Una combi, tres chicos y tres chicas Eso es todo lo que necesita el director español, que con un grupo de amigos y una cámara de fotos consiguió una serie de instantáneas, de momentos robados, que tiene en el cine de Eric Rohmer a su manifiesto “líder espiritual”. Jean-Luc Godard sostenía que con un auto, una pistola y una chica bastaba para hacer una película. En Los exiliados románticos, Jonás Trueba parece proponerse parafrasearlo con una combi, tres chicos y tres chicas. El hijo de Fernando Trueba filmó su opus 3 con los más mínimos de los mínimos recursos: equipo reducido, actores amigos, camarita de fotos y doce días de rodaje (la quinta parte de lo que se considera normal para el cine “profesional”). Con eso le salió una película que, como una serie de instantáneas (¿tendrá algo que ver el instrumento con el que la filmó?) es de momentos robados. Algunos de esos momentos permiten avizorar lo que pasa más que otros. Pero todos dejan ver sólo una parte, un fragmento, un instante de una totalidad que los excede y nos excede. Nos asomamos a ellos como a través del ojo de una cerradura. O de un telescopio, como lo hace en un momento una de las protagonistas. Profesión de fe realista, baziniana, que sostiene que el cuadro cinematográfico es apenas el recorte de una realidad que lo supera, de un fuera de campo que lo contiene. Curioso realismo, el de una película que desde su título predica lo aparentemente contrario, y mantiene una tensión entre esos dos polos opuestos. Como por otra parte sucedía en el cine de Eric Rohmer, manifiesto “líder espiritual” del film. A Francesco (Francesco Carril, protagonista de Los ilusos, film previo de Trueba) le gusta ir al cine. Isabelle (Isabelle Stoffel, coprotagonista de Los ilusos) quiere tener un hijo. Eso es todo lo que se sabe sobre los seis protagonistas a lo largo de la película. El resto es lo que hacen, y lo que hacen no es precisamente andar cazando osos o fundando países. Vito (Vito Sanz, coprotagonista de Los ilusos), Francesco y Luis (Luis E. Parés) parten en combi de Madrid. A dónde van y para qué no se sabe: más que un compañero de viaje, el espectador de Los exiliados románticos es invitado a ocupar el lugar de testigo mudo. En la primera parada nocturna, algunas bromas con el pijama de Francesco, dichas medio al pasar. A la mañana siguiente aparece Renata, la chica del telescopio (Renata Antonante), que tiene una historia anterior con Francesco. Hablan en italiano, comentan un libro de Natalia Ginzburg, Francesco dice algunas pavadas sobre el tener cosas en común o no. Segunda parada: París. Almuerzo en lo de Isabelle y un par de amigos. Diálogo sobre los exilios durante la Guerra Civil, tema en el que Luis es experto. Luis tuvo historia con Isabelle, se nota que está a la expectativa. Van a un “clubcito” a ver a una cantante que se llama Miren Iza. Al día siguiente, Vito, el más romántico de todos, repasa su declaración de amor en francés y se encuentra en los Jardines de Luxemburgo con una belleza por la que está perdidamente enamorado y se entiende (Vahina Giocante es el eufónico nombre de la chica). De vuelta a casa, declaración de irrealidad total por parte de la película (la cantante viene justo detrás de ellos en la ruta, cantando, y ellos la escuchan con acompañamiento instrumental y todo desde la combi), encantador numerito musical alla Godard y finale en largo plano fijo, con los cinco que quedan sumergiéndose en un lago, con poca o ninguna ropa. ¿Qué es lo rohmeriano de Los exiliados románticos? La impecable distancia narrativa, emocional y cinematográfica desde la que está contada: sólo se sabe lo que se ve, los personajes no andan derrochando emociones –pero a todos los mueven los sentimientos amorosos– y los planos cortos son infrecuentes. “Su andar es sereno”, se diría de ella si fuera un auto, y a diferencia del realizador de Mi noche con Maud los personajes no son de mucho hablar. Tal vez no hubiera estado de más algún charlatán, para romper un poco esa serenidad tal vez demasiado pareja.
