El juego de las referencias y las paráfrasis. “Hitchcock… Hitchcock… corporízate…” Eso es lo primero que se oye en Amateur, sobre la pantalla en negro, producto de la invocación que un médium televisivo hace del maestro británico, con la presunta intención de corporizarlo en el estudio. No se necesita más, ya está claro en esos primeros segundos qué carta va a jugar Amateur, vista días atrás en la Competencia Argentina del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata: la del ejercicio cinéfilo, el juego de referencias, la paráfrasis. En ese sentido, la ópera prima de Sebastián Perillo no engaña a nadie: la historia es una variante de Psicosis, hay además algunas citas explícitas a Vértigo y luego un tumulto de referencias visuales y, sobre todo, nominales a buena parte de la historia del cine, local y extranjero. Esta clase de ejercicios, cada vez menos frecuentes, se plantean más como actos de homenaje que como construcciones independientes, de tal manera que no debe extrañar que la entidad de Amateur sea, por propia decisión, subsidiaria. A Martín Suárez, empleado en la isla de edición de un canal de cable (Esteban Lamothe), le encargan que revise unas viejas películas, arrumbadas en el sótano que custodia Olga (Haydée Padilla). Además de Sangre de vírgenes, de Emilio Vieyra, y La muerte camina en la lluvia, de Carlos Hugo Christensen, Esteban tiene ocasión de ver fragmentos traspapelados de una porno casera, en los que aparece una chica (Jazmín Stuart) que resulta ser la mujer del dueño del canal, llamado Guillermo Battaglia (Alberto Awada, a quien últimamente se lo ve en dos de cada tres estrenos argentinos). Se supone que Martín (bastaría agregarle un par de letras para que se convirtiera en Martínez Suárez, como José, director entre otras de Los muchachos de antes no usaban arsénico, que también aparece en pantalla) se obsesiona con Isabel, el personaje de Jazmín Stuart. Se supone, pero no se percibe: construyendo un mundo en el que el original es la copia, Amateur parece da por sentado que la fachada y lo que está detrás son la misma cosa. La obsesión de Martín llevará al crimen, la investigación policial (con un inspector cómico, llamado Saslvasky), una chantajista, un secuestro, algún otro crimen, un cadáver difícil de transportar y un secreto abominable, sumido en el pasado más remoto. Este secreto es lo suficientemente siniestro como para traspasar en parte la capa de indiferencia que este juego de enroques, desplazamientos y trasposiciones cinéfilas tiene por sus personajes en tanto tales. Hay, sí, un momento extraordinario en Amateur. Extraordinario por su brutalidad física y dramática (ambas cosas muy infrecuentes en el habitualmente demasiado respetuoso cine argentino), por su carácter sorpresivo y hasta inconcebible en términos de presupuestos dramáticos (aunque quien haya visto Psicosis sabrá que no es la primera vez que esto sucede) y por la decisión y consecuencia con que se sostiene la apuesta de la escena. Ese momento también trasciende el mero juego, logrando encarnar en la materia narrativa algo previamente visto y convenientemente procesado.
“Love Story” eutanásica y a la danesa. El director de Pelle, el conquistador reúne a una familia alrededor de una matriarca al borde de la muerte, en un juego entre doloroso y mórbido al que salva una puesta en escena clásica, que evita la pesadez o el formalismo. En la taxonomía oficial, el cine llamado “de calidad” –que apela, se supone, a las más nobles virtudes del espectador– y el “de explotación” –que apunta, por el contrario, a sus más bajos instintos– ocupan los extremos más opuestos de la escala zoocinematográfica. Sin embargo más de una vez se hallan más próximos de lo que suele creerse. Drama circunspecto y fúnebre, como la situación lo impone, el concepto básico de la danesa Corazón silencioso no difiere demasiado de films como 127 horas o Enterrado (ambas de 2010). O, incluso, yendo más atrás, D. O. A. (1950). En 127 horas se trataba de ver si el protagonista podía sobrevivir, en medio del desierto, a una situación aparentemente imposible de resolver. En Enterrado, si un hombre lograba escapar de su propio entierro en medio de otro desierto. En D. O. A., Edmond O Brien buscaba, en sus últimos días de vida, a quien lo había envenenado. El único asesino de Corazón silencioso es la biología, el azar, el caos universal o –tal vez puedan pensar algunos– cierto apuro excesivo de los dolientes. De lo que se trata es de las últimas 24 horas que una mujer mayor ha resuelto pasar en compañía de sus seres queridos, con la carga que eso tiene de duelo, densidad y morbidez. Y con cierta vuelta de tuerca que, por su recurrencia al factor sorpresa, aproxima más este severo melodrama nórdico a aquellas especulativas muestras de explotación cinematográfica. Film de cámara, Corazón silencioso (título extraño, en tanto el problema no tiene que ver primordialmente con ese órgano) transcurre enteramente dentro de la casa de la matriarca Esther (la octogenaria Ghita Nörby, que había actuado en Con las mejores intenciones, sobre guión de Bergman, y más recientemente hizo la vidente de Jauja, de Lisandro Alonso) y su marido Poul (Morten Grunwald), y sus alrededores. Ambos han citado a sus hijas a pasar el sábado con ellos. Las hijas son Heidi (Paprika Steen, una de las actrices más identificables del Dogma), que viene con su marido Michael (Jens Albinus, “el” actor por excelencia de ese fenecido movimiento