés ser mi primera novia?”, se le declaró). “No es importante, enseguida pasa”. Benesdra, el psicótico lúcido. Pero también lo contrario: siendo delegado de los empleados de PáginaI12, después de una asamblea salió disparado hacia la zona de los directivos, con un tomo de La riqueza de las naciones, de Adam Smith, en la mano. Estaba convencido de que haciéndoles leer algunos párrafos, los directivos iban a comprender la situación de los trabajadores e iban a deponer su posición pro-achique. Benesdra, el trosko cándido. Más allá de su vacilante salud mental, dicen que con la caída del Muro, en 1989, algo en él se cayó, como una torre de luz. Cuentan también que era un orador extraordinario, que en las asambleas desarrollaba argumentaciones geniales. Geniales y a los gritos: parece ser que “el Turco” empezaba a generar vapor y tomaba velocidad. Según testimonia su ex compañero de sección, Rubén Levenberg, se ponía rojo, parecía a punto de estallar. El compañero Tato Dondero recuerda algunas de sus peculiaridades y señala también que en los últimos tiempos se había puesto muy individualista, desinteresado del interés de conjunto. Trasposición de su propia vida, El traductor es una novela de más de 600 páginas, que muestra a un traductor ex marxista, Ricardo Zevi, que trabaja en una editorial cuyos empleados son pequeñoburgueses, algo timoratos a la hora de tomar medidas. El texto que traduce es de un ficticio ultraderechista alemán, llamado Brockner, cuyas ideas empiezan a desorientarlo. Benesdra hace algo titánico: escribe el texto “original” en alemán, para reproducirlo (y traducirlo) en la novela. A la vez, Zevi se enamora de una joven predicadora evangelista salteña, que no entiende una palabra de lo que dice. Una mente en modo licuadora. Dirigida por Damián Finvarb y Ariel Borenstein (que conoció a Benesdra trabajando en PáginaI12), Entre gatos universalmente pardos (una cita del libro, que refiere a su escasa consideración por la especie humana) arma la figura de Benesdra como un rompecabezas. Y esa es también la forma que adopta la película. Al autor le resultó imposible publicar El traductor: a las editoriales les resultaba demasiado “intrincada”. Recién más tarde fue factible. “El Turco” publicó un segundo libro, que tratándose de él era normal que no fuera normal. Se llamaba El camino total y era un volumen de autoayuda. Pero una autoayuda algo extrema: lo que el libro propone es superar las debilidades, insistiendo en ellas hasta el límite del dolor y el sufrimiento. Parece que a los lectores del género mucho no les gustó la idea. El escritor Elvio Gandolfo, Ernesto Tenenbaum, la periodista cultural Raquel Garzón, el psicólogo Alejandro Mantero y la psicóloga Silvia Plager son otros testimoniantes con los que cuenta la película.
Criaturas de la noche Basada en un relato de John Ajvide Lindqvist, el mismo autor de Let the Right One In, la película de Ali Abbasi empatiza con el punto de vista de aquellos que son distintos. Y lo hace de un modo tal que el realismo poco a poco se va convirtiendo en una noche transfigurada. Diez años atrás, la película sueca Criatura de la noche (Let the Right One In), arrancaba a los vampiros de los castillos del mito y los socializaba, haciendo de ellos seres obligados a ocultarse, a retirarse, a negarse a sí mismos. Ganadora de la sección Una cierta mirada de Cannes 2018, Border se basa en un cuento de John Ajvide Lindqvist, autor del relato Let the Right One In. Lindqvist es, por otra parte, coguionista de ambas. Ahora no se trata de vampiros sino de trolls, que en la mitología nórdica no es gente que anda jodiendo en las redes sociales sino seres no muy agraciados que viven en las montañas, alejados de la nunca muy confiable especie humana. Como en