Cómo hacer para pertenecer a la manada. Basada antes en el modelo Disney que en el libro de Kipling, la película del responsable de las tres Iron Man no es tanto un relato de formación, como el original, o una comedia de amistad, como la versión animada, sino una historia de sobrevivencia. A diferencia del posterior Tarzán, el pequeño protagonista de El libro de la selva –tal vez por no ser hijo de europeos– no impera en el mundo de lo salvaje, sino que aprende a convivir con las otras especies animales. Ese rasgo que hoy podría verse como protoecológico (aunque su creador, Sir Rudyard Kipling, fue un notorio defensor del imperio británico) se mantiene en las dos adaptaciones cinematográficas previas más conocidas de esta creación literaria de fines del siglo XIX: la británica con actores, de 1942, y la de Disney en animación, de 1967. Esta nueva versión siglo XXI, a todo superespectáculo –reforzado por el 3D y la nueva tecnochuchería de los asientos móviles (ver recuadro)–, respeta ese “ser en el mundo” del pequeño héroe. Más basada, como se verá, en la versión Disney que en el original de Kipling, la película dirigida por Jon Favreau (responsable de las tres Iron Man) funciona en sus propios términos. Hallado por la pantera negra Bagheera en medio de la selva tras sufrir el extravío de sus padres, Mowgli fue entregado para su cuidado a la loba Raksha, que lo crió como a un hijo más. Es raro que siendo así Mowgli no aúlle, no se guíe por su olfato, no cace. Parte de lo cual hacía, y de modo bastante sangriento, en el libro de Kipling (que no es una novela, sino una colección de cuentos). Concesiones del cine para niños. Categoría que de todos modos a la película le costó lograr, tanto en Estados Unidos como aquí, producto de la hiperbólica apelación a los sentidos propia del cine contemporáneo. Para ser integrado a la manada, Mowgli ha debido incorporar lo que en el original es la ley de la selva enseñada por Baloo, predicada aquí por los lobos, tan parlantes como el resto de los animales de la fábula. La ley consiste básicamente en un “todos para uno y uno para todos”. Solidaridad general que da por resultado que en tiempos de sequía, cuando todos bajan a tomar agua a la laguna reine una bandera blanca que permite que lobos y ciervos, panteras e impalas, rinocerontes y presas pequeñas se rocen sin riesgo para sus vidas. Una única figura no está dispuesta a respetar la armonía imperante, y es la del villano absoluto del relato: Shere Khan, el hermoso pero letal tigre de Bengala, que tras cometer como si nada un crimen atroz avisará que su próxima presa es el pequeño humano. Mowgli se resiste, pero su tutora Bagheera lo convencerá de que debe abandonar la comunidad selvática y buscar la protección de los suyos. Preguntándose quién es él en realidad (la cuestión de identidad no llega a constituir una crisis), Mowgli estará a punto de ser devorado por la astuta serpiente Kaa, será salvado por el gordo fiaca y buenazo del oso Baloo y deberá vérselas con el pueblo mono y su peligroso rey-orangután gigante. Con guión escrito por el casi desconocido Justin Marks, la nueva versión de El libro de la selva no es tanto un relato de formación, como el original, una comedia de amistad, como la versión animada, o una de aventuras, como pudo haberlo sido, sino una historia de sobrevivencia y convivencia. Sobrevivencia ante la amenaza del enemigo feroz, convivencia de las distintas especies bajo la ley común. No hay sentido de maravilla sino pura materialidad: el músculo del tigre, el aullido del lobo, un redoble de búfalos, la espesura de la selva y su inquietante oscuridad, un simio demasiado grande para un santuario que no le cabe, un catastrófico incendio, una fiera batalla final. Un cine de impresiones fuertes, como busca serlo, antes que nada, el contemporáneo, y que aquí no cae en el efectismo o el golpe bajo en ese intento. Un par de apuntes al margen, todos ellos de orden musical: bien en la tradición Disney, al rey-orangután (Christopher Walken, en la versión original) sus amenazas no le impiden lanzarse a cantar un tema con swing, como también lo hace Baloo, en la clásica escena en la que Mowgli lo usa de bote. Conviene quedarse a ver los títulos finales hasta el último, no sólo porque su diseño es muy bonito sino porque Scarlet Johansson (voz de Kaa en la versión original) susurra una bella balada y, sobre todo, porque el gran Dr. John hace lo propio con un fangoso tema inédito.
Cuando todo el mundo tiene sus razones. Ambientada durante la caza de brujas en Hollywood, la historia de Dalton Trumbo, guionista estrella caído en desgracia, es una película socrática: no juzga la opción del “rebusque”, como tampoco necesariamente la de hacer mucha plata con el trabajo honesto. Basada en un libro escrito por un señor Bruce Cook, el primer acierto de Regreso con gloria (lo contrario de Coming Home, que en los 70 tuvo en Argentina el título Regreso sin gloria) es el de zafar del trasnochado género biopic. No hay aquí gran arco temporal, burocrática recorrida desde la infancia hasta la vejez del protagonista, sino concentración en los años que marcan el nudo en el que se quiere focalizar. Básicamente, desde 1947, que es cuando al compás de la Guerra Fría se inicia la paranoia anticomunista en Estados Unidos, hasta 1961, cuando un gesto del presidente Kennedy marca el comienzo del fin de las listas negras en Hollywood. Una de cal y una de arena: el papel de Dalton Trumbo lo hace Bryan Cranston, el amado Walter White de Breaking Bad. Así como en la