cinematográfico) y su hijo preadolescente. Por su parte, la menor, Sanne (Danica Curcic) lo hace con Dennis (Pilou Asbaek). De Heidi y Michael puede verse que constituyen un matrimonio más o menos convencional, mientras que Sanne y Dennis son su contracara problemática. Sanne se recupera de problemas con el alcohol y un intento de suicidio, para Dennis toda ocasión es buena para fumar un porro y esa costumbre dará lugar a la escena más distendida de la película. El quid de la cuestión es que Esther sufre de esclerosis lateral amiotrófica, enfermedad degenerativa que le irá imposibilitando funciones esenciales. Papá, que es médico, ha acordado con ella una solución expeditiva, que tendrá lugar el domingo: esta reunión es de despedida. Estamos en terreno de la love story eutanásica, fundado por Michael Haneke en Amour. Jugando con la reconocida capacidad de los actores nórdicos a favor, lo que a falta de mayor profundización mejor celebra Corazón silencioso es esa ceremonia de despedida. Que no consiste en otra cosa que el reencuentro, la preparación de la cena (a cargo de Poul; Esther no está muy en condiciones de hacerlo), el sentarse alrededor de la mesa, un paseo al día siguiente junto al lado. Con Jens Albinus uno o dos pasos detrás del resto y Nörby y Steen (ganó la Concha de Plata en San Sebastián 2015) uno o dos por delante, todos los actores están tan “en personaje” que directamente anulan la distancia entre actor y máscara. Eso facilita a su vez la pérdida de distancia por parte del espectador, que puede integrarse a este juego entre doloroso y mórbido, sobre todo a partir del momento en que empieza a dudarse si matamos o no a mamá. Sobre guión de un señor Christian Torpe, que viene de la televisión, el veterano Bille August (ganador de un Oscar en 1987 por Pelle el conquistador, director de Con las mejores intenciones y La casa de los espíritus) logra que su puesta en escena clásica no caiga en la pesadez o el formalismo académico.
El laberinto como forma narrativa. Presentada en la edición 2013 del Festival de Venecia y estrenada en Argentina recién en mayo pasado, en Algunas chicas Santiago Palavecino (Chacabuco, 1974) había comenzado a experimentar a fondo con estructuras, verosímiles y tiempos narrativos, luego de dos películas (Otra vuelta, 2005; La vida nueva, 2011) deudoras de cierta forma de realismo intimista. Más severa y de espíritu lúdico más restringido que la anterior, Hija única continúa con la exploración que podría llamarse “cubista” de Algunas chicas, fragmentando el relato y hasta las identidades. Un personaje tiene dos por haber sido apropiado durante la dictadura. Y otro, el de Ailín Salas, es idéntica, no a una hermana gemela ni tampoco a su madre, sino a la primera compañera de su padre. En esa imposibilidad lógica o improbable forma de herencia por contagio tal vez resida la carga lúdica de Hija única, aunque se trata de una forma de juego tan supuesto que difícilmente se transmita al espectador. El laberinto es la forma narrativa y temporal de Hija única. Esto queda claro ya en el comienzo, que si funciona como obertura no es sólo por la irrupción de una imponente partitura de melodrama, sino por anticipar escenas (fragmentos de escenas, mejor dicho) que se desarrollarán más tarde. Lo extraño es que en estas escenas Ailín Salas, asomada a la ventanilla de un avión, en medio de una noche de tormenta, parecería observarse a sí misma, mientras cierra los ojos en un auto, cerca de una casa que se prende fuego en medio del campo. Podría afirmarse que Hija única está contenida en esta secuencia primaria, que sucede en verdad a una frase de Montaigne sobre la herencia. Bien, todo indica que será cuestión de atar cabos. Como todo relato que lo solicita, es posible que el espectador se pregunte dos cosas: 1) si todas las ataduras están bien pensadas o va a haber alguna que quede medio floja; 2) si vale la pena hacer el esfuerzo. La respuesta para ambas preguntas es que ni tanto ni tan poco. En 2017, Delfina (Salas) vuelve al pueblo natal, a los 21 años, tras haber pasado una década en Nueva York en compañía de su madre, Berenice (Esmeralda Mitre), quien quedó allá. Se fueron a Nueva York poco después de que Berenice (en una lista de nombres pretenciosos, éste ocuparía un lugar relevante) descubrió el inexplicable parecido de su hija y Julia, anterior pareja de su marido Juan (Juan Barberini). Antes de esto, Juan había descubierto su verdadera identidad como niño apropiado durante la dictadura, para lo cual cuenta con la guía de una Abuela de Plaza de Mayo (Stella Galazzi). Otras cosas que pasan son que la madre de Julia practica radiestesia, así como se menciona varias veces a La flauta mágica y el cuento de Borges El cautivo, éste último porque alude a la cuestión de un niño (blanco) apropiado (por los indios). Bellamente filmada y elegantemente montada, con una música de una opulencia totalmente inusual para el cine argentino, el placer que representa ver Hija única se ve mitigado por una duración a todas luces excesiva (cerca de dos horas). Entre las principales objeciones que pueden hacerse no es la menor la de revelar que el laberinto no cambia: se entra, se extravía, se sale y sigue siendo el mismo. Revelarlo tal vez sea un mérito. Es difícil que ése sea el caso de la historia de Juan, en la que un tema muy sensible, al quedar reducido a la condición de mera subtrama, termina deglutido por la oscuridad y dispersión narrativas.