Criatura de la noche, el punto de vista del relato es empático con los protagonistas, aunque esta vez Lindqvist da un paso más e introduce una cuña de inhumanidad incluso en el universo de los distintos, complejizando las cosas un poco más. "¿Es una persona?", se pregunta el espectador ante la primera aparición de Tina (Eva Melander, excelente), cuyos rasgos (frente prominente, nariz de boxeador, ojos pequeños, espalda algo vencida, más tarde se descubrirán otros más extraños) hacen de ella una pariente desfavorecida del ser humano. Lo más raro es que el espectador se la encuentra trabajando en el mundo de los hombres, como inspectora de aduanas. Tina no necesita de rayos X, ni termodetección, ni ninguno otro artilugio tecno por el estilo. Como a un Beagle de casi dos metros, a ella le basta y sobra con el olfato. Callada y retraída, terminada la jornada, Tina parte hacia el corazón del bosque, donde vive con un tipo al que le importan más sus perras rotweillers para crianza que su mujer, que todas las noches duerme sola. No tienen hijos, porque Tina tiene cierta dificultad, que más tarde se verá. Una de las rarezas de Border es que, a su manera, es una love story, a partir del momento en que aparece, tan casual como Tina, un segundo troll llamado Vore (Eero Milonoff). Tina vivía hasta el momento en un estado de total aislamiento, aun (o sobre todo) entre la gente. Vore sabe cosas sobre los trolls, algo que permite a su nueva amiga entenderse un poco más, descubrir incluso que aquello que parecía carencia total escondía algo que permite fundirse en el otro. Al redescubrirse, Tina se interesa por su origen (como todos los "distintos" del cine, incluyendo a todos los superhéroes), para lo cual hace una visita no muy amigable a su padre, internado con Alzheimer. Como Criatura de la noche, Border es un film fantástico depre. Sólo el bosque y sus animales (bonito detalle para anunciar que Tina está en la frontera --border-- entre lo humano y lo animal) dan algo de paz, algo de hogar a la sufriente protagonista. En una de las escenas más intensas, Vore corre por el bosque, grita y aúlla de desesperación, porque su anatomía va en contra de su deseo. Hay una subtrama bastante confusa, con Tina investigando junto a un detective privado a un aparente grupo de abusadores de bebés. Esto deriva a otra subtrama, no tan confusa pero sí abstrusa, alrededor de unos bebés llamados "hiisit", que vienen como mal terminados (¿de dónde?) y entonces son comercializados (¿para qué?). Lo que importa de esto son dos derivados. Uno no lo vamos a decir, para no espoilear al prójimo. El otro es el que se comenta en el primer párrafo: no por ser víctimas del hombre algunos trolls dejan de comportarse de modo tan inhumano como el ser… humano. Ambigüedad: ni los malos son del todo malos, ni los buenos tampoco. Dirigida por el realizador iraní radicado en Cophenhague, Ali Abbasi, Border no tiene una narración lineal, aunque tampoco se juega a ninguna acronología. Lo que hace Abassi es diluir las continuidades espaciales, temporales y dramáticas entre escena y escena, dejando así a cada una de ellas en estado de flotación, como bloques de hielo en la corriente. Ese aislamiento se corresponde con el de Tina, planteando así una ajustada correspondencia entre forma y "contenido". Como Criatura de la noche, igualmente dark, la fotografía acentúa oscuridades y espacios vacíos nórdicos, con lógicos tonos verdoso-amarronados en las escenas del bosque. El trabajo de maquillaje, que le valió a la película una nominación al Oscar, es asombroso: no se notan las prótesis, apliques o lo que fuera, de tal modo que el espectador puede llegar a pasarse toda la película pensando si no será que los actores tienen efectivamente esos rostros.