serie Cranston es puro cable a tierra y mandíbulas apretadas, aquí pule hasta la manía una composición llena de amaneramientos (da la sensación de haber practicado durante semanas cómo dejar el labio inferior en estado de perpetua flotación), que lo llevó hasta donde esta clase de artilugios llevan a la gente: a las puertas del Oscar. Integrante de la terna a Mejor Actor Protagónico en la última entrega, Cranston quedó en el camino del inevitable DiCaprio. El guionista mejor pago de Hollywood por aquellos años, Trumbo teclea en la bañera (como Michel Piccoli en El desprecio), fuma cigarrillos con boquilla, luce un mostacho a lo Martín Caparrós, escribe mucho y más eficientemente que la mayoría de sus colegas. Por eso el mismísimo Louis B. Mayer le ofrece el cuádruple de lo que le están pagando para ser exclusivo de la Metro. El contrato le dura poco: el Comité de Actividades Antiamericanas ha comenzado a buscar comunistas debajo de la cama, al mismo tiempo que la Motion Picture Alliance, que congrega a lo más reaccionario de Hollywood (de John Wayne para abajo) se muestra dispuesta a revisar cama por cama. Sospechados de traidores a la patria, Dalton y otros “rojos” deberán comparecer ante el Senado, conminados a dar nombres de otros compañeros de ruta. En caso contrario podrán ser sumados a las listas negras, con lo que eso representa: pérdida de trabajo y, eventualmente, prisión. Como Trumbo es de los que se niega a hablar (fue uno de los famosos “Diez de Hollywood”), todo eso le sucede, puntualmente, en 1949. Que el tipo tuvo los suficientes cojones para no traicionar a los suyos y poner así en riesgo su trabajo, está claro. Lo interesante del guión de Trumbo (escrito por John McNamara, de antecedentes exclusivamente televisivos, a partir del libro de Cook) es que a eso no le agrega que tenía alitas y volaba. Por un lado, el guión inventa a un guionista y miembro del PC, Arlen Hird (el gran Louis C.K., en su primer papel en cine), que representa el militante en estado puro. Algo que Trumbo no es. “Hablás como radical, pero vivís como millonario”, le enrostra Hird en el impresionante ranch de su colega, que cuenta con lago propio. “Les tenemos que ganar en su propio terreno”, alega más tarde Trumbo, para justificar su postura de seguir escribiendo los guiones que caigan en sus manos, por malos que sean. Lo cual tampoco tiene nada de reprochable, y ése es otro de los méritos de Trumbo: no juzga la opción del “rebusque”, como tampoco necesariamente la de hacer mucha plata con el trabajo honesto. Hace algo mejor: pone esas opciones en duda. Tanto como la contraria, la del purismo a ultranza, representada por Hird. Regreso con gloria es una película socrática. La película está dispuesta a oír incluso las razones de los delatores. Edward G. Robinson, que lo hizo bastante tardíamente, recuerda que mientras Trumbo puede sobrevivir escribiendo con seudónimo, él, como actor, no está en condiciones de hacer lo mismo. Donde Trumbo traza la raya política y moral es en el otro bando: el de los cazadores de brujas, representados por esa verdadera arpía que fue Hedda Hopper, periodista de chimentos que se muestra aquí capaz de chantajear hasta al director del estudio más poderoso de Hollywood y salirse con la suya. Luciendo un sombrero distinto en cada escena, a cual más ridículo, Helen Mirren compone una villana de Disney. No está mal que así sea: Hopper era en verdad una caricatura viviente, con forma de bífido. Más difíciles de digerir son los dobles de estrellas demasiado icónicas para ser encarnadas por cualquiera: no se puede poner a hacer de John Wayne al primer grandote que pase por ahí, de Kirk Douglas a uno con hoyuelo pero sin mandíbulas, o de Otto Preminger a un pelado que debe pesar 50 kilos menos que el director de Exodo (que tuvo guión de Trumbo, lo mismo que el Espartaco de Kubrick). Eso le quita verosimilitud a la película, tanto como las presencias siempre excelsas de John Goodman (protagonista de una escena exultante) y la sublime Diane Lane (como la asombrosamente paciente Sra. Trumbo) permiten disimular esos fallos. Dirige con solvencia Jay Roach, en su primera película “seria”, después de las series Austin Powers y La familia de mi novia.
El ciclo histórico del poder La misma huella de explotación o colonización puede verse en dos capas del relato de Luján Loioco: la sexual, encarnada en la chica en tránsito a la adultez del título, y la política, a través del grupo hotelero que obliga al cambio de hábitos en el pueblito que ella habita. En tiempos de películas que tienden a reafirmar en el espectador la convicción (la tranquilidad) de estar ubicado en el lugar correcto, un pequeño puñado de films solitarios siguen optando por lo contrario: por instarlo a hacerse preguntas, a dudar, a desestabilizarlo en la butaca. Opera prima de la realizadora Luján Loioco (Buenos Aires, 1986), La niña de tacones amarillos es una de esas películas infrecuentes, incómodas sin aspavientos, larvadamente perturbadoras. Tanto como puede serlo la instancia vital en la que se halla la protagonista, que se encuentra en el punto exacto del pasaje a la edad adulta, cuando los juegos infantiles conviven con una sexualidad que parece sobrevenida de golpe, y ésta puede ponerse al servicio de una lucha por el dominio que no por despareja deja de librarse. Despareja no sólo en razón, como aquí sucede, de la diferencia de edad y experiencia, sino además de la distancia entre el centro del poder y la periferia. Pero todo esto no alcanzaría su poder de perturbación