El rematrimonio En un libro reiteradamente citado, el estudioso estadounidense Stanley Cavell postuló, a comienzos de los años 80, que muchas de las comedias estadounidenses clásicas eran lo que llamó “comedias de rematrimonio”. En ellas (Sucedió aquella noche, La adorable revoltosa o La costilla de Adán, entre otras), la pareja protagónica veía naufragar su matrimonio a manos de la rutina, el cansancio, el desgaste, y se veía obligado a reinventarlo desde los cimientos para salvarlo. Una noche de amor, segunda película del editor y periodista cinematográfico Hernán Guerschuny después de El crítico (es uno de los responsables de la conocida revista Haciendo Cine) encaja perfectamente en el modelo de comedia de rematrimonio. El cómico stand-up y conductor radial y televisivo Sebastián Wainraich ocupa el lugar de, pongámosle, Cary Grant o Spencer Tracy (aunque su tipo lo acerca más a Woody Allen o, faltaba más, al Alan Sabbagh de El rey del Once) y la experimentada Carla Peterson la piel de Carole Lombard o Jean Arthur, para nombrar un par de rubias top.¿Cuál es el mayor problema de Una noche de amor? La falta de necesariedad de lo que sucede. La falta de tracción, al mismo tiempo: da la sensación de que la película tiende a hacer la plancha, no bracea. Leonel (Wainraich) y Paola (Peterson) se aprestan a salir con su pareja de amigos, como suelen hacerlo todos los fines de semana, cuando se enteran de que aquéllos acaban de separarse. Dejan a sus hijos en casa de la mamá de Leonel, una idische mame de esas que viven en estado de alarma (Soledad Silveyra) y reservan en un restorán al que nunca fueron. “Porque tengamos tema de conversación”, brinda él, medio en broma y bastante en serio. Cualquiera sabe que con doce años de matrimonio encima no se hace fácil encontrar temas para charlar. El carácter pusilánime de él aflorará cuando un “trapito” le quiera meter la mano en el bolsillo y Paola le irá perdiendo la paciencia a lo largo de la noche. ¿Es el fin?Los problemas son varios, en verdad. Parecería que Leonel es guionista sólo para justificar cierto sentido del humor vitriólico. Paola es psicóloga tanto como podría ser dentista o decoradora. No hay un crescendo de decepción por parte de ella, y ni hablar de lo contrario (algo que justifique el happy end). Los personajes que rodean a los protagonistas –sus hijos, la pareja integrada por Rafael Spregelburd y María Carámbula– están “puestos” en la trama, sin demasiada justificación. Wainraich, que es coguionista de la película, parece confundir el estilo de humor que se conoce como deadpan (ése en el que el comediante mantiene su cara de piedra, aún en las situaciones más cómicas o catastróficas) con el simple desgano.
La mirada nostálgica En 1968, cuando Fernando Solanas, Octavio Getino y Gerardo Vallejo se propusieron filmar la palabra de Perón, su imagen estaba proscripta desde la caída a manos del golpe militar, por lo cual el dueto fílmico surgido de ese rodaje en Puerta de Hierro –Perón: la revolución justicialista y Perón: Actualización política y doctrinaria para la toma del poder, culminadas en 1971– tuvo un sentido poco menos que subversivo, exhibiéndose de modo semiclandestino. Cuarenta y cinco años más tarde y luego de que el oleaje de la historia argentina fue, vino, golpeó y dejó tendales de restos en la orilla, un Solanas octogenario vuelve sobre aquel par de films, en la convicción de que Perón tiene aún mucho para decirle a nuevas generaciones, que tal vez oyeron hablar de él menos de lo que lo oyeron (o leyeron) hablar a él.Los documentales de Solanas siempre tuvieron un carácter político urgente, de llamado implícito a la acción (no se incluye a La hora de los hornos, film-ensayo de agitación y propaganda, cuyo llamado era explícito), ya se tratara del tándem de Perón como de los que realizó durante este siglo, desde Memoria del saqueo (2004) hasta La guerra del fracking (2013). En ellos, o bien era el primero en abordar un período o tema entero de la historia (la restauración neoliberal de los 90 en Memoria...; las potencias no desarrolladas en La dignidad de los nadies, 2005, y La Argentina latente, 2007) o se concentraba en una cuestión de importancia para el desarrollo postergado del país (el estado de la red ferrocarrilera en La próxima estación, 2008, la explotación minera y petrolera en las dos partes de Tierra sublevada, 2009 y 2011, la minería a cielo abierto en La guerra...).El legado... es el primer documental nostálgico de Pino Solanas. El primero que mira hacia atrás, que vuelve sobre la propia obra, que pisa el mundo de los muertos, el primero en el que Solanas camina, meditabundo, entre espacios vacíos, llenos de sombra. Dedicado a sus fallecidos compañeros del Grupo Cine Liberación, Getino y Vallejo, en El legado recuerda el rodaje de aquellos documentales. Consciente de que toda evocación cinematográfica debe acontecer en un espacio físico, y sin la posibilidad de volver a aquel predio madrileño, Solanas elige la quinta de San Vicente, donde el general pasaba sus fines de semana y que es museo y mausoleo dedicados a su memoria, además de contener sus restos. Más pasto para la nostalgia.Allí va el realizador con un grupo de discípulos, para filmarse en las instalaciones semivacías de la quinta, estableciendo diálogos en dos sentidos. Por un lado recuerda a Perón, en su discurso público y en el detrás de cámara. Por otro, transmite a sus alumnos, como lo