Darles voz a los trabajos y los días Tras presentarse en competencia en el Festival de Rotterdam, Arábia anduvo por todos lados, del Bafici a San Sebastián. Es una película frágil, solitaria y singular, que merece verse. Da la impresión de que Joaô Dumans y Affonso Uchoa, correalizadores y coguionistas de Arábia (en portugués se escribe con acento) se propusieron primero hacer un relevamiento documental sobre el estado del trabajo manual en el interior brasileño. Que después se decidieron por la ficción, con un protagonista que funcionara como cifra del conjunto de la clase trabajadora. Y que finalmente a eso le sumaron una voz narradora, reflexiva y progresivamente nostálgica. La trayectoria de los realizadores Joâo Dumans y Affonso Uchoa, nativos del estado de Ouro Preto, se presenta hasta el momento entrelazada. Dumans escribió el guion del único largo previo de Uchoa, La vecindad del tigre (2016), y ahora codirigen por primera vez. Tras presentarse en competencia en Rotterdam, Arábia anduvo por todos lados, del Bafici a San Sebastián, pasando por IndieLisboa. Es una película frágil, solitaria y singular, que merece verse. Cuando se asoma a la ventana, André, un muchacho de unos 15 años, ve el humo de una fábrica de aluminio. Uno diría que esos mundos, el del muchacho de clase media y el del edificio amurallado como una cárcel, no tienen por qué tocarse, podrían permanecer ajenos toda una vida. Y sin embargo lo harán, cuando André encuentre el cuaderno de un obrero llamado Cristiano, y se interese en leerlo. Cristiano lo escribió como parte de un ejercicio encargado por los directores del grupo de teatro que funciona en la fábrica, y el momento en que André empiece a leerlo representará un quiebre. Un quiebre en el relato, que hasta ese momento había tenido por protagonista a André (con una indicación indudable al respecto, que es su protagonismo absoluto en la escena de créditos). A partir de ese momento el protagonismo girará hacia Cristiano. Que sea el adolescente el que lee sus memorias podría hacer pensar en una posible fusión de la voz narradora, pero ésta es indiscutiblemente la del obrero, en el sentido más literal del término “voz” (en off). Cristiano narra –como si se tratara de una road movie, con la ruta como eje– sus peregrinaciones en busca de trabajo. Su relato tiene algo de crónica, cuando cuenta los detalles de cada trabajo, y algo de melancolía, a medida que va entendiendo que no son buenos tiempos para la clase trabajadora. Cristiano cosecha mandarinas, no le pagan durante tres meses, reclama y le dicen que no hay plata. Participa luego de la construcción de una ruta. Hace unas reformas en “el puterío de Doña Olga”, trabaja más tarde en un empleo de cargas, luego en una hilandería y finalmente en la fábrica de aluminio de Ouro Preto, invitado por su mejor amigo. Allí terminará de constatar que no hay seguridad ni garantías para nadie, y allí el relato hace un rulo final, con Cristiano trabando conocimiento de André, “un muchacho al que parece no gustarle el barrio”. En realidad, más importante que todo eso es su conocimiento de Ana, una chica que trabaja en la hilandería, y que le gusta mucho de entrada. Como todo vagabundo, Cristiano es un solitario. Esa oportunidad de enamorarse parece única, pero la fortuna no acompañará, dejando para la melancolía una bella primera salida. El relato se hace progresivamente amargo, un poco por las injusticias laborales, otro poco por circunstancias personales. Su mejor amigo, Cascâo, describe un mundo contemporáneo en el que todo se ha vuelto más insensible. Un viejo héroe sindical campesino, cuyo camino se cruza en un punto llamativamente con el de Lula, vive solo, olvidado y bajo el peso de falsos estigmas. Influida seguramente por el ambiente campestre, Arábia (¿por qué Arábia?) avanza con ritmo pausado y se permite de a ratos algunas rupturas de tono, como la graciosa escena en que Cristiano y un empleador juegan a enumerar, casi al infinito, “buenas” y “malas” cargas para subir al camión. Si los tres cuartos de película que tienen a Cristiano por protagonista se presentan focalizados y concentrados, no ocurre lo mismo con el primer cuarto, protagonizado por André, su hermano menor y su tía, ninguno de los cuales llega a adquirir una entidad dramática. La banda de sonido, muy esmerada, incluye un tema del primer disco de Maria Bethánia (1965) y uno del songwriter Jackson C. Frank, autor de un único y venerado disco.