si el espectador (el espectador mujer, el espectador hombre) no resultara fatalmente incluido en la narración, llave maestra que Loioco maneja con llamativa pericia. En la primera escena, el conflicto queda instalado. Instalado en el ojo del espectador. La niña baja el cerro jujeño corriendo con desesperación torpe, propia de la mocedad y del terreno. Atraída por la música de sikus y quenas que llega desde la plaza, va medio resbalando entre las irregularidades y el pedregullo, hasta que logra sumarse a la ronda. Enseguida se suelta y baila sola, con cierto desenfreno. Baila bien. La agitación de su cuerpo y el largo cabello azabache componen una unidad en la que el magnetismo no es de niña sino de mujer. ¿Es consciente de ese poder? Que lo ejerce, la cámara se ocupa de refrendarlo, haciendo una serie de contraplanos sobre algunos de los varones presentes, que la observan con esa seriedad de cazador con la que el hombre estudia a su posible presa. Sobre todo uno de ellos, joven y con aspecto de forastero, que tiene hasta rostro de halcón. Al espectador varón no le costará nada identificarse con él. Seguramente que tampoco a las espectadoras con ella, con su consciencia e inconsciencia de sexualidad naciente. Isabel (Mercedes Burgo, que en verdad es salteña) vive en el pequeño pueblito de Tumbaya junto con su mamá y su hermano menor. En su habitación tan de adolescente (decorados rosas, posters de cantantes, sobrecarga de fotos) comparte secretos con su amiga, hija del intendente del lugar. La amiga le consigue una changuita a la mamá de Isabel: vender empanadas a los trabajadores de una obra, la construcción de un hotel de lujo que se levanta en las afueras. Es una muy buena changa, son varias docenas por día, y la mamá necesita que Isabel la acompañe con las canastas. Ahí está el que la miraba en la plaza, que se llama Miguel (Manuel Vignau, visto en Plan B y Hawaii, de Marco Berger) y que, tal vez en contra de las prevenciones, sabe cómo ablandar a la chica, con un collarcito que él mismo le coloca en el cuello. Uno tal vez suponga que la doble timidez de ella (la impuesta por la diferencia de edad y de origen) se va a imponer, pero lo que se va abriendo paso es en cambio la curiosidad sexual. No habrá que contar mucho más, salvo que Loioco se ocupa de contraponer, al clásico esquema tipo de ciudad-seduce-chinita-y-se-va, el determinado por el carácter de niña-adolescente-mujer de Isabel, capaz de comportarse con una mezcla de ingenuidad, deseo y ambición dispuesta a todo. Así lo refirma sobre todo el episodio de los zapatos amarillos que dan título a la película, que desarma todo intento de atraparla por completo por parte del espectador. De modo notable, por detrás de este plano del relato resuena, como un eco amplificador, el del hotel que se está construyendo allá arriba, en el cerro. Hotel que, como la relación de Miguel e Isabel, los “gringos” de la ciudad levantan en su propio beneficio, sirviéndose para ello del cuerpo de los locales. E interviniendo en su vida cotidiana: la energía eléctrica que la obra necesita provoca cortes permanentes en el pueblo, que deberá acostumbrarse a vivir a oscuras. Puede verse en ambas capas del relato (duplicadas a su vez por la relación, mucho más pasajera, entre Isabel y un empresario de la compañía hotelera, durante la muy simbólica noche inaugural) una misma huella de explotación o colonización, que la imagen de los lugareños vestidos con los uniformes del establecimiento termina de consumar. Así como Isabel termina comportándose como niña, repitiendo para sí un mantra mágico, a la gente del pueblo no le queda más remedio que trabajar al servicio de los capitalinos. En ambos planos, el sexual y el político, el ciclo histórico del poder se reafirma, indefectiblemente.
Resuena el trueno entre los cocos El primer film de ficción de Mascaro se interna en un pequeño pueblo costero nordestino para encontrar allí bastante más que mar y playa: un cementerio que es barrido por las aguas y un pescador más obsesionado por la muerte que por la vida. “Relato de marco documental con embriones de ficción”, podría definir algún espíritu científico ante Vientos de agosto, primer atisbo ficcional del nativo de Recife Gabriel Mascaro, con antecedentes en el documental. Presentada en festivales internacionales entre los últimos meses de 2014 y los primeros de 2015 (incluyendo los de Locarno y Mar del Plata, donde fue parte de la Competencia Internacional), la película del treintañero Mascaro tiene lugar en un pequeño caserío pesquero del estado nordestino de Alagoas. Uno de esos parajes que parecen “bendecidos por Dios y bonitos por naturaleza”, como decía la canción. Pero la mirada de Mascaro no es la de un turista. De modo casi imperceptible, tirando líneas tan leves como las de un plumín, el realizador va señalando, en el curso del relato, insatisfacciones, desajustes, discordancias que subyacen a ese paraíso tropical en el que todo parecería ser sol, mar, una calma más allá del tiempo y la historia. Entre esas discordancias, la mayor de todas: la muerte, que viene hasta la playa así como el mar arrastra cadáveres hasta ella.Jeison tiene nombre de navegante mítico y pesca con arpón (de a ratos), para complacer a su padre, que no está muy conforme con él. Así como Jeison no está muy conforme con lo que hace. Pesca pulpos, mientras la morocha Shirley toma sol en el chinchorro. Para tomar color oscuro, Shirley se pasa Coca-Cola por la piel: atención con la técnica. Mientras toma sol, escucha música. No escucha