haría un intérprete con las palabras del profeta, el mensaje. Solanas parece haber dudado en qué forma darle a El legado, eligiendo un poco de varias: la síntesis, reiterando fragmentos –esos en los que Perón mostraba sus cualidades de estratega, detrás de su escritorio–, el documental tradicional –repasando la historia del peronismo, con imágenes vistas en más de una ocasión–, la paráfrasis –echando luz sobre cuestiones en las que Perón aparece como un adelantado, como sus advertencias ecológicas–, el comentario personal -–sobre su visión estratégica, la tercera posición, la relación con el capital, el desarrollo de la industria pesada– y hasta el chisme sabroso: un comentario sobre López Rega diciendo que lo prefiere sobre algún otro “servicio” porque puede controlarlo, y otro sobre por qué le pidió a la multitud el 17 de octubre que cantara el himno.En El legado lo trillado coexiste con lo hasta ahora ignorado. La interpretación novedosa, con el lugar común. Lo museístico con lo vigente, lo autorreferencial con un metatexto algo forzado (las escenas de producción de la película) y lo inesperado (las citas de Perón a Confucio) con lo ligeramente descabellado (la idea de que la muerte de Perón “fue producto del Plan Cóndor”). Tal vez hubiera sido preferible focalizar sobre un punto y desarrollarlo a fondo, como hizo Solanas en documentales más recientes, fundamentadas denuncias del modelo de explotación del suelo. De ese modo Perón hubiera vuelto a hablar para el futuro, como lo hizo a fines de los 60, en lugar de ser evocado nostálgicamente.
En la fábrica de la muerte A diferencia del canon construido por tantas películas sobre Auschwitz, el film de Lászlo Nemes no trata de que el espectador sepa todo lo que sucedía en los campos –esa imposibilidad– sino que sienta lo que un prisionero podía experimentar. Principal candidata al Oscar al Mejor Film en Lengua No Inglesa, la húngara El hijo de Saúl es una de esas películas que demuestran que en el cine (como en cualquier otro lenguaje artístico) el sentido lo da la forma. La historia en sí no difiere mucho de la de cualquier otro film de campo de concentración: mientras participa de un intento de fuga, un prisionero de Auschwitz se obsesiona con dar sepultura a un muchacho, cuyo asesinato a manos de un oficial nazi le tocó presenciar. En un típico film de campo de concentración –films que, como cualquiera sabe, constituyen un género propio, con su canon, códigos y rutinas– esas acciones se hubieran observado desde un punto de vista omnisciente, con la intención de transmitir al espectador la ilusión de conocer “toda la verdad” sobre los campos de exterminio del nazismo. En su ópera prima, el joven László Nemes toma, se diría, una única decisión (ya se verá que en verdad no es la única) que lo cambia todo: en lugar de abrir el encuadre lo cierra sobre el protagonista, de modo de narrar no exactamente lo que él ve (la cámara no se pone en el lugar de sus ojos, le apunta a la nuca) sino lo que siente. El resultado cambia radicalmente: no se trata ahora de que el espectador sepa todo lo que sucedía en los campos –esa imposibilidad– sino que sienta lo que un prisionero podía experimentar.Como explica en la entrevista que se reproduce aquí al lado, Nemes eligió como protagonistas a una clase particular de prisioneros: los sonderkommandos, judíos a los que se les daba trabajo a cambio de ciertos privilegios (ropa, comida), en la suposición de que conservarían la vida. Suposición que en muy pocos casos se cumplía. Saúl Aslander (Géza Röhrig, apropiadísimo en lo que podría llamarse “fatalismo expresivo”) trabaja en un crematorio. Su tarea consiste en conducir a los condenados a los hornos de gas, ordenar sus prendas, quitarles los objetos de valor, trasladar sus cuerpos, baldear la sangre una vez consumadas las ejecuciones. Un día, uno de los médicos (que también es prisionero) avisa a uno de los kapos que un muchacho aún respira. El kapo soluciona el problema expeditivamente, y a partir de ese momento Saúl, suponiendo o alucinando que ese muchacho es su hijo, intentará darle sepultura de acuerdo al rito judío, para lo cual deberá hallar un rabino. Al mismo tiempo, otros sonderkommandos preparan una fuga, para la cual cuentan con él, más interesado en el entierro que en la huida.Es verdad que el dispositivo fílmico del que Nemes echa mano –cámara al hombro, desplazamiento incesante del protagonista en ese laberinto material y simbólico a la vez, persecución implacable en largos planos-secuencia– tiene marca registrada y no le pertenece: es la de los hermanos Dardenne. Incluso el apretado arco temporal en que transcurre la acción –un día y medio– remeda las limitaciones cronológicas a las que los hermanos belgas suelen apelar. La diferencia consiste, en tal caso, en que Nemes apuesta a un desenfoque sistemático del segundo plano. De modo que todo aquello que Saúl ve, el espectador apenas intuye: cuerpos borrosos, movimientos, el rojo de la sangre sobre el piso. Eso que no se ve, el fuera de campo sonoro –trabajado con un grado de minucia y precisión que reconoce pocos antecedentes en el cine– lo repone: quejidos de los prisioneros, goteos, órdenes de los victimarios, algún grito. Lo demás es el color, o, mejor dicho, la falta de él. Todo es gris o pardusco, todo es sombras u oscuridad, todo está tiznado de suciedad y carbón. Carbón de fábrica: la fábrica que produce muerte, en pleno funcionamiento.