El intento fallido de narrar una leyenda Un 8 de enero –según algunos de 1848, según otros de 1890–, un vecino de lo que es actualmente Mercedes, Corrientes, llamado Antonio Mamerto Gil Nuñez, fue ejecutado en un cruce de caminos por una partida militar, cuando se dirigían a los tribunales de Goya, a juzgar al prisionero. Allí terminan unos hechos de por sí imprecisos y comienza lo que sobrevendría hasta el día de hoy: la leyenda. Ésta se inicia ahí mismo, en ese cruce de caminos, cuando el hombre al que están por ejecutar hace una profecía al sargento que conducía la partida. Al llegar a su casa, el sargento la verifica, le pide un milagro al hombre al que le había quitado la vida, y el milagro se produce. Al día de hoy, todos los 8 de enero peregrinan al santuario del Gauchito Gil cientos de miles de personas. La realizadora Lía Dansker también lo hizo, a su manera, durante diez años, filmando el fenómeno. El resultado es Antonio Gil, que tras presentarse en la Competencia Argentina del Bafici 2013 se estrena hoy en el cine Gaumont. En este documental de observación, todo lo que hace Dansker es registrar. No hay narración en off, ni comentario alguno, ni preguntas, ni entrevistados, ni datos al margen. Nada. Lo que sí hay es un dispositivo narrativo absolutamente sistemático. Mientras la cámara registra el culto en largos planos secuencia (muchos de ellos, travellings laterales, tanto de derecha a izquierda como de izquierda a derecha), en off se escucha a los creyentes, que hablan sobre el “santo” (ésa es la categoría a la que popularmente ha sido ascendido Gil). La idea es clara: el mito narrado, comentado, reconstruido por sus fieles. Que son la casi entera población correntina, con el agregado de unos cuantos pobladores de otras provincias. Debe decirse que esta idea, central a la película, falla. Entrecortados, los relatos no llegan a ser tales, sino apenas comentarios de carácter impresionista. No hay reflexión sobre el mito sino creencia monolítica. Lo expresa un cartel: “La fuerza más grande del mundo es la fe”. El tema es que la fe puede hacer, lo que no puede es hablar. Y acá se pide a miles de “promeseros” que hablen. Relatos hay dos o tres, y son muy interesantes: la presunta locura de un terrateniente, que alucinaba a Gil por las noches, y la amistad de éste con Santa Catalina, apodada “La Virgen Mala”. En términos visuales, el género documental de observación no es selectivo sino indiscriminado. Filma, filma y filma, y de ese volumen se espera que surja alguna epifanía, algún sentido, algún detalle. Frente a las procesiones de Antonio Gil, el espectador ve bloques, arracimamientos, yuxtaposiciones que tienden a reproducirse. El color rojo encarnado que distingue al Gaucho y que es el del Partido Autonomista, que lo habría contratado. Rojo todo: pancartas, pañuelos, camisas, autos, la cruz que distingue al santo, en referencia al cruce de caminos (y a la que algunos paisanos llaman “crucito”). El gesto de tocar al santo, los ojos cerrados del que pide algo. El ingreso al santuario, con los ingresantes pasando a cuentagotas. Y sobre todo imágenes de camping, con sus carpas, sus autos y colectivos, sus juegos de cartas, sus parrillas humeantes, algún chamamé al paso, la imagen del Gaucho, las velas rojas. Y la gente saludando a cámara. Se diría que si hay algún ritual que rige el culto es ése: saludar a cámara.
Otro viaje de reconciliación “Nunca Jamás” es el nombre con el que Lola tiene registrado a Teo en su lista de contactos. “Peligro” es el de ella en los contactos de él. Sin embargo, los dos contestan las llamadas respectivas. Se separaron hace tres años, en las peores condiciones, y ahora ella acaba de llamarlo, cuando le anuncian que murió su padre. A pesar del llamado de auxilio, cuando Lola lo ve, lo rechaza. Ya se sabe cómo es esto: habrá que lavar unas cuantas heridas de cada uno y después de eso tal vez vuelvan a estar juntos. Este es en el terreno de la comedia romántica de treintañeros, última oportunidad de comportarse como chicos de secundario antes de que la adultez se los lleve para siempre. Eso es lo que hacen Lola y Teo: mostrarse enojados y ofendidos delante del otro/a, mientras piensan en su futuro. Tampoco tan chicos. Hay una segunda trama en Tampoco tan grandes, dirigida por Federico Sosa (Germán, últimas viñetas, Yo sé lo que envenena, Contra Paraguay). Es que hay alguien a cargo de las