frevo, ni pop, ni hip-hop: escucha punk y heavy metal. Signo de un desfase real: Shirley no es de la zona, es de la ciudad. Vino hasta el pueblito a cuidar de la abuela, que no puede movilizarse por sí sola. Pero Shirley se aburre ahí. Para hacer algo, o para ganar unos pesos, maneja el camión que todas las tardes lleva los cocos recogidos durante el día. Como Jeison la acompaña, siempre hacen una parada para hacer el amor entre los cocos. Un día, durante uno de sus buceos Jeison encuentra una calavera con dientes de oro, y se interesa por ella. Otro día, en la playa aparece un cadáver con la panza hinchada, y lo suyo pasa de interés a obsesión. La muerte, de pronto, parece importarle más que la vida.La narración de Vientos de agosto se organiza por líneas de fuga, líneas de puntos a completar por el espectador. O tal vez sean olas narrativas, que vienen y van. La relación entre campo y ciudad, representada por Shirley y por un sonidista que de pronto aparece en medio del pueblo, con sus equipos de última generación, para grabar el sonido de algo tan elemental como el viento. El sonidista desaparece tan bruscamente como apareció: una noche de tormenta eléctrica, en medio de la playa, espasmódicamente iluminada por relámpagos. La relación entre sexo y muerte. El gag solitario sobre la ausencia de autoridad, cuando Jeison lleva el cadáver a la comisaría del pueblo cercano y lo único que encuentra es un preso que dice haber sido arrestado por error. El detalle documental: el vendedor ambulante de marcos para fotos familiares, la técnica para escalar y bajar a velocidad de los cocoteros, el pequeño cementerio de los marineros construido sobre la playa, que el crecimiento de las mareas amenaza con barrer, producto del calentamiento global. Y que Jeison está más preocupado por proteger que el resto de la costa. Esa por la que andan los vivos.
Un Harry el Sucio en versión “trans” La película del director de Starlet no marca un hito, sino varios: fue filmada íntegramente con un teléfono celular, vuelve a sacar el cine estadounidense a la calle, como lo hizo John Cassavetes, y narra su tema romántico a la manera de un policial duro. Tangerine es un hito del cine que importa. Aunque no es la primera película enteramente grabada con un celular inteligente (Raúl Perrone lo hizo antes), sí es la primera que se hace en Hollywood en esas condiciones. Lo cual le asegura repercusión global. Presentada en el Festival de Sundance a comienzos del año pasado, de allí en más recorrió todo el espinel de festivales, ganó premios, más de un crítico estadounidense la incluyó entre las mejores del año. Conclusión: alcanza con un celular para filmar una película fenómena. No hace falta más. Pero Tangerine, presentada en competencia en el Festival de Mar del Plata, no marca un hito sino varios. El otro, aún más importante, es el de volver a sacar el cine estadounidense a la calle, como lo hizo John Cassavetes sesenta años atrás. A la calle y sin cortar el tránsito y la circulación de peatones para filmar. En otras palabras, salir y meter la ficción ahí, en la realidad misma. El resultado, que parece airear por sí solo todo el agorafóbico cine estadounidense de las últimas tres décadas, produce el mismo efecto de arrastre que cuando la protagonista de Tangerine, la inolvidable Sin-Dee, agarra de los pelos a su rival y así se la lleva, a la rastra y a la carrera, a través de medio Downtown de Los Angeles.Que la película comience con títulos en letra como de antigua película para niños, y música del musical Babes in Toyland, indica que lo que vamos a ver es un cuento naïf. Sí, realista-sucio (las peores calles de Los Angeles, tacheros que levantan travestis, cafishios que administran sus negocios en un Donut Time, pasajes por donde no pasa nadie, choferes que te rocían con un vaso de meo) pero naïf: colores vivos de los tops, minishorts y pelucas de los travestis, pero sobre todo ingenuidad de la heroína, capaz de creer que su pimp es su novio, franqueza del narrador y la cámara, puestos al servicio de los personajes, y hasta simbología (por retorcida que se vea) de la fecha elegida para narrar el cuento: 24 de diciembre. La heroína es Sin-Dee Rella (otro detalle naïf), travesti latina que acaba de salir de prisión después de un mes adentro. Su amiga y colega Alexandra la recibe con una dona y una mala noticia: Chester, su cafiolo, la engaña con otra. Sin-Dee entra en combustión y ya nada detendrá su motor.De allí en más la película es como una línea: como el vengador de un western, Sin-Dee sale en busca de Chester y su rival. Como el detective de un policial, irá haciendo paradas para averiguar el paradero de ambos. Una especie de Harry el Sucio en versión trans, cuando Sin-Dee encuentra a Dinah la agarra de los pelos, la zamarrea como a un globo y se la lleva en busca de Chester. Que Dinah sea rubia, flaca como un hueso y pálida como la leche es perfecto, ya que permite que por momentos Sin-Dee la lleve casi al vuelo por el Hollywood Boulevard y transversales. Hay una subtrama más calculada, más apuntada a “decir algo”, que no sólo está un poco “puesta” en el plano del relato sino que desentona en términos de registro. Es la de un taxista de origen armenio (está lleno de ellos en Los Angeles), padre de familia y con su suegra de visita en la ciudad, que tiene cierto vicio secreto: levantar travestis y hacerles un pete. La idea de la doble moral familiar y bla, bla, bla.En paralelo con la búsqueda frenética de Sin-Dee, que el realizador, coguionista, editor y