Tópicos de la iniciación adolescente La añoranza de la madre ausente, la distancia con el padre, la barra de amigos, el despertar amoroso y sexual, las primeras estribaciones de una vocación, la asunción de que la política es parte del reino de este mundo: Saudade, la ópera prima del ecuatoriano Juan Carlos Donoso Gómez, cumple con todos y cada uno de los tópicos del film de iniciación adolescente. Eso no quiere decir que a esta producción ecuatoriano-venezolano-argentina se le sienta la rutina o el déjà-vu, ya que nunca da la sensación de recurrir a esos tropos como a fórmulas preexistentes, sino que van surgiendo como necesidades narrativas. Lo que relativiza los logros de Saudade viene por otro lado: por el lado en el que todo encaja como sólo encajan las cosas en un guión pensado para encajar. Lo político con lo personal, las vicisitudes de la nación con las del protagonista, el “basta ya” de la ciudadanía y el del héroe adolescente.Un cartel inicial suministra información básica sobre la situación económica y financiera en el Ecuador versión 1999. Crisis, feriado bancario, corralito: no extraña que entre las imágenes de noticieros con las que el film se inicia aparezca el rostro del benemérito Domingo Cavallo, asesor ad hoc del gobierno ecuatoriano pre Rafael Correa. A partir de allí, la ficción se pondrá en sincro con ese momento, de modo de cerrarse con las manifestaciones callejeras en contra del cerrojo de protección bancaria. Pelo largo, timidez, aspecto hippón: Miguel pasa las tardes del verano andando en bici junto a su grupo de amigos. Circulan los primeros besos entre ellos y, aunque no es de tomar la iniciativa, Miguel tiene una compañera de cole que se ocupa de hacerlo por los dos. Pero por allí anda la hija de la segunda mujer de su padre, que tiene más o menos su edad y tiene la ventaja de estar cerca.De su madre biológica, a la que nunca conoció, conserva algunas fotos que la muestran fusil en mano, en la Argentina de los 70. ¿Será que algo de ese espíritu rebelde se transmitirá a Miguel o es la situación de su país la que mueve a salir a la calle? El mayor acierto de Saudade es seguramente el modo en que sintoniza con el ánimo del protagonista, sin imponer apresuramientos ni empujar conflictos. Lástima que no suceda lo mismo con el arco dramático, que sí aparece como muy predelineado, de modo que lo general y lo particular coincidan con intención ejemplarizadora.