cenizas del papá de Lola (Paula Reca), así como de las tierras del sur que le legó a su hija: Natalio, su pareja durante los últimos veinte años (Miguel Ángel Solá). Es un poco rara la situación de Lola, ya que según su madre, su padre había muerto hace rato. Como Lola descompuso su auto en un ataque de furia, Teo (Andrés Ciavaglia) le ofrece llevarla hasta Mar del Plata en el transporte escolar de la familia. En MDQ debe reunirse con un abogado (el popular actor coreano Chang Sung Kim). Rita, hermana de Teo (María Canale) no lleva del todo bien su rehabilitación, por lo cual aprovecha para sumarse al viaje, para tomar “un poco de aire”. De Mar del Plata, la comitiva seguirá hacia Lago Espejo, con lo cual se está ante una comedia-más-o-menos-dramática de viaje. Desde el primer encuentro, está claro que Lola y Teo van a reconciliarse, lo cual anula el movimiento de vaivén que le daría algún suspenso a la situación. Por otra parte, Lola tiene un novio brasileño cuya condición de “dibujado” queda cabalmente representada por el hecho de que en la única escena en que aparece no llega ni a vérsele la cara. La posibilidad de que Lola se case con él es claramente inexistente. María Canale, una actriz que da la sensación de “llevarse a sí misma” de película en película (en el sentido de que siempre parece estar plantada en el lugar más afín), aquí no tiene personaje para representar, más allá de su adicción, de la que se habla tardíamente. Lo de Miguel Angel Solá es raro. Busca a su personaje con un hablar quebradizo y voz aflautada, componiendo muy de afuera para adentro. Pero a la vez, su historia de amor con el hombre fallecido, intensa, extensa y verdadera, le da a la película una carga de emotividad que parece traída de otra parte. La película ganó un desproporcionado premio a la mejor de la Competencia Argentina, en la última edición del Festival de Mar del Plata.
El tema de la intimidad familiar y el legado Con varios papeles como secundario, César Bordón es conocido sobre todo como el repulsivo político de provincia que en Relatos salvajes recibe un castigo terminal en un restorán, a manos de la cocinera (Rita Cortese) y su asistenta (Julieta Zylberberg). Tranquilo, comprensivo y siempre al servicio de los demás, su papel de El tío parece pensado como opuesto exacto de aquél. Su hermano acaba de fallecer y su sentido de responsabilidad hace que Dalmiro asuma un rol sustituto, un poco como persona de confianza de su cuñada y otro poco haciéndose cargo de los chicos, que tienen unos 12 y 7 años. La clave menor es, como puede advertirse, la que juega Eugenia Sueiro, que tras buena cantidad de películas como directora de arte había debutado en 2012 con Nosotras sin mamá, que también trabajaba la intimidad familiar, con una propensión al absurdo y una teatralidad que ésta no tiene. “Los personajes no se transforman”, protestarán los más atados a dogmas perimidos. ¿Quién dijo que los personajes de una película se tienen que transformar? Que terminen una película en el mismo punto en que la empezaron quiere decir algo también. Algo sobre ellos, algo sobre el contexto o ambas cosas. Eso, más allá de que Maky, la viuda, sufre una notoria transformación, y algunas cosas en la vida de Dalmiro también cambian. Los protagonistas de El tío (un título al que no le sobra pimienta) son gente de clase media baja, de barrio, y los aprietes económicos se hacen sentir, aunque no sean cosa de vida o muerte. Hay un legado que el hermano de Dalmiro dejó inconcluso: llevar a su hija Ema a Disney (¿por qué no a su hijo Lautaro? La película no se hace cargo de esta disparidad, y la pregunta queda sin respuesta). El zeitgeist de la época pasa a través del dueño de la inmobiliaria donde trabaja Dalmiro, que le pide algo que no está dispuesto a aceptar, y cierta rapiña de clase media aflora en el amigo que le manoteó un encendedor al muerto, “como recuerdo”. Los incidentes de El tío son menores, porque la puesta en escena está más jugada a la verdad del actor y la escena que a la consecución de la peripecia, y en ese punto es lograda. La relación entre Dalmiro y su cuñada se mantiene toda la película dentro de la ambigüedad, César Bordón está magnífico en un estado de flotación que no permite saber demasiado sobre él, Dulce Wagner en el papel de Ema está divina y Valentino Barone Tomaselli como Lautaro mantiene un enojo para el cual tal vez tenga razones.