camarógrafo de a ratos Sean Baker (el mismo de la muy buena Starlet, estrenada aquí en 2013) narra con admirables travellings de seguimiento y vertiginosos cortes de montaje, está la historia de Alexandra, mucho más melanco. Alexandra presenta un show esa misma tarde en un clubcito donde no es muy seguro que haya alta concurrencia. Como corresponde, durante el show el ritmo de la narración se aquieta. Detalle genial, Sin-Dee va a ver a su amiga arrastrando a Dinah, que a esa altura se deja llevar como un muñeco de peluche. Si en ese momento la síncopa entra en pausa, hay un instante previo en el que ocurre lo contrario: cuando Sin-Dee da finalmente con Dinah, en un puterío que funciona en un cuartucho de motel. Baker lo narra como un thriller, por la sencilla razón de que la situación es violenta. Sin-Dee tira la puerta abajo, entra como un huracán, una gorda intenta oponer resistencia, varios clientes se aterran, hay gritos e intentos de fuga, Sin-Dee la Sucia atrapa a su prisionera y se va.Dicen que la película está actuada por algunos actores profesionales y otros que no lo son. La verdad, ni importa saber quiénes sí y quiénes no, porque todos lo hacen tan bien y todos están tan ensamblados, que da lo mismo. La latina Kitana Kiki Rodríguez (¡Kitana!) recuerda, por la volatilidad y la incontenible verborragia, a la Rosie Pérez de las primeras películas de Spike Lee. Pero un toque menos agresiva, un toque más romanticona. Su actuación es de las que quedan grabadas para siempre. Durante la película, la palabra “bitch” se lleva el record de menciones. Le siguen “nigro”, “whitey” (blanquito) y “raw fish” (versión cruda de “mina en serio”). En una película de calle se habla la lengua de la calle, mal que les pese a los cola de paja (con perdón por la palabra) de la corrección política.
La partida arranca mal, pero mejora El genial ajedrecista estadounidense es un personaje difícilmente aprensible, y más si se lo aborda con armas convencionales. Por eso, aunque la primera hora del film naufraga en su intento de biopic, luego levanta con el match por el título del mundo. El ajedrecista estadounidense que se coronó campeón más joven (a los 12 años), el que obtuvo más temprano que nadie el título de Gran Maestro (a los 15), renunciante a la práctica de ese deporte a los 21, campeón mundial a los 29 años, perdedor del título por exigencias absurdas, jugador genial e imprevisible, arrogante, asocial y cuasi célibe, neurótico a más no poder, semi retirado del mundo como un ermitaño durante sus últimos cuarenta años, Robert James “Bobby” Fischer (1943/2008) es un personaje difícilmente aprensible. Mucho más si se lo quiere abordar con armas convencionales, como es el caso de este film dirigido por el amanuense Edward Zwick (Tiempos de gloria, Diamante de sangre). Sobre guión de Steven Knight (Promesas del Este), La jugada maestra (“Sacrificio del peón” es la traducción del título original) bracea durante una hora un intento de biopic que no funciona; la segunda parte la dedica enteramente al match por el título del mundo contra Spassky, y ahí sí funciona.Carne de un diván al que por supuesto jamás accedió, el antisemita, negacionista y macartista Bobby Fischer era hijo de una mamá judía, a la que el FBI le sospechaba filiación comunista, tras largos años de radicación en la URSS (migró de allí cuando Stalin empezó con sus purgas). En su primera parte, La jugada maestra usa como hilván del relato una serie de fotos tomadas por agentes del FBI, desde la infancia de Bobby hasta la partida de 1972 en Islandia. Después, la película se olvida de ese eje y lo abandona, como quien tira un pañuelo descartable usado. Lo que no abandona es una línea muy interesante: la del modo en que el solitario “combate” que Fischer libró durante toda su carrera contra el sistema ajedrecístico soviético resonó en el marco de la Guerra Fría. De uno y otro lado. En un momento dado, a Bobby (Tobey Maguire, que no sólo no se parece a BF sino que tampoco logra evocarlo, en carne o espíritu) se le arrima un abogado (Michael Stuhlbarg, protagonista de Un hombre serio, de los hermanos Coen), que extrañamente se ofrece a asesorarlo ad honorem. Y que confiesa ser tan “patriota” como él, y tener contactos en Washington (eventualmente lo pondrá en línea con Henry Kissinger, interesadísimo en ganarles a los rusos). Del otro lado, Boris Spassky (Liev Schreiber, completando gran doblete luego de En primera plana) anda siempre seguido por dos komissars.Más vale dejar de lado esa primera hora, cuando Fischer dice “¿vamos a California?” y le siguen planos de surfers y chicas en bikini, y dar paso a la segunda, cuando guionista y realizador aciertan en concentrar la acción del que está considerado el momento más alto en la historia del ajedrez, en un tiempo que sin ser real se siente como tal. El tiempo se condensa, el espacio también (el del escenario del teatro islandés), la acción se reduce (los dos contendientes, el tablero, detrás de bambalinas los asesores), los planos se acortan (un leve sonido hipersensibiliza a Fischer, la cámara se concentra en sus ojos, sus oídos, su alarma), la tensión crece (Fischer obliga a apagar una cámara porque le molesta el siseo, Spassky siente que su sillón vibra), la imprevisibilidad alfora (Fischer no se presenta a la segunda partida y se pone al borde del KO). Sí, OK, su primera victoria es celebrada desde la banda de sonido con “Listen to the Music”, de los Doobie Brothers. Fina, la película no es. Pero durante una hora es efectiva, y eso ya es bastante.