Encuentros del chamán y los científicos El film del colombiano Ciro Guerra narra en tiempos paralelos dos periplos en balsa a través del Amazonas ocurridos con cuarenta años de diferencia, pero ambos en busca de una planta de poderes medicinales o alucinógenos. La historia está basada en sendos libros de viaje. “Ustedes los blancos viven pendientes de sus cosas”, le dice el chamán Karamakate al etnólogo alemán Theo, que intenta subir una cuesta cargado de kilos de bultos, cuadernos de notas y enciclopedias, aunque la malaria lo haya convertido en piel y hueso. “No se aprende de las cosas, se aprende de los sueños”, remata Karamakate, que cada tanto devuelve algo de energía al investigador blanco, soplando en sus fosas nasales una sustancia que parecería tener el poder de un trueno. Nominada al Oscar al Mejor Film en Lengua No Inglesa y ganadora del Astor a la Mejor Película en la última edición del Festival de Mar del Plata, El abrazo de la serpiente, coproducción dirigida por el colombiano Ciro Guerra, narra en tiempos paralelos dos periplos en balsa a través del Amazonas –ambos en busca de una planta de poderes medicinales o alucinógenos–, a partir de sendos diarios de viaje escritos por el etnólogo alemán Theodor Koch-Grünberg (1872-1924) y Richard Evans Schultes (1915-2001).Como en un film de Terrence Malick, El abrazo de la serpiente narra la caída de una cultura primitiva (y con ella, parte de su hábitat) a manos del hombre blanco. En verdad, ése no es tanto el tema como el fondo sobre el que se recorta la historia de la película dirigida y coescrita por Ciro Guerra, cuyos films previos (La sombra del caminante, 2004, y Los viajes del viento, 2009) ya habían hecho el recorrido de festivales. En las primeras décadas del siglo XX, en el corazón de la selva amazónica, Manduca, indio ataviado con ropas occidentales, llega en balsa hasta los dominios de Karamakate, joven chamán, que luce apenas el clásico taparrabos y un juego de collares. Manduca trae consigo a Theo, hombre blanco de aspecto quijotesco, que viene gravemente enfermo. Sólo la yakruna, planta que los indios consideran mágica y sagrada, puede salvar al blanco. La yakruna crece, o crecía, a kilómetros de allí, donde alguna vez vivieron los miembros de la tribu de Karamatake, quien está convencido de que fueron exterminados. Theo asegura haber visto a algunos, y eso decide al desconfiado chamán a emprender el viaje en la frágil balsa.Cuarenta años más tarde, Evan, botánico estadounidense, viene siguiendo los pasos de Theo, una vez más en busca de la yakruna. Karamatake tiene ahora más de 60 y sigue solo. A diferencia de su antecesor, el yanqui parece traer una segunda intención: ofrece al astuto chamán una presunta fortuna consistente en dos dólares, se muestra interesado en un árbol de caucho, recoge alguna muestra vegetal que guarda con disimulo. “Yo no voy a ayudarlo a hacer la guerra”, avisa Karamatake. Del investigador alemán, que dibuja concienzudamente las especies animales y vegetales con las que se cruza, al biólogo estadounidense de tiempos de Vietnam, hay el abismo que separa la ciencia “en sí” de aquélla puesta al servicio de la política, heredera de aquellos caucheros que cuarenta años atrás saqueaban, torturaban, mutilaban y asesinaban. Del clásico film de aventuras, El abrazo de la serpiente guarda lo exótico y episódico: un monje capuchino español que disciplina a los niños de la zona a latigazo limpio, un autodenominado mesías brasileño que tiene a su grey tan aterrorizada como el coronel Kurtz a los suyos.El resto proyecta, de forma directa o indirecta, reflejos políticos. Karamatake se considera un chullachaqui, un doble vaciado de sí mismo, como consecuencia de la conquista y exterminio a los que los suyos fueron sometidos. Lo que para el nativo es muerte de su civilización, para el forastero blanco es perdición, enfermedad, locura: hay aquí una línea que lleva de Herzog (Aguirre, Fitzcarraldo) a Dead Man, de Jim Jarmusch, pasando por Apocalypse Now. Lamentablemente y con excepción de un único sueño final tras la ingestión de la yakruna (sueño que pone al fin en imprevista línea con 2001, Odisea del espacio), todo aquello es más visto que vivido: faltó la adopción de una primera persona que permitiera al espectador ponerse en la quebradiza piel de Theo. ¿Por qué no en la de Evan? Porque ese segundo relato podría haberse eliminado y la película hubiera ganado más de lo que perdiera. La fotografía en blanco y negro a cargo de David Gallego confirma que a la hora de la expresividad visual, de los matices y las escalas, de la creación de formas a través de la luz y la sombra, un siglo más tarde ese sistema lumínico sigue ostentando toda su gloria.