Con el orgullo de ser quienes son. Un retrato ejemplar de Guido Fuentes, ciudadano boliviano que se hizo todo un nombre como modisto en la Villa 31. Desde que las escuelas de cine alcanzaron su apogeo –mediados, fines de los 90– ése, el escolástico, es el origen de la mayor parte de los directores debutantes en Argentina. Otros provienen de la formación profesional, y están los que tal vez hayan pasado por la publicidad, pero en la mayoría de los casos estudiaron también en escuelas. No existe, salvo contadísimas excepciones, otro background para el director de cine en Argentina (como tampoco suele haberlo en el extranjero). Julieta Sans, directora de Guido Models, es uno de esos casos raros. Nacida en Buenos Aires en 1979, Sans estaba radicada en Londres, donde trabajaba como fotógrafa, cuando supo de la existencia de Guido Fuentes, ciudadano boliviano que trabajaba como modisto y realizaba desfiles en la Villa 31. Sans primero quiso fotografiarlo y luego filmarlo. El resultado es Guido Models, uno de los debuts más prometedores del cine argentino reciente y una de las mejores (pequeñas) películas argentinas del año. ¿Por qué? Porque más allá del interés del asunto en sí, deja ver a una cineasta con una ética y una estética coherentes. Coherente consigo misma y con la cuestión que trata. Es verdad que en el momento en que se interesa por él todavía no decidió filmarlo, pero aun así es tentador ver entre Sans y Guido Fuentes un juego de espejos que produce reflejos entre dos forasteros. Él, en sentido real y figurado: ¿cómo mirará el mundo de la moda al “negrito villero” que hace sus propios modelos? Ella, por su parte, caerá al mundo del cine proviniendo de la nada fotográfica de Londres. Al punto de no contar, para el lanzamiento de la película, con jefe de prensa y esa clase de herramientas de rutina. En su primera parte, Guido Models presenta a los personajes (Guido, sus chicas, los padres de algunas de éstas) en la villa. La segunda acompaña al modisto y dos lánguidas bellezas al polvoriento pueblo natal de Guido en Bolivia, donde aquél se reencuentra con la mamá y presenta un desfile del que aquéllas participarán. Tras unos cuantos años en el extranjero, hasta él se apuna en el regreso. Director de una escuela de modelos que funciona de forma gratuita en la Villa, Fuentes inculca a sus pupilas orgullo de ser quienes son. Confecciona un vestido con los colores bolivianos, que en algún momento modela una chica hija de paraguayos. Cruce conscientemente buscado por quien pregona la integración. Así como suele manifestarse, en sus desfiles, en contra de la discriminación que sufren los vecinos de la villa. Además, Fuentes les aclara a las chicas que el modelaje es una alternativa laboral, pero no la única. Como Guido, Sans recorta, dejando ver el contracampo de la villa que el cine suele mostrar. Acá no hay guachines de gorrita con visera apuntando para atrás, no hay transas de paco o más pesadas, no hay cocinas, no hay facas, no hay fierros, no hay autos negros de alta gama andando despacito. Hay casitas de ladrillo, familias, chicas que les piden a los padres permiso para salir, la pieza donde duerme Guido. ¿Es una visión tergiversadora? No, porque Sans no se propone “mostrar la Villa en su conjunto”, sino el equivalente a exponer algunas fotografías sobre algunos vecinos. Esas fotografías bastan, eso sí y por si hiciera falta, para dejar en escandaloso offside al emérito senador Pichetto y cualquier otro argentrumpista, porque se trabaja por derecha. Guido es callado, trabajador y modesto. Guido Models –presentada en la Competencia Argentina del Bafici 2015– también. Fuentes no es “una bruja”, como los modistos consagrados suelen ser. Trata a sus chicas con mano de seda, con camaradería casi. En un medio en el que el lucimiento es la masa, la harina y la levadura, que el hombre no lo busque ni en lo personal ni en sus vestidos resulta francamente llamativo. Lo mismo sucede con Sans, que –aun siendo fotógrafa– parecería sentir repulsión por toda clase de “chiche” estilístico, ateniéndose a una puesta en escena transparente, sencilla y funcional, no por ello carente de expresividad. Una cámara que en un interior en la villa se aprieta a los personajes transmite el hacinamiento. Mostrar a Guido solo en su habitación, durmiendo a la noche, permite recrear su soledad. Así como un par de quietos planos secuencia reponen, sobre el final, la instancia del tiempo, como un bloque (da toda la sensación de que, con esa propensión que dan los trenes, las ventanillas y los viajes largos, Guido repasa para adentro fragmentos de su vida) inundando Guido Models de una hondura que un corrido mexicano no hace más que engrosar en la banda sonora.