El largo viaje en la ciudad nocturna Como quien remonta la corriente sin importarle demasiado, el protagonista lleva a cabo un tour urbano que comprende encuentros con personajes de toda clase, incluyendo un extraño juglar. El deambular urbano es una de las variantes más persistentes del cine de jóvenes, entendiendo por tal uno realizado y protagonizado por sub-treintas. Sin aliento, París nos pertenece, Los jóvenes viejos si se quiere, la gran Dazed and Confused, Los inútiles si se corre un poco la vara etaria, Paranoid Park en cierta medida, El hombre robado también. En una y media de cada dos de estas películas, las vueltas terminan de noche, o transcurren enteramente durante una noche. Este es el caso de Te quiero tanto que no sé, ópera prima del graduado de la FUC Lautaro García Candela, donde el protagonista va remontando las calles porteñas como quien remonta la corriente, reuniéndose y separándose de algunos amigos que navegan en sus propias embarcaciones. El primer plano de la película encuentra a Fran (Matías Marra) en posición incómoda. Agachado debajo del barandal de un altillo, semiescondido y espiando hacia abajo, mientras se escucha la voz de su amigo Manu (el propio García Candela), tratando de deshacerse de una chica que busca a Fran. Para un muchacho de veintilargos, una treta tan trabajosa suena a que atrasa un poco. Las transiciones etarias, la maduración o no de los protagonistas y el modo en que se enfrenta la noche (la vida) son todas cuestiones que muchas de estas películas tratan, de modo más o menos visible. Fran lo hace en modo deadpan. Esto es, con cara más o menos de nada y dejándose llevar por una corriente que incluye por ejemplo el traslado en auto de la novia de un amigo, quien acaba de pegarle una trompada en la puerta del Village Recoleta al acompañante de la chica. Medio como quien no quiere la cosa (ése podría haber sido un título alternativo de la película, aunque el que tiene es buenísimo), la chica le dará clase de soltura al bastante trabado Fran, con un bailecito de sentados, en un banco de plaza, que ya es una de las escenas más encantadoras del cine argentino 2019. Del mismo modo casual Fran se cruzará con un curioso tour urbano nocturno para argentinos, en momentos en que el guía rinde homenaje al Colegio Nacional de Buenos Aires (este sketch suena muy lamebotas en relación con el “colegio de la patria”). Parte del tour es una chica encantadora (Jazmín Carballo), con la que Fran sostiene un jueguito rítmico y efímero. Lo lúdico: una constante en las producciones de los exFUC (Llinás, Moguillansky, Piñeiro). Mientras tanto, Fran quiere llamar a una ex novia pero no se decide, y en su recorrido tienen lugar canciones que parecerían funcionar como coro griego. Sobre todo porque la palabra “hermético” es de ese origen. La primera es un tema de María Elena Walsh, lo cual podría interpretarse en relación con el infantilismo del protagonista. Pero de allí en más sobrevienen, cada tanto, interpretaciones de iconos setentistas, como “La era está pariendo un corazón”, de Silvio Rodríguez, o “Te quiero”, de Nacha Guevara/Mario Benedetti, que a partir de determinado momento son entonados por un juglar omnipresente, que termina cantando desde una terraza. Cuál es el sentido de estas intrusiones, habría que preguntarle a García Candela. Pero si hay que preguntarle a él, quiere decir que hay algo que no funciona del todo.
Estudio sobre la violencia del poder Desde la mirada de una recién llegada al palacio real, este corrosivo film muestra la podredumbre de los poderosos. Hubo un tiempo –los años ‘80 y ‘90 del siglo pasado– en que las películas de época estaban hechas a medida de los deseos del espectador tilingo: ese que hubiera adorado vivir en un palacio de los siglos XVII o XVIII, vistiendo un buen par de culottes, una linda peluquita y con sirvientes haciendo reverencias. Relaciones peligrosas (1988) es la película que invirtió el modelo, mostrando qué bien se pudría la corte francesa del siglo XVIII. Siguiendo esa línea, La favorita, del realizador griego Yorgos Lanthimos, viene a corroer el Oscar 2019, cuyo cuadro de honor presenta una película sobre un exvicepresidente estadounidense casi tan interesante como un discurso de campaña en Frankfort, Kentucky, la cuarta versión de un melodrama musical que conoció rendiciones con