Rebelión contra el patriarcado campesino Desde que se presentó en Cannes el año pasado, la coproducción franco-turca Mustang cumplió con todas las escalas del cine global de festivales, mostrándose en una veintena de eventos internacionales y convirtiéndose en opción para la categoría Mejor Film Extranjero, tanto para varias asociaciones de críticos estadounidenses como en los Globos de Oro (perdió con la competidora húngara) y hoy se verá si también para los electores de la Academia de Hollywood. ¿Por qué tanta repercusión? Porque en ella cinco chicas huérfanas –preciosas todas– son reprimidas por su familia turca, rebelándose contra el patriarcalismo campesino. Chicas lindas, represión social, coraje para rebelarse, atraso cultural de un entorno conservador: boccato di cardinale para el paladar del público medio euro y yanquicéntrico. Bien filmada, encima, y con aires de modernidad. Con lo cual la ópera prima de la cineasta turca Deniz Gamze Ergüven, afincada en Francia, se ganó también a los críticos. Cartón lleno.Aunque no carece de incidentes, alguno trágico incluso, Mustang no pone el acento en la peripecia, apostando en su lugar a un tipo de relato “líquido”, hecho de la relación sensorial entre la cámara y sus heroínas, antes que de una estricta sucesión de acontecimientos. De allí su aspecto moderno. Conflicto para todo público, estilo moderno: recorrido internacional asegurado. De entre las cinco hermanas se destaca desde la primera escena la menor, Lale, que andará por los once años y cuyas lágrimas ante la maestra de la que va a separarse hacen de ella el centro emocional del film. Todas de largas y libérrimas cabelleras, basta que las hermanas se metan al agua con un par de compañeros de colegio para que la abuela, encargada de su cuidado junto a un tío, las zamarree por licenciosas. Peor será cuando llegue el tío, patriarca de bigotes bien turcos. De allí en más a las chicas se les prohibirá salir de casa si no es para ir al colegio, se las intentará educar en el arte de la cocina y, cuando estén en edad casadera, la familia elegirá marido por ellas. Si se rebelan se incrementarán las medidas de seguridad, levantando nuevas rejas y convirtiendo la casa en algo cada vez más parecido a una prisión.Como las chicas sí se rebelan, escapándose varias veces –en algún caso guiadas por las hormonas, en otro por la libertad que representa poder trasngredir por un rato el coto masculino, invadiendo un estadio de fútbol–, el conflicto que anima Mustang se vuelve, de tan transparente, tautológico. Asegurada la conexión con el público, la realizadora se da tiempo para trabajar extensivamente con las actrices, logrando que además de lindas todas sean expresivas, y en la puesta de cámara, en manos del francés David Chizallet y el turco Ersin Gok. La indicación es que la cámara las siga siempre, manteniendo todo lo posible el plano sin cortes. Las largas cabelleras de las jóvenes actrices parecen hechas para moverse, la cámara también y el resultado es un film de indudable dinámica visual e ininterrumpido fluir narrativo. Lo demás queda en manos de la identificación del espectador, asegurada por la batalla entre el lema “las mujeres, a la cocina y el matrimonio” y la revuelta de las chicas, cuyo carácter refrenda el título, al compararlas con caballos (o yeguas) indomables.
El sueño americano y su parodia El director devuelve el cuento de hadas –Cenicienta– a su versión más disfuncional y lo entremezcla con el film de mafiosos. Le da entonces al público pochoclero la historia de triunfo que le gusta ver, pero le mete de contrabando altas dosis de enfermedad familiar. Tratándose de una versión materialista de Cenicienta, es coherente que el príncipe azul de Joy sea un lampazo. En su opus 8 –que a la hora en que se lee esta nota estará recibiendo varias nominaciones al Oscar–, David O. Russell entrecruza cuento de hadas, épica feminista y una suerte de neorrealismo a la americana, con una heroína que para consumarse como princesa de sí misma deberá comportarse antes como mafiosa, imponiéndose como leona de la jungla social. Tercera reunión al hilo del realizador con Jennifer Lawrence y primer protagónico excluyente de ésta en un film del realizador, Joy se basa en la historia de Joy Mangano, una señora que inventó el Lampazo Milagroso (sic, uno que se escurre solo, evitando que su portadora tenga que ensuciarse las manos limpiándolo), convirtiéndose gracias a él en la multimillonaria dueña de una firma de limpieza. Habituado a enrevesar los géneros, para contar la historia de la Sra. Mangano el realizador de El lado bueno de las cosas (Silver Linings Playbook, 2012) y La gran estafa americana (American Hustle, 2013) fusiona la celebración del Sueño Americano y su parodia, devuelve el cuento de hadas a su versión más disfuncional (vía la familia de Cenicienta) y lo entremezcla con la película de mafiosos, hasta alcanzar lo que podría denominarse “vulgata feminista de masas”.El comienzo encuentra a Russell en modo Flirting with Disaster (1996) y I Heart Huckabees (2004), comedias enrarecidas por su grado de locura familiar, núcleo temático permanente para el realizador de Tres reyes. Apenas treintañera, Joy (Jennifer Lawrence) es, por imposición de los demás y asunción de su parte, el centro de la familia. Madre separada que trabaja para ganarse el pan, Joy debe hacerse cargo no sólo de sus dos hijos sino de su madre, que se pasa la vida mirando una