Encontrar el modo de filmar la ausencia. El realizador pone en juego sus diarios infantiles y, al cabo su propio cuerpo, de una manera que no reconoce ejemplos anteriores. La base del film es su historia de escape y exilio, con un padre secuestrado y asesinado por la dictadura. “No tengo recuerdos de mi viejo”, dice Andrés Habegger en referencia a su padre Norberto, conocido periodista –llegó a ser vicedirector del diario Noticias– y alto dirigente montonero, que murió según se cree en algún campo de concentración de la dictadura, en julio o agosto de 1978. En ese momento Andrés tenía nueve años, una edad de la que suelen quedar recuerdos. Lo que no es fácil de procesar es la idea de que a papá lo mataron, y una de las respuestas posibles es borrar de la memoria todo lo que tenía que ver con él. Ahora, a los 40 y pico, Andrés Habegger –cuyo primer nombre es Camilo, en homenaje al cura revolucionario colombiano Camilo Torres, sobre quien Norberto Habegger escribió un libro– decide remontar la corriente de ese río, partiendo en un viaje que lo llevará a México y Río de Janeiro y que incluirá una investigación en presente sobre las huellas del padre. El (im)posible olvido se suma así a los films de no ficción argentinos sobre el padre o madre desaparecid@s, linaje que lleva de Los rubios a la reciente El Padre, de Mariana Arruti, y de Papá Iván a M. Si se quiere extender en cambio la serie a la de los padres muertos, en general, a los films mencionados se les podrían agregar Carta a un padre, de Edgardo Cozarinsky, y Huellas, de Miguel Colombo. Elegida como cierre de la última edición del DocBuenosAires, de todas las películas mencionadas El (im)posible olvido es la que más se parece a un diario filmado. No sólo porque –no por casualidad– el cuerpo literal de un diario se inscribe en la película por partida doble. El realizador encuentra unos diarios que no recordaba haber escrito, en la época del Mundial 1978. Los escribió en cuadernos. Algunos de ellos son los clásicos Rivadavia. Otros llevan en la tapa, algo más ignominiosamente, la figura del gauchito, ícono del mundial. Está la imagen del diario, la letra del niño, los divertidos errores de ortografía (“voy a aser la comida” “se terminó el papel ijenico”) y está lo que se lee del diario en off, que parecería sintetizar, más allá de la voluntad del niño, la cotidianeidad del exilio mexicano: “Son las nueve de la noche. Voy a hacerme la comida. Mi papá todavía no llegó. Tengo miedo”, escribe el chico. Y después están las cartas que le mandaba el padre, que tenía que estar moviéndose todo el tiempo y que un día se va a ir y ya no va a volver. La lectura de varias de esas cartas, reservadas para el final de la película, tiene el efecto no de un mazazo emocional, sino de diez, cien o mil mazazos. Se aconseja estar prevenido. En un diario el autor inscribe su propio cuerpo mediante la letra. En un diario cinematográfico la letra es el cuerpo. El cuerpo de Andrés Habegger, presente durante todo el relato, con una sonrisa que le anima el rostro y el timbre de barítono. Un diario reflexiona, piensa, dialoga consigo mismo. “Rio de Janeiro, una ciudad tan fotogénica”, comenta Habegger en off, no sin cierta ironía, dado que no llegó allí en plan turístico. Mira por la ventana del hotel. “No termino de entender cómo se filma la ausencia”, dice en voz alta. Nos dice, y la cuarta pared se rompe. Un diario no está hecho para ser leído y tal vez por eso puede permitirse decir lo que normalmente no se permite decir. “¿Ustedes no pensaban en esas cosas cuando decidían tener hijos?”, le dice Andrés a su madre, cuando ésta le recuerda las mudanzas en cadena durante la clandestinidad. Un diario es íntimo, no tiene pudores: El (im)posible olvido es una de las escasas películas en las que el realizador se quiebra. El cronista no recuerda, en verdad, haberlo visto nunca. Andrés Habegger llora un instante apagadamente, cuando en una oficina de Rio lo ponen al tanto de información recientemente desclasificada sobre el secuestro de su padre, a cargo de un agente del ejército muy orgulloso del operativo. ¿Son obscenas esas lágrimas? Lo serían si estuvieran destinadas a algún fin, a lograr algo. A querer convencernos de algo, sacarnos algo, conseguir algo de nosotros. No parece. Para nada.