Cómo sacudir el pequeño orden establecido “Va a venir una amiga del interior y vamos a necesitar el cuarto de huéspedes”, le dice doña Bárbara a la fiel Val, la doméstica, cuya hija Jéssica tuvo la osadía de ocupar esa habitación, que se supone no le corresponde a la parentela del personal de servicio. Doña Bárbara y su marido recuerdan un poco a eso que sugirió el domingo pasado el inspirado Chris Rock (o sus guionistas) durante la entrega de los Oscar, sobre el racismo “liberal” de Hollywood: se puede ser muy progre de la boca para afuera, y perfectamente reaccionario puertas adentro. Hasta la llegada de Jéssica, agente disruptor, todo funcionaba a la perfección entre empleadores y empleada, en lo de doña Bárbara y el “doctor” Carlos (así lo llama Val, aunque sea artista plástico): cada uno ocupaba “su” lugar, y la convivencia era ideal. Pero llegó esa Jéssica, con sus ideas subversivas sobre el cambio social, el orden preestablecido y los roles asignados, y todo se fue âo caralho.Migrante del Nordeste pobre, a Val se la ve feliz en la supercasa paulista, con piscina incluida y buen gusto a toda prueba, de doña Bárbara y el “doctor” Carlos. Sobrecargada de mímica y gesticulaciones, la actuación de la veterana comediante Regina Casé, próxima en estilo a la de una Nelly Láinez (o una Georgina Barbarossa, si se prefiere) sería insoportable, si no se tratara de un acierto de casting. En efecto, no es la actriz sino el personaje el que desborda. Val juega con los perros de la residencia y mima a Fabinho, el hijo adolescente de los dueños de casa, como si fuera su propio hijo. Lo mima y lo malcría: basta que pare la oreja y escuche cómo durante la cena doña Bárbara le grite porque lo pescó con una bolsa de yerba –y no para el mate– para que de inmediato le indique dónde fue que la señora tiró la maconia. Dos detalles interesantes: doña Bárbara le dice a Fabinho que de jóvenes ellos también fumaban (lo cual no le impide reprimirlo), y Val se comporta como una madre con el que no es su hijo, a la vez que vive a cientos de kilómetros de quien sí es su hija.Como se dijo, es la llegada de la hija la que irá desarmando un orden más represivo de lo que la fachada de presunta modernidad deja ver. Jéssica viene a dar el examen de ingreso en Arquitectura. ¿La hija de la mucama, futura arquitecta? ¿Justo en la misma facultad donde va a dar el ingreso el hijo de la familia? Demasiado, para lo que el doble discurso familiar (sobre todo de la doña) está dispuesto a tolerar. La correspondencia demasiado visible de lo que se narra con el Brasil pre y post-Lula, y un final demasiado complaciente, borronean en parte un film que no carece de agudeza y capacidad de provocación, tanto como de justeza de planos.
El último de los hombres justos El procurador general Fritz Bauer fue el único alemán interesado en capturar a Adolf Eichmann cuando se encontraba prófugo en Argentina. El film de Kraume evita los clichés del thriller para profundizar en un retrato crítico de la Alemania de posguerra. No sólo el Mossad siguió de cerca los pasos de Adolf Eichmann en Argentina, a fines de los 50, comienzos de los 60. También lo hizo el procurador general del Estado alemán de Hesse, Fritz Bauer. Aunque su participación en la detención del máximo responsable de la “solución final” del nazismo no se conoció hasta varias décadas más tarde. Curioso destino, la clandestinidad, para el intento de captura, por parte de un alto funcionario del Estado, de uno de los mayores criminales de guerra del nazismo. Esa amarga circunstancia es la que narra Agenda secreta, film alemán que participó de los festivales de Locarno, Toronto y Berlín. La película dirigida por Lars Kraume sigue la investigación de Bauer desde el momento en que recibe una carta desde la lejana Buenos Aires, avisándole que un delgado vecino de anteojitos de la localidad de San Fernando no es otro que quien tres lustros antes planificó el envío sistemático de los trenes de la muerte a los campos de exterminio del Reich.Nadie parece interesado en capturar a Eichmann. Las autoridades alemanas, por una combinación de complicidad y cola de paja. Los israelíes, porque prefieren combatir a los árabes antes que a los nazis. De raigambre judía y socialista, el sesentón Fritz Bauer parece el único ser sobre la tierra dispuesto a seguir las pistas hasta el último confín (léase: Argentina) y traer de allí a aquél en quien Hannah Arendt verá la representación perfecta de la banalidad del mal. Habituado a abrir el correo y recibir amenazas de muerte, Bauer (Burghart Klaussner) es lo que la Torá llamaría el último de los hombres justos. El Secretario de Estado, Hans Globke, es un ex SS que cuenta con un informante en las oficinas de Bauer y que obligará al Procurador a moverse entre sombras.Que Globke sea Secretario de Estado hace que la máxima autoridad del país, Konrad Adenauer, no mueva un dedo para atrapar a ningún criminal de guerra: cualquiera que caiga podría denunciar a Globke, haciendo caer detrás de él a todo el gobierno como efecto dominó. Bauer tiene de su lado a un único escudero fiel, el fiscal de Estado Karl Angermann (Ronald Zehrfeld, coprotagonista de Bárbara y Ave Fénix, de Christian Petzold), que comparte con él cierto secreto íntimo que da lugar a una subtrama de clandestinidad sexual. Ésta deja claro que la Alemania del “milagro” no sólo escondía sucias complicidades con el nazismo en sus más altas esferas, sino la existencia de un estado policial-moral, capaz de perseguir, chantajear y detener a un ciudadano por sus preferencias sexuales.En versión Hollywood, Agenda secreta pondría el acento sobre los elementos de thriller: las amenazas sobre Bauer, la jadeante intensidad de la búsqueda de Eichmann, la persecutoria vigilancia de Globke sobre el protagonista, el cerco tendido sobre su ayudante. A Kraume le interesa más ver a través del caso Bauer-Eichmann en sí, en escorzo, la posguerra alemana in toto, con una soterrada herencia del nazismo de tal peso que el único modo en que la clandestinidad, la “traición a la patria” incluso, resultan las únicas vías con que cuenta un funcionario oficial, socialista y judío, para investigar a uno de los más notorios criminales de guerra del régimen caído.