única telenovela (la reaparecida Virginia Madsen), su ex marido latinoamericano, que mientras espera que le salga algún improbable contrato como músico vive instalado en el sótano de su casa (el venezolano Edgar Ramírez), la hermana postiza que la odia (no tan) sordamente (Elisabeth Röhm) y ahora también su papá (Robert De Niro), a quien diecisiete años después de haberse ido de casa una señora entrega en la puerta, diciendo “se lo devuelvo, no puedo seguir haciéndome cargo de él”, como si fuera un perrito.La única que ayuda un poco es la abuela, que además de cuidar y querer a Joy como hada buena es, de manera algo arbitraria, la narradora del cuento (Diane Ladd). Está faltando la bruja. No por mucho tiempo más: gracias a un servicio de solas y solos, papá va a conocer a una viudita italiana (Isabella Rossellini) que se complacerá en acosar a la Cenicienta de este relato. El tener que hacerse cargo de todos y de todo, incluyendo arreglos de urgencia de cosas rotas, es el lastre que impide a Joy levantar vuelo. Que la chica es capaz de volar alto queda demostrado desde pequeña, cuando con unos papeles y unas tijeras sabía darle cuerpo a su imaginación. Es lo que volverá a suceder cuando, en medio de la encerrona en que está, se le prenda la lamparita, imagine el Lampazo Mágico, se lo muestre al encumbrado dueño de un canal de televentas (Bradley Cooper), éste compre y la audiencia televisiva también. Pero el melodrama impone sus reglas, y éstas indican que para llegar al cielo falta sortear todavía un par de poderosos obstáculos.Ladeado por Annie Mumolo, coguionista de Damas en guerra, Russell juega a dos puntas, entregándole al público yanqui (y al del resto del mundo, cada día más yanqui) la historia de triunfo que le gusta ver, pero metiéndole de contrabando altas dosis de enfermedad familiar. Habida cuenta de que el anillo de poder es aquí el más craso de los objetos domésticos, está claro que la fábula de la self-made woman puede verse, si así se desea, como parodia de sí misma. Así como la historia de amor que se espera (entre Lawrence y Cooper, claro) tal vez nunca llegue. Hasta alcanzar su Sueño Americano, el derrotero de la protagonista devela el carácter mafioso de la sociedad estadounidense. Pero lo alcanza, confirmando que ésa es una sociedad de oportunidades para todos.Esa habilidad de darle a cada público lo que cada público quiere ver denota la astucia del realizador, pero también le pone límites a tan calculada maniobra. Ganadora del Golden Globe en la categoría respectiva el domingo pasado y nominada seguramente a esta hora al Oscar como Mejor Actriz Protagónica por tercera vez en su breve carrera, Jennifer Lawrence confirma presencia, entrega y credibilidad, en un papel que le permite mostrarse vulnerable, pero también dueña de un fuerte cable a tierra. Todo como corresponde. Demasiado como corresponde, tal vez sienta el espectador habituado a que Russell lo desacomode más.
Realismo llevado al extremo En este film ganador de dos premios en Cannes, el realizador francés narra la búsqueda de empleo de un hombre para mostrar como motivo de fondo las relaciones entre éste y su entorno. Y esto incluye políticas laborales y vigilancia y castigo. En tanto su motivo de fondo son las relaciones entre hombre y entorno, es lógico que lo que se conoce como realismo cinematográfico tome la forma de un exhaustivo encadenamiento de diálogos, discusiones, negociaciones y transacciones entre ambos protagonistas (el entorno adquiere en esta vertiente el rango de personaje). Recuérdense las películas de los hermanos Dardenne, Entre los muros, de Laurent Cantet, o la célebre secuencia de la asamblea política de Tierra y libertad, y se tendrán a mano ejemplos paradigmáticos. Opus 6 del realizador y guionista francés Stéphane Brizé, El precio de un hombre –doblemente premiada en Cannes y parte de la Competencia Oficial del Festival de Mar del Plata– lleva esa condición al extremo. Hasta el punto de que en ella, las escenas que no son de diálogos o discusiones literales pueden entenderse como aquellas en que el protagonista negocia, transa o pulsea consigo mismo.Otra característica del realismo en cine es el comenzar las escenas, terminarlas a veces, con el recurso que se conoce como in media res: en medio de la acción. John Cassavetes lo hacía en nueve de cada diez casos, y en los Dardenne su uso también es frecuente. El precio de un hombre –título como de western de Anthony Mann o Budd Boetticher, para un original que suena cuasi marxista: La loi du marché– empieza in media res, y tal vez la abrupta decisión final hubiera multiplicado su efecto, de haber echado mano también allí a esa figura de estilo. Actor favorito del realizador (recordar las previas Une affaire d’amour y Algunas horas de primavera), el robusto Vincent Lindon, en el papel del trabajador manual Thierry Thaugourdeau, discute con un funcionario de la oficina de empleos, por un curso que le hicieron hacer al cuete durante cuatro meses, después de perder su puesto fabril por reducción de personal. Brizé, que no es amante de los chiches formales, narra toda la escena con la máxima economía de planos, recurriendo al más elemental de los dispositivos cinematográficos: la alternancia entre plano y contraplano. Pero en este caso no se trata de planos frontales sino sesgados. Exacta correspondencia visual del modo en que el realizador y coguionista aborda personajes y situaciones.Lo que