Crónica de un famoso atentado fallido. Conocido como “El carnicero de Praga”, “El Verdugo” y “La Bestia Rubia”, Reinhard Heydrich fue uno de los más altos jerarcas del régimen nazi y salió milagrosamente ileso de un operativo que el film de Sean Ellis narra con nervio aunque no pocos convencionalismos. Jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich (tras haberlo sido de la Gestapo y la SD), cerebro organizador de la Noche de los Cristales Rotos, SS y Reichsprotektor del Protectorado de Bohemia y Moravia (actual República Checa, ocupada poco después de Polonia), Reinhard Heydrich fue uno de los más altos jerarcas del régimen nazi. Más precisamente el tercero en la cadena de mando, inmediatamente después del Führer y de Himmler. El 27 de mayo de 1942, un grupo comando compuesto por miembros de la resistencia checa y algunos efectivos enviados por el gobierno de ese país en el exilio atentó contra él, en uno de los operativos más audaces de la Segunda Guerra. La acción llevó el nombre en clave de “Anthropoid”, en referencia al hombre a quien por su extrema crueldad se conoció como “El carnicero de Praga”, “El Verdugo” y “La Bestia Rubia”. Esta coproducción entre Gran Bretaña, República Checa y Francia, coescrita y dirigida por el británico Sean Ellis, narra la preparación, ejecución y secuelas de ese operativo que, teniendo en cuenta su objetivo, podría considerarse, con algo de ironía, de alta gama. Con Cillian Murphy (El viento que agita el prado, El origen) y Jamie Dornan (Cincuenta sombras de Grey) como los paracaidistas llegados desde Londres para ponerse al frente de la acción, Operación Anthropoid tiene el cromatismo crepuscular característico de tantos films ingleses. Todo transcurre entre sombras y tonos parduzcos, y ambas cosas le sientan muy bien a una historia en la que los protagonistas necesitan mantenerse escondidos, y en la que por otra parte la vida de los ciudadanos de a pie no se juega precisamente en colores brillantes. En la primera parte Operación Anthropoid trabaja las tensiones entre los recién llegados y los miembros de la resistencia, a quienes el plan les resulta una locura. No es que a aquéllos no les parezca lo mismo, pero órdenes son órdenes: aparece, sobre todo en el personaje de Cillian Murphy (se trata de Josef Gabcík, de existencia real) un entregarse casi resignado a las circunstancias, que terminará tiñendo la última parte del film de un sentido de fatalidad. En las primeras escenas, Jan Kubis, personaje también real (el de Dornan) tiembla al disparar: hay allí un camino de superación para recorrer. En tren de imposiciones cinematográficas, qué otra más férrea puede haber que una historia de amor. No una sino dos, en este caso. Es el momento más bajo, más adocenado, más forzado de la película, rematado con un poco de tragedia al paso. Obviamente que el momento central de Operación Anthropoid es el del atentado, donde una ametralladora falla y la Bestia Rubia hace honor a su seudónimo, apareciendo casi como un villano dotado de superpoderes. La escena está bien narrada, con nervio, cámaras en mano (que Ellis carga él mismo y usa en toda la película a destajo) y un montaje acorde. De allí en más sobreviene la encerrona, con requisas casa por casa, torturas y ejecuciones sumarias (a Ellis le da por las metáforas obvias: una bota aplasta el violín de un muchacho, un objeto significativo cae del vestido de una mujer en el momento de la muerte) y, enseguida, un traidor que abre la boca y el consiguiente círculo de la muerte que se cierra sobre los resistentes. Sabiéndose perdidos, éstos se juegan a cobrar la derrota lo más cara posible. Aunque contenido, el tono elegíaco, sumado a la certeza de la fatalidad, el alto consumo de cápsulas de cianuro y los disparos en la sien –cuestión de no caer en la mesa de torturas– le dan a la última media hora, en medio del nutrido intercambio de munición, una bienvenida, casi operística intensidad, ausente hasta entonces.