más garra, un plagio desembozado, que podría llamarse Dejándose conducir por Miss Daisy, y una de superhéroes afroamericanos. Frente a ese panteón soso, el veneno, las conspiraciones, envidias y despiadadas guerras por el poder de La favorita reponen en el cine algo de lo humano que cada día se pierde más. ¿Lo peor de lo humano? En cine, lo peor es lo mejor. Con guion de Deborah Davis y Tony McNamara, La favorita, que con diez nominaciones iguala las de Roma, favorita absoluta, se abre de modo clásico: con la llegada de una forastera al palacio real. Aristócrata empobrecida por culpa de un padre ludópata, Abigail (Emma Stone) viene a pedir empleo a su prima Sarah Churchill, duquesa de Marlborough (Rachel Weisz), asistente directa de la reina Ana (Olivia Colman). Por una cuestión de afinidad inconsciente, el espectador, que se sabe intruso del “palacio real” de la narración, se identificará de allí en más con la recién llegada, Abigail. Primera inversión de un topos del género “relato de época”, Abigail, que venía cuidando el impecable arreglo de su vestido, se presenta embarrada. Y no por un resbalón, sino por un hijo de puta que le estaba tocando el culo en el carruaje que la trajo, y de bronca la tiró afuera. Dueña de una muy británica lengua viperina, Sarah (pariente lejana de Winston, según dicen), le indica a su prima pobre que dé una mano en la cocina. El espectador ingresa entonces a La favorita se diría que por la puerta trasera de palacio, despreciado y embarrado. Abigail, ojos del espectador (no casualmente la interpreta una mujer-ojos, Emma Stone), va enterándose junto con él de lo que sucede en palacio y, por extensión, en el reino. Como tantas otras veces, Gran Bretaña está en guerra con Francia, con el liderazgo del Duque de Marlborough, esposo de Sarah. El partido Tory, representado por el hacendado Robert Harley (Nicholas Hoult) se opone a la guerra, ya que los impuestos percibidos por el Estado para sostener el esfuerzo bélico perjudican a los suyos. Se diría que hay en La favorita dos clases de relaciones con el poder. Están los dispuestos a todo (intrigar, traicionar, chantajear) con tal de alcanzarlo: básicamente, Harley y la Duquesa. Y están los que no se hallan en condiciones de ejercerlo: la reina, que sufre de toda clase de trastornos físicos y mentales, desde la gota hasta la falta de fuerzas, pasando por síntomas infantiles como los berrinches. Con la reina en estas condiciones, alguien tiene que gobernar. Sarah Churchill se ocupa de ello. Una sola cosa calma a la reina, además de sus diecisiete conejos (recordatorio de los diecisiete hijos perdidos), las carreras de patos que organiza en su recámara y las corridas en silla de ruedas. Eso que la calma es que Sarah le haga el amor. Y a Sarah eso le facilita ejercer como regenta. Equilibrio perfecto. Salvo por la mala fortuna de que una tarde, la mujer-ojos descubre el secreto de ambas. Y lo va a usar. Ella también es de las que quieren el poder, como demuestra la velocidad y puntería con que aprende a tirar al pichón. Ahora, Bretaña libra dos guerras: una de hombres contra Francia y una de mujeres en los interiores de palacio. La favorita no es una película agradable. Para eso están las otras películas de época, esas en las que todo es lindo, desde los pisos hasta la vajilla. La favorita es una película sobre la violencia del poder, y hasta los decorados son molestos, todos recargados de cuadros, tapices y cuadros sobre tapices. La utilización reiterada del gran angular por parte de Lanthimos aporta más deformación. Remando contra la corriente de época, la película de Lanthimos no presenta dos heroínas sino dos villanas (la tercera es una pobre niña rica, sin voluntad y sin carácter). Hay villanos secundarios, claro: hay que ver las porquerías que Sir Harley está dispuesto a hacer para obligar a Abigail a trabajar para él. En la medida en que su tema es el poder, la de Lanthimos no es una película de época, sino fuera de época. Basta sacar a todos de palacio para tener a un gobernante contemporáneo, sus funcionarios, partidarios y opositores en acción, sin portarse bien. ¿Y qué pasó con el espectador? Empezó siendo un ingenuo forastero, cultivó luego a fondo su rol de voyeur y se integró finalmente al tapiz del fondo, como uno más, a quien no animan precisamente las buenas intenciones.