La historia argentina como una fábula El segundo largometraje del director de la celebrada Historia del miedo incursiona en una hipotética Argentina circa 1835, acosada por la violencia, la anarquía y el discurso mesiánico del caudillo de un partido fantasmal dividido en dos facciones irreconciliables. “Tenemos que purificar el Movimiento, librarlo de quienes lo corrompen, de los violentos”, dice el hombre que recorre la pampa intentando sumar gente para su fracción, una de las dos en las que se halla partido el fantasmal movimiento político al que nunca se le da nombre. Un cartel inicial se ocupa de definir las circunstancias, con engañosa precisión histórica. “1835. Argentina. Anarquía. Peste”. En los libros de historia argentina, lo que se consideran los años de la anarquía política concluyen en marzo de 1835, cuando Juan Manuel de Rosas asume su segundo mandato como gobernador de la Provincia de Buenos Aires. ¿Transcurre El Movimiento entre enero y febrero de ese año? La película no lo explicita, colocándose deliberadamente en un margen impreciso, entre la historia y la fábula. Ese margen se ensancha en la referencia a la peste: si se trata de la fiebre amarilla, ésta tuvo lugar en la ciudad de Buenos Aires, en la segunda mitad del siglo XIX. ¿Qué decir del Movimiento, referencia que trae tantas resonancias provenientes de la historia y la política argentinas?La reducción es de los hombres ante el paisaje, motivo clásico de la gauchesca.Curiosa coproducción argentino-coreana, presentada entre otros en los festivales de Locarno, Jeonju (Corea del Sur) y Mar del Plata (donde fue elegida Mejor Película de la Competencia Argentina), El Movimiento acentúa el carácter alegórico de Historia del miedo (2014), ópera prima del joven realizador Benjamín Naishtat (Buenos Aires, 1986). Si allí el encierro de un barrio privado representaba el de una clase en su conjunto, aquí la abstracción es mayor. Hasta el punto de que no puede decirse qué es exactamente lo que se representa. Algo relacionado con la política argentina, es lo máximo que puede arriesgarse. Un mundo en el que el poder se manifiesta con violencia. Y también con un discurso palabrero y engañoso. En la escena inicial, una partida de soldados detiene a un pobre anciano, simple vendedor ambulante, y pretendiendo que se trata de un traidor lo someten a un castigo brutal, ordenado por el oficial a cargo. De allí en más el film sigue los pasos del antedicho predicador político (el excelente Pablo Cedrón), que a pesar de declamar una presunta no violencia no tiene ningún problema en ejercerla entre bambalinas, de modo falsario y atroz.En El Movimiento todo se presenta reducido. En algunos casos, como modo de acentuar el carácter metonímico: el realizador eligió rodar en un tamaño de cuadro de 4 x 3, semejante al del cine mudo, que subraya la condición de representación del dispositivo. A la vez, la reducción es de los hombres ante el paisaje, motivo clásico de la gauchesca. O bien ante la Inmensidad, lo cual deriva las cosas hacia la pura abstracción metafísica. Rodada en blanco y negro, en El Movimiento los seres aparecen como sumergidos, engullidos por el negro de la noche. Con una duración total de poco más de una hora, el primer plano diurno tiene lugar recién a los 50 minutos de película. A su vez, la escasez tanto de acólitos como de asistentes a un acto de intenciones proselitistas le da a los esfuerzos del político un carácter absurdo, febril. Concluido el acto, Naishtat filma a los asistentes como cabezas parlantes de un documental, incluyendo el anacronismo de hacer pasar a una motocicleta por detrás de ellos. La ingenua credulidad ante el político no deja a estos campesinos bien parados. Si se trata de una representación del pueblo, lo menos que puede decirse de El Movimiento es que se trate de un film populista.