Cómo voltear una dictadura. Tras una amplia recorrida por festivales de todo el mundo, el documental se estrenó en el Gaumont: un retrato sin subrayados excesivos de la lucha de un grupo de mujeres bolivianas encabezadas por Domitila Barrios de Chungara. “Ella tumbó a la dictadura del general Banzer”, afirma Eduardo Galeano en referencia a Domitila Barrios de Chungara, legendaria líder obrera que en la Navidad de 1977 marchó de Potosí a La Paz, iniciando allí una huelga de hambre junto a otras cuatro mujeres, en protesta contra ese gobierno. “Pronto las cinco fueron diez”, dice Galeano, “y luego cincuenta, y más tarde cien, y enseguida mil, y diez mil, y cien mil, hasta que la dictadura de Banzer se vio obligada a renunciar, por la huelga iniciada por esas cinco mujeres”. De esa mujer y de esas cinco mujeres y de muchas más mujeres que trabajan o trabajaron en las minas del Departamento de Potosí –o cuyos maridos lo hacen o lo hicieron– y que terminaron organizándose por sus derechos, trata Mujeres de la mina, documental filmado (grabado, habría que acostumbrarse a decir) por las realizadoras argentinas Loreley Unamuno y Malena Bystrowicz. Tras recorrer una enorme cantidad de festivales, Mujeres de la mina se estrenó en el cine Gaumont. Domitila, que en el momento de grabarse el documental anda por los 70 y pico y poco después va a morir de cáncer de pulmón, es legendaria, ya que su lucha se imbrica en la Historia misma de Bolivia, en la Épica y la Política del país vecino. Todo con mayúsculas, al calor de paros mineros en los 60 y 70, levantamientos obreros, asambleas ardorosas en las que hasta entonces las mujeres no tenían la palabra (las mujeres tienen prohibido bajar al socavón, ya que se cree que traen mala suerte), represión militar, tortura (aunque el documental no lo diga, Domitila perdió un bebé por ese motivo), secuestro de representantes yanquis por parte de los militantes obreros y negociación directa con el gobierno. A fines de los 70 Domitila se presentó como candidata a vicepresidente de la Nación por un frente de izquierda, y en 2005 fue nominada al Premio Nobel de la Paz. Lucía Armijo y Francisca Gonzales, las otras “protagonistas” de Mujeres de la mina, no tienen tantas mayúsculas encima, pero no dejan de ser heroínas cotidianas. Lucía se separó de un marido que cuando se emborrachaba le pegaba a ella y a los chicos, a consecuencia de lo cual le mató a una criatura. Con su piel apergaminada, Francisca golpea todos los días las piedras del Cerro Rico, tratando de extraer de ellas algún metal precioso. Pero Lucía y Francisca, además de trabajar en casa y en los alrededores de la mina, se hicieron dirigentes. Lucía primero tuvo que aprender a leer y escribir, y además tuvo que aprender castellano. Hay días que no duerme, porque el tiempo no alcanza. La mayoría de las dirigentes son viudas: en la mina, los hombres no duran mucho. Los que no mueren de silicosis mueren por accidentes. “La maldición de las mujeres, que no las deja bajar a la mina, al final les convino, porque les permite seguir vivas”, comenta Galeano, que pasó un buen tiempo allí en la zona a comienzos de los 70. Unamuno y Bystrowicz observan, dejan hablar, esconden las preguntas entre fotograma y fotograma, organizan el material de modo de comenzar con Lucía Armijo cocinando y terminar con ella en medio del grupo de mujeres organizándose para una marcha a La Paz, testimonio de un crecimiento. Filman (graban) esos rostros del color de la tierra seca, que parecen tallados en la piedra que los rodea. Captan una analogía sorprendente. La estatua de un minero combativo, erguido sobre una elevación, con el taladro en una mano y un fusil en la otra. Corte a una estatua igual, aunque sin fusil. Esa segunda estatua resulta no ser una estatua, sino un minero de carne y hueso.
Viaje íntimo a la cocina del bigote bicolor. Filmado a lo largo de una noche de 1994, con los músicos que registraron La hija de la lágrima, el documental de Chomski da cuenta de la gestación de una canción inédita: un retrato apasionante de los modos de trabajo de Charly. En pleno mes García se estrena este documental –curiosamente la primera película dedicada a uno de los grandes músicos del siglo XX en la Argentina– filmado a lo largo de una noche de 1994, en la que el hombre de la piel manchada grabó, acompañado por un supergrupo, “Existir sin vos”, tema inédito hasta el día de hoy. Filmada en tiempo real (aunque editada, obviamente; si no hubiera durado como diez horas) con una cámara digital de no muy alta definición, en su condición de documental la película reproduce la cualidad improvisatoria de la sesión. “Existir sin vos”, el tema, empieza como zapada y se va armando sobre la marcha, y lo mismo sucede con Existir sin vos, la película. La propia “suciedad” del digital sincroniza bien con el sonido de García Moreno en ese momento, lejano de la apolínea limpidez de sus tiempos clásicos, los de Yendo de la cama al living, Clics modernos y Piano bar. Sucio pero vivo. Como el propio García, tal como muestra el documental de Alejandro Chomski (quien, dicho sea de paso, atraviesa una fase de hiperestrenos: la semana pasada fue Maldito seas, Waterfall; esta semana, ésta, y para el 10 de noviembre anuncia otro documental llamado Alek). El argelino Jean-Louis Comolli, que sabe del documental como pocos, sostiene que este tipo de películas son ficciones que no osan decir su nombre. En esta ficción previa a su primera internación, el personaje García luce de buen humor y tan seductor como de costumbre. Medio tilingo en la vida cotidiana (son los años Carlos Saúl, y Charly dice que “adora” el shopping Alto Palermo), un poco verdugo también con la gente de a pie (desde el taxi que lo lleva le dice a un chofer que es un boludo, porque el pobre tipo no consiguió entrada para su show), totalmente en su salsa durante el ensayo e imperdible en un entremés sobre el cual se echará ahora una capa de misterio, para revelar más tarde. El bloque más monolítico de Existir sin vos es la larga zapada en el estudio de la calle Fitz Roy (unos veinte minutos en total), en la que va saliendo el tema que da título. El tema y, aparte, la letra, que una asistente se apresura a anotar, antes de que se pierda para siempre. El grupo que acompaña a Charly es el mismo que para esa época lo hizo en La hija de la lágrima (el Zorrito Quintiero en teclados, Fernando Samalea en teclados y batería, la lamentada María Gabriela Epumer en segunda guitarra y coros), con el agregado de Alejandro Medina en bajo y coros y García en primera guitarra. Como buen líder, Charly oscila entre la soltura y el control de sus músicos, indicando entradas y silencios y manejando incluso de a ratos a la cámara de Chomski. Determinando, en otras palabras, qué clase de Charly va a construir la cámara. Son más de las 7 de la mañana, hace un buen rato que los músicos se fueron a la casa y Charly sigue con pilas. Ya se tiró a la pileta dos veces (esa manía de tirarse a la pileta), una completamente desnudo y la otra vestido y en bicicleta. Ya preguntó qué diría Pepito Cibrián, una pregunta difícil de responder. Ya habló sobre sus depresiones y sus pedidos de ayuda (con buen criterio, las partes de Charly están subtituladas) mientras se daba un baño de inmersión y la cámara desenfocaba, vaya a saber por qué. Ahora está en el living con una bata blanca, suena “Locomotion” y Charly hace un numerito que parece como de Marilyn (Patricia Perea, la Peperina original, dijo de él que era “la Marilyn Monroe del rock versión masculina”, y por algún lado la embocó). Es como si un Groucho sin habano y una Marilyn piel y hueso se hubieran fusionado en una nueva entidad llamada CharGar (con perdón por la palabra), dueña de una gracia magnética, como de Mata Hari. Pero una Mata Hari chaplinesca, que limpia los muebles del living con un plumerito. ¡Qué genio perdió el universo de la performance! Pero no se puede ser dos genios, con uno solo hay que darse por hecho.