“Cinema Paradiso” en pleno Litoral La directora traza el retrato de un héroe vecinal de un pueblo entrerriano, amante del cine al punto de que decide levantar él solo una sala para volver a ver películas como se debe. Hay épicas que si se las pone a la altura de la Humanidad pueden ser pequeñas, microscópicas incluso. Pero basta cambiar de escala y ubicarlas en la proporción de sus protagonistas y contexto para que cobren otra dimensión. Un pueblo pequeño del litoral, por ejemplo. Un hombre menudo y modesto, que trabaja de albañil y vendedor de zapatillas económicas, pero es un enamorado del cine. La idea loca de levantar una sala después del cierre del cine del pueblo. Los cimientos, los ladrillos y la mezcla. La gestión para conseguir un proyector, la pantalla y las butacas. Películas en celuloide cuando el cine empieza a digitalizarse. Y un tiempo más tarde, cuando la sala (Paradiso) funciona, la desgracia, la depresión y a empezar de nuevo, levantando otra sala de cero, siempre trabajando tan solo como un personaje de Jack London. Y todo, pura y exclusivamente por amor. Por amor al cine. Y por convicción de que los vecinos de que ese pueblo próximo a Villa Elisa, provincia de Entre Ríos, merecen un cine propio. Omar Borcard, héroe vecinal. Las primeras imágenes son asombrosas, en su naturalidad. Omar recorre el pueblo en auto y va parando en las casas donde hay chicos, para ofrecer una entrada a cada chico. “Acuérdense, viernes y sábado a las 21, sábado a las 20”. Hace un poco de memoria: “Este fin de semana… Kung Fu Panda y Dos tigres, una película hermosa sobre dos tigrecitos que se crían juntos”. Su mujer, Teresa, diseña los carteles. “No sé si le gusta tanto el cine como a mí”, se franquea Omar. “Le gustan algunas películas, no todas, como a mí”. A Teresa le gustan las de amor, algunas comedias, algunos dramas. “A mí”, dice Borcard, “me gustan las comedias románticas, los dramas, las de acción, las bélicas…” Parece como si estuviera pensando en el cine de los 50. Confirma: “Y me gusta el cine clásico”. De chico Omar trabajó como canillita, para paliar la pobreza familiar. Un día descubrió el cine, y no quiso irse más. En la biblioteca del lugar, que se ve resplandeciente de tan nueva (está instalada donde estaba el cine que cerró), Omar hojea revistas de los 60. Palito, Palito, Palito y Palito: su ídolo absoluto es Palito. Hasta el punto de que su sobrina, de quien Omar está a cargo como una hija, se llama Evangelina. Por suerte salió rubia, que si no hubiera quedado raro. En el comedor de la casa, donde apenas hay lugar para moverse, Teresa no sabe muy bien qué hacer con los cubiertos en la mano. “¿Puedo servir la mesa?”, le pregunta a la realizadora, que está fuera de cuadro. “Vos hacé nomás, no preguntes”, le recuerda Omar. Teresa no puede dejar de mirar. “Bueno, ahora miramos el televisor”, instruye a Evangelina y su hija (¿Julieta?). La directora da cámara, todos miran al televisor salvo Teresa, que echa una especie de micromiradas permanentes a la lente. Al final, la realizadora Luz Ruciello proclama una especie de “ma’sí” virtual y el diálogo entre el delante y el detrás de cámara queda institucionalizado. Ruciello sabe cómo y cuándo jugar sus cartas y cuándo “taparlas”, presentando en los primeros tramos el statu quo de Omar y su sala y reservando para la segunda mitad el asombroso levantamiento, ladrillo a ladrillo y sin saber si le va a dar la plata para terminar o no. Aparece un cura queriendo donar un proyector Gaumont del año… ¡1928! ¿Sonoro, mudo adaptado? Herrumbrado, seguro. “Llamé al proyectorista del cine para que me enseñara, y en cuatro sesiones aprendí”, dice Borcard. “Nos faltaba una correa y le pusimos una de lavarropas”. Se nota que el dueño de la sala Paradiso es prolijo para la contabilidad. “Tardamos 168 domingos en levantarlo”. Omar es como un pariente espiritual de Jorge Mario, el cineasta de Amateur (N. Frenkel, 2011), que filma superproducciones en Super-8 (¡también en el Litoral!). Un tiempo después de tanto esfuerzo, el colapso (que Ruciello presenta de modo brutal) y allí donde la mayoría bajaría los brazos, Omar Borcard vuelve a empezar, guiado tal vez por uno de sus lemas: “Es todo magia”.