cuenta El precio de un hombre es básicamente la busca de nuevo empleo por parte de Taugourdeau. En paralelo, muestra el cuadro familiar, dominado por la figura de un hijo discapacitado, cuyo próximo ingreso a la facultad es para los padres “prioridad absoluta”, tal como señala Thierry en algún momento. Brizé alterna escenas de larga exposición con bruscas elipsis. Las primeras sirven para registrar la materialidad del entorno y el modo en que el héroe se relaciona con él. A partir del momento en que finalmente consigue empleo –uno no calificado, como personal de vigilancia en un supermercado–, una serie de escenas funciona como paulatina corrosión moral para el protagonista, a quien cada vez le cuesta más soportar la serie de interrogatorios de los que se ve obligado a participar. Todos ellos motivados por robos o infracciones menores, que la celosa vigilancia empresaria sobredimensiona sin excepción.Frente a esas escenas largamente sostenidas en el tiempo y el espacio están aquellas que, por lo contrario, retacean información, obligando al espectador a completar la línea de puntos. El tiempo y los obstáculos en la busca de un nuevo empleo, básicamente: Thierry ya no es un pibe y la oferta no sobra. De mayor relieve son, sin embargo, otras dos elipsis. Una es la referencia, dada como al descuido, a la política de reducción de personal determinada por la patronal. Lo cual da otro sentido a la obsesión policíaca con que la empresa persigue a los pequeños transgresores, entre quienes se incluye a compañeros de tareas del protagonista. Vigilancia y castigo internos. La otra gran elipsis es el modo en que se comunica una situación trágica, cuyo efecto sorpresa representa un último giro del espiral.Con actuaciones tan sobrias como el realismo suele requerir (para que se mantenga la proporción entre hombre y entorno, el tono actoral debe quedar subsumido en el tono general), Vincent Lindon, cuyo tipo da a la perfección lo que se pide, está inmejorable en el protagónico. Una de las dos Palmas de Cannes fue para él. Otra solicitud implícita del realismo bien entendido es que tampoco la música ande embelleciendo, subrayando o ilustrando las escenas. Extremo, nuevamente, el caso de El precio de un hombre, que la reserva apenas para los títulos finales.
Un drama de baja intensidad “Esta vieja de mierda no se quiere mover y no me deja pasar”, dice la mamá de Olivia, protestando frente a su propia imagen en el espejo, al que confundió con una puerta abierta. Olivia la contempla muda, semiparalizada, como quien constata lo irreversible. Lo que todavía no sabe es que una confusión de datos aparentemente banal, sumada a algunas circunstancias de su vida –no dar del todo con el papel de la obra que está ensayando, el hecho de que el director sea su ex pareja, el propio “riesgo laboral” de trabajar haciendo de otros– la llevarán a ella misma a no tener del todo claro quién es Olivia. Drama de baja intensidad alrededor del tema de la identidad, el espejo que obstaculiza a No soy Lorena, ópera prima de la realizadora chilena Isidora Marras, es justamente esa intensidad retaceada, que mantiene a esta coproducción con Argentina –presentada en los festivales de Locarno y Toronto, entre otros– a las puertas de una película que pudo haber sido.Escasa intensidad es lo que reprocha Mauro (el argentino Lautaro Delgado) a la protagonista, que no logra dar con el nervio que la situación dramática requiere. Los personajes de Olivia (Loreto Aravena, foto) y su compañero de elenco, Alonso (Matías Oviedo) discuten en escena con una pistola entre manos. Pero las actuaciones no llegan a estar a la altura de la situación. Olivia no termina de entender bien qué es lo que le falta y Mauro no hace mucho por aclarárselo. Mucho menos comprende Olivia qué pasa con su mamá, demasiado joven para el Alzheimer (Paulina García, a partir de su fabuloso protagónico en Gloria la estrella chilena de mayor proyección internacional). O con esos insistentes llamados a su celular, preguntando por una Lorena Ruiz que no es ella. Ni qué hablar de cuando las cosas escalan hasta el punto de una amenaza de embargo, como consecuencia de una deuda impaga de su doble involuntaria.Al principio, Olivia intenta resistir la absurda confusión, cuya persistencia lleva las cosas a un plano cuasi kafkiano. Más tarde toma el toro por las astas y sale a buscar a la tal Lorena Ruiz, por lo visto una copera, cuya identidad en algún punto Olivia coqueteará con asumir, sin terminar de hacerlo del todo. Sin terminar de hacerlo del todo: éste es el problema mayor de No soy Lorena, una película a la que le falta compromiso. Compromiso con lo que está narrando, de modo que no llega allí donde podría (o debería) haberlo hecho. Un poco por delgadez narrativa: una escena en que la protagonista va finalmente a la firma que le reclama la deuda de la otra es como una versión algo más prosaica de El castillo, de Kafka. Pero la cosa queda ahí, no ante la ley sino ante sus puertas. Otro tanto para la excursión de Olivia al mundo de la nocturnidad, cuando, peluca mediante, da la impresión de ser una versión femenina del personaje de Al Pacino en Cruising. Pero, otra vez, allí se detiene Olivia y vuelve atrás. Como la propia película, que hubiera necesitado una asunción más resuelta del punto de vista de la protagonista para alcanzar un sentimiento de ajenidad, de alienación, de extrañeza, que aquí apenas puede presuponerse, lejanamente.