La Belle Epoque en clave burlesca. El severísimo director de La humanidad ya había girado antes hacia el humor absurdo con el telefilm P’tit Quinquin y aquí vuelve sobre la misma cuerda, pero sin la misma eficacia, con una suerte de versión extravagante de Romeo y Julieta al borde del Canal de la Mancha. Dos años atrás, Bruno Dumont, implacable creador de La humanidad y Flandres, se despachó con un film sorprendente llamado P’tit Quinquin. Se trataba en realidad de un telefilm de cuatro horas, que en Argentina pudo verse en el Festival de Mar del Plata. Lo sorprendente era su condición de reverso exacto del severo, bressoniano registro de toda su obra previa. Es verdad que en el gesto de encargar el papel de investigador policial a un actor con una notoria discapacidad mental podía detectarse ya un gusto por el absurdo. Pero P’tit Quinquin llegaba al disparate absoluto: un policía con un tic que hacía de él un relámpago humano, un asesino que les daba de comer pedazos de víctimas a las vacas (¿vacas carnívoras?), un señor que ponía la mesa arrojando sobre ella los platos de loza, actores amateurs que se tentaban en medio de la escena y un ayudante de inspector con el berretín de manejar el patrullero en dos ruedas. Entusiasmado con la experiencia, y contando con una exultante respuesta de público y crítica, Dumont vuelve a la carga con Ma Loute, presentada en competencia en la última edición de Cannes, que se estrena ahora en Argentina con el título de La bahía. Pero ya no es lo mismo. En tiempos de Belle Époque, una serie de desapariciones de turistas convocan a un investigador y su ayudante a un balneario de la costa de Calais, en plena temporada de verano. El investigador es en esta ocasión una suerte de hombre-montaña, con un peso de unos trescientos kilos. El ayudante, un pequeñín con un bigotito que luce como pintado. Ambos visten igual, como los Hernández y Fernández de Tintín: bombín negro y trajes ídem. Cuando camina, al inspector le rechinan las articulaciones ruidosamente. Si resbala sobre un médano, rueda como un barril y es necesario detenerlo, porque él solo no puede hacerlo. Para ver de cerca algún objeto que esté sobre la arena se echa como lo haría un elefante marino, y en ese caso también es preciso ir en su rescate, para devolverlo a la posición vertical. En el balneario, dos familias. Una de ricos y una de pobres. Los ricos, los Van Peteghem, visten siempre de blanco, al estilo de la época. Los pobres, los Brufort, de negro, al estilo de los pescadores. La oposición bien evidente, bien visible, bien subrayada, recuerda la de Novecento, de Bertolucci, igual de deliberada y comenzando diez años antes. Algo lombrosiano tal vez, Dumont le pone al burgués (el gran Fabrice Luchini, el mayor autoparodista del cine francés) una joroba, recordando tal vez que al Rigoletto original lo inventó Víctor Hugo. Casado con Valeria Bruni Tedeschi, que vive maltratando a la criada, hermano de una Juliette Binoche que, ex profeso, sobreactúa desaforadamente, el señor Van Peteghem esconde cierto secreto de familia que parece a la espera de Sigmund Freud, quien para ese momento comenzaba a ser reconocido. Los Brufort también tienen su monstruosa peculiaridad, alimenticia en su caso, que explica las desapariciones. Jugada a la farsa (por el lado de los Van Peteghem, al menos; los Brufort son tan severos como los protagonistas previos de Dumont), dueña de un humor algo letárgico y más bien paralítica en términos dramáticos, lo que rescata en parte a La bahía es el arrebato como de otro mundo que tiene lugar entre “Ma Loute”, hijo de la familia de pescadores y la ¿hija? ¿hijo? de los burgueses, llamad@ Billie. Doble extravagancia de Dumont, el nombre del muchacho y el sexo de ¿la chica? Billie dice ser una chica que se viste de hombre, y así lo entiende Ma Loute, iniciándose entre ambos una versión de Romeo y Julieta al borde del Canal de la Mancha. Hasta que, bueno, él parecería hacer un descubrimiento que lo enoja mucho. Más allá de esto, la historia de amor de Ma Loute y Billie (toda una revelación, la actriz, que en créditos figura con el nombre de Raph) es tan pura y absoluta como lo era la del pequeño Quinquín y Eve en la película previa. Dumont la exalta con una bella partitura sinfónicamente romántica, algo que en su obra anterior hubiera sido impensable.
El maldito objeto del deseo. Como un Philip Marlowe que recupera la senda de un caso del pasado, Sergio Wolf pretende darle voz a un pedazo de filmación que no la tiene, en una película sobre una mujer que no debería estar ahí: la ex estrella del tango Ada Falcón. Duplicación de una obsesión. Casi sesenta años después del retiro de la mítica cantante de tangos Ada Falcón, a fines de los años ‘90 el realizador Sergio Wolf –ex director del Bafici– logró dar con ella en un asilo de ancianos próximo a la localidad de Cosquín. En ese momento, ni los propios ases investigadores del tango sabían siquiera que la nonagenaria intérprete de “Yo no sé qué me han hecho tus ojos” estaba viva. El empecinamiento fue lo que llevó a Wolf, junto a la correalizadora Lorena Muñoz (hoy en día directora de Gilda, no me arrepiento de este amor) a recorrer las polvorientas rutas del valle de Punilla, tras trajinar archivos bibliográficos, fílmicos, sonoros y radiales igual de polvorientos, hasta dar con una beata anciana en silla de ruedas, de memoria discontinua, que no sólo resultó ser la legendaria exestrella del 2x4 sino que aceptó dialogar con la pareja de porteños sub-40. Algo que en el instante del retiro había jurado no hacer nunca más. Esa hazaña parece no haberle bastado a Wolf. Ahora, tres lustros después de la película que testimonió ese hallazgo quimérico (Yo no sé qué me han hecho tus ojos, 2002), el realizador vuelve sobre ella, ya a solas, para intentar, como un aprendiz de brujo, el imposible dentro del imposible: darle voz a un fragmento que no la tiene, en la película sobre una mujer que no debería estar ahí. ¿Por qué se obsesiona Wolf? Daría la impresión de que por lo mismo que mueve a la mayoría de los obsesivos: la dificultad, la contrariedad, la maldición incluso del objeto del deseo. Es el propio Wolf el que habla de maldición, y también Lorena Muñoz, cuando al volver de entrevistar a Falcón, en aquel momento de fines de los ‘90, chocan en la ruta cordobesa. El auto gira sobre sí mismo, está a punto de dar unos trompos. En el accidente se pierde el “DAT” con la pista de sonido de una escena de diálogo entre Wolf y Falcón, filmada desde una posición de cámara semejante a una que sí quedó en el corte final de Yo no sé... ¿De qué se habló en esa escena? Wolf no lo recuerda. Para empujar un poco más el mito del malditismo, la lata con la escena (eran épocas de celuloide, y YNSQMHHTO se filmó en 16 mm) tampoco aparece. Ya aparecerá, en medio de una pila de cosas, cuando el realizador se vea obligado a retirar unas pertenencias que darán pasto a la obsesión. ¿Qué hacer con ese celuloide que no habla? El autor de El color que cayó del cielo baraja la posibilidad de montar esa escena con sonido de otra (¿pero para qué, cuál es el interés de la escena en sí misma?), contrata a una persona muda para leer los labios (¡!) y, llevando la obsesión casi hasta el terreno del milagro, aprende a leer los labios él mismo. “Yo con vos no grabo más”, vocaliza Ada Falcón según descubre Wolf. “Ah, ¿no grabás más?”, representa ella misma al temible Francisco Canaro. Principal motivo, según se cuenta, de su reclusión. Es el regreso del detective Wolf, ahora en la línea del protagonista de la serie Lie To Me. Recuérdese que en YNSQMHHTO el realizador se representaba a sí mismo como un private eye de novela negra, ataviado con pilotito estilo Sam Spade o Philip Marlowe. ¿Existe acaso un sujeto de ficción más obsesivo que el detective? Como en El color que cayó del cielo, Wolf hace lugar a líneas de relato colaterales. Una es la consulta al colega y amigo Edgardo Cozarinsky, algo así como el sabio de la tribu, que le desaconseja rotundamente, por ramplona, la idea de la lectura de labios (que a pesar de eso Wolf desatienda su consejo es casi un gag). Otra es la visita a un museo Ada Falcón, montado en la que supo ser su casa, en la localidad cordobesa de Salsipuedes, previa a su reclusión en el asilo. Con ese nombre, era demasiado tentador incluirla.