Homero Simpson a la uruguaya “¿Usted conoce al señor Beckenbuaer, no?”, pregunta Wilson a la copera, mostrándole la foto de un hombre viejo. “Estamos buscando a su nieta y heredera”, tira el anzuelo y la chica, no precisamente ingenua, pica. Wilson al principio pensaba que Jacobo Kaplan estaba loco o chocho, con la idea esa de secuestrar a un presunto ex criminal de guerra nazi, vendedor de pescado fresco en una playita de la costa uruguaya. Pero total Wilson no tiene mucho que perder (tampoco que ganar, a decir verdad), así que decidió seguirle la corriente al viejo y lanzarse a esta pequeña aventura, falseando identidades e inventando personajes inexistentes, en busca de develar la verdad sobre Julius Reich, el octogenario de la playita. Simpática comedia de perdedores, Mr. Kaplan tiene algo que decir en relación con la gris realidad y el deseo de tener una vida peligrosa. Un alcance algo limitado y cierta tendencia al happy end apresurado no impiden que el opus 2 del montevideano Alvaro Brechner sea un film estimable.Ya la ópera prima de Brechner (Mal día para pescar, 2009) era, como ésta, una buddy movie de losers. Aunque había en ella cierto miserabilismo que aquí, por suerte, no es de lamentar. Que Jacobo Kaplan (Héctor Noguera) está harto de una vida larga y sin sorpresas queda claro en la escena inicial, en la que durante una fiesta de casamiento va a parar, entre lágrimas, a un trampolín, aunque no sabe nadar. Por suerte cuenta con la fiel Rebeca (Nidia Trelles), que lo rescata del agua. Pero lo siguiente que hace es confundir primera y marcha atrás, dejando sin guardabarros a uno de sus “amigos” (las comillas corren para todas sus relaciones), por lo cual sus hijos, preocupados, deciden ponerle un chofer. Quién mejor que Wilson, ex policía retirado (o echado) de la fuerza (el inmejorable Néstor Guzzoni, visto en Tanta agua), que pasa sus noches dejando que la cerveza le haga crecer la panza, mientras juega con los flippers del boliche vecino. Ahí es donde la nieta de Jacobo le habla de cierto alemán a quien ella y sus amigos llaman El Nazi. Y donde el buen hombre corre a leer el libro en el que Simon Wiesenthal cuenta el secuestro y traslado de Adolf Eichmann, casi medio siglo atrás (para que las fechas calcen, Mr. Kaplan transcurre en 1997).Para que una comedia funcione, los personajes protagónicos tienen que tener una lógica y los secundarios, un color. Para que una comedia de perdedores funcione, además de eso se requiere que el guión y la puesta en escena los miren desde la misma altura. Ambas cosas están en su lugar en Mr. Kaplan. Basta que unos choferes impacientes le digan “viejo boludo” a don Jacobo para que se entienda el estado de angustia en que vive y que lo hará “colgarse” de la ilusión de gloria que sus mayores depositaron en él, al bautizarlo con un nombre bíblico. A Wilson alcanza con verle la panza asomando debajo de la trajinada camisa hawaiana, para comprender que es un Homero Simpson yorugua, al que su Marge echó de casa. Secundarios: los hijos como perro y gato, el cuñado corrupto de Wilson, el temible hijo de un ¿camarada de armas? de Reich, la hastiada nieta adolescente, el propio Reich (Rolf Becker, alemán “auténtico”, se parece enormemente al jerarca e intelectual nazi Ernst Jünger).¿Por qué, entonces, Mr. Kaplan no llega al 7 que indica un aprobado? Porque a la peripecia le falta tensión, algo más de negrura. Todo transcurre con demasiada calma, como si todos supiéramos que la persecución de Reich (¡qué apellido!) no es más que un jueguito. Allí se rompe el pacto tácito entre espectador y protagonista, porque Kaplan sí está convencido de que el viejo bronceado es un Eichmann de las playas uruguayas. La decisión de cerrar la película con un par de finales esperanzadores –cuando el remate previo iba para el lado de la desilusión– es otro punto en contra. En términos estrictos de puesta en escena, Brechner evidentemente sabe lo que hace. Así lo demuestran sobre todo la serie de barridos con que Wilson presenta a su socio el plan de secuestro, y un notable tema de créditos, pop francés cuya letra, compuesta especialmente para la ocasión, presenta festivamente a quien canta como “un SS en Uruguay, tomando jugo de papaya”.